El domingo 1º de Cuaresma se dedica siempre a las tentaciones de Jesús, y el 2º a la transfiguración. El motivo es fácil de entender: la Cuaresma es etapa de preparación a la Pascua; no sólo a la Semana Santa, entendida como recuerdo de la muerte de Jesús, sino también a su resurrección.
El contexto: la promesa Jesús ha anunciado que debe padecer mucho, ser rechazado, morir y resucitar. Y ha avisado que quienes quieran seguirle deberán negarse a sí mismos y cargar con la cruz. Pero tendrán su recompensa cuando él vuelva triunfante. Y añade: «Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán antes de ver el reinado de Dios». ¿Se cumplirá esa extraña promesa? El cumplimiento: la transfiguración Seis después tiene lugar este extraño episodio. El relato de Lucas, el que leemos este domingo, podemos dividirlo en dos partes: la subida a la montaña y la visión. Desde un punto de vista literario es una teofanía, una manifestación de Dios, y los evangelistas utilizan los mismos elementos que empleaban los autores del Antiguo Testamento para describirlas. Por eso, antes de analizar cada una de las partes, conviene recordar algunos datos de la famosa teofanía del Sinaí, cuando Dios se revela a Moisés. La teofanía del Sinaí Dios no se manifiesta en un espacio cualquiera, sino en un sitio especial, la montaña, a la que no tiene acceso todo el pueblo, sino sólo Moisés, al que a veces acompaña su hermano Aarón (Ex 19,24), o Aarón, Nadab y Abihú junto con los setenta dirigentes de Israel (Ex 24,1). La presencia de Dios se expresa mediante la imagen de una nube espesa, desde la que habla (Ex 19,9). Es también frecuente que se mencione en este contexto el fuego, el humo y el temblor de la montaña, como símbolo de la gloria y el poder de Dios que se acerca a la tierra. Estos elementos demuestran que los evangelistas no pretenden ofrecer un informe objetivo, “histórico”, de lo ocurrido, sino crear un clima semejante al de las teofanías del Antiguo Testamento. La subida a la montaña Jesús sólo elige a tres discípulos, Pedro, Santiago y Juan. Este dato no debemos interpretarlo solo como un privilegio; la idea principal es que va a ocurrir algo tan importante que no puede ser presenciado por todos. Lucas introduce aquí un cambio pequeño pero importante. Marcos y Mateo dicen que subieron “a una montaña alta y apartada”; Lucas, que “subieron a la montaña para rezar”. La altura y aislamiento del monte no le interesa, lo importante es que Jesús reza en todas las ocasiones trascendentales de su vida. La visión En ella hay cuatro elementos que la hacen avanzar hasta su plenitud. El primero es la transformación del rostro y las vestiduras de Jesús. El segundo, la aparición de Moisés y Elías. El tercero, la aparición de una nube luminosa que cubre a los presentes. El cuarto, la voz que se escucha desde el cielo. 1. La transformación de Jesús la expresaba Marcos con estas palabras: «En su presencia se transfiguró y sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no es capaz de blanquearlos ningún batanero del mundo» (Mc 9,3). La fuerza recae en la blancura del vestido de Jesús. Lucas, en cambio, destaca que el cambio se produce mientras Jesús oraba, y se centra en el cambio de su rostro, no en el de sus vestidos: “Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos.” Lucas nos invita a contemplar un escena a cámara lenta, centrada en el primer plano del rostro de Jesús. Es un anticipo de las apariciones de Cristo resucitado, cuando su rostro es difícil de identificar para María Magdalena, los dos de Emaús y los discípulos en el lago . 2. La aparición de Moisés y Elías. Moisés es el gran mediador entre Dios y su pueblo, el profeta con el que Dios hablaba cara a cara. Sin Moisés, humanamente hablando, no habría existido el pueblo de Israel ni su religión. Elías es el profeta que salva a esa religión en su mayor momento de crisis, hacia el siglo IX a.C., cuando está a punto de sucumbir por el influjo de la religión cananea. Sin Elías habría caído por tierra toda la obra de Moisés. Por eso los judíos concedían especial importancia a estos dos personajes. El hecho de que se aparezcan ahora a los discípulos (no a Jesús) es una manera de garantizarles la importancia del personaje al que están siguiendo. No es un hereje ni un loco, no está destruyendo la labor religiosa de siglos, se encuentra en la línea de los antiguos profetas, llevando su obra a plenitud. En este contexto, las palabras de Pedro proponiendo hacer tres chozas suenan a simple despropósito. Pero son simple consecuencia de lo que dice antes: «qué bien se está aquí». Es preferible quedarse en lo alto del monte que cargar con la cruz y seguir a Jesús hasta la muerte. 3. Como en el Sinaí, el monte queda cubierto por una nube. 4. Las palabras de Dios reproducen exactamente las que se escucharon en el momento del bautismo, cuando Dios presentaba a Jesús como su siervo. Pero aquí se añade un imperativo: "¡Escuchadle!" La orden se relaciona directamente con las anteriores palabras de Jesús, sobre su propio destino y sobre el seguimiento y la cruz de sus discípulos. Resumen Este episodio no está contado en beneficio de Jesús, sino como experiencia positiva para los apóstoles. Después de haber escuchado a Jesús hablar de su pasión y muerte, de las duras condiciones que impone a sus seguidores, tienen tres experiencias complementarias: 1) ven a Jesús transfigurado de forma gloriosa; 2) se les aparecen Moisés y Elías; 3) escuchan la voz del cielo. Esto supone una enseñanza creciente: 1) al ver transformados su rostro y sus vestidos tienen la experiencia de que su destino final no es el fracaso, sino la gloria; 2) la aparición de Moisés y Elías confirma que Jesús es el culmen de la historia religiosa de Israel y de la revelación de Dios; 3) la voz del cielo les enseña que seguir a Jesús no es una locura, sino lo más conforme al plan de Dios. La anticipación de nuestro triunfo (Filipenses 3,17-4,1) La segunda lectura promete que nuestro cuerpo humilde se transformará a semejanza del cuerpo glorioso de Jesús. La transfiguración no solo anticipa la gloria de Jesús sino también la nuestra. La teofanía a Abrahán (Gn 15, 5-12. 17-18) Es un episodio tan extraño, y exigiría una explicación tan larga, que más vale no tratarlo en la homilía. El sacerdote que suprima su lectura hará un favor al pueblo de Dios y tendrá su recompensa en el cielo. Pidamos que llegue el día en que se lleve a cabo una nueva selección de las lecturas bíblica en la liturgia católica.
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El tema de la homosexualidad en Chile es nuevo. Tiene una década; a lo más, dos. Pero el fenómeno es antiguo, tal vez tanto, tal vez no, como su censura. La censura religiosa ha sido cruel a su propósito. Por esto la mera frase del Papa Francisco “quién soy yo para juzgar a los gay”, ha sido liberadora.
Por cierto, el levantamiento del tema en Chile ha sido incómodo para las generaciones mayores. También en otras partes del mundo hay inquietud. En algunas iglesias protestantes se ha aceptado que ministros del culto tengan una pareja homosexual. Pero en otras ha habido reacciones furiosas al respecto, y en contra de la posibilidad de legalización de uniones y matrimonios homosexuales. En el campo católico se experimentan las mismas tensiones. Las iglesias de los países desarrollados esperaban que en el Sínodo sobre la Familia se diera algún tipo de reconocimiento a las parejas homosexuales. Pero las iglesias de África, según se dice, no quisieron oír hablar del tema. El texto final parece recoger esta posición. El Catecismo de la Iglesia Católica, por su parte, frena en seco esta posibilidad. No considera que la homosexualidad sea una perversión, pero la trata como una inclinación “objetivamente desordenada” (Catecismo, 2357). Las personas homosexuales deben vivir su condición con resignación religiosa. Con todo, los católicos aperturistas creen ver en el documento del Sínodo algo como una fisura en el muro. El Sínodo pide respeto por la dignidad de las personas homosexuales. Pero, además, demanda “una atención específica al acompañamiento de las familias en las que viven personas con tendencia homosexual” (76). ¿Quiénes? ¿Hijos e hijas homosexuales? Pensamos que sí, obvio. No es obvio, en cambio, pero tampoco el texto lo excluye, que la indicación se aplique a posibles padres homosexuales. ¿Ha sido esta una redacción descuidada o deliberadamente ambigua? Los moralistas de avanzada, además, hacen notar que el Sínodo no ha hecho una condena explícita de los “actos homosexuales”, como lo hace enérgicamente el Catecismo. En fin, el Papa tendrá que decir una palabra sobre este tema, el más importante para la Iglesia de EE.UU. y para muchos europeos. En el curso de 2016 debiera salir a la luz una exhortación apostólica con la cual Francisco dará una palabra orientadora final sobre estas materias de moral familiar, matrimonial y sexual. Tenemos ante los ojos una situación poco frecuente. He aquí una cuestión que estaba cerrada a la discusión, que luego el Papa la ha abierto, pero que el mismo Francisco tendrá que cerrar dentro de poco. La Iglesia tiene por delante la obligación de pensar, iluminada por su fe, una realidad humana que, habiendo sido cruelmente soterrada por generaciones, ha emergido en nuestra época con una lucha por abrirse un espacio al interior de una cultura que le ha sido contraria; como un reclamo de amor y de justicia que merece ser conocido a fondo, y permitírsele abrirnos el corazón, modificar nuestras actitudes y perfeccionar los criterios para hacer de este reclamo un reclamo propio. Me permito aquí una reflexión teológica, pues hemos de desmontar un maltrato antiguo e injusto que tiene un aspecto religioso. La teología, a propósito del tema de la homosexualidad, tiene que ofrecer argumentaciones que actualicen del modo más humanizador posible la revelación de Dios ocurrida en Cristo, el paradigma de humanidad de los cristianos (Gaudium et spes, 22). ¿Qué dice la teología de las personas homosexuales mismas, independientemente de sus actos? ¿Qué son? ¿Las pensó Dios así? Se hace necesario, pues, relacionar las argumentaciones magisteriales sobre la revelación, que se han desarrollado durante dos mil años, con las argumentaciones científicas contemporáneas, pues en los dos tipos de argumentación hay razones y hay convicciones que, en tanto correctas, la Iglesia debe considerar que vienen de Dios mismo. La Iglesia, por creer en el Creador de la humanidad, está obligada a hacer suyas la ciencia y las convicciones éticas de la cultura en la que ella cumple su misión, cuando se puede comprobar que estos logros hacen más feliz la vida humana. Si Dios no quiere otra cosa que el triunfo de la humanidad sobre sí misma, sería absurdo que la Iglesia se opusiera a su voluntad. Un amigo homosexual me dice: “¿Cómo Dios ha podido darles a las personas homosexuales la condición, pero negarles su ejercicio?”. La pregunta es difícil porque la misma Iglesia sabe y enseña que lo único que realmente arruina a las personas es el egoísmo y la indiferencia ante el sufrimiento del prójimo. El caso es que las ciencias arrojan resultados importantes. Hoy se nos dice que la homosexualidad no es una perversión. Nadie elige ser homosexual. Se llega a serlo por razones biológicas (carga genética) y/o por razones biográficas (la historia personal). La homosexualidad es una realidad premoral. Se es libre en cuanto al modo de vivir la homosexualidad, pero no en cuanto a serlo o no. Otro resultado científico importante es que, según lo sostiene la Organización Mundial de la Salud (1990), no se trataría tampoco de una patología, sino de una variante de la sexualidad humana. Por de pronto, los esfuerzos médicos por sanarla han sido funestos. Dicho en términos duros: si los homosexuales son inocentes de su condición, esta es un “pecado” de Dios. Dicho en términos blandos: Dios es el responsable de la sexualidad humana en todas sus versiones y, si nos cuesta entender cómo, debemos esforzarnos otra vez por entrar en el misterio del amor de Dios. La homosexualidad es obra de Dios. No es creación humana. Las personas homosexuales son criaturas de Dios, de su amor y, por tanto, lo único que pudiera frustrar su existencia es que no amen a su prójimo como Dios las ama a ellas. La persona homosexual es un “don” de Dios para ella misma, pero también un “don” para los demás, ya que es inherente al don donarse y no restarse egoístamente a los otros. Desembocamos así en dos preguntas: ¿qué debe hacer una persona homosexual para amarse a sí misma como Dios la ama? Este es todo un programa de vida. Lo es también, y con igual importancia, para las personas heterosexuales. Segunda pregunta: ¿cómo una persona homosexual puede ser un don para los demás? Este es el punto teológicamente más difícil. Un amigo homosexual me dice: “¿Cómo Dios ha podido darles a las personas homosexuales la condición, pero negarles su ejercicio?”. La pregunta es difícil porque la misma Iglesia sabe y enseña que lo único que realmente arruina a las personas es el egoísmo y la indiferencia ante el sufrimiento del prójimo. No es improbable queacabemos repitiendo elecciones, salvo por el miedo que todos los políticos tienen a lo que lespodría pasar. Quizá se evitarían si políticos y ciudadanos comprendemos que la única opción que nos queda tras el 20D, es elegir entre lo malo y lo peor. Ojalá más adelante podamos un día optar ya entre lo malo y lo regular…
1.- Lo peor lo encarna, para mí, la figura de Don Mariano. Persona decente, por supuesto. Gallego astuto, sin duda. Pero político infame. Un señor que vive rodeado de mierda por todas partes, hasta en su mismo despacho, pero ni la huele ni se entera; y cuando le hablan de ella se limita a responder que se trata de casos aislados (como aquellos “hilillos de plastilina” fáciles de recoger). Un señor que habla ahora de diálogo pero antes ha dejado claro que eso no significa ni modificar la ley de reforma laboral, ni la ley mordaza, ni la ley de educación, ni cambiar la Constitución, ni ninguna de las alcaldadas de este pasado cuatrienio… Entonces ¿qué significa para él eso del diálogo? Ya lo dijo: simplemente intercambiar votos como quien cambia cromos: yo te doy algunos de las autonómicas o de los ayuntamientos y tú me das otros del Congreso. Un señor carente del más elemental sentido social y que vuelve del revés la definición bíblica del buen gobernante: “librará al pobre que suplica, al afligido que no tiene protección, se apiadará del humilde e indigente y salvará la vida de sus pobres”. Pero él gobierna para aplastar a pobres, humildes e indigentes y para salvar la fortuna de sus millonarios. Un señor que se ampara en cifras macroeconómicas (las cuales nunca reflejan como le va a un pueblo, sino sólo como les va a las clases más altas de ese pueblo), mientras ignora olímpicamente los informes de Caritas o de Intermón-Oxfam. Y que no ha parado de decir que lo razonable es que gobierne “la lista más votada” pero, cuando le hacen a él esa misma oferta, la rechaza. Señal de que sabía muy bien (aunque se lo callara) que la lista más votada puede ser también la más rechazada. 2.- Nuestra única alternativa a lo peor es lo malo. Lo malo apareció ya, desgraciadamente, en unas declaraciones de Pablo Iglesias. No comparto muchas de las críticas hechas a Podemos, porque son deliberadamente sesgadas y proceden del miedo o la envidia. Pero con igual honestidad hay que reconocer que aquellas declaraciones presuntuosas, postulándose como vicepresidente y reclamando determinadas carteras ministeriales para pactar, fueron para echarse a llorar y, en mi opinión, no tendrán más arreglo que la dimisión de su autor, o una clara rectificación y petición de perdón. ¿No decían que el objetivo primario era que desapareciese Rajoy y el segundo que no gobierne el PP? Pues ahora resulta que, por delante de eso, están los chantajes en medro propio. No comparto ninguna de las propuestas económicas de Ciudadanos, y creo que el problema catalán ha de acabar resolviéndose con algún tipo de referendum. Pero pretender ahora que pactar con C’s equivale a pactar con el PP es cometer la misma bajeza de la derecha cuando equipara a Podemos con “Venezuela”. Ciudadanos puede significar algo que este país necesitaba mucho: la distinción entre una extrema derecha criptofranquista y una derecha civilizada con la que, en situaciones de emergencia como la actual, quizás haya que intentar pactar. Porque España hoy no necesita hoy mesías, sino colaboradores. Y quien vaya de mesías se equivoca. “¿Quién lo había de decir?” cantaba la zarzuela. Quién habría de decir que aquel señor que apareció gritando contra “la casta” y anunciando una “nueva política”, se iba a empapar tan pronto del espíritu de la casta y de la altanería de la vieja política. 3.- Mala es también la camada de viejos barones del PSOE haciendo imposible la vida a su secretario general, como si no tuviera las cosas bastante negras. Y luego añaden que quieren un gobierno “reformista y progresista” que nadie sabe de dónde esperan sacarlo: porque, a lo más que podemos aspirar tras las pasadas elecciones, es a un gobierno que nos saque de la UCI. Y cuando hay que llevar a alguien a primeros auxilios no tiene sentido comenzar a discutir si luego lo trataremos con quimio, con radio o con medicinas alternativas… Encima los barones del PSOE esgrimen esa demagogia fácil de “ni hablar con quienes quieren romper a España”, como si eso no fuera otro populismo en labios de quienes luego tachan a los demás de populistas; o una línea roja en labios de quienes acusan a los demás de poner líneas rojas que impiden el diálogo. Puedo entender perfectamente que Susana Díaz diga que eso de la unidad de España “lo lleva en el ADN”; como el sr. Junqueras lleva en su ADN lo contrario. Pero la convivencia no se construye con ADNs sino con ética comunitaria y razón limpia. Y uno de los primeros principios de la democracia es que mi ADN no constituye la ley universal de las cosas. Total: que si antaño se dijo aquello de “antes roja que rota”, ahora nos vienen a decir: antes sucia que rota. Es lo que pasa cuando eso que llamamos amor a la patria se toma no como una llamada a servir a los que tienes más cerca, sino como un peana a la que subirte para engrandecerte disimuladamente. 4.- Finalmente, también habría que examinar cuánto hay de malo en nosotros, en la ciudadanía. La situación actual sin salida, la hemos creado nosotros. Deberíamos saber que, por corruptos que sean, tanto el “Partido Podrido” como “Corrupción Democrática de Cataluña”, no perderán todos los votos que deberían perder. Porque a buena parte de la ciudadanía la corrupción le produce más envidia que rechazo, como ya señaló el cinismo lúcido de Berlusconi: “me votan porque me tienen envidia”. Si, como dicen muchos, lo que hemos ido viendo de corrupción es sólo punta de un iceberg, y hay un porcentaje de ciudadanos que prefieren partidos corruptos para ver si así entran en esa rueda del enriquecimiento rápido y clamoroso, habrá que contar entonces con que esos grupos pueden permitir a los corruptos aparentes “victorias”, por pírricas que sean. Ésa es una dificultad añadida que tiene la sociedad del dios dinero. No obstante, habrá que procurar que, incluso en estos días tan desprovistos de toda fe, los grandes valores sigan siendo ideales a los que servir, y no bellas palabras con las que revestirse para parecer más guapo. 5.- Si buscamos llegar a una situación suficientemente equilibrada y estable, hay un detalle que nadie menciona y es profundamente injusto. El PP, con más de 7 millones y del 28% de votos, consigue 123 escaños. IU con cerca del millón y más del 3% de votos, consigue sólo 2 escaños: sesenta veces menos en lugar de ocho veces menos. CDC, con siglas cambiadas, más de medio millón de votos y del 2% del porcentaje, consigue 8 escaños: cuatro veces más que IU a quien cada escaño le cuesta casi medio millón de votos, mientras el PP necesita sólo unos 60.000. Sí, ya sé: es el sistema D’Hont para favorecer a los que tienen más y facilitar la estabilidad. Facilitar la estabilidad de los poderosos: porque los débiles, cuando están inestables, no tienen más recurso que emigrar con riesgo de morir en el camino o ser devueltos a casa;. Mientras que los poderosos, si se sienten inestables tienen poder para sacudir toda una ciudad, todo un país y hasta todo el planeta. Luego nos llenaremos la boca diciendo que la democracia es “un hombre un voto”. Esto también es malo, aun prescindiendo de que quizás IU es el partido que ha dado mejores y más honestos políticos, desde Anguita a Llamazares. Ahora baste con evocar que todavía nos parecemos a aquellos inicios oscuros de las democracias, cuando sólo los propietarios tenían derecho a voto. Y en el pecado llevamos la penitencia. Que el PP quiera mantener esta situación injusta lo comprendo; pero que el PSOE se haya negado siempre a modificar nuestra ley electoral, me parece muy poco socialista y muy egoísta. Creo haber escrito lo anterior ya con un pie en el más allá, y con la sospecha de que muchos embrollos del futuro ya no me afectarán a mí personalmente. Pido perdón si con alguien he sido injusto o más duro de lo debido. Pero me parece cada vez más evidente que vivimos una hora histórica que puede ser decisiva, porque nuestro mundo se encamina hacia un dilema tan serio como inevitable: o una civilización de la sobriedad compartida, o una civilización de la sobreabundancia privatizada (y armada). Un hermano mío jesuita me dice sonriendo que quiere que pongan en su tumba el siguiente epitafio: “ya os arreglaréis” (“Ja us ho fareu” que, en catalán, suena más fuerte). Me río, pero sucede que, desde las puertas de La Luz Definitiva, también le duele a uno ver que esta tierra querida se queda tan convulsa. “Hay significatividad donde hay eficacia. Quiero decir, una cosa puede ser muy verdadera, pero si no sirve para nada, no interesa. Sencillamente porque es algo que no tiene un significado concreto y práctico”.
(El proyecto de Jesús. J.Mª Castillo-J.A.Estrada) Todos asistimos expectantes a la posible configuración del nuevo gobierno de nuestro país. Las quinielas están abiertas y aunque no hay nada claro, cada día la prensa nos ofrece un nuevo titular que prefigura la orientación de ese posible gobierno, en función de las posibilidades que unos y otros tengan para gobernar. Muchos apuestan por la gran coalición PP – PSOE, que es para muchos signo de estabilidad, y es lo que desean los llamados mercados y la “Troika”. Indudablemente otra posibilidad es la de un gobierno progresista o socialdemócrata, lo que conllevaría el acuerdo entre PSOE, PODEMOS, y algunos otros partidos de representación minoritaria. A esta hora de la tarde en que escribo, esta última opción es la que tiene más relevancia. ¿Por qué cuento todo esto? Hace un rato estaba yo rezando el oficio de lectura y como lectura posterior de reflexión, he estado leyendo el libro al que pertenece el texto de la cabecera. Y el pensamiento me ha derivado a la inquietud que hay dentro de algunos grupos o sectores cristianos, ante la posibilidad de un gobierno en el que estén partidos como PODEMOS. “probablemente lo que más perjudique a nuestra iglesia no sea lo que pueda venir de afuera, sino lo que se puede cocer en su interior” Yo no he votado a este partido, y engañaría si no admito que participo de esa inquietud y de la expectación ilusionante que me causa esta posibilidad de gobierno a partes iguales. Y sea cual fuere el resultado de las distintas negociaciones abiertas, mi pregunta en esta tarde, la pregunta que me hago a mí mismo, es: ¿tiene el cristiano motivos para tener miedo ante la posibilidad de un gobierno progresista en el que participe PSOE-PODEMOS? Parto de la base –lo digo con amplia experiencia- de que muchísimas personas cristianas religiosas y seculares, admiten que a la iglesia católica le ha ido siempre bien con gobiernos del PSOE, en términos generales. Pero PODEMOS significa para muchos el comienzo de algo desconocido y algo de lo que tenemos información, pero nada basado en la práctica pues están recién llegados, como quien dice. Es incontestable el apoyo ciudadano que tienen a lo largo y ancho de todo el territorio nacional, y eso es ya de por sí, algo a tener en cuenta y desde luego reconocer y respetar. Centrándome en la pregunta que hago, sinceramente creo que en función de lo que una persona priorice en su vida cristiana, pues considero que puede tener motivos para tener miedo o no tenerlo. Parto de la base de que el miedo, siendo un sentimiento no deseable para nadie; no es absolutamente negativo para el cristiano. Porque el miedo nos coloca en una disyuntiva, que esa sí, es preciso dirimir reaccionando debidamente (Lucas 12,49). Ante el miedo una persona puede estar a la defensiva o a la ofensiva. Si se muestra defensivo se dedica a defenderse exclusivamente acusando los golpes o imprecaciones recibidos, lo cual puede llevar al sujeto a una situación de colapso estático. Pero si afrontamos el miedo desde la ofensiva, lo que estaremos haciendo es avanzar hacia el contrincante, buscando el choque con él y planteando alternativas. Partiendo de la base de que todos los partidos plantean la ampliación de derechos y libertades y no su reducción, por ese lado se puede estar tranquilo. Ahora bien, lo que es la estructura eclesiástica y jerárquica, considero que si tiene motivos para estar preocupada ante cambios que le pueden sobrevenir de manera precipitada, pues le cogerán con los deberes sin hacer; ya que son muchos los privilegios ante los cuales nuestra Iglesia no se ha sabido sustraer. Ante todos estos planteamientos que es muy probable afecten al orden jerárquico, los cristianos debemos tener una sola tranquilidad, y es que el Reino de Dios no se sustenta en ninguna casa, o estructura jerárquica de más o menos volumen o documentación concreta magisterial, exceptuando el Evangelio de Jesucristo y las Escrituras. Dios desde Jesucristo nos enseña lo primordial del proyecto del Reino de Dios, que se fundamenta en la persona, en el sujeto individual con su propia dignidad que Dios le confiere al ser creado. Y todo el que relativice esto por su posición concreta o su estatus, ante pone su beneficio al de los demás e interfiere seriamente en el desarrollo que el Reino de Dios debe tener en la vida de un creyente de Jesús de Nazaret. Por muchos cambios que pueda haber, ¿quién nos puede apartar del amor de Dios? (Romanos 8,35-39). Somos muchos en la Iglesia los que antes de preocuparnos por lo venidero, estamos preocupados por el desarrollo que nuestra iglesia hace de la “pastoral de la obligatoriedad”, que por decirlo de manera coloquial, viene a establecer la orden episcopal de que “sí o sí” tienes que confirmarte, por ejemplo. Esto es pastoral de reduccionismo, pues es algo que será flor de un día ante la perspectiva pastoral que la iglesia en España tiene, al no dar respuesta alguna a los nuevos desafíos que se le planean. Quiero decir con esto que probablemente lo que más perjudique a nuestra iglesia no sea lo que pueda venir de afuera, sino lo que se puede cocer en su interior. Porque en el mundo, donde habitan los desheredados de la tierra y de nuestra ciudades y pueblos, donde casi no se conocen estatus jerárquicos ni los índices diarios de la bolsa; hay hambre, y necesidades, y personas que acoger, y eucaristía que compartir, y dignidades que restituir (Sal 8,6) y abrazos que dar. Y todo eso, no podemos olvidar que lo podemos hacer en el nombre del Señor. Y que al hacerlo estaremos construyendo el Reino de Dios y haciendo cristianismo desde una ofensiva fraternal. No quiero el oprobio de nadie, ni siquiera de aquellas personas con las que dentro de la Iglesia estoy en desacuerdo; pero celebraría la autenticidad por encima del cristianismo inmóvil, de la careta y de la mera representación. Así que cuando nos asalte el miedo más o menos justificado o injustificado, basta con darnos un breve paseo por la primera carta de Juan (4,7s) y descubriremos que nuestra grandeza no es otra que la de ser amados por Dios, y hacer que otros se sientan amados por Él. Como desde hace ya más de un siglo, el octavario de oración por la unión de las iglesias (entre las fiestas litúrgicas petrina y paulina del 18 y 25 de enero). Pero hoy la vivimos con el talante ecuménico postconciliar de "peregrinar juntos hacia la unidad" (Evangelii gaudium, n. 244), en vez del exclusivismo contrarreformista de la época de Pío X.
Hoy ya no presume la iglesia católica de ser el tronco del árbol en el que únicamente "subsista la iglesia de Jesucristo", del que se habrían desgajado, según la teología contrarreformista, las "ramas separadas". Para aquella mentalidad preconciliar, rezar por la unidad significaba pedir que las ramas separadas se reunieran de nuevo y reinsertaran en el tronco. Cuando el 25 de enero de 1959 anunció el Papa Juan XXIII la convocatoria del Concilio Vaticano II dijo que, con esa ocasión, rogaba por "una amistosa y renovada invitación a nuestros hermanos separados de las Iglesias cristianas a participar con nosotros del banquete de gracia y hermandad, al que aspiran tantas almas en tantos rincones del mundo" (G. Zizola, L'Utopia di Papa Giovanni, p. 322). Estas palabras del Papa le parecieron sospechosas a los funcionarios de la Curia que las "re-escribieron" en los términos siguientes en el comunicado de prensa oficial dado por el Secretario de Estado, Cardenal Tardini: "invitación a las comunidades separadas para buscar la unidad". Habían suprimido la calificación de "iglesias" y "hermanos". También había desaparecido la expresión que invitaba a "participar del banquete de gracia y hermandad", por miedo a que se viese en ella una invitación a la mesa eucarística (P. Hdebblethwaite, Juan XXIII. El Papa del Concilio, PPC, 2000, p.386-88). Durante los años siguientes de preparación del Concilio y durante la primera sesión de este, prosiguió la tensión entre la propuesta ecuménica y la oposición contrarreformista. Deo gratias, al fin triunfó el ecumenismo en el Decreto Unitatis redintegratio, de 21 de noviembre de 1964. Ahora la imagen ya no es la de una reunión de "ellos, las ramas" con "nosotros, el tronco". Ahora todos somos ramas separadas del tronco: Cristo. No se trata de que "ellos-ellas" vuelvan a "nuestro redil", sino de que todos "nosotros/nosotras, ellos/ellas, todos ramas" nos renovemos y reformemos continuamente: "todos examinan su fidelidad a la voluntad de Cristo y emprenden la renovación y reforma" (Concilio Vat. II, Unitatis redintegratio, n. 4). Sin embargo, es conocida la marcha atrás que se fue dando en los últimos años de Juan Pablo II. Después de la publicación por el card. Ratzinger de Dominus Jesus (Congregación para la Doctrina de la Fe, 6-VIII-2000), los escritos teológicos que se referían a las confesionalidades protestantes como "iglesias hermanas" eran amonestados por las correspondientes instancias inquisitoriales. Por eso resultan tan positivas y esperanzadoras las palabras del Papa Francisco cuando repite que el anuncio de paz de Jesucristo "no es el de una paz negociada, sino la convicción de que la unidad del Espíritu armoniza todas las diversidades(EG 230). Francisco ve la marcha hacia la unidad deseada por Jesús: "que todos sean uno" (Jn 17, 21) como el camino hacia una meta: "siempre somos peregrinos y peregrinamos juntos" (EG 244). Ocurre con la "unidad de las iglesias" un equívoco semejante al que se produce con la mal llamada (canónicamente) "indisolubilidad del matrimonio". Ni la una ni la otra son una propiedad o característica ya dada desde el principio, ni un punto de partida, sino una meta a la que se está llamado, se promete caminar y se camina, pero... La unión de las familias, comno la unión de los esposos y la unión de la familia humana, de la que aspiran a ser signo las iglesias son, como la paz, algo que hay que construir; son un don y una tarea, como suele repetir Francisco y ha repetido el Sínodo de los obispos. No somos nosotros el tronco, con el monopolio de la verdad. Somos todos ramas separadas que peregrinan hacia el tronco de Cristo, sin tener ninguna el monopolio de la meta. Pero, al mismo tiempo, tenemos también el optimismo esperanzador de saber que, aunque nos desviemos o separemos del tronco de Cristo por el camino, Él no se separa, sino que sigue estando con, en y junto a cada rama y "subsiste", es decir, está presente, animando y vivificando con su Espíritu, a cada una. También en la rama que a veces ha presumido de ser tronco, también en ella "susbsiste" la Iglesia de Cristo (C.Vaticano II, Lumen gentium n. 8). Como dirían nuestros hermanos budistas: "hasta los buenos se salvan". O como diría Jesús: "Hasta los que se creen justos se salvan, porque no he venido por los justos, sino por los pecadores... pero, como pecadores son todos..., pues resulta que por todos he venido para salvarlos a todos" (cf Lc 5, 32 y Mt 9, 13). Debemos superar el enfoque maniqueo de la cuaresma que hemos vivido durante demasiado tiempo. Sin embargo, el sentido profundo de la cuaresma debemos mantenerlo e incluso potenciarlo. En efecto, en ninguna época de la historia el ser humano se había dejado llevar tan masivamente por el hedonismo. A escala mundial el hombre se ha convertido en productor-consumidor. El grito de guerra de las revueltas estudiantiles del 68 en Francia, era: “No queremos vivir peor que nuestros padres”. No querían ganar menos y consumir menos; para nada, hacían alusión a la posibilidad de ser más humanos.
La crisis económica nos puede ayudar a superar el dilema. ¿Queremos consumir más o nos interesa ser cada día más humanos? En teoría no hay problema para responder, pero en la práctica, todos nos dejamos llevar por el hedonismo, aún a costa de menor humanidad. Aquí está la razón de la cuaresma. Todos tenemos la obligación de pararnos a pensar hacia dónde nos dirigimos. Alcanzar plenitud de humanidad exige el esfuerzo de no instalarnos en la comodidad. Para crecer en humanidad debemos ir más allá de la satisfacción de los instintos. Este es el planteamiento de una cuaresma para la reflexión. No debemos escandalizarnos cuando los exegetas nos dicen que los relatos de las tentaciones no son historia sino teología. Mc, que fue el primero que se escribió, reduce el relato a menos de tres líneas. No son crónicas de sucesos, pero son descarnadamente reales. Empleando símbolos conocidos por todos, nos quieren hacer ver una verdad teológica fundamental: La vida humana se presenta siempre como una lucha a muerte entre los dos aspectos de nuestro ser; por una parte lo instintivo o biológico y por otra lo espiritual o trascendente. Esa lucha no hay que plantearla en el orden del obrar sino en el del conocer. El mito del mal personificado (diablo), ha atravesado todas las culturas y religiones hasta nuestros días y por lo que se puede adivinar, tiene cuerda para rato. La realidad es que no necesitamos ningún enemigo que nos tiente desde fuera. El diablo nace como necesidad de explicar el mal, que no puede venir de Dios. Sin embargo, lo que llamamos mal no tiene ningún misterio; es inherente a nuestra condición de criaturas. La voluntad solo es atraída por el bien, pero como nuestro conocimiento es limitado, la razón puede presentar a la voluntad un objeto como bueno, siendo en realidad malo. Todos buscamos el bien, pero nos encontramos con lo malo entre las manos, no porque lo busquemos sino por ignorancia. El mal es consecuencia de una inteligencia limitada. Sin conocimiento, la capacidad de elección sería imposible y no podía haber mal moral. Si el conocimiento fuera perfecto, también sería imposible porque sabríamos lo que es malo, y el mal no puede ser apetecible. Si la voluntad va tras el mal, es siempre consecuencia de una ignorancia.Es decir, creemos que es bueno para nosotros lo que en realidad es malo. La libertad de elección solo se puede dar entre dos bienes. Plantear una lucha entre el bien y el mal, es puro maniqueísmo. La lucha se da entre el bien aparente (mal), y el bien real. Esto es muy importante. El domingo pasado decíamos que el ser humano es un proyecto que está toda su vida desarrollándose. La tentación consiste en instalarse en uno de los escalones que tenemos que ascender o, peor aún, utilizar los escalones superiores para ponerlos al servicio de los inferiores. Para que el desarrollo humano concluya con éxito, cada etapa tiene que integrar la anterior y unificarse en una única personalidad, solo que más cerca del objetivo final. Que las tentaciones sean tres, no es casual. Se trata de un resumen perfecto de todas las relaciones que puede desarrollar un ser humano. La tentación consiste en entrar en una relación equivocada con nosotros mismos, con los demás y con Dios. Una auténtica relación humana con los demás, que es lo que debe manifestarse en nuestra vida real, depende, querámoslo o no, de una adecuada relación con nosotros mismos y con Dios. 1ª tentación: poner la parte superior de nuestro ser al servicio de la inferior. Si eres Hijo de Dios... No se debe entender desde los conceptos dogmáticos acuñados en el s. IV. No hace referencia a la segunda persona de la Trinidad. Significa hijo en el sentido semita. Si tú has hecho en todo momento la voluntad de Dios, también Él hará lo que tú quieres. Fíjate bien que la tentación de hacer la voluntad de Dios para que después Él haga lo que yo quiero, no tiene que venir ningún diablo a sugerírnosla; es lo que estamos haciendo todos, todos los días. Jesús no es fiel a Dios porque es Hijo, sino que es Hijo porque es fiel... Di que esta piedra se convierta en pan. La tentación permanente es dejarse llevar por los instintos, sentidos, apetitos. Es decir, hacer en todo momento lo que te pide el cuerpo. Es negarse a seguir evolucionando y superarse a sí mismo, porque eso exige esfuerzo. Los instintos nos ayudan a garantizar nuestro ser animal. Si ese fuera nuestro objetivo, no habría nada de malo en seguirlos, como hacen los animales. En ellos los instintos nunca son malos. Pero si nuestro objetivo es ser más humanos, solo a través del esfuerzo lo podremos conseguir, porque debemos ir más allá de lo puramente biológico. El fallo está en utilizar la inteligencia para potenciar nuestro ser animal. No solo de pan vive el hombre. El pan es necesario, pero, ni es lo único necesario ni es lo más importante. Para el animal sí es suficiente. Nuestro hedonismo cotidiano demuestra que aún no hemos aceptado estas palabras de Jesús. El dar al cuerpo lo que me pide es para muchos lo primero y esencial, descuidando la preocupación por todo aquello que podía elevar nuestra humanidad. El antídoto de esta tentación es el ayuno. Privarnos voluntariamente de aquello que es bueno para el cuerpo, es la mejor manera de entrenarnos para no ceder, en un momento dado, a lo que es malo. 2ª tentación: Si me adoras, todo será tuyo. El poder, en cualquiera de sus formas, es la idolatría suprema. El poder lleva siempre consigo la opresión, que es el único pecado que existe. Adorar a Dios no significa dar incienso a un dios exterior. Se trata de descubrir lo que de Dios hay en nosotros y vivirlo. Nuestro auténtico ser no está en el ego aparente sino más a lo hondo. Si descubro mi ser profundo, no me importará desprenderme de mi falso yo y, en vez de buscar el dominio de los demás, buscaré el servicio a todos. El antídoto es la limosna. Para no caer en la tentación de aprovecharnos de los demás, debemos hacer ejercicios de donación voluntaria de lo que tenemos y de lo que somos. 3ª tentación: Tírate de aquí abajo. Realiza un acto verdaderamente espectacular, que todo el mundo vea lo grande que eres. Todos te ensalzarán y tu (vana) gloria llegará al límite. La respuesta es, que dejes a Dios ser Dios. Acepta tu condición de criatura y desde esa condición alcanza la verdadera plenitud. Dios no tiene que darte nada. Mucho menos podrá tener privilegios con nadie. Ya se lo ha dado todo a todos. Eres tú el que debes descubrir las posibilidades de ser que tienes sin dejar de ser criatura. Ya es hora de que dejemos de acusar a Dios de haber hecho mal su obra y exigirle que rectifique. El antídoto es la oración. Al decir oración no queremos decir “rezos” sino meditación profunda. Descubrir al verdadero Dios, me librará de utilizar al dios ídolo. No debemos plantearnos la lucha contra el mal desde el voluntarismo, sino desde un mejor conocimiento de la persona, de la realidad y de Dios. El pecado no consiste en la trasgresión de una ley, sino en deteriorar tu propio ser. La ley, lo único que puede hacer es advertirte de que esto o aquello puede hacerte daño; pero eres tú, el que tienes que descubrir la razón de mal, si quieres que la voluntad deje de apetecer lo que te daña. Meditación-contemplación Cuaresma es tiempo de desierto. Camina hacia tu interior repleto de peligros y asechanzas. Para llegar a tu verdadero ser, hay que atravesar tu propio desierto. Libérate de todo lo que crees ser, para llegar a lo que eres de verdad. .......................... Solo en tu propio desierto afrontarás la verdadera batalla de la vida. Eso sí, empujados por el Espíritu. En desierto y solo, tienes que tomar la decisión definitiva. La “tierra prometida”, está ya ahí, al otro lado de tu falso yo. ............................. Mantente en el silencio, hasta que se derrumbe el muro que te separa de ti mismo. Solo la ignorancia nos mantiene alejados del SER. Deja que la luz que ya está en tu interior te invada por completo. Serás feliz y harás felices a los que viven junto a ti. .......................... Se me ha ocurrido un ejemplo un poco complicado, pero que bien entendido puede ayudarnos. Cuando yo era niño, hacía carros y trenes y barcos. Al hacer barcos de madera, me di cuenta que se inclinaban a un lado. Quitaba madera de ese lado y se me inclinaban hacia el otro. No conseguía que permanecieran verticales. Hasta que me di cuenta de que, poniéndoles en lo hondo un peso, se enderezaban ellos solitos. Después aprendí lo del centro de gravedad y todo eso… si el ser humano no tiene un peso que le equilibre, se pasará la vida dando tumbos a un lado o a otro. Puede superar la bebida, pero se escorará a la sexualidad; puede superar la glotonería, pero se inclinará hacia la avaricia. El ser humano nunca conseguirá el equilibrio si no encuentra un verdadero peso que enderece y ponga a raya todos sus apetitos. Decíamos el domingo pasado que el ser humano es un proceso. Solo cuando las etapas más humanas de nuestro ser, pueden equilibrar todas las anteriores y ordenarlas en un equilibra completamente estable. Recordemos lo que dijimos el domingo pasado: el ser humano es un proyecto que está siempre realizándose, entonces comprenderemos perfectamente las tentaciones de Jesús, porque son las nuestras. La gran tentación es instalarnos en cualquiera de los escalones del proceso o, peor todavía, poner los escalones más elevados al servicio de los más bajos. El primer domingo de Cuaresma se dedica siempre a recordar el episodio de las tentaciones de Jesús. También los evangelios sinópticos abren la vida pública de Jesús con ese famoso episodio. Es un relato programático, para que el lector del evangelio sepa desde el primer momento cómo orienta Jesús su actividad y los peligros que corre en ella. Para eso, enfrentan a Jesús con Satanás, que encarna a todas las fuerzas de oposición al plan de Dios, y que intentará apartar a Jesús de su camino.
Marcos habla de ellas de forma escueta y misteriosa: “En seguida el Espíritu lo empujó al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, y Satanás lo ponía a prueba; estaba con las fieras y los ángeles le servían” (Mc 1,12-13). Tenemos los datos básicos que recogerán todos los evangelios (menos Juan, que no habla de las tentaciones): lugar (desierto), duración (40 días), la prueba. Pero Mc no habla del ayuno ni concreta en qué consistían las tentaciones; y el servicio de los ángeles es continuo durante esos días. Mateo y Lucas, utilizando una tradición paralela, han completado el relato de Marcos con las tres famosas tentaciones que todos conocemos; al mismo tiempo, presentan a Jesús ayunando durante esos cuarenta días (igual que Moisés en el Sinaí) y relegan el servicio de los ángeles al último momento. Las tentaciones empalman directamente con el episodio del bautismo y explican cómo entiende Jesús lo que dijo en ese momento la voz del cielo: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”. ¿Significa esto que la vida de Jesús vaya a ser cómoda y maravillosa como la de un príncipe? 1ª tentación: utilizar el poder en beneficio propio Partiendo del hecho normal del hambre después de cuarenta días de ayuno, la primera tentación es la de utilizar el poder en beneficio propio. Es la tentación de las necesidades imperiosas, la que sufrió el pueblo de Israel repetidas veces durante los cuarenta años por el desierto. Al final, cuando Moisés recuerda al pueblo todas las penalidades sufridas, le explica por qué tomó el Señor esa actitud: “(Dios) te afligió, haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con el maná, para enseñarte que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Dios” (Dt 8,3). En la experiencia del pueblo se han dado situaciones contrarias de necesidad (hambre) y superación de la necesidad (maná). De ello debería haber aprendido dos cosas. La primera, a confiar en la providencia. La segunda, que vivir es algo mucho más amplio y profundo que el simple hecho de satisfacer las necesidades primarias. En este concepto más rico de la vida es donde cumple un papel la palabra de Dios como alimento vivificador. En realidad, el pueblo no aprendió la lección. Su concepto de la vida siguió siendo estrecho y limitado. Mientras no estuviesen satisfechas las necesidades primarias, carecía de sentido la palabra de Dios. Lo que acabo de decir refleja el gran problema teológico de fondo. En la práctica, la tentación se deja de sutilezas y va a lo concreto: “Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan”. Jesús, el nuevo Israel, no necesita quejarse del hambre, ni murmurar como el pueblo, ni acudir a Moisés. Es el Hijo de Dios. Puede resolver el problema fácilmente, por sí mismo. Pero Jesús, el nuevo Israel, demuestra que tiene aprendida desde el comienzo esa lección que el pueblo no asimiló durante años: “Está escrito: No sólo de pan vive el hombre”. En realidad, la enseñanza de Jesús en esta primera tentación es tan rica que resulta imposible reducirla a una sola idea. Está el aspecto evidente de no utilizar su poder en beneficio propio. Está la idea de la confianza en Dios. Pero quizá la idea más importante, expresada de forma casi subliminar, es esa visión amplia y profunda de la vida como algo que va mucho más allá de la necesidad primaria y se alimenta de la palabra de Dios. 2ª tentación: Tener, aunque haya que arrastrarse La segunda tentación no es la tentación provocada por la necesidad urgente, sino por el deseo de tener todo el poder y la gloria del mundo. ¿Es esto malo, tratándose del Mesías? Los textos proféticos y algunos Salmos hablaban de su dominio cada vez mayor, universal, concedido por Dios. Pero Satanás parte de un punto de vista muy distinto, propio de la mentalidad apocalíptica: el mundo presente es malo, no está en manos de Dios, sino en las suyas; es él quien lo domina y entrega su poder a quien quiere. Solo pone como condición que se postren ante él, que lo reconozcan como dios. Jesús se niega a ello, citando de nuevo un texto del Deuteronomio: “Está escrito: al Señor tu Dios adorarás, a él solo darás culto”. El relato es tan fantástico que cabe el peligro de no advertir su tremenda realidad. El ansia de poder y de gloria lo percibimos continuamente (mucho más en España en tiempos de elecciones y de formación de gobierno), y también queda clara la necesidad de arrastrarse para conseguir ese poder. Pero este peligro no es solo de políticos, banqueros y grandes empresarios. Todos nos creamos a menudo pequeños ídolos ante los que nos postramos y damos culto. 3ª tentación: pedir pruebas que corroboren la misión encomendada. En 1972, cuando todavía estaba permitido llegar hasta el pináculo del Templo de Jerusalén, tuve ocasión de contemplar la impresionante vista de las murallas de Herodes prolongándose en la caída del torrente Cedrón. Una de las pocas veces en mi vida en las que he sentido vértigo. En ese escenario sitúa Satanás a Jesús para invitarlo a que se tire, confiando en que los ángeles vendrán a salvarlo. Esta tentación se presta a interpretaciones muy distintas. Podríamos considerarla la tentación del sensacionalismo, de recurrir a procedimientos extravagantes para tener éxito en la actividad apostólica. La multitud congregada en el templo contempla el milagro y acepta a Jesús como Hijo de Dios. Pero esta interpretación olvida un detalle importante: el tentador nunca hace referencia a esa hipotética muchedumbre, lo que propone ocurre a solas entre Jesús y los ángeles de Dios. Por eso considero más exacto decir que la tentación consiste en pedir pruebas que corroboren la misión encomendada. Nosotros no estamos acostumbrado a esto, pero es algo típico del Antiguo Testamento, como recuerdan los ejemplos de Moisés (Ex 4,1‑7), Gedeón (Jue 6,36‑40), Saúl (1 Sam 10,2‑5) y Acaz (Is 7,10‑14). Como respuesta al miedo y a la incertidumbre, espontáneos ante una tarea difícil, Dios concede al elegido un signo milagroso que corrobore su misión. Da lo mismo que se trate de un bastón mágico (Moisés), de dos portentos con el rocío nocturno (Gedeón), de una serie de señales diversas (Saúl), o de un gran milagro en lo alto del cielo o en lo profundo de la tierra (Acaz). Lo importante es el derecho a pedir una señal que tranquilice y anime a cumplir la tarea. Jesús, a punto de comenzar su misión, tiene derecho a un signo parecido. Basándose en la promesa del Salmo 91,11‑12 (“a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos; te llevarán en volandas para que tu pie no tropiece en la piedra”), el tentador le propone una prueba espectacular y concreta: tirarse del alero del templo. Así quedará claro si es o no el Hijo de Dios. Sin embargo, Jesús no acepta esta postura, y la rechaza citando de nuevo un texto del Deuteronomio: “No tentarás al Señor tu Dios” (Dt 6,16). La frase del Deuteronomio es más explícita: “No tentaréis al Señor, vuestro Dios, poniéndolo a prueba, como lo tentasteis en Masá”. ¿Qué ocurrió en Masá? Lo cuenta el libro de los Números 17,1-7: el pueblo, durante la marcha por el desierto, se queja por falta de agua para beber. Y en esta queja se esconde un problema mucho más grave que el de la sed: la auténtica tentación consiste en dudar de la presencia y la protección de Dios: "¿Está o no está con nosotros el Señor?" (v.7). En el fondo, cualquier petición de signos y prodigios encubre una duda en la protección divina. Jesús confía plenamente en Dios, no quiere signos ni los pide. Su postura supera con mucho incluso la de Moisés. Cuando termina el relato de las tentaciones, Lucas añade que “el tentador lo dejó hasta otro momento”. Ese momento será al final de la vida de Jesús, cuando esté crucificado. Nuestras tentaciones Las tentaciones tienen también un valor para cada uno de nosotros y para toda la comunidad cristiana. Sirven para analizar nuestra actitud ante las necesidades, miedos y apetencias y nuestro grado de interés por Dios. 1) La necesidad primaria: afecto, comprensión. 2) ¿Está Dios en medio de nosotros? 3) La tentación de tener. 4) La tentación del dejarse arrastrar, dejar hacer a los demás, callar. 1ª lectura (Deuteronomio) Recoge la oración que pronuncia el israelita cuando, después de recoger la cosecha, ofrece a Dios las primicias de los frutos. Va recordando la historia del pueblo, desde Jacob (“mi padre era un arameo errante”), la opresión de Egipto, la liberación y el don de la tierra. En el contexto de la cuaresma, esta lectura nos invita a pensar en los beneficios recibidos de Dios y a ser generosos con él. El agradecimiento a Dios es más importante incluso que la mortificación cuaresmal. 2ª lectura (Romanos 10, 8-13) Destaca la importancia de confesar la fe en Jesús, “porque si tus labrios profesan que Jesús es el Señor y tu corazón cree que Dios lo resucitó, te salvarás”. Como dice la Escritura: “Nadie que cree en él quedará defraudado”. El primer domingo de cuaresma la liturgia ofrece el episodio de las tentaciones. En el Ciclo C leemos el texto de Lucas. Otros años se leen otros evangelios ya que esta escena queda también registrada en los dos sinópticos, con ciertas diferencias en Marcos (Mc 1,12-13) y algo más similar en Mateo (Mt 4,1-11).
¿Por qué este texto al inicio del camino cuaresmal? La fiesta que cierra la Navidad es el Bautismo. Los sinópticos inmediatamente después de esta escena colocan el episodio de las tentaciones, aunque Lucas corta la narración para introducir la genealogía de Jesús. Bautismo y tentaciones están conectados al menos por dos elementos. El primero es el Espíritu, pues ese Espíritu que desciende en el Jordán sobre Jesús ahora "le empuja al desierto". El segundo es la temática del Hijo. Si en el Jordán Jesús escuchó en la voz del Padre la confirmación de quién era - Tú eres mi Hijo -, ahora otra voz se lo cuestiona: si Tú eres el Hijo de Dios. ¿Poner a prueba o tentar? A partir de este momento toda la existencia de Jesús, quién es, se manifestará en el modo de vivir. Y este desafío será una constante en su vida. El verbo utilizado, "tentar", puede darnos alguna clave. Cuando se utiliza en el AT, si el sujeto es Dios se traduce por "poner a prueba", mientras que si el sujeto es Satán entonces la connotación es negativa, "tentar". Aquí, en cambio, parecen concurrir dos actores con diferente protagonismo: el diablo que le tienta, pero porque el Espíritu le conduce al desierto. Parecería que se solapasen los dos significados: poner a prueba y tentar. ¿Cómo comprender esta expresión? ¿En qué sentido el Espíritu le conduce para ser tentado? O, ¿cómo comprender la expresión del AT que "Dios pone a prueba"? Acaso, ¿Dios necesita probarnos?, ¿quiere comprobar si somos fieles? La visión bíblica es siempre más teocéntrica que la nuestra y, por subrayar la primacía de Dios, le otorga acciones que nosotros desde una visión más antropocéntrica no le asignaríamos. Pero no porque la Escritura entienda algo diferente. La vida de fe es de por sí una prueba y nuestra condición de hijos un constante desafío. Vivir el desafío de ser creyentes En realidad lo que se está reflejando aquí es la experiencia diaria que hacemos todos. Pues vivir conforme a lo que tú eres, crees y te has comprometido es de por sí un "reto". La vida cada día nos está "probando", o mejor, en cada acto decimos dónde tenemos puesto el corazón. Pedro Arrupe lo dijo muy bellamente: "Aquello de lo que te enamoras atrapa tu imaginación, y acaba por ir dejando su huella en todo. Será lo que decida qué es lo que te saca de la cama en la mañana, qué haces con tus atardeceres, en qué empleas los fines de semana, lo que lees, lo que conoces, lo que rompe tu corazón y lo que te sobrecoge de alegría y gratitud”. Es decir, aquello que amamos es decisivo en lo grande y en lo pequeño. Y ese amor decisivo constantemente está "siendo probado", porque desde la libertad está decidiendo. Porque llega la dificultad y decir "en la salud y en la enfermedad, en la pobreza y en la riqueza" se tiñe con nuevos matices. Porque te sientes perteneciente a la Iglesia pueblo de Dios y un día descubres sus miserias, Iglesia santa y pecadora. Porque crees que es posible "un cielo nuevo y una tierra nueva" y parece que la historia desmiente constantemente la promesa de Dios. Porque ves cómo los profetas son acallados con violencia y prevalecen los intereses de unos pocos mientras otros tantos mueren. Ser creyente y vivir como tal es siempre una "prueba" o, si suena mejor, "un desafío", un reto. Tentación, no tanto sobre el "quién" sino sobre los "cómos" El episodio de las tentaciones encuentra ecos en el itinerario de Galilea a Jerusalén. Por eso, se propone hoy como lectura, porque no es un momento puntual del principio. Cuando se inicia la marcha hacia Jerusalén, se halla la primera confesión de Pedro (Mc 8,27-30). A la pregunta sobre la identidad, ¿quién decís que soy yo?, Pedro da una respuesta de diez en teología. Es capaz de conocer quién es, pero cuando Jesús puntualiza sobre cómo se realizará este mesianismo, Pedro se revuelve. Jesús también reacciona duramente, hasta en algunos evangelios le dice: apártate de mí Satanás porque piensas como los hombres (Mc 8,33). Getsemaní es otro de los lugares en los que Jesús mantiene una dura lucha. Es el espacio de la libertad en el que acepta el cáliz, cuando todavía no solo sería posible irse sino hasta legítimo. Y haciendo así, acepta un Dios que no es el de la varita mágica que transforma las cosas feas en bonitas, acepta un Dios que "no quiere todo lo que puede", y no quita de repente las consecuencias a las que te lleva mantenerte fiel, luchar contra la injusticia. Su omnipotencia precisamente es la del amor y la de la misericordia. Finalmente, el último episodio que evoca al de las tentaciones es la cruz, donde las autoridades judías utilizan la misma condicional que Satán: si Tú eres el Hijo de Dios. ¿Qué es común a estos episodios? y ¿qué nos ilumina para nuestro hoy? Que la tentación no recae tanto en la identidad sino sobre el modo de realizarla. De hecho, en las tentaciones Satán no le cuestiona que no sea el Hijo de Dios, sino que la prueba gravita en el "cómo". La omnipotencia de la impotencia Por eso bautismo y tentaciones están en íntima relación. En el bautismo la Voz le señala como Hijo de Dios. Pedro también sabe responder a la pregunta acerca de su identidad. El problema o lo que nos cuesta aceptar a los seres humanos son los "modos" de Dios. Porque la tentación será la de "transformar las piedras en pan" (Mt 4,3) y reafirmar quién eres por el camino fácil de la demostración: "si tú eres el hijo de Dios, baja de la cruz" (Mt 27,40). Sin embargo, Jesús muestra su identidad haciéndose un siervo sufriente y no de otro modo. "Él pasó como uno de tantos" y no demuestra quién es a fuerza de milagros, no "entra al trapo" de las ostentaciones de poder a las que le incitan sus adversarios, cree en la fuerza del amor y convence a "golpe de toalla". Es más, esta forma es la que revela realmente quién es, el Siervo de Yhwh. Es la potencia de la cruz y del servicio, único modo de hacer creíble su Palabra. Por eso, el creyente no podrá seguir otros "modos". No hay otro camino que el de abajarse, darse, ceñirse la toalla, dejarse la piel. Es la "imaginación de la caridad", la que proviene del "habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo" (Jn 13,1). Y esto es precisamente a lo que estamos invitados a vivir en cuaresma. Están al acecho. Como los cazadores despechados. Llevan tres años sin cobrarse la pieza y ya disparan sin parar, a todo lo que se mueve. Incluido al Papa. Sobre todo al Papa Francisco. Los 'cazadores' eclesiásticos son los talibanes de siempre (obispos, curas y laicos), los que, durante años, impartieron carnets de catolicismo para elegidos, de docrtrina íntegra y de principios innegociables.
Los obispos-cazadores vivieron como príncipes y no consienten que el Papa les deje en evidencia. Los curas son algunos de los que, sin demasiados méritos ni celo pastoral, aprovecharon la situación para colocarse cada vez más arriba en el escalafón clerical. Y, ahora, no quieren bajar peldaños. Y los laicos son sus monaguillos, laicos clericalizados e ideologizados. Los que convirtieron la fe en doctrina y dejaron de lado el Evangelio. Los que disparan ya sin rebozo alguno desde sus pequeñas pero numerosas terminales mediáticas. Cardenales de todos conocidos (Burke, Sodano, Re, Bertone, Ruini...y un largo etcétera). Y, entre nosotros, Rouco y los obispos de su cuerda y línea, como Demetrio, Munilla o Reig. Por hablar sólo del trio de tenores episcopales más temeriario del suelo patrio. Los tres obispos que cada vez que abren la boca baja el pan de la credibilidad eclesial. También abundan los curas 'trabucaires', diocesanos y de los movimientos neoconservadores. Los que congelaron el Concilio y se olvidaron de salir a las calles. Los que enterraron la parábola del buen samaritano en el cajón de los olvidos y ciñeron el seguimiento de Jesús al Catecismo y al Código de Derecho Canónico. En los últimos tiempos destaca como cazador avezado el antiguo corresponsal religioso de ABC y fundador de los Franciscanos de María, el padre Santiago Martín. Desde Roma y a través de grabaciones en vídeo lanza soflomas contra la "confusión" creada por el Papa Francisco en la Iglesia, advierte que los católicos fetén están desertando de ir a Roma y que Bergoglio diluye la sagrada doctrina católica en el sincretismo, con el último video que acaba de lanzar sobre el diálogo interreligioso. Obispos y curas están apoyados, en España, por una serie de laicos ultramontanos, que son los que siempre dan la cara, a través de sus terminales de Internet: Son los infovaticanos y los infocatólicos de todo pelaje y condición que arremeten, directa e indirectamente, contra todo lo que venga de Roma. Contra todo lo que salga de la boca o de la pluma del Papa Francisco. Ellos, tan papistas antaño, ahora se rasgan les vestiduras y acusan al Papa argentino de todos los males de la Iglesia. Actuales y por venir. En un primer momento, tiraban la piedra y escondían la mano. Ahora ya no se ocultan y lanzan sus pedradas abiertamente. Venga o no venga a cuento. Han convertido al Papa en un muñeco del pim-pam-pum y se han aficionado a jugar con él a diario. Arrojándole todo tipo de proyectiles: chinas, cantos, piedrecitas, pedruscos y pedradas. La consigna es darle 'leña al mono' por muy Papa que sea. Para intentar desacreditarlo (¡qué ilusos!) y para que desista de su 'revolución tranquila', de su reforma evangélica. Para que deje de predicar el Evangelio de los pobres. Para que se amilane y desista. Y, si no lo hace (¡que no lo hace ni lo hará!), lo mínimo que le desean es que se muera o que lo mueran (como a Juan Pablo I), que dice el obispo de Ferrara, monseñor Negri. Sólo ansían que el pontificado de Francisco sea una tormenta de verano, una pesadilla pasajera. Y que las aguas eclesiales vuelvan a su cauce, al de ellos, al de la Iglesia-aduana y fortaleza asediada por los enemigos de dentro y de fuera. Más de dentro (quintacolumnistas nos llaman) que de fuera. Porque ya se sabe que no hay peor cuña que la de la misma madera. Y es que, como dice Andrea Tornielli, el autor del libro entrevista con el Papa 'El nombre de Dios es misericordia', "cuando las críticas no son sinceras, sino hechas sobre la base de prejuicios, cuando se convierten en sistemáticas, incluso ridículas, por su insistencia y por su inconsistencia, al final se vuelven en contra de quienes las hacen". Cegados por la fe convertida en ideología no ven la primavera. Y no son capaces de entender que Francisco es un regalo de Dios para el mundo y para la Iglesia. Ciegos, no descubren la primavera, a pesar de tenerla ante sus ojos. Y no quieren aceptar que nadie puede parar la primevera en primavera. El número “cuarenta” –cuarenta años era la edad de toda una generación- hace alusión, en la Biblia, a un “periodo largo de prueba”. Cuarenta son los años que el pueblo hebreo, liderado por Moisés, pasa en el desierto, camino hacia la “Tierra prometida”; cuarenta días son los que, como “nuevo Moisés”, aparece Jesús en el desierto, sometido a tentaciones, de las que sale airoso, con fidelidad renovada.
El desierto, en la tradición bíblica, es un lugar ambivalente: por un lado, es el escenario de las mayores dificultades, donde el ser humano, sin seguridades a las que aferrarse, se siente sometido a las pruebas más duras; por otro, sin embargo, aparece como el espacio en el que se goza de una especial intimidad con Dios: “La llevaré al desierto y le hablaré al corazón”, le hace decir Oseas a JHWH (Os 2,14). Sin duda, no es casual que ambos significados aparezcan unidos. Con frecuencia, los humanos necesitamos pasar por experiencias de despojo, fragilidad, vulnerabilidad, crisis…, para poder “ablandar” nuestro corazón y, de ese modo, hacernos más receptivos. Porque el “desierto” no es solo un lugar geográfico; ni siquiera solo aquellos espacios que, en nuestra sociedad, se caracterizan por la soledad o el silencio, como suelen ser los monasterios o, más ampliamente, los parajes rurales. Son lugares que buscamos para silenciarnos y ofrecernos la oportunidad de reconectar conscientemente con nuestro centro. Pero existe otro “desierto” no buscado y, por eso, con frecuencia, más desconcertante y más difícil de asimilar. Entran ahí todas aquellas situaciones y circunstancias que nos presenta la vida, generalmente en forma de crisis, en las que somos invitados a vivir un despojo de aquello con lo que nos habíamos identificado. Se trata de una experiencia de “desierto” porque se produce también una caída de (supuestas) seguridades en las que creíamos hacer pie y nos vemos enfrentados a lo más vulnerable y oscuro de nuestra existencia. Se trata de un momento tan difícil como privilegiado. Difícil e incluso doloroso porque nos sentimos zarandeados. (En la Biblia se dice que la experiencia del desierto resultaba tan dura para los hebreos, que hubieran ansiado volver a la esclavitud: no solo echaban de menos las “cebollas de Egipto” [Num 11,5], sino que deseaban “haber muerto” [Num 14,2]). El desierto inesperado se caracteriza por la aridez, la sequedad, el sinsentido e incluso la desesperanza. La oscuridad parece invadir el espacio que antes nos parecía luminoso y el desconcierto amenaza con introducirnos en una espiral de vacío. Y, sin embargo, es entonces cuando puede producirse el milagro. Acertaba Leonard Cohen cuando decía: “Hay una grieta, una grieta en todo. Por ahí es por donde entra la luz“. Y Carl Jung: “No es posible despertar a la conciencia sin dolor. Uno no alcanza la iluminación fantaseando sobre la luz sino haciendo consciente la oscuridad”. Existe un riesgo grave: ante experiencias dolorosas –que tocan nuestra zona más frágil o vulnerable, porque guarda memoria de heridas antiguas-, se activan emociones invasivas que nublan nuestra mente hasta el punto de bloquearnos. Lo cual, a su vez, se traduce en una intensificación de aquellos primeros sentimientos que nos habían descolocado. Emociones y pensamientos se retroalimentan mutuamente, introduciéndonos en un circuito peligroso y nocivo en sus consecuencias. Con cuidado amoroso, habremos de acoger nuestro dolor y aquietar nuestra mente, dándonos tiempo para que, al calmarse el “oleaje” mental-emocional, pueda regresar la luz y, con ella, la lucidez y la serenidad. El “desierto” –la crisis– nos zarandea y nos desnuda porque desenmascara nuestras falsas seguridades. ¡Habíamos puesto nuestra seguridad en algo incapaz de otorgarla! Por eso, en un primero momento, somos llevados a buscar nuestras raíces más profundas. Cuando ese recorrido se vive adecuadamente, es probable que al final podamos constatar, con Kierkegaard, que “me habría ido al fondo si no hubiera ido al Fondo”. En efecto, antes o después, el desierto nos conduce hacia el Fondo estable y quieto, aquello que queda cuando hemos soltado –voluntaria o involuntariamente– todo lo demás. Pero el viaje no acaba ahí. El desierto seguirá apareciendo ante nosotros de forma más o menos intermitente, más o menos acuciante, hasta que hagamos la experiencia de que somos aquel mismo Fondo que nos sostiene. En un lenguaje teísta, Oseas decía que en el desierto se hacía presente Dios para hablar al corazón del pueblo. En un lenguaje no religioso (o trans-religioso), eso significa que, cuando el desierto nos ha “obligado” a soltar nuestras falsas identificaciones, se nos hace presente Aquello inefable, lo único permanente que, no solo nos sostiene en todo momento, sino que nos constituye. Descubrimos entonces que lo que somos no puede ser dañado jamás. Y nos percatamos de la clave que explica todo el proceso vivido: en medio del desierto (o crisis), nos creíamos zarandeados porque estábamos identificados con lo que no somos (el yo) y éramos presa de la confusión, porque intentábamos leer lo que sucedía desde ese mismo “personaje” que se veía afectado. ¿Acaso puede un personaje del sueño nocturno entender la trama de lo que sucede en el mismo? De manera similar, tampoco el yo puede entender nada de aquello que lo sacude. El desierto nos va llevando a reconocer la inconsistencia del yo hasta poder percibir que somos Aquello que no puede ser amenazado. Ese fue el modo como Jesús superó las tentaciones de su desierto particular, centradas –como las nuestras- en el tener, el poder y el aparentar (Mt 4,1-11). Se abre entonces, ante nosotros, un trabajo paradójico: por un lado, dejamos de identificarnos con el yo –que se debatía, tan ansiosa como inútilmente, buscando seguridad en aquello a lo que se aferraba–; por otro, sin embargo, lo acogemos desde el Amor que somos y en el que permanecemos anclados. Paradójicamente también, el desierto nos conduce a “casa”, a nuestra verdadera identidad, a la “Tierra prometida”. |
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