A veces nos empeñamos en que el evangelio no sea Buena Noticia. No creemos, como el Papa, que la misericordia es la actitud que define al evangelio, capaz de cambiar el corazón y la vida de cualquier persona. La importancia esencial de esto se experimenta con especial relevancia en algunos pasajes de la liturgia de la Cuaresma: el texto de Juan sobre la adúltera es un claro ejemplo que muestra la radicalidad del amor de Dios que no acabamos de asimilar.
Las leyes de aquél entonces solo protegían a los hombres, por eso resulta desconcertante el carácter radicalmente transformador del relato de la mujer sorprendida en adulterio. Tan es así, que costó muchos años que se incorporase a los textos canónicos. Algunos Padres de la Iglesia, como san Agustín, temieron que el relato podía alentar al adulterio o servir de excusa para no reconocer su gravedad. Calvino temió que el texto desacreditara las leyes mosaicas de la pena de muerte para el adulterio (Levítico y Deuteronomio). Aquellos escribas y fariseos estaban obligando a Jesús a elegir entre la misericordia y la justicia legal. Siempre ha estado latente el miedo a la Verdad por muy liberadora que sea; en este caso, el tema no es tanto “la mujer adúltera” sino la doble vara de medir y la hipocresía de los varones frente a la audacia amorosa del Maestro que descoloca a todos, también a nosotros, ojo. La adúltera de este evangelio es culpable y, contra toda lógica religiosa de entonces, Jesús no la condena sino que la salva de morir y encima le devuelve la paz interior. Resulta muy revelador que el mandamiento de Jesús a la mujer para que se apartara del pecado vino después de que ya había sido absuelta de su pecado. Este fue el orden: justificación primero y luego santificación. De hecho, no puede ser de otra manera, porque aunque acudamos al Señor con un arrepentimiento genuino de nuestros pecados, nunca conseguiremos cambiar por nuestros propios medios. Este cambio sólo es posible después de haber sido regenerados por medio del Espíritu. Es importante tener esto claro, porque lo hemos asumido justo al revés. Los propios fariseos lo hacían así. Para ellos, la persona se tenía que esforzar en merecer el perdón de Dios por una conducta intachable. Para más desconcierto, Jesús ni siquiera condena a los prestigiosos acusadores que se van retirando con pecados seguramente igual de graves o aun mayores. Ni tampoco condena al adúltero, sino que ofrece un camino de gracia a los varones desde su aceptación cómplice en el adulterio. Hay que recordar que el fundamento del matrimonio en la ley judía no era el amor ni el compromiso, pues la mujer sufría una apabullante desigualdad de consideración y derechos. Lo esencial era el deber de fidelidad pero entendido desde la propiedad que tenía el marido sobre la mujer. Al cometer adulterio, las mujeres cargaban con el pecado sexual (fuente de tentación y ocasión de pecado para el hombre) y vulneraban la propiedad de otro hombre al transgredir la pureza del linaje del marido engañado, lo cual socavaba el honor y cuestionaba a todo el clan familiar. El adulterio se equiparaba a un robo. En este relato no caben espacios para que nadie se sienta superior a nadie -excepto Jesús- que ni siquiera se comporta como un juez sino que actúa en el plano superior del amor gratuito de Dios. El día en que todos nos consideremos pecadores podremos dialogar y perdonarnos mutuamente por la gracia de Dios. Con el episodio de la adúltera, la mujer es rescatada de la exclusión y presentada como persona equiparada al varón e igual de destinataria de la Buena Noticia. Este pasaje nos obliga a preguntarnos cuando acusemos a alguien, da igual si somos hombre o mujer: ¿cómo quisiera ser tratado? Toda ley es un medio, y puede convertir a la religión en excluyente, entendida como un sistema judicial más, tan del gusto de algunos que pretenden arrinconar al Papa y a sus mensajes porque desinstala conciencias que no son mejores que las de aquellos escribas y fariseos expertos en Dios. O puede ser una oportunidad de esperanza, sobre todo para las mujeres peor consideradas y maltratadas. En todo caso, es una oportunidad para abrirnos al amor de Dios.
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Que una hormiga interpele a un elefante sobre su propia tarea es empresa alocada y harto peligrosa. Tamaña osadía proviene únicamente de la gran diferencia que hay entre la impresionante corpulencia del paquidermo y la menudencia del insecto. La cosa perdería toda gracia si se compararan sus inteligencias, pues mientras la hormiga se organiza en una sociedad que ronda la perfección de un engranaje mecánico, del elefante se ha dicho que llega a tener hasta conciencia de su propia muerte.
Los animales tienen capacidades y habilidades que les permiten adaptarse perfectamente a los nichos ecológicos en que viven. Los elefantes tienen una capacidad de socialización asombrosa: pueden expresar emociones como el dolor, la felicidad, la compasión, el luto y el altruismo; tienen, además, conciencia de sí mismos y poseen una memoria que bien podría compararse incluso con la humana. La hormiga, por su parte, moviéndose en grupo, es capaz de resolver problemas tan complejos como construir ciudades subterráneas, servir a la reina y elegir los mejores caminos para buscar alimento. Insignificante hormiga La simple alusión a la entidad y al comportamiento de ambos animales nos abre perspectivas hermosas para emitir juicios críticos constructivos, aunque, desafortunadamente, tardarán en ser tenidos en cuenta, en caso, claro está, de llegar a serlo alguna vez. Aun siendo el poderoso elefante de esta fábula muy receptivo, la hormiga fustigadora se desvanece ante él en su propia nihilidad. Su grito, su protesta y su crítica quedan recogidas, no obstante, en el subtítulo de este escrito: “papa Francisco, esta Iglesia, no, todavía no”, como desahogo de una presión interior explosiva. Subrayemos, de paso, que la distancia entre la hormiga y el elefante, aun siendo enorme, es salvable si la comparamos con la que, en nuestro caso, media entre las ocurrencias de un oscuro plumilla y el magisterio seductor de un papa que sabe el terreno que pisa. Quede todo, pues, en el grito sordo de desahogo de un aprendiz de escribidor atrevido. Caracol Metidos de lleno en el mundo animal, enmarquemos el doloroso alarido de tan osada hormiga en el nicho vital de otros dos significativos animalitos, tan prominentes en la cultura humana como el caracol y la mariposa, para que ilustren con su sola presencia nuestro propósito. Interpelar al papa, diciéndole lo dicho, se debe a que la Iglesia que llega hasta nosotros semeja un caracol que se desplaza pesadamente, debido seguramente a llevar a cuestas una pesada estructura dogmática y moral, repleta de excrementos. Por dura que parezca tan desconsiderada aseveración, tal me parece la Iglesia católica que tengo frente a mí o dentro de mí, incluso después de los retoques que nuestro bendito elefante blanco le está haciendo para embellecer su ser y agilizar el cumplimiento de su misión. Hay en ella una sobrecarga intelectual de dogmas y verdades considerados sagrados, pero que en realidad no son más que una pretendida “definición” (= empobrecimiento) de conceptos filosóficos de la cultura griega, que ponen en solfa la comprensión humana, y un andamiaje de ordenanzas romanas, capaces de desanimar hasta al mismo Espíritu Santo a la hora de realizar su imprescindible labor de musa poética y guía turístico. A mi modesto entender, la Iglesia católica debe ser, en cuanto fiel continuadora del mensaje evangélico, mucho más o tal vez otra cosa que la que se afirma en esos dogmas o que lo que reflejan sus ordenanzas. Insisto una vez más en que del cristianismo se han hecho muchas lecturas a lo largo de su historia, desde sus mismos orígenes, y que la que llega hasta nosotros no parece que sea válida para los hombres de nuestro tiempo, a la mayoría de los cuales les parece un mensaje mortecino, desvirtuado y caduco, un mensaje apagado y pobre. Mariposa A mi criterio, la nueva relectura necesaria, audaz y exigente, postula que el pesado gusano que tenemos delante se metamorfosee en mariposa. Escribo esto el 19-04-19, día de Viernes Santo, y para no buscar más apoyos, digamos, de una vez por todas, que necesitamos que la Semana Santa permanente en que vivimos se transforme de una vez por todas en Domingo de Resurrección. Como cristiano convencido, no me gusta ni me identifico en absoluto con el sentido penitencial que impregna durante estos días y todo el año la vida de tantos creyentes. El dolor, mírese como se mire, es siempre un contravalor, vitando en todas sus manifestaciones. El cristianismo no puede ser una escuela en la que se lo estudie como valor sacrificial o se lo conciba como fuente de íntima comunión con el terrible martirio que padeció Jesús de Nazaret en la cruz. Esplendorosa mariposa No creo andar descaminado al presumir que los hombres de nuestro tiempo necesitan que la piedad de los cristianos vuele alto y desenvuelta, como una grácil y bella mariposa, capaz de extraer de cada creyente lo mejor de sí mismo. Hay razones fundadas para certificar tal necesidad, pues el cristianismo consiste en algo tan simple como llamar Abba a Dios, sencilla apelación que despliega la fuerza incontenible de una fraternidad universal. Ello nos lleva, por un lado, a pronunciar conmovidos la única oración que nos enseñó Jesús de Nazaret, el “Padrenuestro”, y, por otro, a vivir a fondo las exigencias de su único precepto: “amaos los unos a los otros como yo os he amado”. De ahí que dondequiera que haya un hombre que, de verdad, llame padre a Dios y ame efectivamente a sus semejantes, allí habrá un cristiano, a resguardo de cualquiera otra exigencia institucional. Eso solo es lo determinante para que la fe cristiana irradie en todo tiempo y lugar la buena nueva evangélica. Razones de un “no” expectante Cuando en 1966 visité por primera vez el Vaticano, llevaba el alma en un puño y la mente predispuesta a la intensa emoción de encontrarme en el corazón de la Iglesia, de libar complacido sus esencias y de salir revestido con el atuendo necesario para llegar a ser un auténtico “pescador de hombres”. ¡Qué gran fiasco! Salí de allí tan alicaído que más parecía que me hubiera pasado por encima un tsunami. Esa amarga decepción de hace más de cincuenta años, tan en contraste con la sensibilidad de quienes salen de allí llorando de emoción, sigue todavía anclada a mis neuronas. El Vaticano Me escandaliza que el vicario de un proscrito crucificado tenga trato y mando de jefe de Estado y que esté rodeado de una nutrida tropa de cortesanos, pavos reales que nadan en el boato como peces en el agua y se comportan como orondos amantes de la buena vida. ¡Qué escándalos y cabreos padecí entonces viendo a muchos comerciar con sus ideales y sus escasos haberes pecuniarios para abrirse hueco en el Vaticano o ganarse escalafón en el Vaticano II! ¿Eran aquellos eclesiásticos los humildes operarios de la viña del Señor, trabajadores infatigables sin pensar siquiera en un salario? Decepción la mía, seguramente, de un joven soñador, entregado de lleno a un ideal. Pero, ¿por qué perdura sin alivio posible tan amarga decepción tanto tiempo después? Seguramente, porque sigo topándome con los mismos infranqueables muros, las mismas trincheras de corazones. ¿No incurren en flagrante contradicción quienes, acoplados al Vaticano como anillo al dedo, no tienen empacho en confesar, como decía el mismo Jesús, que “su reino no es de este mundo”? Reventaría si no dijera que, a mi parecer, el Dios Abba ni vive ni puede vivir en el Vaticano. Sin duda, el gran elefante blanco al que grita su decepción una oscura hormiga ha recorrido ya un largo trecho para acercar la Iglesia al Evangelio en temas tan lustrosos como la sencillez de la oración dirigida al Abba y el sentido común de los comportamientos humanos. Eso está muy bien y es muy importante, pero es preciso ahondar más y llegar más lejos. El caracol debe despojarse de su carcasa y de sus propios excrementos para convertirse en larva que eclosione en mariposa. Queda todavía mucha tela por cortar en la sastrería de alta confección de la Iglesia para confeccionar hoy el traje a medida que necesitamos todos los humanos, incluidos los ateos. Sigue habiendo demasiado poder endogámico y depredador en la Iglesia, al amparo de unas murallas que nunca debieron construirse entre ella y un mundo que debe ser iluminado y sazonado en todo tiempo por ella. No es el poder el que evangeliza como no son los hábitos los que hacen al monje; son los comportamientos fraternos los que hacen ambas cosas. La verdadera dignidad, inherente a nuestra condición, no se nutre ni de cargos ni de ornatos, sino de conducta fraternal. ¡Qué miedo! ¿Satanás? Lo del “coco” era solo una mentira piadosa y divertida para torcer los caprichos cansinos de los niños. Extrapolar ese recurso a otros ámbitos de la conducta hace que la mentira lo sea en serio y embadurne de porquería todo el tejido humano. Teniendo al Dios Abba en la pantalla del Evangelio y en la retina de los ojos, ¿por qué, admirado elefante de la fe, nos sigues asustando con la presencia traicionera de un perverso y sagaz “Satanás”, ese siniestro personaje que, según dices, se nos cuela por las rendijas de nuestra conducta? Mi fe-confianza en el Dios Abba solo me permite ver ese bicho, por mucho que la Biblia recurra a él, como un personajillo de ficción, un muñeco de cartón piedra, del que abusan descaradamente los amantes del poder para infundir miedo a sus secuaces a fin tenerlos bien amarrados. Es solo una treta infantil, aunque sumamente eficaz para imponer pesados ordenamientos y encauzar caprichosamente las conductas. Puestos analizar los porqués de tanta maldad como vemos y palpamos en todas partes, frente a ti, querido papa Francisco, solo tienes a hombres que claudican fácilmente ante el brillo del oropel y que se dejan seducir por el atractivo placentero de comportamientos depredadores inmundos. Hay gran diferencia entre proponerle a un hombre que no haga algo porque es una artimaña de Satán para arrastrarlo al infierno y hacerle ver que, de hacerlo, ensucia y deteriora la hermosura que Dios le regala. Por ejemplo, la recurrente pederastia de nuestros días, tan nauseabunda, no es más que la búsqueda compulsiva de un placer ponzoñoso que entenebrece la vida del depredador furtivo y destroza para siempre la vida de un inocente. ¿Qué pinta en un escenario tan mórbido un supuesto agente exterior de perversión que inocula el veneno de un placer putrefacto en el pederasta? Dejemos en paz y tranquilo, confinado para siempre en su propia nihilidad, el “coco” de nuestra infancia y tratemos de comportarnos con la dignidad que Dios nos ha dado para ser realmente los “niños buenos” que siempre debemos ser. Sacerdocio y servicio A estas alturas de nuestra historia y habida cuenta de la situación social en la que se impone, casi a la fuerza, la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, ni siquiera se entiende que se mantengan leyes tan discriminatorias y obsoletas como la del celibato sacerdotal o costumbres tan arcaicas como negar el pan y la sal a las mujeres en una Iglesia tan necesitada de guías y pastores. De mirar menos a un supuesto Dios de las Alturas, entronizado en el Olimpo de los cielos, y más a los hombres, como hacía Jesús, su vicario o representante primero en la tierra tendría que enviarles de inmediato pastores que los confirmen en la fe y alimenten sus vidas. De habilitar jurídicamente a hombres casados y a mujeres predispuestas para su acción misional, consagradas o casadas, la Iglesia podría contar mañana mismo con muchos miles de mensajeros cualificados para realizar la inmensa obra de evangelización que la humanidad necesita. El papa Francisco Que nadie se ría de la presuntuosa hormiga que trata de infundir valor al elefante al decirle que no debe tener ningún miedo a la hora de dar los pasos necesarios para llevar a efecto su pesada misión de guía de todo el rebaño humano. Es lo que este atrevido plumilla se ha esforzado por hacer en este y en todos los artículos que lo preceden. Ante todo, y por encima de todo, están los seres humanos, ovejas sin pastor en el erial de mundo en que hoy vivimos. ¡Ojalá que el grito desgarrador de tan osada hormiga provoque algún eco! El evangelio de hoy también está sacado de un discurso de Jesús en el evangelio de Jn; el último y más largo, después del lavatorio de los pies. Es un discurso que abarca cinco capítulos, y es una verdadera catequesis a la comunidad, que trata de resumir las más originales enseñanzas de Jesús. No se trata de un discurso de Jesús, sino de una cristología elaborada por aquella comunidad a través de muchos años de experiencia y convivencia cristianas. En el momento de la cena, los discípulos no hubieran entendido nada del discurso.
El mandamiento del amor sigue siendo tan nuevo que está aun sin estrenar. No se trata solo de algo muy importante; se trata de lo esencial. Sin amor, no hay cristiano. Nietzsche llegó a decir: "solo hubo un cristiano, y ese murió en la cruz"; precisamente porque nadie ha sido capaz de amar como él amó. Como decíamos el domingo pasado, solo el que hace suya la Vida de Dios será capaz de desplegarla en sus relaciones con los demás. La manifestación de esa Vida es el amor efectivo a todos los seres humanos. La pregunta que debo hacerme hoy es: ¿Amo de verdad a los demás? ¿Es el amor mi distintivo como cristiano? No se trata de un amor teórico, sino del servicio concreto a todo aquel que me necesita. La última frase de la lectura de hoy se acerca más a la realidad si la formulamos al revés: La señal, por la que reconocerán que no sois discípulos míos, será que no os amáis los unos a los otros. Hemos insistido demasiado en lo accidental: en el cumplimiento de normas, en la creencia de verdades y en la celebración de unos ritos. Seguimos presentando el amor como un precepto. Así enfocado, no puede funcionar. Amar es un acto de la voluntad, a quien solo mueve el bien. Esto es muy importante, porque si no descubro la razón de bien, la voluntad no puede ser motivada. Si me limito a cumplir un mandamiento, no tengo necesidad de descubrir la razón de bien en lo mandado, sino solo obedecer al que lo mandó. Aquí está el error. El que una cosa esté mandada, me tiene que llevar a descubrir por qué está mandada; me tiene que llevar a ver en ella la razón de bien. Si no doy este paso, será para mí una programación sin consecuencias. Ahora es glorificado el Hijo de hombre y Dios es Glorificado en él. Jesús ha lavado los pies a los discípulos y su muerte está decidida. ¿Dónde está la gloria? Allí donde se manifiesta el amor. Ese amor manifestado, es a la vez, la gloria de Dios y la gloria de Jesús. En el griego profano, “doxa” significaba simplemente opinión, fama. El “kabod” hebreo que traducen por doxa los LXX, significaba, por una parte, la trascendencia y la santidad de Dios que el hombre debe reconocer. Juan mantiene el sentido de “gloria” de Dios, que también atribuye al Hijo. Jesús en todas sus obras, manifiesta la “doxa” de Dios. Lo original de Juan es que esa gloria no se manifiesta en los actos espectaculares de poder, sino en los actos que expresan el Amor-Dios. La gloria de Dios es el Amor manifestado. No se trata de fama y honor. Tampoco se trata de majestad, esplendor o poder. La gloria de la que habla Jn no es algo externo; está en la misma esencia de la persona. Morir por los demás es la mayor gloria, porque es la mayor manifestación posible de amor. La gloria de Jesús no es consecuencia de su muerte, es la misma muerte por amor. Ni Dios ni Jesús después de morir, pueden recibir otra clase de gloria que amar como ellos aman. Les llama “Hijitos” (teknia) diminutivo de (tekna). En castellano el cariño se expresa mejor con el posesivo “hijitos míos”. Esta expresión está justificada porque se trata de un momento íntimo y emocionante. Les anuncia su próxima muerte, por eso lo que sigue tiene carácter de testamento. Lo que Jesús pide a los suyos es un amor incondicional y a todos sin excepción. Todas las normas, todas las leyes tienen que orientarse a ese fin. Igual que yo os he amado. El “igual que yo” no es solo comparativo, sino originante. Debéis amaros porque yo os he amado, y tanto como yo os he amado. El Amor-Dios no se puede ver, pero se manifiesta en las obras. Es la señal de identidad del cristiano. Es el mandamiento nuevo, opuesto al antiguo, la Ley. Queda establecida la diferencia entre las dos Alianzas. La antigua basada en una relación jurídica de toma y da acá. En la nueva, lo único que importa es la actitud de servicio a los demás. No se trata de una ley, sino de una respuesta personal a lo que Dios es en nosotros. “Un amor que responde a su amor”. Jesús no propone como primer mandamiento el amar a Dios, ni el amor a él mismo. Dios es don total y no pide nada a cambio. Ni él necesita nada de nosotros, ni nosotros le podemos dar nada. Dios es puro don. Se trata de descubrir en nosotros ese don incondicional de Dios, que a través nuestro debe llegar a todos. El amor a Dios sin entrega a los demás es pura farsa. El amor a los demás por Dios y no por ellos mismos, es una trampa que manifiesta egoísmo. El amar para que Dios me lo pague no es más que una programación calculada. La exigencia de Jesús no es con relación a Dios, sino al hombre. Jesús se presenta como “el Hijo de Hombre” (modelo de ser humano). Es la cumbre de las posibilidades humanas. Amar es la única manera de ser plenamente hombre. Él ha desarrollado hasta el límite la capacidad de amar, hasta amar como Dios ama. Jesús no propone un principio teórico, y después dice que vamos a cumplirlo todos. Jesús comienza por vivir el amor y después dice: ¡imitadme! El que le dé su adhesión quedará capacitado para ser hijo, para actuar como el Padre, para amar como Dios ama. En esto conocerán que sois discípulos míos. El amor que pide Jesús tiene que manifestarse en todos y cada uno de los aspectos de la existencia. La nueva comunidad no se caracterizará por doctrinas, ritos, o normas. El distintivo será el amor manifestado. La base y fundamento de la nueva comunidad será la vivencia, no la programación. Jesús no funda un club cuyos miembros tienen que ajustarse a unos estatutos, sino una comunidad que experimenta a Dios como Padre y cada miembro lo imita, haciéndose hijo y hermano. “Que os améis unos a otros”, se ha entendido a veces como un amor a los nuestros. Algunas formulaciones del NT, pueden dar pie a esta interpretación. No, desde cada comunidad cristiana, el amor tiene que llegar a todos. No se trata de amar a los que son amables (dignos de ser amados), sino de estar al servicio de todos como si fueran yo mismo. Si dejo de amar a una sola persona, mi amor evangélico es cero. No se trata de un amor humano más. Se trata de entrar en la dinámica del amor-Dios. Esto es imposible si primero no experimentamos ese AMOR. ¡Ojo! esta verdad es demoledora. Después de todo lo comentado en esta pascua, podemos hacer un resumen. La Vida, que se manifestó en Jesús, es el mismo Dios-Vida que se le había entregado absolutamente. Ese Dios-Vida, que también se da a cada uno de nosotros, nos lleva a la unidad con Él, con Jesús y con todos los hombres. Esa identificación absoluta, que se puede vivir, pero que no se puede ver, se manifiesta en la entrega y la preocupación por los demás, es decir, en el amor. El amor evangélico, no es más que la manifestación de la unidad vivida. Meditación Amor es la única respuesta posible al Amor, que es Dios. Como ser humano, Jesús experimentó ese AMOR. Toda su vida es consecuencia y manifestación de esta vivencia personal. También para nosotros es ese el único camino. Sin esa experiencia de que Dios es AMOR en mí, el mensaje evangélico se quedará fuera de mi propio ser. El domingo pasado leímos que las ovejas seguían al pastor. Hoy el pastor abandona temporalmente a su rebaño, dejándole un encargo de última hora. Las dos primeras lecturas hablan de las persecuciones presentes y de la gloria futura.
Lectura del santo evangelio según san Juan 13, 31-33a. 34-35 El evangelio de hoy, tomado del discurso de Jesús durante la última cena, aborda brevemente dos temas: Jesús y Dios; Jesús, nosotros y los otros. En realidad, el texto del cuarto evangelio incluye entre estos dos temas un tercero: Jesús y los discípulos. Los responsables de la selección no desaprovecharon la ocasión de suprimirlo, a pesar de su importancia. Jesús y Dios. (Puede extrañar que no escriba “Jesús y el Padre”, pero en esta primera parte Jesús usa tres veces la palabra “Dios” y ninguna “Padre”.) Estamos en la noche del Jueves Santo. Judas acaba de salir del cenáculo para traicionar a Jesús y este pronuncia unas palabras desconcertantes. “Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él.” ¿Qué quiere decir Jesús? La primera dificultad está en que usa cinco veces el verbo “glorificar”, que nosotros no usamos nunca, aunque sepamos lo que significa. Nadie le dice a otro: “yo te glorifico”, o “Pedro glorificó a su mujer”. Sólo en la misa recitamos el Gloria, y ahí el verbo va unido a otros más usados: “te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos”. Pero, en el fondo, después de leer la frase diez o doce veces, queda más o menos claro lo que Jesús quiere decir: ha ocurrido algo que ha redundado en su gloria y, consiguientemente, en gloria de Dios; y Dios, en recompensa, glorificará también a Jesús. ¿Qué es eso que ha ocurrido ahora y que redunda en gloria de Jesús? Que Judas ha salido del cenáculo para ir a traicionarlo. Parece absurdo decir esto. Pero recuerda lo que dice la primera lectura: “hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios”. A través de la pasión y la muerte es como Jesús dará gloria a Dios, y Dios a su vez lo glorificará. San Ignacio de Loyola, en los Ejercicios Espirituales, anima al ejercitante, en momentos como este, a pedir la gracia de “alegrarse y gozarse de tanta alegría y gozo de Cristo nuestro Señor”. Algo fundamental, pero que podemos pasar por alto. Jesús, nosotros y los otros. Esta parte es muy conocida, fácil de entender y muy difícil de practicar. El amor al prójimo como a uno mismo es algo que está ya mandado en el libro del Levítico. La novedad consiste en amar “como yo os he amado”. La idea de que Jesús amaba solo a uno de los discípulos (“el discípulo amado”) no es exacta. Amaba a todos, y si a ellos les hubieran preguntado en aquel momento cómo les había amado Jesús dirían que eligiéndolos y soportándolos. Es mucho, pero hay una forma más grande de demostrar el amor: dando la vida por la persona a la que se quiere, como el buen pastor que da la vida por sus ovejas. Cabe el peligro de concluir: “Si Jesús nos ha amado tanto, también nosotros debemos amarlo a él”. Sin embargo, el mandamiento nuevo no habla de amar a Jesús, sino de amarnos unos a otros. Esto supone un cambio importante con respecto al libro del Deuteronomio, donde el mandamiento principal es “amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”. Jesús, de forma casi polémica, omite la referencia a Dios y habla del amor al prójimo. Y lo mismo que a los israelitas se los reconocía por creer en un solo Dios dentro de un ambiente politeísta, a los cristianos se nos debe reconocer por amarnos unos a otros. Sin embargo, cuando se conoce la historia de la Iglesia, queda claro que los cristianos nos distinguimos, más que por el amor mutuo, por la capacidad de pelearnos, no solo entre diversas confesiones, sino dentro de la misma. Curiosamente, la situación ha mejorado mucho entre las distintas confesiones, mientras los conflictos abundan dentro de la misma iglesia. Lo cual es comprensible. Es más fácil pelearse con el hermano que vive contigo que con el que ha formado su propia familia y está más lejos. Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 14, 21b-27 Contiene el final del primer viaje apostólico de Pablo y Bernabé, indicando la conducta que siguieron los apóstoles. En todas las comunidades hacen lo mismo durante la vuelta: 1) Confortar y exhortar a perseverar en la fe. “Confortar” es un verbo exclusivo del libro de los Hechos (14,22; 15,41; 18,23) y siempre tiene por objeto a los discípulos o a las comunidades (no a individuos). ¿Cómo se conforta y exhorta? Advirtiéndoles de la realidad: “hay que pasar mucho para entrar en el Reino de Dios”. Igual que Pablo y Bernabé han tenido que sufrir para anunciar el evangelio; igual que Esteban fue apedreado hasta la muerte (11,19). Las persecuciones y tribulaciones forman parte esencial de la vida cristiana. 2) Designar responsables. La palabra presbíteros etimológicamente designa al “anciano”; en la práctica se aplica a los responsables de la comunidad y terminará adquiriendo un matiz muy concreto: sacerdote. Pero no es eso lo que designan los apóstoles, sino simples encargados de dirigir la comunidad, las asambleas litúrgicas, etc. 3) Celebrar liturgias de oración y ayuno, en las que encomiendan a la comunidad al Señor. Finalmente, cuando llegan a Antioquía de Siria, pueden dar la gran noticia: Dios ha abierto a los paganos la puerta de la fe. Ha comenzado una etapa nueva en la historia de la iglesia y de la humanidad. Lectura del libro del Apocalipsis 21, 1-5a Si la primera lectura se fija sobre todo en las tribulaciones por las que hay que pasar para entrar en el reino de Dios, la del Apocalipsis habla de ese reino de Dios, del mundo futuro maravilloso. No es literatura de ficción, aunque lo parezca. Los cristianos del siglo I estaban sufriendo numerosas persecuciones, y la certeza de un mundo distinto era el mayor consuelo que podían recibir. Aunque el lenguaje es muy distinto, la idea de fondo es la misma en Apocalipsis y Hechos: ahora la comunidad padece grandes tribulaciones (Hch), hay lágrimas, muerte, luto, llanto, dolor (Ap); pero todo esto llevará al reino de Dios (Hch) y a un mundo maravilloso (Ap). Vivimos en la época de la imagen. Nos preocupa e interesa la imagen que damos, la que tienen de nosotros y la que vemos en los demás. Hacemos fotos que difundimos por internet; se hacen virales ciertas imágenes en muy poco tiempo y ellas configuran las conversaciones, las ideas, los gustos y… ¡cuántas veces las opciones de muchos de nosotros!
Muchas veces, la señal de pertenencia a un grupo o el modo de participar en un evento es llevar la “misma” camiseta, pañuelo, distintivo… ¡Qué cómodos nos sentimos unidos de este modo a un grupo grande, amparados y arropados por otros, fácilmente reconocibles como “de los nuestros”! En este contexto, y partiendo del evangelio de este domingo, podemos preguntarnos, ¿cuál es la imagen que damos los cristianos? ¿Qué imagen nos identifica? ¿Qué imagen difundimos?... Los primeros cristianos tenían muy claro, en una época en que lo virtual no existía, que había una señal por la que se les reconocía. Su vida, desde que eran seguidores de Jesús, era tan distinta que no pasaba desapercibida. El evangelio de Juan pone en boca de Jesús: “La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros” Jesús no está en esta cultura de la imagen, de lo externo, de lo que brilla superficialmente… Y nos habla del amor. Pero del amor con estilo propio: “Como yo os he amado”. La señal de “los suyos” no es algo que se “pone encima”, no consiste en teñir todo de un determinado color, repetir unas determinadas fórmulas o practicar unas mismas costumbres incluso piadosas… La señal de los cristianos es algo que sale de lo profundo de la persona y compromete toda la vida. Es, a la vez, un regalo y un mandato: lo hemos recibido como don, porque no podemos amar como Jesús, si el Espíritu no cambia nuestro corazón, y a la vez tenemos que vivirlo cada día como ardua tarea. El signo distintivo de los cristianos no es cualquier amor, es amar como Jesús nos ama a cada uno de nosotros. Y para descubrir más plenamente cómo nos ama, rebobinamos y recordamos su vida y su muerte. Leemos las primeras frases de este evangelio a la luz del amor que Jesús tiene a sus discípulos. Y las leemos en el contexto que nos marca el evangelio de hoy: en la última cena, cuando Jesús siente que son los últimos momentos que pasará con ellos, cuando Judas sale del cenáculo. Juan afirma que Judas salió, y esta salida pone en marcha toda la trama de la traición. Judas ha estado mucho tiempo con Jesús, le ha escuchado, pero ahora se “escapa” se autoexcluye del grupo, de la comunidad de Jesús. Es una decisión que, en un momento o en otro, todos tenemos que tomar. Porque cada uno de nosotros tenemos la posibilidad de “salir” del cenáculo o de quedarnos con Jesús y con la comunidad. ¿Nos animamos a poner nombres y a confesarnos a nosotros mismos las veces que “hemos salido” dejando a Jesús con los otros discípulos? Pero si nos quedamos, si apostamos por permanecer en la comunidad de sus seguidores, tantas veces defectuosos y hasta difíciles, escucharemos y podremos comprender y compartir el camino del seguimiento. Escucharemos a Jesús que, en los últimos momentos de su vida, nos dice lo realmente importante, como hacemos todos cuando vemos que la vida y el tiempo se nos acaban. Y nos lo dice en tono cariñoso, de confidencia, llamándonos “hijos míos”: - Llega el momento del triunfo de Dios, aunque me veáis en la cruz, despreciado, abandonado, traicionado... Tenéis que ver a través de ello la gloria del Padre, la que yo comparto con Él. - Y solo una encomienda, un deseo, un mandato: amaos y hacedlo de forma que este amor os defina, os distinga y caracterice. Amaos como yo os he amado. Con la luz del Espíritu y la fuerza de la comunidad podremos celebrar el triunfo del resucitado, que pasa por la muerte en cruz; podremos empeñarnos en amar sin condiciones, a los que nos aman y a los que nos traicionan o abandonan, a los que son de los nuestros y a los que se consideran de otros grupos… Si estamos dispuestos, si nos dejamos conquistar por este amor, lo intentaremos una y otra vez. Si confiamos en que la fuerza de este amor que se nos regala nos irá cambiando… ¡permanecemos con Jesús en el cenáculo! En ese espacio donde se come y bebe, se comparte la vida en profundidad y se escucha al amigo en comunidad. Y esto, nos identifica y llena nuestra vida. Cuando los primeros seres humanos comenzaron a tener conciencia de su entorno, se encontraron con un paraíso que les ofrecía todos los recursos necesarios para la vida, y además belleza y armonía. A día de hoy todavía podemos deleitarnos con lo que vemos y oímos cuando salimos a la Naturaleza; aún disponemos de los recursos esenciales para la vida y nadie trata de arrebatárnoslos por la fuerza, porque la humanidad aún no padece una escasez trágica de ellos. Todavía estamos a salvo de enfermedades tropicales y gozamos de un clima que no nos aplasta de calor en verano ni agosta nuestras cosechas. Pero todo indica que somos los últimos en disfrutar de todo eso porque estamos destruyendo el paraíso... Y nos surgen dos preguntas: Primera, ¿Cómo hemos llegado a esta situación?... Segunda, ¿Cuál es la causa de nuestra actitud infame?
Respecto a la primera, los hechos son muy sencillos. En las culturas antiguas la Naturaleza era motivo de culto. Los primeros filósofos la observaban y la investigaban, pero la seguían respetando. En la Edad Moderna se convierte en materia prima para explotarla y aprovecharla con fines prácticos. En el siglo veinte se dispara la actividad industrial, y para colmo, la globalización de la economía centuplica la producción de bienes y el medioambiente sufre una agresión brutal e insostenible. Pero los hechos son solo hechos, no son la causa de sí mismos, y detrás de ellos está la cultura que los provoca. Y vemos que el desastre comienza con el nacimiento de la cultura materialista, cientifista, que considera falso todo aquello que escape al ámbito científico. Esta cultura nace en la Edad Moderna en estrecha relación con el desarrollo científico experimentado en esa época de la historia, y más concretamente, con el convencimiento de que a través de la ciencia íbamos a lograr en esta vida la felicidad que la religión reserva para después de la muerte. Los filósofos que la encarnan rechazan de plano la idea de Dios y consideran pueril la práctica religiosa. Se inicia así la desacralización del mundo, la banalización de la vida y la búsqueda frenética de cosas y sensaciones que puedan dar sentido a una existencia que de pronto se ha quedado vacía. En este caldo de cultivo florece el capitalismo; un capitalismo oportunista que ofrece al ciudadano el sentido que busca a través del consumo compulsivo y la satisfacción de deseos, y que termina de liquidar aquellos principios y aquellos valores que habían guiado a la humanidad a lo largo de la historia. Y ya estamos en condiciones de contestar a la primera pregunta: Ha sido la acción conjunta del materialismo cientifista y el capitalismo salvaje la que nos ha llevado al desastre; un desastre que al menos en lo material ya es irreversible. Pero hay más, porque cuando más necesita la humanidad de un potente bagaje moral para hacer frente a la situación extrema que está viviendo, mayor es su carencia. Y la razón es la misma: que el progresismo cientifista niega toda creencia y todo principio religioso o moral, y esto determina que el progreso humano consista ahora en despojar al ser humano de todo lo humano que hay en él; es decir, en animalizarlo. Y ya podemos contestar a la segunda pregunta. Actuamos con tal infamia porque ahora la calidad de lo humano ya no es la humanidad ni la compasión, sino el instinto animal. Tampoco lo es la libertad, sino la esclavitud a la que nos someten nuestras pasiones y apetencias (hago lo que me apetece). Ni la inteligencia, sino la necedad supina de desarrollar chismes que nos están destruyendo. Ni el sentido ético, sino la ley del más fuerte. Ni la moderación, sino la compulsión... Sí, muy mal camino. El mar cambia de color según la luz. Si tienes la oportunidad, fíjate en la intensidad y diversidad de sus colores y contempla la causa.
También los ojos, nuestros ojos, cambian de color según la intensidad de la luz exterior y también interior. El brillo del mar y el de los ojos es el resultado de una experiencia de luz, de una luz que se acoge de dentro afuera y de afuera adentro. Dicen los científicos que somos fruto de la luz, que gracias a ella se da la evolución… Si algo caracteriza este Tiempo de Pascua es que la comunidad cristiana nos invita a recibir la Luz para comprender lo vivido: lo sufrido, lo amado, lo perdido, lo recibido, el presente y el futuro… es decir, ver y descubrir nuestra propia evolución como seres humanos fieles a la luz de la Vida que es Él y seguir acogiéndola para hoy y para mañana. Como el mar, también cambia de color la percepción de lo vivido, según la luz. Si alumbro con mi inteligencia crítica, perfeccionista… mi mar está grisáceo porque no salgo de las nubes de mis exigencias. Si alumbro con las opiniones de los demás me someto a su luz, que posiblemente, como la mía, está condicionada por miedos, dudas e inseguridades… El Resucitado trae una luz que cruza el umbral de las cientos de muertes y apagones que la vida tiene, y desde su luz, tu mar, mi mar, recobra el azul intenso, el color y calor que da sentido y brillo a nuestra vida. La persona cristiana tiene luz porque la recibe del Cristo que habita dentro. El movimiento ocurre de afuera a dentro: la Palabra, la Naturaleza, la Comunidad… y de dentro hacia afuera: la experiencia, el cariño, la reconciliación, la alegría por la convivencia con el Cristo que habita en ti y hace que transmitas su luz, su risa, su empatía, su silencio, su brillo achispado cuando acoges y danzas como las matriarcas, llena de liberación. Mirar la realidad desde la Luz cambia el color y la apreciación de todo. Es vivir lo mismo pero con una energía renovada. Tal vez es una sencilla experiencia de sosiego interior que transmites con ternura a los tuyos. Tal vez, con su luz, te “ves” capaz de activar lo paralizado o de desechar lo que te hace estéril… y reírte con Sara, ¿de alegría? ante un anuncio que traspasa toda lógica pero es capaz de poner brillo y color a la vida de una mujer estéril, mayor, y triste por una esterilidad ya irreversible que la hacía sentir inferior desde los parámetros de su tiempo. (Gn 18,13-14). No son las posibilidades de Sara, estéril, las que están en juego, sino las de Dios. De pronto esa Palabra trae luz y vida, y hace evolucionar la vida que aplasta con sus límites y transporta a Sara, a todas las “Saras” de la historia, a una dimensión que se experimenta cuando dejamos entrar la Luz de la Palabra: “tendrás un hijo”. ¿Y eso? ¿Qué lenguaje es este? Es una palabra que ilumina la esterilidad ya crónica otorgándole la energía de la Vida que viene de otro y que se nos regala a manos llenas siempre, en todo lugar, en cualquier circunstancia. Esa vida regalada, nos permite comprender que el seguimiento del Resucitado no es una creencia sino una vida iluminada paso a paso, en la tiniebla del día a día, por su Luz que fecunda lo estéril. Al final todo es muy rápido. La vida parece que es muy larga, y es sólo una percepción. La vida es hoy. ¿Con color? ¿Con fecundidad? Si espero que cambien las cosas… pierdo el color del momento, la belleza de ese ángulo que ahora contemplo y antes no veía porque le daba la sombra cuando dudaba. Si no descubro la luz de Dios en la mirada del que llama a mi tienda, a mi vulnerabilidad con su Luz… no he experimentado la Resurrección. Cuando a la luz y calor de su Palabra sientes que algo se mueve en ti, este es el hijo de la promesa, la fuerza de Dios resucitando, levantando lo estéril, lo incrédulo, lo cronificado y esclerotizado. Jesús Resucitado no inicia una institución que tiene que prolongarse en el tiempo… Jesús inicia un movimiento de Vida, de Luz, de Fecundidad. Los y las que se arriman a él no es por cultura o costumbre, sino por decisión madura de optar por su Luz por encima de las otras. Yo creo que el Resucitado me/nos invita a seguir con su Luz y Vida formando comunidades que no se queden atrapadas en las opacidades institucionales. No es lo mismo identificarse con el Resucitado y la comunidad que se forma alrededor de esa experiencia, que hacerlo con una institución. El pueblo de Dios lo forman aquellas personas guiadas por su Luz, dispuestas a cambiar de rumbo según la Luz. De ahí la importancia de acoger la Luz. Todo depende de ella. No la escondas dirá el evangelio; sin ella caminamos en tinieblas. La Luz trae fecundidad, es como un quitamiedos en alta montaña, de pronto te sientes segura. La subida sigue siendo empinada pero hay Luz y esa luz nos protege. ¿Qué sería el mar sin luz? Una terrible masa oscura que infundiría miedo incluso pavor… ¿Qué es una vida sin Vida? El mar con luz es una maravilla inexplicable que no te cansas de mirar, de tocar, de sentir, de sumergirte en él, de sentirte parte de él, de alimentarte de él, de curarte, descansar, divertirte en él…y todo porque se deja iluminar por la Luz. Así nuestra vida. ¿Te imaginas? Acoge la Luz: la necesitamos, compártela. Seremos como el mar, que las personas estarán a gusto y no hará falta explicar… porque con la Luz, SOMOS. ESTAMOS VIVOS Y VIVAS. Y con la risa por la alegría de la fecundidad más allá de toda impuesta esterilidad… una pascua, ciertamente. Feliz y bendito (bien dicho) Tiempo Pascual. Una de las frases de Jesús con menos posibilidad de exégesis es “Por sus hechos les conoceréis”. Pues bien, el ejemplo es la puerta para generar confianza en nuestras relaciones humanas y ambos -ejemplo y confianza- deben ser la base de conducta de todo cristiano, especialmente de los que más responsabilidades tienen y por aquello del escándalo, tan de moda precisamente cuando brillan por su ausencia.
Dicen que fue Einstein quien recordó que dar ejemplo es la única manera de influir en los demás y la única manera efectiva de inculcar valores. Nadie seguirá las palabras ni a quienes las pronuncian si nos coherentes y, lo que es peor, existe el riesgo añadido de rechazo a esas buenas ideas por el efecto perverso que produce la falta de credibilidad. Y todo el mundo es capaz de percibir al vuelo la falta de coherencia. ¿Qué valoración nos merecen nuestras actitudes? El contagio viene desde los máximos responsables hacia todo el resto de la organización eclesial. Como ocurre en las familias, que el chorro fundamental de la influencia va de los padres a los hijos. Los ojos y oídos de nuestros chavales, igual que los de nuestros compañeros están fijos en nosotros. Los hijos y los compañeros de trabajo recordarán más nuestra conducta que nuestras palabras. Alguien dijo acertadamente que, lo que los padres hacen con moderación, los hijos lo harán con exageración. Y cuando la falta de ejemplo se estira demasiado, se nota y, lo que es peor, cala como agua fina. No deja de ser una sutil manera de faltar a la verdad que alguien pontifique grandes directrices y normas que después no respeta ni cumple. Pero todos llevamos dentro un maestro y un aprendiz que, por la mera observación, activan el aprendizaje. Nos influenciamos y contagiamos mutuamente más de lo que parece a primera vista. Somos seres influenciables para bien y para mal. El ejemplo tiene la fuerza de la experiencia vivida. Sin este valor de la credibilidad pierde toda su fortaleza. Hablamos mejor con nuestros hechos, que son por lo que nos conocerán. Y cuando el ejemplo es negativo, transmitiremos mensajes terriblemente influyentes, en este caso para mal. En el idioma inglés existe la expresión Walk the Talk, que viene a decir que actuemos por donde hablamos. Y la Madre Teresa de Calcuta, nos puso sobre aviso: no te preocupes porque tus hijos no te escuchan, te observan todo el día. Haciendo una paráfrasis aplicable al ámbito del liderazgo, podríamos decir que nuestros feligreses y la sociedad en general te observan todo el tiempo. Ser fiable es lo fundamental. Y cuando alguien es creíble, automáticamente se activa la confianza. La diferencia entre reputación y confianza es que la primera se refiere a lo que la gente piensa de ti, mientras que la confianza se refiere a lo que la gente espera de ti. La confianza o su falta es una realidad fundamental en cualquier sociedad, sobre todo cuando disminuyen los comportamientos éticos con las consecuencias negativas que esto produce en el día a día. Es decir, que necesitamos mantener un comportamiento predecible lo suficientemente arraigado en el tiempo como para que otra persona se haga digna de nuestra confianza. Y viceversa. La confianza también va de arriba hacia abajo; el superior es quien debe generar ambientes de confianza e irradiar él mismo este imprescindible comportamiento. No es delegable. La confianza es un proceso intangible que se apoya en la intuición y en la experiencia. A veces nos fiamos del sexto sentido y apostamos por una decisión de confianza, pero implica un riesgo elevado de equivocarnos. Lo normal es que se asiente tras un proceso de experiencias y vivencias que se construye con el tiempo y puede ser destruida en un segundo; la confianza es muy cara de lograr, fácil de perder y más cara todavía de recuperar. Ganarse el derecho a ser escuchado, que esto es el meollo de influir y no otra cosa. El doble lenguaje no ha funcionado nunca en los cristianos. La confianza se crea cuando podemos creer en algo y en alguien porque sabemos por experiencia o por su imagen de seguridad que nos dice la verdad (credibilidad es tener autoridad sobre algo). En la medida que un ser humano se hace más creíble amplia la base del liderazgo, es decir, de su capacidad de influencia. No importa si las noticias son buenas o malas, debe tratarse a los demás con madurez pensando en ellas, no solo en nosotros. Escuchar a la gente también genera confianza. Una persona que no nos presta la debida atención no puede saber qué es lo que realmente necesitamos o sentimos, y no se hace acreedora de depositar nuestra confianza en ella; como mínimo, no estaremos seguros de que entendió nuestra actitud o propuesta. Además, el acto de escuchar genera una actitud recíproca, básica en toda comunicación que se precie, y si ambas personas se escuchan con empatía, su relación creará mayores espacios de confianza y comunicación fructíferos. Confiamos en las personas que son coherentes, que dan ejemplo, que cumplen su palabra. Siendo constantes crecemos en veracidad. Diciendo la verdad, crecemos en lealtad. Confiamos en las personas que buscan win-win, (ganar-ganar o gano-ganas). Una secuencia más cristiana e inteligente sería: ganan, ganamos, ganas, gano. De camino a la Pascua de Pentecostés, pidamos al Espíritu luz y fuerza para ser ejemplares y generar espacios de confianza también con los que no son afines; a la manera de Jesús. La evangelización está en juego. El evangelista Lucas, una vez finaliza su evangelio con la resurrección de Jesús y su aparición a las mujeres y varones que lo siguieron en su vida histórica, continúa en el libro de los Hechos relatando, el tiempo del Espíritu: "Y recibirán la fuerza del Espíritu Santo para que sean mis testigos" (1,8). Y, efectivamente, el Espíritu de Jesús inunda sus vidas y la evangelización se hace un imperativo en el seguimiento. El libro de los Hechos continúa narrando como surgen las diferentes comunidades a las cuales se van uniendo cada vez más personas (Hc 2,47), sin ocultar las dificultades que se iban presentando (Hc 5,1-11).
En otras palabras, ¿en qué radica la vitalidad del seguimiento? En el anuncio que suscita. Cuando no se tiene nada que comunicar, se pierden las fuerzas para el camino. El seguimiento es movimiento, proyecto, esperanza, búsqueda, dinamismo. Y todo eso se muestra en la realidad de “no poder dejar de hablar de lo que se ha visto y oído” (Hc 4,20). Pero muchas veces la vida cristiana no muestra esa articulación, posiblemente porque no se ha dado el encuentro con la persona de Jesús –con el espíritu del Resucitado– sino con sus ideas o normas. Quien sigue las normas pone a prueba su constancia y fuerza de voluntad pero quien se encuentra con la persona de Jesús comunica la alegría que da el encuentro y anuncia el amor que experimenta dentro de sí. La vida ética y el compromiso cristiano es consecuencia de esa experiencia fundamental. El espíritu de Jesús que se hace presente en sus seguidores es un espíritu de vida y esperanza. Es el espíritu que apuesta por el futuro y por la transformación de las situaciones. Es el que cree posible que las estructuras se muevan, las tradiciones se renueven, la vida se recree y se fortalezca desde dentro. La vida del Espíritu es alegría y paz. Es fortaleza y amor. Es misericordia y un nuevo comienzo (Cfr. Gál 5, 22). Y el tiempo pascual es el despliegue de esta vida del Resucitado en nuestra realidad limitada y pequeña pero inundada de gozo por la fuerza del Señor que se queda para siempre entre nosotros. Así hemos de vivir este tiempo pascual dejando que el Espíritu del Resucitado inunde nuestra vida y transforme nuestro entorno. ¿Por qué no empeñarnos en ser personas capaces de servir y amar en todos los momentos de nuestra vida? Pero sobretodo ¿por qué no pensar que las cosas sí pueden cambiar y que la sociedad puede encontrar “otra” manera posible de vivir? Muchos son los espacios donde es urgente que la vida del Espíritu se haga realidad. En las propias familias donde nunca sobra el diálogo y el cambio de actitudes. En la realización de nuestras profesiones, que siempre han de repensarse para el bien común y el servicio. En la política que hace posible otras estructuras que garanticen la vida para todos y todas. Y ¿por qué no inventar otros modelos económicos que dejen de enriquecer a unos pocos y reviertan en el bienestar de todos? El surgimiento del cristianismo parecía imposible en sus orígenes y, sin embargo, el Espíritu del Resucitado transformó la configuración religiosa de ese tiempo. Hoy no tiene menos fuerza ese mismo Espíritu. Sólo necesita personas disponibles a su acción, seguidores que anuncien y anuncios que convoquen. El tiempo de Pascua nos introduce en este tiempo nuevo y es ahora, aquí, en el presente que vivimos, dónde el Espíritu puede actuar si le dejamos, le secundamos y nos disponemos enteramente a su acción. Hemos terminado con las apariciones, pero seguimos con un texto profundamente pascual. Juan nos habla de Vida definitiva, que es la clave del tiempo pascual. Es una pena que al hablar de vida eterna sigamos pensando en una vida biológica para más allá. La verdad es que los evangelios nos hablan de una Vida que hay que vivir aquí y ahora. Parece mentira el poco caso que hacemos al evangelio cuando no está de acuerdo con nuestras expectativas. En el evangelio de Jn está muy claro: “Hay que nacer de nuevo. Hay que nacer del Espíritu”.
Para poder entender el texto hoy, hay que tener en cuenta todo el discurso que sigue a la curación del ciego de: Jesús como puerta, Jesús como pastor. El pastor modelo da la Vida a las ovejas. Dar la Vida no significa dejarse matar, sino matarse por los demás. En griego hay tres palabras para decir vida: “Zoê”, significa la vida transcendente inmutable, “Bios”, la vida biológica concreta y “psykhê” significa la personalidad psicológica. Aquí dice psykhê. No se refiere a dar la vida biológica muriendo, sino a entregarse como persona durante la vida. En el evangelio de Jn no habla Jesús sino la comunidad, que expresa lo que pensaban sobre Jesús. No concibo a Jesús creyéndose pastor de nadie. Jesús llega a su plenitud por las relaciones con los demás. Pero unas verdaderas relaciones humanas solo son posibles entre iguales. Porque nunca se creyó más que nadie, sino al servicio de todos, se presenta ante nuestros ojos como modelo de humanidad. Relación entrañable con los demás, de tal manera que se preocupa por todos como un pastor auténtico se preocupa por cada una de las ovejas. Después de decir que ellos no son ovejas suyas, describe con todo detalle qué significa ser de los suyos, les está acusando de no querer seguirle, comprometiéndose con él al servicio del hombre. No se trata solo de oír a Jesús, se trata de escucharle. La mayoría de las veces oímos y aceptamos solamente lo que está de acuerdo con nuestros intereses. Escucharle significa acercarse sin prejuicios y aceptar lo que nos dice, aunque suponga cambiar nuestras convicciones. Seguirle es estar dispuesto a darse a los demás como él y como Dios se dan. “Y ellas me siguen”. No basta escuchar, hay que ponerse en movimiento y entrar en la nueva dinámica. La buena noticia de Jesús consiste en manifestar que hay una nueva manera de afrontar la existencia humana, una manera de vivir que esté más de acuerdo con las exigencias profundas del ser humano. Esa será la manera de cumplir lo que Dios espera de nosotros. La voluntad de Dios está ya en lo más profundo de mí. Jesús no nos pide ser borregos sino ser personas adultas y responsables de sí mismos y de los demás. Y yo les doy Vida definitiva. Se trata de la misma Vida que Jesús ha recibido de Dios. La consecuencia primera de seguirle es alcanzar esa Vida del Espíritu. Esto es lo importante para nosotros. Lo que pasó en Jesús tiene que pasar en mí. Éste es el meollo del misterio pascual. Como modelo de pastor que defiende a los suyos con todo su ser, no pasarán a manos de ladrones y bandidos. Ponerse en las manos de Jesús equivale a estar en las manos del Padre. "No hay quien libre de mi mano; lo que yo hago, ¿quién lo deshará? (Is 43,13) Yo y el Padre somos lo Uno. Es la frase que mejor refleja la conciencia que la comunidad de Jn tenía de Jesús. Hoy sabemos que los discursos del evangelio de Jn no son originales de Jesús, por lo tanto no tiene sentido pensar que esa frase exprese su conciencia de ser Dios. Para nosotros, tiene más importancia caer en la cuenta de que fue la experiencia de la comunidad de Jn, la que llegó a la conclusión de que Jesús estaba en identificación con Dios. La Vulgata no dice “somos unus” sino unum (neutro). Esto es más importante de lo que parece, porque nos está lanzando más allá del lenguaje ordinario. Jesús dice que él y el Padre (el Origen) no se distinguen en nada, pero tampoco se distingue de su origen ninguna otra criatura. Lo que Jesús dijo, lo puede decir cualquiera que tenga conciencia de sí mismo. No se puede ir más allá. El lenguaje humano no da más de sí. Lo único que cabe es el silencio. El Maestro Eckhart llegó a decir que Dios se aniquila para identificarse con nosotros y que el hombre tiene que anonadarse para ser uno con Dios. Buscamos la unión con Dios pero sin dejar de ser nosotros. No puede funcionar. La simplicidad de las matemáticas nos puede ayudar. 1 + 1 siempre serán 2. Pero 1 x 1 = 1. Si el resultado de 1 x 1 lo vuelvo a multiplicar por 1, seguirá resultando 1. La unidad con Dios no solo nos hace uno con Él sino con todos. Una de las pocas palabras que podemos asegurar que pronunció Jesús, es “abba”. Pero el concepto de padre que nosotros usamos no es suficiente para expresar lo que Dios es para Jesús y para cada uno de nosotros. Los padres biológicos nos han trasmitido la vida, pero esa vida sigue sus propios derroteros. En el caso de la Vida, que Dios nos comunica, se trata de su única Vida, que se convierte en nuestra propia Vida sin dejar de ser la de Dios. El ser humano Jesús había llegado a una experiencia de unidad total con Dios. Ya no había ninguna diferencia entre lo que era él y lo que era Dios en él, porque de él, de su falso yo, no quedaba nada. Para dar sentido a una adhesión a su persona, se muestra él totalmente volcado sobre el Padre. Relacionarnos con Jesús es relacionarnos con Dios. Esta es la razón por la que, el Jesús que predicó el Reino de Dios, se convirtió en objeto de predicación. Jesús, como nuevo santuario, hace presente al Padre. El diálogo se dirige a los dirigentes del Templo. El Padre se manifiesta en Jesús que realiza su obra creadora llevando al hombre a plenitud. No hay nada en Jesús que se encuentre fuera de Dios. Todo en él es expresión del Padre. Eso excluye toda instancia superior a él. Los judíos no pueden encontrar nada en qué apoyarse para juzgarle. Solo cabe aceptación o rechazo, que es aceptar o rechazar a Dios. Jesús, viviendo para los demás, está identificándose con lo que es Dios. Así manifiesta la verdadera Vida, que es la misma de Dios. Esa Vida es la que comunicará a los demás. Dios se la está comunicando a él y nos la está comunicando a todos. Jesús es así manifestación de Dios y modelo de Hombre. Donde hay amor hasta el límite, hay Vida sin límite. Para quien ama como Jesús amó, no hay muerte. Por eso la entrega de la vida es espontánea. Si Jesús promete la Vida al que le escuche, quiere decir que les ofrece la misma Vida que él ha recibido del Padre. La vida que se trasmite del padre al hijo es la misma vida del padre. Por eso se puede hablar de una identificación absoluta con el Padre. Recordemos las palabras de Juan en el discurso del pan de vida: "El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre, del mismo modo, el que me come vivirá por mí". Son realidades que nos desbordan. Me habéis oído comentar decenas de veces la frase de Schillebeeckx: “Si pudiera quitar de mí lo que hay de mí, quedaría Dios; si pudiera quitar de mí lo que hay de Dios, quedaría nada”. Hoy puedo decir: si quitara de mí lo que hay de Dios, quedaría nada y si pudiera quitar de mí lo que hay de mí, quedaría nada. Con el ejemplo matemático se entiende muy bien: 1x0=0. Ni yo puedo existir sin Dios ni Dios puede existir sin mí. Ya lo había dicho el Maestro Eckhart. Meditación Se trata de participar aquí y ahora de la misma Vida de Dios. Desde la vida biológica, en la que me encuentro, debo acceder a la Vida Divina, que también está en mí. A esa VIDA no le afecta la muerte, por eso, cuando la vida biológica termina, aquella continúa. |
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