La Vigilia Pascual es la liturgia más importante de todo el año. Celebramos la VIDA que en la experiencia pascual descubrieron los discípulos en su maestro Jesús. Los símbolos centrales de la celebración son el fuego y el agua, porque son los dos elementos imprescindibles para que pueda surgir la vida biológica. La vida biológica es el mejor símbolo que nos puede ayudar a entender lo que es la Vida trascendente. Las realidades trascendentes no pueden percibirse por los sentidos, por eso tenemos que hacerlas presentes por medio de signos que provoquen en nuestro interior la presencia de la Vida. Esa Vida ya está en nosotros.
El recordar nuestro bautismo apunta a lo mismo. Jesús dijo a Nicodemo que había que nacer de nuevo del agua y del Espíritu. Este mensaje es pieza clave para descubrir de qué Vida estamos hablando. En el prólogo del evangelio de Jn dice: “En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres”. Estamos recordando esa Vida y esa luz en la humanidad de Jesús. Al desplegar la misma Vida de Dios, durante su vida terrena, nos abrió el camino de la plenitud a la que todos podemos acceder. En todos y cada uno de nosotros está ya esa Vida. Lo que estamos celebrando esta noche es la llegada de Jesús a esa meta. Jesús, como hombre, alcanzó la plenitud de Vida. Posee la Vida definitiva que es la Vida de Dios. Esa vida ya no puede perderse porque es eterna. Podemos seguir empleando el término “resurrección”, pero debemos evitar el aplicarla inconscientemente a la vida biológica y psicológica, porque es lo que nosotros podemos sentir, es decir, descubrir por los sentidos. Pero lo que hay de Dios en Jesús no se puede descubrir mirando, oyendo o palpando. Ni vivo ni muerto ni resucitado, puede nadie descubrir lo que hay en él de Dios. Tampoco puede ser el resultado de alguna demostración lógica. Lo divino no cae dentro del objeto de nuestra razón. A la convicción de que Jesús está vivo, no se puede llegar por razonamientos. Lo divino que hay en Jesús, y por lo tanto su resurrección, solo puede ser objeto de fe. Lo mismo nosotros, solo a través de la vivencia personal podemos comprender la resurrección. Creer en la resurrección exige haber pasado de la muerte a la vida. Por eso tiene en esta vigilia tanta importancia el recuerdo de nuestro bautismo. Jesús murió a lo terreno y caduco, al egoísmo, y nació a la verdadera Vida, la divina. Creemos que hemos sido bautizados un día a una hora determinada y que allí se realizó un milagro que permanece por sí mismo. Para descubrir el error, hay que tomar conciencia de lo que es un sacramento. Los sacramentos están constituidos por dos realidades: un signo y una realidad significada. El signo es lo que podemos ver, oír, tocar. La realidad significada ni se ve ni se oye ni se palpa, pero está ahí siempre porque depende de Dios que está fuera del tiempo. En el bautismo, la realidad significada es esa Vida divina que “significamos” para hacerla presente y vivirla.
0 Comentarios
Las tres partes en que se divide la liturgia del Viernes Santo, expresan perfectamente el sentido de la celebración. La liturgia de la palabra nos pone en contacto con los hechos que estamos conmemorando y nos abren perspectivas nuevas. La adoración de la cruz nos lleva al reconocimiento de un hecho de la vida de Jesús que tenemos que tratar de asimilar y desentrañar. La comunión nos recuerda que la principal ceremonia litúrgica de nuestra religión es la celebración de una muerte; no porque ensalcemos el sufrimiento y el dolor, sino porque descubrimos la Vida, incluso en lo que percibimos como sufrimiento y muerte.
No es nada fácil hacer una reflexión sencilla y coherente sobre el significado de la muerte de Jesús. Se ha insistido tanto en lo externo, en lo sentimental, que es imposible ir al meollo de la cuestión. No debemos seguir insistiendo en el sufrimiento. No son los azotes, ni la corona de espinas, ni los clavos, lo que nos salva. Muchísimos seres humanos has sufrido y siguen sufriendo hoy más que Jesús. Lo que nos marca el camino de la plenitud humana es la actitud de Jesús, que se manifestó durante su vida en el trato con los demás. Ese amor, manifestado en el servicio, es lo que demuestra su verdadera humanidad y, a la vez, su plena divinidad. ¿Qué añade su muerte a la buena noticia del evangelio? Aporta una increíble dosis de autenticidad. Sin esa muerte, y sin las circunstancias que la envolvieron, hubiera sido mucho más difícil para los discípulos dar el salto a la experiencia pascual. La muerte de Jesús es sobre todo un argumento definitivo a favor del amor. En la muerte, Jesús dejó claro que el amor era más importante que la vida. Si la vida natural es lo más importante para cualquier persona, podemos vislumbrar la importancia que tenía el amor para Jesús. Aquí podemos encontrar el verdadero sentido que quiso dar Jesús a su muerte. La muerte en la cruz, analizada en profundidad, nos dice todo sobre su persona. Pero también lo dice todo sobre nosotros mismos si nuestro modelo de ser humano es el mismo que tuvo él. Además nos lo dice todo sobre el Dios de Jesús, y sobre el nuestro, si es que es el mismo. Descubrir al verdadero Dios, y la manera en la que podemos relacionarnos con Él, es la tarea más importante que puede desplegar un ser humano. Jesús, no solo lo descubrió él, sino que nos quiso comunicar ese descubrimiento y nos marcó el camino para vivir esa realidad del Dios descubierta por él. Nuestra tarea es descubrirlo también en lo hondo de nuestro ser. La buena noticia de Jesús fue que Dios es ágape. Pero ese amor se manifiesta de una manera insospechada y desconcertante. El Dios manifestado en Jesús es tan distinto de todo lo que nosotros podemos llegar a comprender, que, aún hoy, seguimos sin asimilarlo. Como no aceptamos un Dios que se da infinitamente y sin condiciones, no acabamos de entrar en la dinámica de relación con Él, que nos enseñó Jesús. El tipo de relaciones de toma y da acá, que seguimos desplegando nosotros con relación a Dios, no puede servir para aplicarlas al Dios de Jesús. El Dios de Jesús es el que se deshace por todos y nos obliga a deshacernos. Un Dios que siempre está callado y escondido, incluso para una persona tan fiel como Jesús, ¿qué puede aportar a mi vida? Es realmente difícil confiar en alguien que no va a manifestar nunca externamente lo que es. Es muy complicado tener que descubrirle en lo hondo de mi ser, pero sin añadir nada a mi ser, sino constituyéndose en la base y fundamento de mi ser, o mejor, que es parte de mi ser en lo que tiene de fundamental. Todo lo que puedo llegar a ser ya lo soy, no como mi ego podría esperar sino como fundamento del ser. Nos descoloca un Dios que no va a manifestar con señales externas su preocupación por el hombre; sin darnos cuenta de que al aplicar a Dios relaciones externas, le estamos haciendo a nuestra propia imagen. Al hacerlo, nos estamos fabricando nuestro propio ídolo. Nuestra imagen de Dios siempre tendrá algo de ídolo, pero nuestra obligación es ir purificándola cada vez más. Dios no es nada fuera de mí, con quien yo pueda alternar y relacionarme como si fuera otro YO, aunque muy superior a mí. Dios está inextricablemente identificado conmigo y no hay manera de separarnos en dos. Mi verdadero ser es esa identificación absoluta y total. Un Dios –que nos exige deshacernos, disolvernos, aniquilarnos en beneficio de los demás, no para tener en el más allá un “ego” más potente (¿los santos?) si no para quedar incorporados a su SER, que es ya ahora nuestro verdadero ser– no puede ser atrayente para nuestra conciencia de personas individuales. “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, permanece solo, pero si muere da mucho fruto”, es decir produce más vida. Este es el nudo gordiano que nos es imposible desenredar. Este es el rubicón que no nos atrevemos a pasar. La muerte de Jesús deja claro que el objetivo de su vida fue manifestar a Dios. Si Él es Padre, nuestra obligación es la de ser hijos. Ser hijo es salir al padre, imitar al padre. Esto es lo que hizo Jesús, y esta es la tarea que nos dejó, si de verdad somos sus seguidores. Pero el Padre es amor, don total, entrega incondicional a todos y en todas las circunstancias. No solo no hemos entrado en esa dinámica sino que nuestra pretensión “religiosa” es meter a Dios en nuestros egoísmos; no solo en esta vida terrena, sino garantizándonos un ego para siempre. La muerte no fue un mal trago que tuvo que pasar Jesús para alcanzar la gloria sino la suprema gloria de un hombre al hacer presente a Dios con el don total de sí mismo, viviendo y muriendo para los demás. Dios está siempre y solo donde hay amor. Si el amor se da en el gozo, allí está Dios. Si el amor se da en el sufrimiento, allí está también Dios. Se puede salvar el hombre sin cruz, pero nunca se puede salvar sin amor. Lo que aporta la cruz es la certeza de que el amor es posible aún en las peores circunstancias que podamos imaginar. El hecho de que no dejara de decir lo que tenía que decir, ni de hacer lo que tenía que hacer, aunque sabía que eso le costaría la vida, es la clave para comprender que la muerte no fue un accidente, sino algo fundamental en su vida. El hecho de que le mataran podía no tener importancia; pero el hecho de que le importara más la defensa de sus convicciones que la vida nos da la profundidad de su opción vital. Jesús fue mártir en el sentido estricto de la palabra. Ninguna circunstancia de su vida, ni siquiera la muerte, le apartó del Padre. Cuando un ser humano es capaz de consumirse por los demás, está alcanzando su plena consumación. En ese instante puede decir: "Yo y el Padre somos uno". En ese instante manifiesta un amor semejante al amor de Dios. Si seguimos pensando en un dios de “gloria” ausente del sufrimiento humano, será muy difícil comprender el sentido de la muerte de Jesús. Dios no puede abandonar al hombre, y menos al que sufre. El que esté callado (en todos los sentidos) nos desconcierta, pero no quiere decir que nos haya abandonado. Al adorar la cruz, esta tarde, debemos ver en ella el signo de todo lo que Jesús quiso trasmitirnos. Ningún otro signo abarca tanto, ni llega tan a lo hondo como el crucifijo. Pero no podemos tratarlo a la ligera. Poner la cruz en todas partes, como adorno, no garantiza una vida cristiana. Tener como signo religioso la cruz, y vivir en el hedonismo, indica una falta de coherencia que nos tenía que hacer temblar. Para poder aceptar el dolor no buscado, tenemos que aprender a aceptarlo voluntariamente el sacrificio buscado como entrenamiento. Meditación-contemplación La clave de una vida cristiana (humana) está en vivir a tope la verdadera Vida, conservando en su justo aprecio la vida, con minúscula. Entonces descubriré que la vida biológica no es el valor supremo. Si la VIDA es lo primero, todo tiene que estar subordinado a ella. Considero la liturgia del Jueves Santo la más significativa de todo el año. Para mí, es la que mejor expresa lo que fue Jesús y su mensaje. Mañana recordaremos la muerte de Jesús, pero hoy se plantea el significado de esa muerte, que es mucho más importante para nosotros que la misma muerte. Ese significado lo encontramos en el relato que los evangelios hacen de la última cena. La protesta de Pedro en el relato de Jn, deja claro que, en aquel momento, no entendieron nada. No podemos reprochárselo, porque tampoco nosotros lo entendemos.
No sabemos el sentido exacto que quiso dar Jesús a aquellos gestos y palabras. El mismo Jesús le dice a Pedro que no lo puede entender “por ahora”. Sabemos que no fue un rito de purificación (antes de comer estaba mandado lavarse las manos, no los pies). No responde a una necesidad urgente (los discípulos podían seguir con los pies más o menos sucios). Tampoco podemos reducirlo a un acto de humildad. Fue, sin duda una acción profética. La Biblia está plagada de esta manera de trasmitir una verdad profunda. Esta es la razón por la que, el recuerdo de lo que Jesús hizo se convirtió muy pronto en el sacramento de nuestra fe. Y no sin razón, porque en esos gestos y palabras se encierra todo el mensaje Jesús. El relato de Jn muestra la importancia que para aquella comunidad tenían lo recordado. Lo pone de manifiesto la grandiosa obertura con la que arranca el texto: “Consciente de que había llegado su “hora”, él, que había amado a los suyos que estaban en el mundo, les demostró su amor hasta el extremo”. Pero no es menos sorprendente el final del relato: “¿Entendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis el “Maestro” y el “Señor”; y decís bien, porque lo soy. Si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, sabed que también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros”. Aquí está la clave de la celebración de hoy. No importa que sea original de Jesús; es el sentir de la comunidad de Juan y eso es lo importante. Nuestra reflexión va a comenzar por el lavatorio de los pies. No porque sea más importante que la eucaristía, sino porque espero que esta reflexión nos ayude a comprenderla mejor. En ese gesto, Cristo está tan presente como en la celebración de la eucaristía. Si entendemos esta equiparación, estaremos en condiciones de ahondar en el significado de los dos hechos. Lavar los pies era un servicio que normalmente solo hacían los esclavos. Jesús manifiesta que él está entre ellos como el que sirve. Es lo que había hecho Jesús durante su vida, pero ahora quiere hacer un signo que no deje lugar a la duda. Lo importante es lo que quiere significar. Jn, el más espiritual de los evangelistas, el que más profundizó en el mensaje de Jesús, ni siquiera menciona la institución de la eucaristía. Esto debía hacernos pensar en la importancia del signo de lavar los pies. Sospecho que Juan quiso recuperar para la última cena el carácter de recuerdo de Jesús como servicio. "Yo estoy entre vosotros como el que sirve." Jesús no renuncia a ninguna grandeza humana, pero denuncia la falsedad de la grandeza que se apoya en el poder. La verdadera grandeza humana está en parecerse a Dios que se da sin reservas. Todo ser humano, también Jesús, es un proyecto que tiene que ser llevado a la realización completa. Esa plenitud, a la que puede llegar, está marcada por su capacidad de darse. Poco después del texto que hemos leído, dice Jesús: “Os doy un mandamiento nuevo, que os améis unos a otros como yo os he amado”. Esta es la explicación que da Jesús a lo que acaba de hacer. Cuando seguimos insistiendo en los mandamientos de Moisés o los de la Iglesia, nos quedamos a años luz del mensaje de Jesús. Para el que quiere seguir a Jesús, todo queda reducido a esto: ¡Amaos! No dijo que debíamos amar a Dios, ni siquiera que debíamos amarle a él. Tenemos que amarnos, eso sí, como Jesús amó. Una eucaristía celebrada como devoción, que comienza y termina en el templo, no es la eucaristía que celebró Jesús. Celebrar la eucaristía es aceptar el compromiso de darse totalmente. La eucaristía no es más que el signo de la entrega. Si no se da esa entrega, lo que hacemos será un puro garabato. En el relato del lavatorio se dice lo mismo que en el partir el pan, pero evita el peligro de quedarnos en el aspecto formal y misterioso. El significado de la eucaristía lo percibiremos a la luz del lavatorio de los pies. Jesús toma un pan y, mientras lo parte y lo reparte, les dice: esto soy yo. Yo estoy aquí para partirme y repartirme, para dejarme comer, para que me asimiléis, para desaparecer dándome. Yo soy sangre, (vida) que se derrama sobre todos, que da vida a todos, que saca de la muerte a todo el que se deja empapar por esa Vida. Las palabras finales son muy importantes. Jesús dice que repitamos el gesto no para “conmemorar” el hecho, sino para que tomemos conciencia de su significado y lo vivamos. Lo que Jesús quiso decirnos en estos gestos es que él era un ser para los demás, que el objetivo de su existencia era darse; que había venido no para ser servido, sino para servir. Manifestando de esta manera que su meta, su fin, su plenitud humana solo la alcanzaría cuando se diera totalmente, cuando llegara al sacrificio total con la muerte asumida y aceptada. De ahí la profunda relación que tienen los acontecimientos del Jueves Santo con los del Viernes. Jesús des-trozado en la cruz, puede ser asimilado e integrado en nuestro propio ser. Solo cuando muramos a todos nuestros egos, llegaremos a la plenitud del amor. Aunque Jn no menciona la eucaristía en la última cena, no se ha desentendido de un sacramento que tuvo tanta importancia para la primera comunidad. En el c. 6 de su evangelio encontramos la verdadera explicación de lo que es la eucaristía. “Yo soy el pan de Vida”. Para explicar esto, dice a continuación: “Quien viene a mí, nunca pasará hambre; el que me presta su adhesión, nunca pasará sed”. Está muy claro que comer materialmente el pan y beber literalmente la sangre, no es más que un signo (sacramento) de la adhesión a Jesús, que es lo verdaderamente importante. Se trata de identificarse con su manera de ser hombre, resumida en el servicio a los demás hasta desvivirse por ellos. En el mismo c. 6, dice un poco más adelante: “El Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me “come” Vivirá por mí”. Para mí, no hay en todo el NT una explicación más profunda de lo que significa este sacramento. Jesús tiene la misma Vida de Dios, y todo el que viva como él vivió, tendrá también la misma Vida, la definitiva, la trascendente, la que no se verá alterada por la muerte biológica. Para hacer nuestra esa Vida, tenemos que aceptar la “muerte”, no la física (aunque también), sino la muerte a todo lo que hay en nosotros de caduco, de individualismo, de egoísmo. Sin esa muerte, nunca podrá haber verdadera Vida. No se trata renunciar sino de elegir la posibilidad de plenitud humana. Volviendo al lavatorio de los pies. Esta actitud de Jesús, a los pies de sus discípulos, pulveriza la idea de Dios “Señor Soberano Todopoderoso” al que hay que servir. Jesús hace presente a un Dios que no actúa como Dueño sino como servidor del hombre. Dios está a favor de cada hombre, no imponiendo su voluntad desde arriba, sino trasformando al hombre desde abajo, desde lo hondo del ser humano y levantando al hombre a su mismo nivel. Todo poder, sobre todo el ejercido en nombre de Dios, es contrario al mensaje de Jesús. Ni siquiera el deseo de hacer bien al otro puede justificar ponerse por encima de los demás para violentarles. Meditación Jesús, Deshaciéndose, alcanza la plenitud. Hoy lo descubrimos en el signo del lavatorio y la eucaristía. Mañana, entregando su vida por amor. Si soy capaz de morir a mi egoísmo, alcanzaré la plenitud de Vida. Si soy capaz de darme hasta la muerte, permaneceré para siempre en la verdadera Vida. El pasado de estricta moral y el presente de creciente nihilismo que batalla por deshacerse de ella, pareciera no querer dejar espacios a opciones intermedias, al mismo tiempo ponderadas y esperanzadas. El tema de la eutanasia ha irrumpido abruptamente en la campaña electoral, pero quizás éste no sea el marco más adecuado para encarar unas cuestiones tan fundamentales. Prima una reflexión más sosegada, liberada de ideología y de intereses banderizos, sobre grandes cuestiones como la eutanasia, el derecho a morir, la dignidad de la muerte... Estos temas gordianos han vivido a lo largo de la historia el secuestro de la tradición religiosa y hoy, en buena medida, el de la asepsia nihilista.
En la actualidad nuestro código penal castiga con de dos a cinco años el caso del suicidio asistido y de seis a diez años el de la eutanasia. Dicen las crónicas que ya hace tiempo que el piano que tocaba María José Carrasco había enmudecido, que los pinceles con los que pintaba se habían secado. A sus 61 años tenía esclerosis múltiple desde hacía 30 años. Albergaba su derecho a morir, sin embargo, defender ese derecho, no significa necesariamente comulgar con el gesto. Ángel Hernández nunca debiera haber sido detenido por ayudar a su mujer a morir. La libertad siempre por delante. Deseamos que la fiscalía no presente cargos en su contra, pero tampoco somos fans del “cloruro potásico”, ni del “pentobarbital sódico”, ni de cualquier método que acorte nuestro tiempo en la tierra. Este debate es bastante similar al del aborto. Estamos por la plena libertad de ejercer el aborto y la eutanasia, pero no estamos ni por el aborto, ni por la eutanasia. Nada más lejos del juicio. Sólo si es caso comprensión, si es caso compasión, si es caso pena de una sociedad que bascula entre una religión en exceso moralizante y un ateísmo rampante. Las asociaciones en pro de una “muerte digna” hablan, con su parte de razón, de “gesto de amor”. Sin embargo, el sufrimiento no resta dignidad a la muerte, el sufrimiento valientemente asumido la dignifica. En realidad, todas las muertes son dignas. Hay que abrazar todas las interpretaciones del amor, pero personalmente prefiero quedarme con ese amor que ayuda a vivir, a apurar la copa, que con aquél que prepara la huida. Nos referimos a huida con todos los respetos, pero también con la conciencia de que cada vez a la “casualidad” le va quedando menos espacio. Somos cada vez más quienes no creemos en esa injusta lotería que a unos les depara esa muda y dolorosa postración y a otros un final plácido. “Le provoqué la muerte porque creo, ante todo, en la vida”, afirma Marcos Ariel Hourmann, el primer médico en España condenado por practicar la eutanasia. A veces la vida cuesta vivirla, pero ello no suma argumento rechazarla. Quizás conviene abrazar la vida, tanto cuando es amable, como cuando lo es menos, cuando nos paraliza los miembros y nos calla los labios. “Agarré la jeringuilla, la llené con cloruro de potasio y se lo inyecté en vena a la paciente. Su sufrimiento desapareció en cuestión de minutos...” Al cloruro potásico no se le debieran añadir propiedades extras, no puede solucionar lo que no hemos logrado solucionar en vida. No somos nadie para restar amor a gestos que son calificados como generosos, pero personalmente me quedo con Richard Simonetti cuando afirma que “La dolencia de larga duración ofrece un auténtico tratamiento de belleza para el alma”. Hay que haber sufrido mucho para llegar a la respetable decisión de María José Carrasco, pero también considero que no deberíamos privarnos de esos tratamientos destinados al abrillantamiento de nuestra alma. Permitir que la casa se vacíe sin echar al morador antes de que el alquiler expire. Permitir que el soplo se agote, que el corazón ya no bombee, que la envoltura se enfríe. Dejar que la vida física se apague sola, por supuesto sin estirarla más allá de lo debido, pero tampoco sin acortarla. Hay relojes que nunca se adelantan. Al enfermo le pueden sobrar tubos, máquinas y fármacos que prolongan su sufrimiento, pero no le sobra un segundo del tiempo que ha de permanecer de forma no mecánicamente asistida sobre la tierra. Libertad siempre, pero que podamos avanzar hacia otros usos de esa libertad. El “buen morir” no viene necesariamente de una inyección letal que rompe todas las programaciones. El “buen morir” es también paz y serenidad en compañía de los seres queridos y puede venir de la sana aceptación de lo que nos corresponde. El “buen morir” no lo representa necesariamente la eutanasia, sino la esperanzada y altruista resignación ante el lastre que hemos ido recogiendo por nuestros caminos. No conviene adelantar unas manecillas siempre sujetas a una precisión que nos desborda. El “buen morir” es también esperar a que esos brazos tiernos de la muerte vengan a recogernos en el momento acordado. Mientras vivimos en la mente, fuera del aquí y ahora, nos pasamos el tiempo buscándole un significado a la vida; basta venir al instante presente para disfrutar de una vida plena de significado. La Presencia es sentido.
Mientras estamos en la mente, permanecemos enredados en cavilaciones incesantes, alejados de la vida. Al venir al presente, empezamos a sentir la vida interna. La Presencia es energía. Mientras estamos en la mente, es imposible detener la cavilación agotadora. Basta venir al presente, para que la mente se aquiete. La Presencia es descanso. Mientras estamos en la mente (identificados con ella), no podemos sino reaccionar, siguiendo las pautas grabadas en ella. Al venir al presente, esas pautas se desvanecen y respondemos desde lo que se nos regala y fluye. La Presencia es libertad. Mientras estamos en la mente, vivimos reaccionando, en un drama de defensa o ataque, desde el miedo, la culpa o la venganza. Al venir al presente, notaremos que lo que sale de nosotros es una respuesta adecuada, caracterizada en todo momento por la responsabilidad. La Presencia es responsablemente ajustada. Mientras estamos en la mente, no podemos ir por la vida sino como vencedores o como víctimas. Al venir al presente, no hay papeles que representar. La Presencia es certeza de que todo está bien. Mientras estamos en la mente, nos percibimos separados y alejados de todo y de todos; la mente nos mantiene en la superficie y en la distancia de lo real. Al venir al presente, percibimos la interconexión de todo y sentimos la vida que se manifiesta en todo y en todos como “energía en movimiento”. La Presencia es plenamente integradora. Mientras estamos en la mente, nos hallaremos convencidos de que todo lo que nos ocurre es efecto de algo que, pensamos, no depende de nosotros. Basta venir al presente, para empezar a percibir con claridad que la calidad de nuestra experiencia vital en este mismo instante es una consecuencia de nuestro propio sistema de creencias, generado por las experiencias no elaboradas o integradas de nuestra infancia. Y que, en la medida en que venimos al instante presente, nos sentimos crecer en libertad frente a ellas. La Presencia es liberadora. Mientras estamos en la mente, tendemos a evitar todo aquello que nos haga sentir mal, lo que la propia mente etiquete como “desagradable”. Al venir al presente, nos vamos viendo capaces de no evitar nuestros “malestares”, sino de acogerlos y de integrarlos progresivamente, creciendo a partir de ellos y responsabilizándonos de toda nuestra vida. La Presencia es sanadora. Mientras estamos en la mente, toda nuestra vida es regida por los principios: “yo debo” o/y “yo quiero”, que se traducen en un “yo hago o haré”. Al venir al presente, experimentamos por nosotros mismos que se trata, sencillamente, de estar, en una consciencia sin pensamientos, y que, en ese “estar”, no falta absolutamente nada, sino que todo lo demás “se nos da por añadidura” (evangelio de Mateo 6,33). La Presencia es plenitud. Mientras estamos en la mente, habremos de movernos necesariamente entre reflejos –algo ocurre que nos “recuerda” algo– y proyecciones –nuestra reacción ante aquel recuerdo activado–; entre “el despertador” y “lo despertado”. Al venir al presente, nos vamos haciendo conscientes de que todo lo que nos ocurre es sólo un mensajero, una oportunidad de crecimiento. La Presencia es ecuanimidad. Mientras estamos en la mente, pensamos que todo es casual e incluso caótico, en un mundo caracterizado por la aparente distancia y separación entre todo y entre todos. Al venir al presente, nos descubrimos interconectados con todo, compartiendo la misma Vida, la misma Energía, el mismo Ser…, la misma identidad. La Presencia es compartida. Mientras estamos en la mente, nos sentimos solos y separados, por lo que los sentimientos de soledad, miedo y ansiedad son inevitables. Al venir al presente, nos apercibimos del engaño. La Presencia es unidad. Mientras estamos en la mente, nos vemos a nosotros mismos como seres “pensadores” y “hacedores”, movidos por la ansiedad e incluso por la compulsión. Al venir al presente, nos situamos como “observadores”, testigos de todas las películas que ocurren en nosotros. La Presencia es realista. Mientras estamos en la mente, nos hallamos en el “modo hacer”, en estado permanente de “piloto automático”, con todo el cansancio, la ignorancia y el sufrimiento que ello supone. Al venir al presente, se activa el “modo ser”, se desconecta el piloto automático, y se manifiesta la plenitud en la que todo fluye sabiamente. La Presencia es sabiduría. Mientras estamos en la mente, permanecemos en un estado inconsciente, dormidos. Al venir al presente, despertamos a la experiencia emocional consciente que nos permite percibir nuestro propio flujo de energía. La Presencia es lucidez. Mientras estamos en la mente, nuestros movimientos son egocéntricos. Al venir al presente, nos abrimos a todos los seres. La Presencia es amor. Mientras estamos en la mente, tendemos a reducirnos a nuestro ego y a vivir en función de él. Al venir al presente, descubrimos que somos Presencia. La Presencia es nuestra identidad más profunda. A Jesús de Nazaret lo hemos cubierto con títulos de gloria tan aparatosos que casi lo hemos sepultado de nuevo. Quizá lo hemos condenado al honor de los altares. Al canonizar al carpintero de Galilea hasta la más última potencia, al hacerlo subir a lo más alto de los cielos, de coronarlo rey de reyes y señor de los señores, al hacerlo Hijo de Dios y segunda Persona de la Santísima Trinidad… casi hemos logrado silenciar por completo al Jesús de los pobres, de las muchedumbres hambrientas, de los marginados, al Jesús rodeado de malas compañías y de pecadores. La misma Iglesia y la teología católica han olvidado algo crucial: en Jesús, Dios se hace hombre, pero hombre pobre. Nace en un establo, no tiene donde reclinar la cabeza y muere desnudo en una cruz, el suplicio de los últimos, de los más pobres de aquella sociedad. No lo olvidemos: Dios se hace hombre pobre. Ya lo dijo el filósofo alemán: casi siempre el adjetivo es más relevante que el sustantivo.
¿No habremos enterrado al Jesús anticonformista, al que opta por la pobreza, al profeta contracultural, al antisistema, al que no se somete a la autoridad religiosa de Israel ni a los dictados del imperio romano? ¿No nos habremos olvidado del Jesús muy humilde pero desobediente, rebelde y aún provocador, del Jesús libre y liberador, del que, al rodearse de mujeres y de personas marginadas, es criticado por la sociedad híper machista y puritana de su tiempo? Ese Jesús concreto y real, tal como nos lo pintan los evangelios, queda en la mente de muchos eclipsado por el Jesús de los catecismos, del gran poder y de la gloria. Pienso que no se menciona lo bastante en los triduos, quinarios y vía crucis de la cuaresma, ni en los sermones de la Semana Santa, que Jesús fue rechazado por no ser obediente con lo establecido o por no ser santo según las normas de la religión oficial. Muy al contrario, nos hemos empeñado durante siglos en hacer de él el modelo por excelencia de la docilidad, el sufrimiento y la sumisión… Pero Jesús, aún colgado en la cruz, no se retracta ni se arrepiente de nada. Es más, desde la cruz Jesús sigue obedeciendo al Dios de la vida y de la libertad, al Dios profundamente enamorado de los que no tienen a nadie que les quiera. No cabe duda de que si no lo hubiéramos momificado y encerrado en el sarcófago del poder y de la divinidad, ese mismo Jesús seguiría hoy interpelándonos y provocándonos. Pero al seguir enterrándolo bajo oropeles y palios tan lejanos a lo que él fue en realidad, lo reducimos a una entidad casi mítica que solo puede interesar a personas esotéricas, supersticiosas y nostálgicas del pasado. Después del terrible trauma sufrido tras la muerte de Jesús, sus discípulos empezaron a reivindicarlo con sorprendente coraje. Clamaban que Jesús era inocente de todo cuanto lo habían acusado. Para ellos, nadie había sido más hombre de Dios que ese Jesús. Había sido vilmente clavado en la cruz de los esclavos por gente de su pueblo. Y al principio les costó mucho aceptar que Dios les hablara a través de aquel hombre tan humillado. Después, descubrieron que a ese pobre inocente, muerto como un esclavo, Dios –al resucitarlo– lo hizo Señor y el único camino de la verdad y de la vida. A partir de ahí la máquina se embaló. Todo lo que había de bello, grande, prestigioso y glorioso fue atribuido a Jesús, quien se convirtió con toda razón en héroe, estrella e icono supremo. No hubo títulos, ni palabras suficientes para expresar todo lo que Jesús había llegado a ser. Los escritos del Nuevo Testamento y de los primeros pensadores cristianos están empedrados de maravillosos títulos cristológicos. Pero lo habían pintado tan arriba en el cielo y tan lleno de la deslumbrante luz divina, que nosotros casi no somos capaces de ver a Jesús en los caminos polvorientos de Galilea, en medio de los mendigos, de los apestados y de las moscas, en la lucha por hacer presente el sueño de Dios para este mundo. Olvidaron, en una palabra, que el Resucitado es el mismo judío marginal que fue crucificado. Y le construimos espléndidas basílicas, catedrales, estandartes, tronos majestuosos y custodias repujadas de ricos metales y piedras preciosas. Nos legaron que, para estar seguros de encontrarlo, había que dejar el mundo polvoriento y hostil, las críticas a la injusticia establecida, la lucha por la trasformación de la sociedad, e introducirse en las evasivas ceremonias y procesiones nunca suficientemente espléndidas para agasajar a tan altísimo Señor. Y el humilde obrero de Nazaret se encuentra aplastado bajo tanta ostentación. Tan oculto con tanto esplendor que se nos hace muy difícil llegar a reconocerlo. Termino con una luminosa frase del teólogo holandés Erik Borgman que resume todo mi pensamiento: “Si el Salvador y el Hijo de Dios que la Iglesia confiesa no tuviera nada que ver con el Jesús que anduvo sobre la tierra, junto a los empobrecidos y marginados, el cristianismo no pasaría de ser un “mito” ahistórico que ha perdido su significado específico y crítico”. Ojalá en esta Semana Santa del 2019 seamos capaces de desenterrar y seguir más de cerca al obrero de Nazaret. Hay recuerdos que son olvidos. Si recordamos lo que hizo Jesús, ¿por qué olvidamos lo que tenemos que hacer? La liturgia de este domingo es desconcertante. Empieza celebrando una entrada “triunfal”, y termina recordando una muerte. Es difícil armonizar estos dos aspectos de la vida de Jesús. Podríamos decir que ni el triunfo fue triunfo, ni la muerte fue muerte. Los evangelistas plantean la subida a Jerusalén como resumen de su actividad. La muerte se considera como la meta de su vida. En la vida de Jesús se vuelve a escenificar el Éxodo, paso de la esclavitud a la libertad, de la muerte a la vida. Allí iba a dejar patente el amor incondicional de Dios.
Jesús fracasó estrepitosamente porque la salvación que él ofreció no coincidía con la que esperaban los judíos. Jesús pretendió llevarlos a la plenitud de su verdadero ser. Ellos solo querían salvar sus intereses, su ego. Nosotros seguimos en la misma dinámica. Dios “quiere” para nosotros lo mejor. Ni siquiera quiere lo menos bueno. Y nosotros, estamos tan pegados a nuestra contingencia, que seguimos creyendo que nuestra plenitud está en asegurar nuestra individualidad. No hay que entender la voluntad de Dios como venida de fuera. Lo que Dios quiere de cada uno es también la exigencia más profunda de nuestro verdadero ser. El fracaso humano de Jesús nos invita a reflexionar sobre el sentido de las limitaciones humanas. Si nuestro primer objetivo es evitar el dolor a toda costa y buscar el máximo placer posible, nunca podremos aceptar la predicación de Jesús. Él confió completamente en Dios, pero Dios no lo libró del dolor ni de la muerte. ¿Cómo podemos interpretar este aparente abandono extremo de Jesús por parte de Dios? Sería la clave de nuestro acercamiento a su pasión y muerte. Sería la clave también para interpretar el dolor humano y tratar de darle el sentido, que escapa a la mayoría de los mortales y está más allá de toda sensiblería. Es un disparate pensar que Dios exigió, planeó, quiso o permitió la muerte de Jesús. Peor aún si la consideramos condición para perdonar nuestros pecados. La muerte de Jesús no fue voluntad de Dios, sino fruto de la imbecilidad humana. Fue el pecado del mundo, el poder y el afán de someter a los demás, lo que hizo inaceptable el mensaje de Jesús. Lo que Dios esperaba de Jesús fue su fidelidad, es decir, que una vez que tuvo experiencia de lo que Dios era, no dejara de manifestarlo a cualquier precio. La muerte de Jesús no fue un accidente; fue la consecuencia de su vida. Una vez que vivió como vivió, era lógico que lo eliminaran. Dios no está solamente en la resurrección, está siempre en el hombre mortal, también en el dolor y en la muerte. Si no sabemos encontrarlo ahí, seguiremos pensando como los hombres, no como Dios. Es una lección que no acabamos de aprender. Seguimos asociando el amor de Dios con todo lo placentero, lo agradable, lo que me satisface. El dolor, el sacrificio, el esfuerzo lo seguimos asociando a castigo de Dios, es decir a ausencia de Dios. Las celebraciones de Semana Santa nos tienen que llevar a la conclusión contraria. Dios está siempre en nosotros, pero necesitamos descubrirlo también en el dolor y la limitación. Los textos de la Pasión no son una crónica de sucesos, sino teología narrativa que no tienen como objetivo informarnos sino el trasmitir la vivencia sobre la muerte de Jesús de los primeros cristianos. Aunque hay grandes diferencias entre los cuatro evangelios, el relato de la pasión es la parte en que más coinciden los cuatro. Esto se debe a que fue el primer relato que se redactó por escrito, seguramente, como catequesis. Por eso quedó fijado muy pronto en sus rasgos generales, que reflejan después los evangelistas con su propia peculiaridad. Dentro del marco recibido por la tradición, cada uno le da su propio matiz. La pasión de Lc tiene una clara tendencia catequética. Aunque utiliza la narración de Mc u otra más antigua que ya utilizó el mismo Mc, le da un toque de humanización muy significativo. Suaviza mucho la relación de los que están alrededor de Jesús con su persona. No todo es negativo. Incluso los paganos quedan de alguna manera justificados. Hay en el relato muchos personajes que están con Jesús y pretenden ayudarle. El mismo Jesús se relaciona con algunos con total comprensión y como ayudándoles a entender lo que está pasando. Lc elimina los elementos negativos y presenta una pasión más humana. Para nosotros hoy, lo verdaderamente importante no es la muerte física de Jesús ni los sufrimientos que padeció. A través de lo que conocemos de la historia humana, miles de personas, antes y después de Jesús, han padecido sufrimientos mucho mayores y más prolongados de los que sufrió él. Lo importante de Jesús en ese trance fue su actitud inquebrantable de vivir hasta sus últimas consecuencias lo que predicó. Para nosotros, lo importante es descubrir por qué le mataron, por qué murió y cuales fueron las consecuencias de su muerte para él, para los discípulos y para nosotros. ¿Por qué le mataron? La muerte de Jesús es la consecuencia directa de un rechazo por parte de los jefes religiosos a su enseñanza y a su persona. No debemos pensar en un rechazo gratuito y malévolo. Los sacerdotes, los escribas, los fariseos, no eran depravados que se opusieron a Jesús porque era buena persona. Eran gente religiosa que pretendían ser fieles a la voluntad de Dios, que para ellos estaba definida, de manera absoluta y exclusiva, en la Ley de Moisés. Para ellos, defender la Ley y el templo era defender al mismo Dios. Era Jesús el profeta, como creían los que le seguían, o era el antiprofeta que seducía al pueblo y le apartaba de la religión judía. La respuesta no era sencilla. Por una parte percibían que Jesús iba contra la Ley y contra el templo, signos inequívocos del antiprofeta. Pero por otra parte, la cercanía a los que sufren y los signos que hacía eran una muestra de que Dios estaba con él. El desconcierto de los discípulos, ante la muerte de Jesús, tiene mucho que ver con esa confrontación de sus representantes religiosos. ¿A quién debían hacer caso, a los representantes legítimos de Dios, o a Jesús, a quien los sacerdotes consideraban blasfemo? ¿Por qué murió? No podemos saber la actitud de Jesús ante su muerte. Ni era un inconsciente ni era un loco. Se dio cuenta de que los jefes religiosos querían eliminarlo. Jesús debió tener razones muy poderosas para seguir diciendo lo que tenía que decir a pesar de que eso le acarrearía la muerte. Sabía que el pueblo no le entendía y dejaría de seguirle. Pero también sabía que los jefes religiosos no se iban a conformar con ignorarlo. Sabiendo eso, Jesús tomo la decisión de ir a Jerusalén. Que le importara más ser fiel, a sí mismo y a Dios, que salvar la vida es lo decisivo. Eso era lo que Dios esperaba de él y eso es lo que hizo. ¿Qué consecuencias tuvo su muerte? Para sus seguidores fue el revulsivo que les llevó al descubrimiento del verdadero Jesús. Durante su vida lo siguieron como amigo, maestro, profeta, pero no descubrieron el significado profundo de Jesús. A ese descubrimiento no podían llegar a través de lo que oían y lo que veían; se necesitaba un proceso de maduración interior. La muerte de Jesús les obligó a esa profundización y a descubrir, en aquél Jesús de Nazaret, al Señor, Mesías, Hijo. En esto consistió la experiencia pascual. Si queremos entender la muerte de Jesús, tenemos que seguir ese mismo camino de la vivencia interior. Meditación La verdadera Vida está ya en mí. Lo único que tengo que hacer es descubrirla. Toda “muerte” (entrega, servicio) es signo de Vida. Todo egoísmo (opresión, dominio) es signo de “muerte”. La Vida-Amor es el fundamento de mi ser. No la encontraré en lo superficial y accidental. Domingo de Ramos. Ciclo C.
Resulta imposible comentar en pocas líneas el relato de la Pasión en el evangelio de Lucas. De los diversos episodios exclusivos suyos, considero de especial interés las tres palabras que pone en boca de Jesús en la cruz. Como es sabido, ninguno de los evangelios trae las siete famosas palabras de Cristo en la cruz. Mateo y Marcos, solo una; Juan, tres; Lucas, otras tres. Sumándolas tenemos siete. Las tres de Lucas pueden servir de reflexión y oración.
El tema de los enemigos y del perdón ha aparecido en este evangelio desde el comienzo. Zacarías, el padre de Juan Bautista, alaba a Dios porque ha suscitado a un descendiente de David “para que, libres de temor, arrancados de las manos de nuestros enemigos, le sirvamos con santidad y justicia toda nuestra vida”. Su esperanza no se cumplirá como él espera. A su hijo lo decapitará Herodes. Y Jesús no habla de verse libres de los enemigos. Lo que manda a sus discípulos es: “amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, rezad por los que os injurian”. Ahora, en el momento decisivo, Jesús va más adelante. No solo reza por los enemigos, sino que intenta comprenderlos y justificarlos: “no saben lo que hacen”.
Algún escéptico podría decir que Lucas ha inventado esta conversión tan inesperada del buen ladrón. Él respondería: “Si no fue así, pudo serlo”. Porque lo que intenta enseñarnos es que nunca es tarde para convertirse. En una parábola que comentamos hace tres domingos, el labrador pedía un año de plazo para la higuera estéril. Zaqueo tuvo el resto de su vida para demostrar su conversión. El buen ladrón solo dispone de unas horas antes de morir, aprovecha la ocasión de inmediato, y esas pocas palabras le sirven para salvarse. Al mismo tiempo, las palabras de Jesús suponen un consuelo para todos nosotros cuando se acerque la muerte: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.
El relato de la pasión es una historia de dolor, injusticia, sufrimiento físico y moral para Jesús. Pero Lucas ha querido que sus últimas palabras nos sirvan de enseñanza y consuelo para vivir y morir como él. Las lecturas de este domingo de Ramos nos sitúan de nuevo ante, quizá, la experiencia más honda y difícil de la vida de Jesús. La decisión de subir a Jerusalén, la entrada en la ciudad, la cena como sus amigos y amigas, la rápida condena y la cruz, son acontecimientos que parecen precipitarse en un agujero negro de dolor y tristeza difícil de asimilar. Sin embargo, los relatos de la pasión no están pensados para que nos quedemos centradas y centrados en el dolor y la tristeza, la impotencia y la debilidad que se entretejen a lo largo de los episodios, sino que están transitados por la esperanza, el perdón y el amor.
El texto de Isaías 50, 4-7, leído desde la vida de Jesús, nos invita a poner la no violencia en la base de nuestro proyecto humano. El siervo de Yahvé no es un cobarde pusilánime, sino alguien consciente de que la única opción es mirar de frente el mal, afrontarlo con valentía, pero sin devolver la jugada. Y esto es así porque el Dios que sostiene su vida es un Dios de entrañas maternas que siempre espera. El siervo de Yahvé consuela al abatido/a porque sabe lo que es perder, lo que es resistir ante el mal. Desde él, miramos a Jesús, comprendemos su decisión de ir a Jerusalén; desde él descubrimos la sabiduría de quien resiste al mal a fuerza de Bien (Rm 12, 21). En la carta a los filipenses (2, 6-11), Pablo recuerda un himno, que seguramente formaba ya parte de la formulación de fe de muchos grupos cristianos, pero que a él le sirve para invitar a la comunidad a revisar su forma de actuar. En una ciudad como Filipos, en la que adquirir honores y subir en el escalafón era casi un proyecto de vida, seguir a Jesús suponía abandonar expectativas sociales y modos de conducta ampliamente reconocidos para asumir una propuesta diferente: hacer el camino de descenso hacia lo pequeño y humilde, renunciando a privilegios y lugares destacados. Y esto, no como un mero camino ascético y voluntarista, sino porque la fe que habían abrazado se sostenía en un Dios vaciado de títulos y cuyo único poder era el amor. Un Dios que, en Jesús, abrazaba el abismo de la impotencia y la muerte para poder ofrecer su salvación a todo ser humano sin distinción. Abajarse para entrar en el espacio del encuentro. Abajarse para poder mirar de frente la humanidad sin adornos. El largo relato de Lucas 22, 14-23,-56 nos ayuda a recorrer los últimos momentos de la vida de Jesús, contemplando su proceso de entrega y encuentro renovado con Abba, que en todo momento sostuvo su vida. Jesús actúa en este momento dramático sin victimismos, sabiendo que el horizonte está más allá de su propia persona. Sentado junto a los hombres y mujeres que le habían acompañado desde Galilea, comparte con ellos y ellas lo que conmueve su alma. Sabe que su enfrentamiento con las autoridades políticas y religiosas ha llevado su vida a un punto sin retorno. Los gestos del pan y el vino compartidos adquieren una densidad inaudita porque en ellos se expresa su entrega y su renuncia, su fidelidad y la gratuidad que brota de su existencia (Lc, 22, 14-23). Sus compañeros de camino entienden con dificultad lo que está pasando. Siguen soñando con resultados poderosos, con puestos de gobierno. Frente a un Jesús profundamente conmovido y dispuesto a afrontar las consecuencias de su predicación y de sus praxis, sus discípulos sueñan con recibir premios y estatus. Pero el maestro les recuerda que solo es posible seguirle desde abajo y de frente. El Reino de Dios no se conquista, el Reino de Dios se encuentra cuando se sirve la mesa, una mesa sin presidencias ni lugares de honor. Una mesa donde el pan y el vino es de todas y todos, porque todas y todos somos sostenidas/os por el amor y el perdón gratuito de Dios. (Lc 22,24-38). El camino desde el huerto de los olivos a la cruz es un camino lento. De cerca las mujeres que subieron desde Galilea con él a Jerusalén le acompañan. Ellas resisten a pesar del dolor y el miedo, ellas sienten la derrota, pero saben que nada les apartará del amigo y del maestro que las liberó, las eligió y les invitó a ser sus discípulas y compañeras en el proyecto del Reino. (Lc 23, 49) Ellas lo observaban todo de cerca, comenta Lucas, no podía hacer más, pero a pesar de la impotencia y el desconsuelo, permanecieron, y su permanencia les hará capaces de ser las primeras testigos de la Resurrección, reactivando su esperanza, sus recuerdos y su fe. (Lc 23, 55-56). "No habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones". El Papa Francisco conoce y comparte el viejo aforismo acuñado por el otrora teólogo rebelde alemán, Hans Küng. Por eso, desde su llegada al pontificado y tras convertirse en poco tiempo en el principal líder moral del planeta, intenta invertir todo su capital simbólico en promover la paz, creando puentes entre las religiones. No en vano, se llama Sumo Pontífice (el máximo hacedor de puentes).
Para Francisco, el diálogo interreligioso no es una frase teórica, sino uno de los objetivos prioritarios de su pontificado. Desde su visón poliédrica de la realidad, está absolutamente convencido de la bondad de la pluralidad religiosa. Ya han pasado los tiempos de las cruzadas. Ya no hay anatemas papales contra las otras dos religiones del Libro, el Judaísmo y el Islam, ramas del mismo tronco, que hunde sus raíces en el Padre Abraham. En Marruecos, patria del Islam moderado, quiso dar un paso más en su lucha por acabar con el fundamentalismo, lacra de todas las religiones y que se manifiesta con especial virulencia en los diversos credos, según las épocas. La nuestra, especialmente marcada por el radicalismo de algunas musulmanes que, como antes los católicos o los protestantes, utilizan el nombre de Dios en vano. Francisco quiere firmar con el Rey De Marruecos algo parecido al ya histórico 'Documento sobre la hermandad humana por la paz mundial y la convivencia común', rubricado, hace unos meses, en Abu Dhabi por el Papa y el Gran Imán de Al Azhar, Ahmed Al-Tayeb. Porque el Islam no tiene un sólo Papa, sino diferentes cabezas religiosas. Una de ellas y de las más importantes es Sidi Mohammed ben el-Hassan ben Mohammed ben Youssef el- Alaoui (Mohamed VI), que, además del decimoctavo rey de la dinastía alauí que reina en Marruecos desde 1666, es Comendador de los Creyentes (Amir al Muminin), el Reunificador y el Salvador, cargos que recoge la Constitución marroquí y que emanan del hecho de ser el 36º descendiente en línea directa de Mahoma. El deseo papal de acercamiento a este Islam moderado, que capitanea el Rey de Marruecos, quedó patente desde el mismo momento en que puso pié en el país, con su visita a Mohamed VI, a las autoridades en la explanada de la Mezquita de Hassan II, al mausoleo de Mohamed V y al Instituto de los Imanes y predicadores. Con excelentes resultados. Dos de las últimas teocracias del mundo se dan la mano y se comprometen a caminar juntas en busca de la concordia, la hermandad y la paz de los auténticos seguidores de Dios. Porque la paz entre las religiones es la única salida para instaurar en África el reinado de los derechos humanos, que permitan el despegue económico y el final de la globalizada cultura de la indiferencia, que condena a los africanos, árabes y subsaharianos, a arriesgarse a perder la vida en el cementerio del Mediterráneo, para alcanzar el sueño dorado del pan ganado con dignidad. Papa y emigrantes Y para dejarlo bien claro, Francisco quiso encontrarse con los emigrantes también el primer día de su estancia en Marruecos. Un país que emigra, pero que, al mismo tiempo, sirve de 'stopper' a la rica Europa, para detener los flujos migratorios o, al menos, ralentizarlos. Porque nadie (ni la opulenta Europa) es capaz de poner puertas al mar de los sueños de los pobres. Allí, rodeado de los subsaharianos que le quieren como un padre y le respetan como el Gran Anciano, vuelve a erigirse en su abogado defensor y vuelve a proclamar que a la marea de los descamisados africanos no la pararán ni las "barreras" con concertinas ni "la difusión del miedo", sino la valentía de la mano tendida. En una sencilla sala, muy alejada de la pompa de las estancias reales marroquíes, Francisco, casi emocionado, volvió a ofrecerles a los "exiliados como Cristo" cuatro verbos, como cuatro tablas de salvación, para asirse a ellas: "Acoger, proteger, promover e integrar". Con sus correspondientes concreciones prácticas y políticas. El Papa sabe que la actual dinámica mundial se opone con perros, abusadores, mafias que comercian con su carne, alambradas y el cementerio del mar a la dinámica de la mano tendida que él propone. Pero sigue clamando en el desierto y despertando las conciencias. Porque está convencido de que toda persona tiene derecho a emigrar o a no emigrar, tiene "derecho a sus sueños y a un futuro digno". Y por eso, el Papa de los pobres se romperá el alma hasta el final El Papa concluye su visita a Marruecos con una eucaristía ante 10.000 personas en Rabat Como en todos sus viajes, el Papa concluye su visita a Marruecos con una eucaristía en el complejo deportivo Príncipe Moulay de Rabat, que los cristianos del país llenan hasta la bandera. Mientras esperan la salida del Papa, unos 10.000 fieles cantan y gritan. En la homilía, el Papa da las gracias a los cristianos marroquíes por "dar testimonio del Evangelio de la misericordia" y les pide que nunca caiigan en la tentación de "creer en el odio y la venganza como formas legítimas de brindar justicia de manera rápida y eficaz". “Toda la Iglesia de Marruecos se reúne en torno al Papa Francisco, servidor de esperanza”, anuncia en español una comentarista de la ceremonia. Un altar sobrio, estilo árabe, presidido por una sencilla cruz y una imagen de la Virgen negra con el Niño. La primera lectura, leída en español, del libro de Josué. Salmo responsorial: “Gustad y ved qué bueno es el Señor” La segunda lectura, en árabe, es de la carta de Pablo a los Corintios: “Hermanos, el que es de Cristo es una criatura nueva...” Lectura del Evangelio de Lucas en el pasaje de la parábola del hijo pródigo. Así el evangelio nos pone en el corazón de la parábola que transparenta la actitud del padre al ver volver a su hijo: tocado en las entrañas no lo deja llegar a casa cuando lo sorprende corriendo a su encuentro. Un hijo esperado y añorado. Un padre conmovido al verlo regresar. Pero no fue el único momento en que el padre corrió. Su alegría sería incompleta sin la presencia de su otro hijo. Por eso también sale a su encuentro para invitarlo a participar de la fiesta (cf. v. 28). Pero, al hijo mayor parece que no le gustaban las fiestas de bienvenida, le costaba soportar la alegría del padre, no reconoce el regreso de su hermano: «ese hijo tuyo» afirmó (v. 30). Para él su hermano sigue perdido, porque lo había perdido ya en su corazón. En su incapacidad de participar de la fiesta, no sólo no reconoce a su hermano, sino que tampoco reconoce a su padre. Prefiere la orfandad a la fraternidad, el aislamiento al encuentro, la amargura a la fiesta. No sólo le cuesta entender y perdonar a su hermano, tampoco puede aceptar tener un padre capaz de perdonar, dispuesto a esperar y velar para que ninguno quede afuera, en definitiva, un padre capaz de sentir compasión. En el umbral de esa casa parece manifestarse el misterio de nuestra humanidad: por un lado, estaba la fiesta por el hijo encontrado y, por otro, un cierto sentimiento de traición e indignación por festejar su regreso. Por un lado, la hospitalidad para aquel que había experimentado la miseria y el dolor, que incluso había llegado a oler y a querer alimentarse con lo que comían los cerdos; por otro lado, la irritación y la cólera por darle lugar a quien no era digno ni merecedor de tal abrazo. Así, una vez más sale a la luz la tensión que se vive al interno de nuestros pueblos y comunidades, e incluso de nosotros mismos. Una tensión que desde Caín y Abel nos habita y que estamos invitados a mirar de frente: ¿Quién tiene derecho a permanecer entre nosotros, a tener un puesto en nuestras mesas y asambleas, en nuestras preocupaciones y ocupaciones, en nuestras plazas y ciudades? Parece continuar resonando esa pregunta fratricida: acaso ¿soy guardián de mi hermano? (cf. Gn 4,9). En el umbral de esa casa aparecen las divisiones y enfrentamientos, la agresividad y los conflictos que golpearán siempre las puertas de nuestros grandes deseos, de nuestras luchas por la fraternidad y para que cada persona pueda experimentar desde ya su condición y dignidad de hijo. Pero a su vez, en el umbral de esa casa brillará con toda claridad, sin elucubraciones ni excusas que le quiten fuerza, el deseo del Padre: que todos sus hijos tomen parte de su alegría; que nadie viva en condiciones no humanas como su hijo menor, ni en la orfandad, el aislamiento o en la amargura como el hijo mayor. Su corazón quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tm 2,4). Es cierto, son tantas las circunstancias que pueden alimentar la división y la confrontación; son innegables las situaciones que pueden llevarnos a enfrentarnos y dividirnos. No podemos negarlo. Siempre nos amenaza la tentación de creer en el odio y la venganza como formas legítimas de brindar justicia de manera rápida y eficaz. Pero la experiencia nos dice que el odio, la división y la venganza, lo único que logran es matar el alma de nuestros pueblos, envenenar la esperanza de nuestros hijos, destruir y llevarse consigo todo lo que amamos. Por eso Jesús nos invita a mirar y contemplar el corazón del Padre. Sólo desde ahí podremos redescubrirnos cada día como hermanos. Sólo desde ese horizonte amplio, capaz de ayudarnos a trascender nuestras miopes lógicas divisorias, seremos capaces de alcanzar una mirada que no pretenda clausurar ni claudicar nuestras diferencias buscando quizás una unidad forzada o la marginación silenciosa. Sólo si cada día somos capaces de levantar los ojos al cielo y decir Padre nuestro podremos entrar en una dinámica que nos posibilite mirar y arriesgarnos a vivir no como enemigos sino como hermanos. «Todo lo mío es tuyo» (Lc 15,31), le dice el padre a su hijo mayor. Y no se refiere tan sólo a los bienes materiales sino a ser partícipes también de su mismo amor y compasión. Esa es la mayor herencia y riqueza del cristiano. Porque en vez de medirnos o clasificarnos por una condición moral, social, étnica o religiosa podamos reconocer que existe otra condición que nadie podrá borrar ni aniquilar ya que es puro regalo: la condición de hijos amados, esperados y celebrados por el Padre. «Todo lo mío es tuyo», también mi capacidad de compasión, nos dice el Padre. No caigamos en la tentación de reducir nuestra pertenencia de hijos a una cuestión de leyes y prohibiciones, de deberes y cumplimientos. Nuestra pertenencia y nuestra misión no nacerá de voluntarismos, legalismos, relativismos o integrismos sino de personas creyentes que implorarán cada día con humildad y constancia: venga a nosotros tu Reino. La parábola evangélica presenta un final abierto. Vemos al padre rogar a su hijo mayor que entre a participar de la fiesta de la misericordia. El evangelista no dice nada sobre cuál fue la decisión que este tomó. ¿Se habrá sumado a la fiesta? Podemos pensar que este final abierto está dirigido para que cada comunidad, cada uno de nosotros pueda escribirlo con su vida, con su mirada y actitud hacia los demás. El cristiano sabe que en la casa del Padre hay muchas moradas, sólo quedan afuera aquellos que no quieran tomar parte de su alegría. Queridos hermanos, quiero darles las gracias por el modo en que dan testimonio del evangelio de la misericordia en estas tierras. Gracias por los esfuerzos realizados para que sus comunidades sean oasis de misericordia. Los animo y aliento a seguir haciendo crecer la cultura de la misericordia, una cultura en la que ninguno mire al otro con indiferencia ni aparte la mirada cuando vea su sufrimiento (cf. Carta ap. Misericordia et misera, 20). Sigan cerca de los pequeños y de los pobres, de los que son rechazados, abandonados e ignorados, sigan siendo signo del abrazo y del corazón del Padre. Que el Misericordioso y el Clemente —como lo invocan tan a menudo nuestros hermanos y hermanas musulmanas— los fortalezca y haga fecundas las obras de su amor. Saludo final del Papa A la conclusión de esta Eucaristía, deseo nuevamente bendecir al Señor que me ha permitido realizar este viaje para ser, ante ustedes y con ustedes, servidor de la Esperanza. Agradezco a Su Majestad el Rey Mohammed VI su invitación, como también a las Autoridades y todas las personas que han colaborado para el buen desarrollo de este viaje. Gracias a mis hermanos en el episcopado, los Arzobispos de Rabat y Tánger, como también a los sacerdotes, religiosos y religiosas y a todos los fieles laicos que están aquí en Marruecos como servidores de la vida y de la misión de la Iglesia. Gracias a ustedes, queridos hermanos y hermanas, por todo lo que han hecho para preparar este viaje y por todo lo que hemos podido compartir desde la fe, la esperanza y la caridad. Con estos sentimientos de gratitud, deseo nuevamente animarlos a perseverar en el camino del diálogo con nuestros hermanos y hermanas musulmanas y a colaborar también a que se haga visible esa fraternidad universal que tiene su fuente en Dios. Que sean aquí los servidores de la esperanza, que el mundo tanto necesita. Y, por favor, no se olviden de rezar por mí. |
Ayuda al Blog que publica todos los días diferentes áreas, queremos seguir publicando
EL BLOGEl blog es uno dedicado al análisis en general de muchos puntos desde la ópica teológica. La meta es impulsar el estudio amplio y profundo de la fe y de la razón, siendo ambos elementos fundamentales de la vida. SABES QUE PUEDES HACER COMENTARIOS A LAS REFLEXIONES O ENSAYOS TEOLOGICOS QUE APARECEN EN EL BLOG, SI PUEDES INTENTALO...
Archivos
Febrero 2023
Categorias |