En este día de Pascua, debemos recordar aquellas palabras de Pablo: "Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe, somos los más desgraciados de todos los hombres." Aunque hay que hacer una pequeña aclaración. La formulación condicional (si) nos puede despistar y entender que Jesús podía resucitar o no resucitar, lo cual no tiene sentido porque Jesús había alcanzado la VIDA antes de morir. Y él fue consciente de ello.
Él era el agua viva, dice a la Samaritana, Él había nacido del Espíritu, como pidió a Nicodemo; él vive por el Padre; él es la resurrección y la Vida. Ya en ese momento cuando habla con sus interlocutores, está en posesión de la verdadera Vida. Eso explica que le traiga sin cuidado lo que pueda pasar con su vida biológica. Lo que verdaderamente le interesa es esa VIDA con mayúscula que él alcanzó durante su vida con minúscula. No debemos entender la resurrección como la reanimación de un cadáver. Un instante después de la muerte, el cuerpo no es más que estiércol. Los sentimientos que nos unen al ser querido muerto, por muy profundos y humanos que sean, no son más que una relación sicológica. Esos despojos no mantienen ninguna relación con el ser que estuvo vivo. La muerte devuelve al cuerpo al universo de la materia de una manera irreversible. La posibilidad de reanimación es la misma que existe de hacer un ser humano partiendo de un montón de basura. Eso no tiene sentido ni para los hombres ni para Dios. Jesús sigue vivo, pero de otra manera. Debo descubrir que yo estoy llamado a esa misma Vida. A la Samaritana le dice Jesús: El que beba de esta agua nunca más tendrá sed; el agua que yo le daré se convertirá en un surtidor que salta hasta la Vida eterna. A Nicodemo le dice: Hay que nacer de nuevo; lo que nace de la carne es carne, lo que nace del espíritu es Espíritu. El Padre vive y yo vivo por el Padre, del mismo modo el que me asimile, vivirá por mí. Yo soy la resurrección y la Vida, el que cree en mí aunque haya muerto vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre. Jesús no habla para un más allá, sino en presente. Si creemos esto, ¿qué nos importa todo lo demás? Jesús había conseguido, como hombre, la plenitud de Vida del mismo Dios. Porque había muerto a todo lo terreno, a su egoísmo, y se había entregado por entero a los demás, llega a la más alta cota de ser posible como hombre mortal. Este admirable logro fue posible, después de haber descubierto que esa era la meta de todo ser humano, que ese era el único camino para llegar a hacer presente lo divino. Esta toma de conciencia fue posible, porque había experimentado a Dios como Don. Una vez que se llega a la meta, es inútil seguir preocupándose del vehículo que hemos utilizado para alcanzarla. La liturgia de Pascua no está diciéndonos algo sobre Jesús que tenemos que recordar y celebrar. Está diciéndonos algo muy importante sobre nosotros mismos. Nos está diciendo que en cada uno de nosotros, hay zonas muertas que tenemos que resucitar. Nos está diciendo que debemos preocuparnos por la vida biológica, pero no hasta tal punto que olvidemos la verdadera Vida y así arruinemos la misma vida natural. Nos está diciendo que tenemos que estar muriendo todos los días y al mismo tiempo resucitando, es decir pasando de la muerte a la Vida. Si al celebrar la resurrección de Jesús no experimentamos nosotros una nueva Vida, es que nuestra celebración ha sido simple folclore. Meditación-contemplación Yo soy la resurrección y la Vida. Resurrección y Vida expresan la misma realidad, no son cosas distintas. No hay Vida sin resurrección y tampoco resurrección sin Vida. En la medida que haga mía la Vida, Estoy garantizando la resurrección. .................. No te preocupes de lo que va a ser de ti en el más allá. Además de ser inútil, te llevará a una total desazón. Lo importante es vivir aquí y ahora esa nueva VIDA. Todo lo demás ni está en tus manos ni debe importarte. ................... Deja que la VIDA que ya está en ti, se haga algo real en tu vida. Deja que todo tu ser quede empapado de ella. Deja que Dios Espíritu (fuerza) sea tu verdadero ser. Entonces podrás decir como Jesús: Yo y el Padre somos uno.
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Decíamos al principio de la cuaresma que no se podía entender ese tiempo litúrgico sin tener presente la Pascua. Hoy al celebrar la resurrección de Jesús, damos sentido a todo ese tiempo de preparación para este acontecimiento. Naturalmente, no se puede resucitar si antes no se ha muerto. Tal vez sea este aspecto el más complicado para nosotros hoy. Por eso nos conformamos con celebrar externamente lo que sucedió a otra persona en una fecha histórica ya muy lejana.
El centro de esta vigilia no es directamente Jesús, sino el fuego y el agua como principios imprescindibles para la vida. Ya tenemos la primera clave para entender lo que estamos celebrando en la liturgia más importante de todo el año. Del fuego surgen dos cualidades sin las cuales no puede haber vida: luz y calor. El agua es el elemento fundamental para formar un ser vivo. El 80% de cualquier ser vivo, incluido el hombre, es agua. Recordar y renovar nuestro bautismo, es pieza clave para descubrir de qué Vida estamos hablando. Hoy el fuego y el agua simbolizan a Jesús porque le recordamos como Vida. La vida que esta noche nos interesa, no es la física (bios), ni la síquica (psiques), sino la espiritual y trascendente. Por no tener en cuenta la diferencia entre estas vidas, nos hemos armado un buen lío con la resurrección de Jesús. La vida biológica no tiene ninguna importancia en lo que estamos tratando. "El que cree en mí aunque haya muerto vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre". La biológica y la síquica tienen importancia, solo porque son la que nos capacitan para alcanzar la espiritual. Sólo el hombre que es capaz de conocer y de amar, puede acceder a la Vida divina. Nuestra conciencia individual tiene importancia solo como instrumento, como vehículo para alcanzar la Vida definitiva. Lo que estamos celebrando esta noche, es la llegada de Jesús a esa plenitud de Vida. Jesús, como hombre, alcanzó la más alta cota de esa Vida. Posee la Vida definitiva que es la misma Vida de Dios. Esa Vida ya no puede perderse porque es eterna. Podemos seguir empleando el término "resurrección", pero debemos evitar el aplicarla inconscientemente a la vida biológica y sicológica, porque es lo que nosotros podemos sentir, es decir descubrir por los sentidos. Pero lo que hay de Dios en Jesús no se puede descubrir mirando, oyendo o palpando. Ni vivo ni muerto ni resucitado, puede nadie descubrir su divinidad. Tampoco puede ser el resultado de alguna demostración lógica. Lo divino no cae dentro del objeto de nuestra razón. A la convicción de que Jesús está vivo, no se puede llegar por razonamientos. Lo divino que hay en Jesús, y por lo tanto su resurrección, sólo puede ser objeto de fe pascual. Para los apóstoles como para nosotros se trata de una experiencia interior. A través del convencimiento de que Jesús les está dando VIDA, descubren los seguidores de Jesús, que tiene que estar él VIVO. Solo a través de la vivencia personal podemos aceptar nosotros la resurrección. Creer en la resurrección exige haber pasado de la muerte a la vida. Por eso tiene en esta vigilia tanta importancia el recuerdo de nuestro bautismo. Cristiano es el que está constantemente muriendo y resucitando. Muriendo a lo terreno y caduco, al egoísmo, y naciendo a la verdadera Vida, la divina. Tenemos del bautismo una concepción estática que nos impide vivirlo. En tal día a tal hora, han hecho el signo sobre mí, pero el alcanzar y vivir lo significado, es tarea de toda la vida. Todos los días tengo que estar haciendo mía esa Vida. Y el único camino para hacer mía la Vida de Dios que es AMOR, es superando el ego-ísmo, es decir, amando. La celebración ayer de la última cena, la celebración hoy de la muerte y la celebración mañana de la resurrección, son tres aspectos de una misma realidad: la plenitud de un ser humano que llegó a identificarse con Dios que es Amor. Este es el punto de partida para que cualquier ser humano pueda desarrollar su verdadera humanidad. Pero el amor es la meta a la que llegó Jesús y a la que tenemos que llegar nosotros. Ese amor es lo más dinámico que podemos imaginar, porque es el motor de toda acción humana.
El recuerdo puramente litúrgico de la muerte de Jesús sin un compromiso de mantener en nuestra vida las mismas actitudes que le llevaron a la muerte, es un folclore vacío de contenido. Otro peligro que nos acecha en esta celebración, es caer en la sensiblería. Tal vez no podamos sustraernos a los sentimientos ante la descripción de una muerte tan brutal. El peligro estaría en quedarnos ahí y no tratar de vivir lo que estamos celebrando. Nos importan los datos históricos, pero sólo como medio de descubrir la cristología que en ellos se encierra: Jesús es para nosotros el modelo de lo humano y de lo divino. No podemos presentar la muerte de Jesús como el colmo del sufrimiento. La vida de Jesús se desarrolló con relativa normalidad y con una cierta comodidad. Los sufrimientos duraron solo unas horas. Millones de personas, antes y después de Jesús, han sufrido mucho más en cantidad y en intensidad. No podemos seguir hablando de sus sufrimientos como si fueran los únicos. Fue una muerte cruel, sin duda, pero no podemos presentarla como el paradigma del dolor humano. El valor de la muerte de Jesús no está en el dolor, sino en la motivación de esa muerte, en la actitud de Jesús y de los que lo mataron. Tenemos que entender bien, la idea de que "murió por nuestros pecados". El autor de la carta a los hebreos, (que seguramente no es de Pablo) lo que intenta es hacer ver a los judíos, que ya no tenía sentido el repetir los sacrificios que habían sido la base del culto en el templo, porque ya estaba cumplida en Jesús toda la labor de mediación. Esta idea es posible, solo desde la perspectiva del Dios del AT que premia y castiga; y exige el pago por nuestros pecados. Este Dios no tiene nada que ver con el Dios de Jesús, que nos ama a todos siempre e infinitamente y que, si pudiera tener alguna preferencia, sería para con los débiles o los pecadores. ¿Por qué le mataron? ¿Por qué murió? Si no hacemos esta distinción, entraremos en un callejón sin salida. Le mataron porque la idea de Dios que él predicó no coincidía con la idea que los judíos tenían de su Dios. El Dios de Jesús, como veíamos ayer, no es el soberano que quiere ser servido, sino Amor absoluto que se pone al servicio del hombre. Esta idea de Dios es demoledora para todos aquellos que pretenden utilizarlo como instrumento de dominio y esclavitud de los demás. Ningún poder establecido puede aceptar ese Dios, porque no es manipulable ni se puede utilizar en provecho propio. Esta idea de Dios es la que no pudieron aceptar los jefes religiosos judíos. Este Dios nunca será aceptado por los jefes religiosos de ninguna época. Jesús murió por ser fiel a sí mismo y a Dios. No se pueden separar las respuestas a las dos preguntas. Jesús como todo ser humano tenía que morir, pero resulta que no murió, sino que le mataron. Esto último, tampoco hace de su muerte un hecho singular. La singularidad de esa muerte hay que buscarla en otra parte. La muerte de Jesús no fue un accidente, sino consecuencia de su manera de ser y de actuar. Creo que en la aceptación de las consecuen¬cias de su actuación está la clave de toda la vida de Jesús. El hecho de que no dejara de decir lo que tenía que decir, ni de hacer lo que tenía que hacer, aunque sabía que eso le costaría la vida, es la clave para compren¬der que la muerte no fue un accidente, sino un hecho fundamental en su vida. El hecho de que le mataran, podía no tener mayor importancia, pero el hecho de que le importara más la defensa de sus convicciones, que la vida, nos da la verdadera profundi¬dad de su opción vital. Jesús fue mártir (testigo) en el sentido estricto de la palabra. Las palabras y los gestos de Jesús en la última cena, sobre el servicio total a los demás, pueden significar la más elevada toma de conciencia de Jesús sobre el sentido de su vida. Tal vez en ese momento, cuando ya era inevitable su muerte, descubrió el verdadero sentido de una vida humana. Cuando un ser humano es capaz de consumirse por los demás, está alcanzando su plena consumación. En ese instante manifiesta un amor semejante al amor de Dios y puede decir: "Yo y el Padre somos uno". Dios está allí donde hay verdadero amor, aunque sea con sufrimiento y muerte. Si seguimos pensando en un dios de "gloria", será muy difícil comprender el sentido de la muerte de Jesús. ¿Qué tuvo que ver Dios en la muerte de Jesús? El gran interrogante que se plantea sobre esa muerte recae sobre Dios. No podemos pensar que planeó su muerte, ni que la exigió como pago de un recate por los pecados, ni que la permitió o la esperó. La paradoja está en que podemos decir que Dios no tuvo nada que ver en la muerte de Jesús, y podemos decir que fue precisamente Dios la causa de su muerte. Si pensamos que Dios era el motor de toda la vida de Jesús, de sus actitudes y de sus decisiones, entonces Él fue la causa de que Jesús fuera a la muerte. La muerte de Jesús es una verdadero interrogante sobre Dios. Según todas las apariencias, Dios abandonó a Jesús a su suerte cuando le pedía a gritos que le ayudara. ¿Cómo podemos armonizar su silencio con la cercanía en el momento de morir? Aquí está la clave de comprensión del misterio Pascual. Dios no abandonó por un momento a Jesús para después reivindicarlo. Dios estuvo con Jesús en su muerte. Porque fue capaz de morir antes que fallarle, demuestra esa presencia de Dios como en ningún otro momento de su vida. En la entrega total se identificó totalmente con Dios y lo hizo presente. Cualquier otro intento de demostrar la presencia de Dios en Jesús (conocimientos, poder, milagros) es contrario a las enseñanzas más profundas de Jesús sobre Dios. Creo que aún tenemos que reflexionar mucho sobre esa muerte para comprender el profundo significado que tuvo para él y para nosotros. Su muerte es el resumen de su actitud vital y por lo tanto, en ella podemos encontrar el verdadero sentido de su vida. Se trata de una muerte que manifiesta la verdadera Vida. Pero no se trata de la muerte física, sino de la muerte al "ego", y por lo tanto a todo egoísmo, que hizo posible una entrega a los demás hasta la muerte. Este es el mensaje que no queremos aceptar, por eso preferimos salir por peteneras y buscar soluciones que no nos exijan entrar en esa dinámica. Si nuestro "yo" sigue siendo el centro de nuestra existencia, no tiene sentido celebrar la muerte de Jesús; y tampoco celebrar su "resurrección". Nosotros tenemos que separar la vida, la muerte y la resurrección de Jesús para intentar entenderlas, pero solamente las podremos entender si descubrimos la unidad de las tres realidades. La muerte fue consecuencia inevitable de su vida, pero en esa muerte ya estaba toda lo gloria que podía recibir Jesús. La trayectoria humana de Jesús terminó alcanzando la más alta meta: desplegar al máximo toda su humanidad, alcanzando y manifestando la plenitud de divinidad. Si no tenemos presente esto, podemos seguir echando balones fuera y sin descubrir lo que tiene de acicate para nosotros el darnos cuenta que un ser humano, en todo semejante a nosotros, pudo llegar a esa meta. La liturgia de este día se centra en el recuerdo de la cena: el lavatorio de los pies y las palabras y gestos que dieron lugar a la eucaristía. Ni los evangelistas, ni los exegetas se ponen de acuerdo si fue o no fue una cena pascual. No tiene mayor importancia, porque para nosotros lo esencial está en lo que va más allá del rito judío de la cena pascual. Esta Pascua no es ya la pascua de los judíos.
Es curioso que los tres evangelistas que narran la institución de la eucaristía, no hablen del lavatorio de los pies, y Juan que narra el lavatorio de los pies, no dice nada de la institución de la eucaristía. La verdad es que los dos signos expresan exactamente la misma realidad: la entrega absoluta y total. Tampoco sabemos el sentido exacto que quiso dar Jesús a aquellos gestos y palabras. La protesta de Pedro deja claro que, en aquel momento, los discípulos no entendieron nada. Sin embargo, el recuerdo de lo que Jesús hizo en la última cena se convirtió muy pronto en el sacramento de nuestra fe. Y no sin razón, porque en esos gestos, en esas palabras está encerrado lo que fue Jesús durante su vida y todo lo que tenemos que llegar a ser nosotros como cristianos. Por eso, la liturgia de hoy es de las más densas de todo el año. Debemos comenzar por tomar conciencia de la importancia de los que celebramos, como la toma el evangelista Jn cuando ha hecho esa grandiosa obertura: "Consciente Jesús de que había llegado su "hora", la de pasar de este mundo al Padre, él que había amado a los suyos que estaban en medio del mundo, les demostró su amor en el más alto grado." Pero no es menos sorprendente el final del relato: "¿Entendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis el "Maestro" y el "Señor"; y decís bien, porque lo soy. Si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, sabed que también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros". En estas dos frases tenemos la clave de la celebración. Vamos a comenzar por el lavatorio de los pies. No porque sea más importante que la eucaristía, sino porque espero que esta reflexión nos ayude a comprenderla mejor. En ese gesto, Cristo está tan presente como en la celebración de la eucaristía. Lavar los pies era un servicio que solo hacían los esclavos. Jesús quiere manifestar que él está entre ellos como el que sirve, no como el señor. Lo importante no es el hecho físico, sino el simbolismo que en él se encierra. La plenitud de Jesús como ser humano, está en el servir a los demás. Fijaros que ese profundo simbolismo es lo que se quiere manifestar en el evangelio de Juan. El más espiritual y místico de los evangelistas, el que más profundiza en el mensaje de Jesús, ni siquiera menciona la institución de la eucaristía. Sospecho que la eucaristía se había convertido ya en un rito mágico y formal, vacío de contenido, y Juan quiso recuperar para la última cena el carácter de recuerdo de Jesús como don, como entrega. Jesús denuncia la falsedad de la grandeza humana que se apoya en el poder o en el dominio de los demás, pero proclama que la verdadera plenitud humana está en parecerse a Dios que se da sin condiciones ni reservas. Poco después del texto que hemos leído, dice Jesús: "Os doy un mandamiento nuevo, que os améis unos a otros como yo os he amado". Esta es la explicación definitiva que da Jesús a lo que acaba de hacer. Para el que quiere seguir a Jesús, todo queda reducido a esto: ¡Amaros! No dijo que debíamos amar a Dios, ni siquiera que debíamos amarle a él. Tenemos que amar a los demás, eso sí, como Dios ama, como Jesús amó. Una eucaristía celebrada como una devoción más, que comienza y termina en la iglesia, no es la eucaristía que celebró Jesús. En este relato del lavatorio de los pies, no se dice nada que no se diga en el relato del pan partido y del vino derramado; pero en la eucaristía corremos el riesgo de quedarnos en una visión espiritualista y abstracta que no afecta a mi vida concreta. La presencia real de Cristo en el pan y en el vino, entendida de una manera estática y física, nos puede impedir descubrir el aspecto vivencial del sacramento y dejarnos al margen del la verdadera intención de Jesús al compartir esos gestos con sus discípulos. Tenemos que hacer un esfuerzo por descubrir el verdadero signifi¬cado de la eucaristía a la luz del lavatorio de los pies. Jesús toma un pan y mientras lo parte y lo reparte les dice: esto soy yo. Recordemos que "cuerpo" en la antropología judía del tiempo de Jesús, quería decir persona, no carne. Como si dijera: meteos bien en la cabeza que yo estoy aquí para partirme, para dejarme comer, para dejarme masticar, para dejarme asimilar, para desaparecer dando mi propio ser a los demás. Yo soy sangre (vida) que se derrama por todos, es decir, que da Vida a todos, que saca de la tristeza y de la muerte a todo el que me bebe. Eso soy yo. Eso tenéis que ser vosotros. Por haber insistido exclusivamente en la presencia real de Cristo en la eucaristía, nos acercamos al sacramento como a una realidad misteriosa, pero que no tiene valor de persuasión, no me lleva a ningún compromiso con los demás. La presencia real, por el contrario, debería potenciar el verdadero significado del gesto. Nos debería recordar en todo momento lo que Jesús fue y lo que nosotros, como cristianos, debemos ser. El haber cambiado este sentido dinámico por una adoración, ha empobrecido el sacramento hasta convertirlo en algo aséptico, que nada me exige y no me motiva. Lo que Jesús quiso decirnos en estos gestos es que él era un ser para los demás, que el objetivo de su existencia era darse; que había venido no para que le sirvieran, sino para servir, manifestando de esta manera que su meta, su fin, su plenitud humana solo la alcanzaría cuando llegara a la donación total en la muerte asumida y aceptada. Solo un Jesúsdes-trozado puede ser asimilado e integrado en nuestro propio ser. Descubrir que destrozarnos para que nos puedan comer, es también la meta para nosotros, es el primer objetivo de un seguidor de Jesús. Pero de esto hablaremos mañana, Viernes Santo. Juan no menciona la eucaristía en el relato de la última cena, pero no se olvidó de un sacramento que tuvo tanta importancia para la primera comunidad. En el c. 6 de su evangelio, encontramos la explicación de lo que es la eucaristía. "Yo soy el pan de Vida"; y a continuación: "Quien viene a mí, nunca pasará hambre; el que me presta su adhesión, nunca pasará sed". Está muy claro que comer materialmente el pan y beber literalmente la sangre, no es más que un signo (sacramento) de la adhesión a Jesús, que es lo importante. Se trata de identificarse con su manera de ser hombre al servicio a los demás hasta deshacerse por ellos. El mayor peligro que tenemos hoy los cristianos es acercarnos al sacramento como medio de unirnos a Dios, olvidándonos de los hombres. En el mismo c. 6, dice un poco más adelante: "El Padre que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo el que me "come" vivirá por mí". No hay en todo el NT una explicación más profunda de lo que significa este sacramento. Jesús tiene la misma Vida de Dios, y todo el que le siga tendrá también esa misma Vida, la definitiva, la trascendente, la que no se verá alterada por la muerte biológica. Para hacer nuestra esa Vida, tenemos que aceptar la "muerte", no la física, aunque también, sino la muerte a todo lo que hay en nosotros de caduco, de terreno, de transitorio, de individualismo, de egoísmo. Sin esa muerte, nunca podrá haber Vida. No se trata de renunciar a nada, sino de conseguirlo todo. Todo lo que no es esa Vida, antes o después, se desvanecerá. La jerarquía de la Iglesia lleva en sus espaldas la gigantesca y necesaria tarea de mediar entre el cielo y la tierra para traer a Dios a los hombres y mujeres, así como llevarlos a Dios. Una tarea que se ha complejizado en medio de un cambio de época que sorprende al clero con seguidores menos fieles, más exigentes, más instruidos y más estrictos con la propia libertad.
Consecuentemente, mientras la cultura galopa a ritmo desenfrenado, la iglesia institucional multiplica temores y resistencias que acentúan la brecha de incomprensión con el mundo, abriendo un abismo de grandes proporciones. Ello configura la crisis de la iglesia y de otras iglesias, y explica el avance de la increencia, el abandono de la fe materna y la privatización de la fe. Paradojalmente, la sed y hambre de Dios crecen como nunca. En medio de un panorama tan desolador como el descrito, y ante los ojos del universo entero, el mundo católico vive una primavera sin igual, gracias al ejemplo cautivador del papa Francisco, que con un testimonio genuinamente cristiano se ha convertido en un verdadero fenómeno mediático. Francisco, con su estilo de vida y con su paternidad, ha dejado al descubierto la catolicidad de la sencillez del Evangelio, donde la bondad, la misericordia, la acogida y la predilección por los pobres consiguen mostrar la universalidad de lo simple, lo sencillo y del servicio. Paralelamente, y sin buscarlo, desentraña por contraste el absurdo de la ostentación, del poder, de la severidad, de los privilegios, de la acumulación y de otras vanidades, que vistos en la vida de los pastores provocan la nausea del Pueblo de Dios. Curiosamente el empeño histórico de la Iglesia ha sido la sacralización de la jerarquía, mientras el testimonio del papa Francisco revela que la humanización de los pastores es lo que conmueve al Pueblo Santo. Mientras lo primero es una cripto-herejía; lo segundo evidencia la confianza de Dios en la potencialidad transformadora de la acción humana de todos los hombres y mujeres. Quienes quieran ver en los frutos de la acción del papa Francisco una reversión de la profundidad de la crisis eclesial equivocan sus anhelos. El testimonio del papa hoy muestra un camino, y las esperanzas que despierta son eso, esperanzas. El mundo y las comunidades eclesiales observan con preocupación la soledad del papa en su afán transformador de la Iglesia. En muchas iglesias locales persiste la exhibición escandalosa de las vanidades de cierto clero, y qué decir de algunos obispos y cardenales, que rodeados de potestades medievales continúan haciendo uso de un poder, en algunos casos despótico, que se vuelca contra los pecadores y pecadoras empedernidos, así como también con inusitada inmisericordia contra su propio clero. Y qué decir de esa oposición silenciosa que, no sólo en Roma, trabaja tras bambalinas para desactivar tanta misericordia con los "pobres, viudas y huérfanos" desamparados de la Iglesia. Son los"planes del soberbio corazón" (Lc 1, 51b) que se reagrupan a la espera de un nuevo cónclave; mientas el papa Francisco sigue multiplicando esperanza y consuelo por el mundo. Mientras tanto, yo creo en el Dios del papa Francisco y reniego de ese dios mezquino y castigador que muestran aquellos otros. Ruido de cadenas rotas y de cárceles que se despanzurran. Faraón de Egipto se va a pique al fondo del mar. El pueblo esclavo irgue la cabeza y se abalanza sobre la libertad con alaridos de alegría. ¡Es la Pascua!
La Pascua de los cristianos retoma la antigua Pascua de los Judíos y la lleva a un extremo. En la tumba de Jesús todo sufrimiento y toda muerte se resorben en la nada mientras que de la raíz de la materia y de toda carne rota brota en silencio el frescor luminoso de otra Creación. Jesús ha resucitado, el mundo está salvado. Y sin embargo, día tras día, Caifás, Herodes, Pilatos y Judas siguen reinando como amos de la Tierra. Lo que nos guía y nos hace vivir no es la luz de un mundo transfigurado por la Resurrección, sino el Mercado. Dicen que su mano es invisible, pero en realidad el Mercado está en todas partes y no hay nada que se le escape. Da vida y mata. Nos espía hasta por debajo de las camas. Determina lo que hemos de comer. Dicta nuestras modas, nuestras prioridades, nuestras leyes. Es supremo. Decide de todo. Juzga lo que vale y lo que no. Extiende sus tentáculos al mundo entero. Posee nuestras mentes. Controla el cielo. Es nuestro salvador y nuestro dios. Lo inaudito, lo trascendente, la única Realidad es él. Él es el comienzo y el fin de la Historia. En su horizonte no pinta la menor profecía. Todo está acabado. La profecía es un breve momento de luz que suspende el tiempo y el espacio para que en lo profundo de la conciencia se vislumbre la Realidad última de lo que somos y seremos. Un poco como si en unos segundos la Tierra se entreabriera y nos mostrara el fuego que oculta en su vientre para revelarnos nuestra asombrosa filiación con el Sol. Así es la Resurrección. Es la gran Profecía de la Historia. ¿Quién hubiera dicho...? La resurrección es la profecía puesta como un faro en las neblinas y los tumultos de nuestras vidas. Es la energía invisible que traspasa el universo e irrumpe en el ser humano para despertarlo y propulsarlo hacia su propia grandeza y así encaminarlo al encuentro de lo que es y de lo que será. Pascua toca a retreta a nuestras somnolencias, y asesta un golpe duro a todos nuestros falsos dioses como el Mercado omnipotente, la Religión alienante y el encerramiento ciego del Ego. Pascua es el hielo que se va y es la vida que vuelve, es el final del invierno y la llegada de la primavera. En Pascua, bajo nuestros cielos cargados de tormentas, triunfan el Magníficat y las Bienaventuranzas. La punta de lanza de la Muerte se rompe y la Vida brota en gavillas de fuego de las manos que fueron clavadas a la cruz. Por esa senda se asoma el futuro. Las innegables "incoherencias" que aparecen en los llamados "relatos de apariciones" se explican por el hecho de que tales relatos no son "crónicas históricas" de lo ocurrido, sino textos que intentan balbucir lo que fue una experiencia que trascendió los límites espaciotemporales.
En el texto que nos ocupa, no deja de resultar extraña la duplicidad que supone la presencia de un "ángel" primero, y del propio Jesús a continuación. Sin duda, tanto el carácter simbólico del relato inicial, como el hecho de que luego siguiera circulando durante algunas décadas, explicarían ese tipo de "duplicados", contrastes o incoherencias que se manifiestan entre ellos, cuando los leemos cuidadosamente o comparamos las distintas versiones que ofrecen los diferentes evangelistas. Sin embargo, hay un dato que se repite en todos y que presenta indicios de historicidad: el protagonismo de las mujeres, como las "primeras" testigos de la resurrección. Si tenemos en cuenta que la palabra de la mujer, en aquella cultura, carecía de valor testifical, es fácil concluir que ese protagonismo no pudo ser "inventado" por los escritores; tuvo que haber ocurrido algo entre aquel grupo de discípulas para que fuera de ellas de donde naciera el "primer anuncio" del Resucitado. Sin embargo, históricamente, carecemos de datos que nos permitan decir algo más. Nos queda el carácter simbólico del relato, y los "ecos" que el mismo despierte en nosotros. El encuentro con el resucitado ocurre "al alborear el primer día de la semana". Es aún de noche, las mujeres han madrugado. La prontitud de ellas no es la que provoca el acontecimiento; sin embargo, sí les permite ser testigos. Nuestra búsqueda nunca podrá alcanzar resultados que trascienden el nivel de lo mental –la mente no puede conducir más allá de sí misma-, pero nos ayuda a "quitar velos", a "descorrer losas" que nos impiden ver. El mensaje que resuena invita a quitar algunas de esas losas pesadas: la oscuridad, la tristeza y el temor. Todos los relatos de apariciones –también este- transmiten una palabra clara y contundente de luminosidad, de alegría y de confianza. Ahora bien, esa palabra no la podemos "captar" desde la mente. Porque nuestra mente –en cuanto órgano de conocimiento- únicamente entiende de objetos (físicos o mentales) y se le escapa todo aquello que no es objetivable, aquello que trasciende el nivel de lo que puede ser medido. La verdad del anuncio, por tanto, no puede ser pensada. Y si creemos en ella, simplemente porque alguien nos la ha transmitido, nos encontraremos apenas con una creencia; nada más. La verdad del mismo únicamente nos llegará en la medida en que tengamos experiencia deser la propia verdad que se anuncia. Lo cual requiere que estemos "situados" allí dondesomos Vida. Mientras permanecemos identificados con nuestra mente –creyendo que nuestra identidad es el "yo psicológico" o mental-, no podremos pasar de creencias. Solo en la medida en que acallamos la mente, y entramos en contacto con nuestra verdadera identidad, nos descubrimos ser Vida, Luz, Gozo, Confianza... Estamos situados en el mismo "lugar" en el que ocurre la experiencia que llamamos de "resurrección". Lo que descubrimos no es que nuestro "yo" tenga la vida asegurada, sino que nuestra verdadera identidad es Vida, que se halla a salvo de cualquier contingencia. Por eso, "alegraos..., no tengáis miedo". Es muy difícil precisar el sentido exacto que pudo dar Jesús a la entrada en Jerusalén de ese modo tan peculiar. Seguramente no coincidió con la interpretación que le dieron sus discípulos y la gente que le seguía. Cuando se fijaron por escrito estos relatos, ya habían pasado cuarenta o cincuenta años, y sus seguidores habían cambiado radicalmente la comprensión de Jesús. En estos textos se han mezclado datos históricos, prejuicios sobre el Mesías y tradiciones del AT sobre otra clase de mesianismo que no era el oficial.
Con los datos que hoy tenemos no podemos pensar en una entrada "triunfal". Si era política, no lo hubiera permitido el poder romano. Si era religiosa, no lo hubiera permitido el poder religioso. Ambos tenían medios más que suficientes para actuar contra una manifestación masiva. Mucho más en Pascua, que era momento de máxima alerta policial. No cabe duda de que algo pasó históricamente, pero no debemos imaginarlo como una manifestación espectacular, sino como un acto profético. Seguramente se trató de una muestra de adhesión por parte del pequeño grupo que venía a la fiesta acompañando a Jesús, a los que posiblemente se unieron otros que venían de Judea y Galilea. Recordemos que la subida a la fiesta de Pascua se hacía siempre en grupos numerosos y festivos, en los que se manifestaba el júbilo por acercarse a la ciudad santa y al Templo. Los gritos son intentos de dar una explicación a lo que estaba ocurriendo. Lo mismo los mantos y ramos expresan la actitud de los que seguían a Jesús. La inmensa mayoría del pueblo estuvo siempre del lado de los jefes religiosos y políticos. Estos son los que piden la muerte de Jesús. No tiene mucho sentido insistir en que el mismo pueblo que lo aclama hoy como Rey, pida el viernes su crucifixión. Tampoco podemos minimizar el número de los seguidores de Jesús. Los evangelios nos dicen que en varias ocasiones los dirigentes no se atrevieron a detenerle en público, precisamente por el gran número de los seguidores. También el hecho de que lo detuvieran de noche, en despoblado y con la ayuda de un traidor, indica que los dirigentes tenían miedo. La Pasión y muerte de Jesús Mt 26,14-27,66 Pocos aspectos de la vida de Jesús han sido tan manipulados como su muerte. Llegar a pensar que a Dios le encanta el sufrimiento humano y que por lo tanto no solo hay que aceptarlo, sino buscarlo voluntariamente, ha sido tal vez la mayor tergiversación del Dios de Jesús. Desde esta perspectiva, es lógico que se pensara en un Dios que exige la muerte de su propio hijo para poder perdonar los pecados de los seres humanos. Esta idea es lo más contrario a la predicación de Jesús sobre Dios que pudiéramos imaginar. 1º La muerte de Jesús no fue ni exigida, ni programada, ni permitida por Dios. El Dios de Jesús no necesita sangre para poder perdonarnos. Seguir hablando de la muerte de Jesús como condición para que Dios nos libre de nuestros pecados, es la negación más rotunda del Dios de Jesús. Esa manera de explicar el sentido de la muerte de Jesús no nos sirve hoy de nada, es más, nos mete en un callejón sin salida. La muerte de Jesús, desvinculada de su predicación y de su vida no tiene el más mínimo valor o significado. 2º La muerte en la cruz no fue el paso obligado para llegar a la gloria. El domingo pasado veíamos que la muerte biológica no quita ni añade nada a la verdadera Vida. Con vida plena puede uno estar muerto, y en la misma muerte biológica puede haber plenitud de Vida. Jesús murió por ser fiel a la idea de Dios como Padre, como amor incondicional a los hombres. Jesús quiso dejar claro, que seguir amando como Dios ama, es más importante que conservar la vida biológica. No murió para que Dios nos amara, sino para demostrar que ya nos ama, con un amor incondicional. A Jesús le mataron porque estorbaba a todos aquellos que habían hecho de Dios y de la religión un instrumento de dominio y opresión de los más débiles. La muerte de Jesús no se puede separar de su profetismo, es decir, de su denuncia de la injusticia, sobre todo la que se ejercía en nombre de la Ley y el templo. Su opción por los pobres y excluidos fue su mensaje fundamental. Esta actitud, defendida en nombre de Dios, resultó inaguantable para los que sólo buscaban su interés y mantener sus privilegios. Al demostrar que para él el amor era más importante que la vida, Jesús nos enseña el camino hacia la Vida definitiva, que no es afectada por la muerte biológica. Ese camino nos lleva a la plenitud humana, que no está en asegurar nuestro "ego", ni aquí ni en un más allá, sino en alcanzar la plenitud del amor que nos identifica con Dios. Amando como Dios ama potenciamos nuestro verdadero ser y lo llevamos al máximo de sus posibilidades. La muerte de Jesús nos obliga a dar un paso de gigante en la verdadera comprensión de Dios y del hombre. Tenemos que descubrir la presencia de ese Dios en nuestras limitaciones, en nuestro sufrimiento, en nuestra misma muerte. Con el evangelio en la mano, no podemos seguir buscando nuestra plenitud en el triunfo y en la gloria personal. Ese es el paso que, después de veinte siglos, nos cuesta tanto dar. La mejor prueba de esta incomprensión es que nos seguimos preguntando: ¿Por qué tanto sufrimiento, tanto dolor y tanta muerte inútil en el mundo? ¿Dónde está el Dios Padre? Seguimos pensando que el dolor y la muerte son incompatibles con la presencia de Dios. Un Dios que no dé seguridades a nuestro yo, no nos interesa. Un Dios que no nos garantice la permanencia del yo individual y egoísta no satisface nuestras apetencias. La muerte de Jesús nos parte en dos. Una parte de nosotros está con los dirigentes y no quiere saber nada del sufrimiento, del dolor y de la muerte, porque nuestro primer objetivo es asegurar nuestra individualidad egoísta. "No quiero cantar ni puedo..." Otra parte de nosotros se siente atraída por ese hombre que viene a manifestar la verdadera Vida y que en ese camino hacia la plenitud, no da ninguna importancia a la vida terrena, y por tanto a la misma muerte. En el fondo de nosotros mismos, algo nos dice que Jesús tiene razón, que el único camino hacia la Vida es aceptar la muerte. Pero despegarnos de nuestro "yo" sigue siendo una meta inalcanzable para la mayoría de los mortales. Sin embargo, entender la muerte de Jesús es el primer paso para entender nuestro propio dolor y nuestra propia muerte. Si descubrimos que Jesús llegó al grado máximo de humanidad cuando fue capaz de amar por encima de la muerte, descubriremos dónde está para nosotros también la verdadera Vida. El secreto está en descubrir que no puede haber Vida si no se acepta la muerte. También la muerte física, pero sobre todo la muerte a nuestro "ego" individualista y excluyente. Jesús nos enseña que estamos aquí para deshacernos de todo lo que hay en nosotros de terreno, de caduco, de material, para que lo que hay de Divino se manifieste en Unidad-Amor. A través de discursos racionales, por muy brillantes que estos sean, nunca podremos entender el mensaje de Jesús. Solamente profundizando en lo más hondo de mí mismo, llegaré a comprender el sentido profundamente humano de mi existencia. Lo paradójico es que cuando descubra mi verdadera humanidad, entenderé lo que tengo de divino y se producirá la unidad de todo mi ser. En la recuperación de la unidad de lo que creía un dualismo maniqueo, encontraré la verdadera armonía y felicidad. Meditación-contemplación Escucha la Pasión, pero ve más allá del relato. Intenta descubrir el sentido profundo del mensaje. Deja que te empape el misterio de la VIDA, manifestado en Jesús. Su muerte es el signo inequívoco del amor absoluto. .................. El valor de esa VIDA se manifiesta en que la muerte no puede con ella. La VIDA es más fuerte que la muerte en Jesús y en todo el que la viva. La VIDA está ya en ti, pero puede que no la hayas descubierto. Aprovecha estos días para ahondar en tu propio pozo y descubrirla. .................. La VIDA de la que hablamos, es una realidad absoluta. Es Dios mismo desplegándose desde tu mismo CENTRO. No está en ti como algo añadido, material y estático, sino como ESPÍRITU, fuerza que todo lo transforma. Una elección extraña
Las dos frases más repetidas por la iglesia en este domingo son: "Cristo ha resucitado" y "Dios ha resucitado a Jesús". Resumen las afirmaciones más frecuentes del Nuevo Testamento sobre este tema. Sin embargo, como evangelio para este domingo se ha elegido uno que no tiene como protagonistas ni a Dios, ni a Cristo, ni confiesa su resurrección. Los tres protagonistas que menciona son puramente humanos: María Magdalena, Simón Pedro y el discípulo amado. Ni siquiera hay un ángel. El relato del evangelio de Juan se centra en las reacciones de estos personajes, muy distintas. María reacciona de forma precipitada: le basta ver que han quitado la losa del sepulcro para concluir que alguien se ha llevado el cadáver; la resurrección ni siquiera se le pasa por la cabeza. Simón Pedro actúa como un inspector de policía diligente: corre al sepulcro y no se limita, como María, a ver la losa corrida; entra, advierte que las vendas están en el suelo y que el sudario, en cambio, está enrollado en sitio aparte. Algo muy extraño. Pero no saca ninguna conclusión. El discípulo amado también corre, más incluso que Simón Pedro, pero luego lo espera pacientemente. Y ve lo mismo que Pedro, pero concluye que Jesús ha resucitado. El evangelio de Juan, que tanto nos hace sufrir a lo largo del año con sus enrevesados discursos, ofrece hoy un mensaje espléndido: ante la resurrección de Jesús podemos pensar que es un fraude (María), no saber qué pensar (Pedro) o dar el salto misterioso de la fe (discípulo amado). Los relatos de los próximos días de Pascua nos ayudarán a alcanzar la tercera postura. En ella se mueven las otras dos lecturas de este domingo (Hechos y Colosenses) que afirman rotundamente la resurrección de Jesús. Hay algo que une estas dos lecturas tan dispares: a) las dos mencionan los beneficios de la resurrección de Jesús para nosotros: el perdón de los pecados (Hechos) y la gloria futura (Colosenses); b) las dos afirman que la resurrección de Jesús implica un compromiso para los cristianos: predicar y dar testimonio, como los Apóstoles (Hechos), y aspirar a los bienes de arriba, donde está Cristo, no a los de la tierra (Colosenses). ¿Por qué espera el discípulo amado a Pedro? Es frecuente interpretar este hecho de la siguiente manera. El discípulo amado (sea Juan o quien fuere) fundó una comunidad cristiana bastante peculiar, que corría el peligro de considerarse superior a las demás iglesias y terminar separada de ellas. De hecho, el cuarto evangelio deja clara la enorme intuición religiosa del fundador, superior a la de Pedro: le basta ver para creer, igual que más adelante, cuando Jesús se aparezca en el lago de Galilea, inmediatamente sabe que "es el Señor". Sin embargo, su intuición especial no lo sitúa por encima de Pedro, al que espera a la entrada de la tumba en señal de respeto. La comunidad del discípulo amado, imitando a su fundador, debe sentirse unida a la iglesia total, de la que Pedro es responsable. Insiste la invitación a provocar encuentros que integren, a re-unir, re-ligar, volver a articular el tejido comunitario. Hay tanta vida desparramada, tanta búsqueda, tanta lucha esperando por sinergia. Creemos en el Dios de los lazos, de las conexiones y las síntesis creativas –eso que L. Boff llama 'espíritu'-
Necesitamos seguir atravesando membranas que dividen y generar vínculos proteicos, que hacen crecer. Y necesitamos quebrar lo gastado, para liberar la energía que volverá a enlazarse en configuraciones revitalizadas. La "química" vincular. Como después de todo, estamos hechos de los elementos básicos de la naturaleza (carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno y otros), y nuestro funcionamiento y nuestros procesos son una complejización de los suyos, nos puede ayudar mirarlos con mayor atención. Aprendiendo de lo simple, como esos componentes ínfimos podemos entrar en la dinámica de entregarlo todo en cada encuentro, sin mezquindades. Ese amor que toma y transforma, que amalgama para potenciar; y en otro momento suelta, separa para liberar toda la energía aprisionada y vuelve, con sus propiedades intactas, a reclamar otros enlaces que crearán elementos nuevos. La unión crea materia, pero la energía se libera con los quiebres... Nos suena bella la estabilidad de la sustancia, más creíble que lo efímero; y sin embargo sin esa fuerza inasible la corporeidad se desgasta y muere. Los enlaces entre elementos químicos se producen por un proceso de atracción, semejante al de los imanes. Así lo describe Wikipedia: "Los electrones negativamente cargados son atraídos a las cargas positivas de ambos núcleos (...). Esto vence a la repulsión (...) y esta atracción tan grande mantiene a los dos núcleos en una configuración de equilibrio relativamente fija, aunque aún vibrarán en la posición de equilibrio". Primera intución: es en el núcleo de cada uno de nosotros donde reside esa potencia que entusiasma, que despierta la necesidad de cercanía, que enamora y arrebata. Los aspectos más externos se dejan invitar por esa interioridad cargada de misterio. Los vínculos genuinos son 'de núcleo a núcleo', desde y hacia el espacio sagrado original que se hace compartido. Segunda cuestión: necesitamos vencer a la fuerza opuesta que rechaza el encuentro. Para lanzarnos al amor, se requiere el coraje de luchar contra esa faceta destructiva o temerosa que nos encierra en nuestra burbuja de soledad. Una más: el abrazo nos relaja, nos pone en equilibrio, en una situación de mayor estabilidad. Pero nos mantiene vibrantes. La posibilidad de descansar en otros nos regala ese entretiempo para recargar, para poder afrontar la lejanía cuando llegue. Cuando se produce distancia, si no es excesiva, la energía no se pierde, sino que dibuja un campo magnético poderoso donde la atracción puede seguir su fiesta de tensiones creadoras. En la danza de cercanías y separaciones, la energía fluye, recorre otras conexiones, propone sistemas más ricos; y vuelve a pedir encuentro. La potencia magnética se despierta, al alejarse... Nuestro planeta, nuestras convicciones, son imanes gigantescos. Podemos dejarnos convocar por la belleza, el bien, la verdad, la justicia. Decir que sí a su magnetismo que nos pone a andar, que tironea de nosotros, que exige respuestas. Aceptar la formidable atracción de las entrañas de la tierra, que nos hace uno al sostenernos en el suelo con la garra de la gravedad, en lugar de soltarnos a la deriva en el cosmos. Que nos pide presencia en el aquí y el ahora. Para que la impresionante fuerza de la vida no se desperdicie, necesitamos reconocerla y conectarla, desprenderla de lo estático y permitirle fluir una vez más. Recoger y que no se desparrame. |
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