Estamos convencidos por propia experiencia de la importancia del yoga, la meditación trascendental, el zen y demás métodos orientales para adquirir o mejorar la salud tanto fisiológica como psicológica. Hasta aquí nada nuevo descubrimos. Pero hace pocos años un equipo de psicólogos de la Universidad de Ohio han realizado un curioso estudio con dos grupos de voluntarios. A uno de ellos se le pidió que durante una semana hiciera los clásicos ejercicios de yoga: relajados repetirían como mantra la frase "soy feliz" o "estoy alegre".
El otro grupo había de concentrarse -con la misma técnica meditación trascendental- en una de estas dos sentencias: "Dios es amor" o "Dios es mi paz". Éstos últimos mostraron mucho mejor dominio de la ansiedad. Lograron una paz más duradera y eficaz. Incluso fueron capaces de mantener más tiempo que los primeros la mano en agua fría; una sencilla prueba que demuestra el dominio interior. Da toda la impresión de que con la meditación de tipo religioso con métodos orientales se consiguen efectos mejores para la salud mental. Y por supuesto aumenta en mucho la calidad de nuestra relación con Dios, que es lo más importante. A lo largo de la vida, varios amigos hemos comprobado cómo ha evolucionado de una manera muy positiva tanto nuestro temperamento como nuestra manera de reaccionar ante el dolor. Nunca falta en la existencia de todos el sufrimiento, la enfermedad y un gran repertorio de contratiempos. Nos ha tocado con frecuencia animar y aliviar a muchas personas en momentos críticos y duros. Aconsejar la confianza en Dios, el abandono en la Providencia, la paz en nuestra existencia... Los métodos de respiración y relajación han sido instrumentos muy válidos para avanzar por estos caminos. Lo cierto es que no podemos echar en el olvido a la hora de ayudarnos a nosotros mismos y a los demás todas estas técnicas. La vida está cubierta de sufrimientos, contratiempos y espinas dolorosas. Algunos fármacos pueden quitarnos el dolor. Para dar paz, también con medicinas se consigue inducir el sueño y reducir el vigor de la memoria obsesiva. Utilizar estas drogas una temporada tal vez lo considere el médico necesario. Pero es precisa la prudencia y discreción. Una relación íntima con Dios metódica, sin despreciar la receta del especialista, es la que nos ayuda de verdad a superar estos traumas causados por el roce tremendo de la propia existencia.
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Celebramos hoy la tercera de las manifestaciones de Jesús que durante siglos se celebraban el día de Epifanía. El evangelio que hemos leído, entendido literalmente, no tiene ni pies ni cabeza. Es absurdo que Jesús saque de la chistera un regalo para los novios. No, como todos los “milagros” narrados por este evangelista, se trata de signos que nos llevan a realidades profundas y decisivas para nuestra verdadera trasformación interior.
Es impensable que el mayordomo no hubiera previsto el vino suficiente, cuando era su principal cometido. Es difícil de entender que fuera una invitada la que se diera cuenta y se preocupara por solucionar el problema. Está dentro de toda lógica la respuesta de Jesús: “¿Qué nos importa a ti y a mí?”. Tampoco es lógico que sea Jesús el que solucione el problema. No es normal que en una casa particular hubiera seis tinajas de unos cien litros, dedicadas a las purificaciones. Por último, no tiene sentido que el maestresalas increpe al novio por haber dado el vino malo al principio. Era él quien ordenaba qué vino se servía. El relato no es una crónica de lo sucedido en una boda. Es fruto de una minuciosa y larga elaboración. No nos dice ni quienes eran los novios ni que relación tienen con Jesús. Lo que normalmente llamamos “el milagro” pasa casi desapercibido. Ni siquiera nos dice cuándo se convierte el agua en vino. Sería imposible separar lo que pudo suceder realmente de los símbolos que envuelven el relato. Pero lo que hoy nos cuenta Jn es teología. La clave para entenderlo es el trasfondo del AT, y la “hora” de la glorificación de Jesús en la cruz. La boda era, desde Oseas, el signo más empleado para designar la alianza de Dios con su pueblo. La idea de Dios novio y el pueblo novia se repite una y otra vez en el AT. La boda lleva inseparablemente unida la idea de banquete; símbolo de tiempos mesiánicos. El vino era un elemento inseparable del banquete. En el AT, era signo del amor de Dios a su pueblo. La abundancia de vino era la mejor señal del favor de Dios. La Mujer es un misterio en este relato. Nos aporta un poco de luz la segunda carta del Tarot: la Sacerdotisa. Un mujer madura, pero en plenas facultades que simboliza lo nuevo de la sabiduría. No le llama hijo, ni Jesús le llama Madre. Símbolo de la Alianza que está ya caducada. Jesús y los discípulos son el nuevo pueblo, que están allí de paso. Es completamente inverosímil que María pidiera a Jesús un milagro y menos aún que adelantara la hora de hacerlo. La hora para Jn es siempre la hora de la muerte de Jesús. El vino es símbolo del amor entre el esposo y la esposa. En la boda, (Antigua Alianza) no existe relación de amor entre Dios y el pueblo. La Madre, por pertenecer a la boda se da cuenta de la falta. María representa al Israel fiel que espera en el Mesías. Jesús nace del verdadero Israel y va a dar cumplimiento a las promesas. El primer paso es mostrarle la carencia: "No tienen vino". No se dirige al presidente, ni al novio. Se dirige a Jesús, que para Jn es el único que puede aportar la salvación que Israel necesita. Jesús invita a su madre a desentenderse del problema. No les toca a ellos intervenir en la alianza caducada. Está indicando la necesidad de romper con el pasado. Ella espera que el Mesías arregle lo ya existente, pero Jesús le hacer ver que aquella realidad no se puede rehabilitar. Jesús aporta una novedad radical. Jn está constantemente haciendo referencia a la "hora" (la cruz). Jesús invita a la esperanza, pero la realización no va a ser inmediata. El vino nuevo depende de aquella hora. Anunciar la hora significa que la salvación está cerca. “Haced lo que él os diga”. Solo en el contexto de la Alianza, la frase puede cargarse de sentido. El pueblo en el Sinaí había pronunciado la misma frase: "Haremos todo lo que dice el Señor". También el Faraón dice a los servidores: haced lo que él (José) os diga. Se ve con claridad que el trasfondo del relato y lo que quiere significar. Como en el AT, el secreto de las relaciones con Dios está en descubrir su voluntad y cumplirla. Las tinajas estaban allí colocadas, inmóviles. Se ve el carácter simbólico que van a tener en el relato. El número 6 es signo de lo incompleto. El número de la perfección era el 7. Es el número de las fiestas que relata este evangelio. La séptima será la Pascua. Eran de piedra, como las tablas de la ley. La ley es inmisericorde, sin amor. La ley (imposible de cumplir) es la causa del pecado (falta de amor-vino). Jesús les hace tomar conciencia de que están vacías; es decir que el sistema de purificación era ineficaz. Jesús ofrece la verdadera salvación, pero ésta no va a depender de ninguna ley, (tinajas). El agua se convertirá en vino fuera de ellas. "Habían sacado el agua". La nueva purificación no se hará con agua que limpia el exterior, sino con vino que penetra dentro y transforma el interior del hombre. Solo después de beberlo se da cuenta el mayordomo de lo bueno que es. Esta interioridad es la oferta original de Jesús. Lo que sacan los criados de las tinajas es agua. El mayordomo (clase dirigente) no se enteró de la falta de vino. Significa que los jefes se despreocupan de la situación del pueblo. Les parece normal que no se experimente el amor de Dios, porque esa es la base de su poder. No conocen el don mesiánico, los sirvientes sí. El vino-amor como don del Espíritu es el que purifica, lo único que puede salvar definitivamente. El vino es de calidad. “Kalos” indica siempre excelencia. El maestresala reconoce que el vino nuevo es superior al que tenían antes. Pero le parece irracional que lo nuevo sea mejor que lo antiguo. Por ello protesta. Lo antiguo debe ser siempre lo mejor. Esta actitud es la que impidió a los jefes religiosos aceptar el mensaje de Jesús. Para ellos la situación pasada era ya definitiva. Toda novedad debe ser integrada en el pasado o aniquilada. El último versículo es la clave para la interpretación de todo el relato. Nos habla del “primer” signo de una serie que se va a desarrollar durante todo el evangelio. Además, como signo, va a servir de prototipo y pauta de interpretación para los que seguirán. El objetivo de todos los signos es siempre el mismo: manifestar “su gloria”. Ya sabemos que la única gloria que Jesús admite es el amor de Dios manifestado en él. La gloria de Dios consiste en la nueva relación con el hombre, haciéndole hijo, capaz de amar como Él ama. Lo más sorprendente es que se emplee la imagen de una boda para hablarnos de las relaciones de Dios con el hombre. Dios se manifiesta en todos los acontecimientos que nos invitan a vivir. Dios no quiere que renunciemos a nada de lo que es verdaderamente humano. Dios quiere que vivamos lo divino en lo que es cotidiano y normal. La idea del sufrimiento y la renuncia como exigencia divina es antievangélica. El mensaje para nosotros hoy es muy simple, pero demoledor. Ni ritos ni abluciones pueden purificar al ser humano. Solo cuando saboree el vino-amor, quedará todo él limpio y purificado. Cuando descubramos a Dios dentro de nosotros e identificado con todo nuestro ser, seremos capaces de vivir la inmensa alegría que nace de la unidad. Que nadie te engañe. El mejor vino está sin escanciar, está escondido en el centro de ti. Meditación Con apaños exteriores no puedo llegar a Dios. Dogmas, ritos y preceptos, o los vivo o están muertos. Nuestra religión es falsa si no nos da Vida auténtica. La doctrina será el agua que solo te dará vida si la bebes y trasformas en lo más hondo de ti. Domingo 2º del Tiempo Ordinario. Ciclo C.
El domingo pasado leímos el relato del bautismo de Jesús. Si hubiéramos seguido el orden del evangelio de Lucas (base de este ciclo C), hoy deberíamos leer el ayuno de Jesús en el desierto y las tentaciones. Sin embargo, con un salto imprevisible, la liturgia cambia de evangelio y nos traslada a Caná. ¿Por qué? Las tres epifanías (o “manifestaciones”) Para la mayoría de los católicos, solo hay una fiesta de Epifanía, la del 6 de enero: la manifestación de Jesús a los paganos, representados por los magos de oriente. Sin embargo, desde antiguo se celebran otras dos: la manifestación de Jesús en el bautismo (que recordamos el domingo pasado) y su manifestación en las bodas de Caná. Los grupos de peregrinos que van a Israel, cuando llegan a Caná tienen dos focos de interés: la iglesia, en la que bastantes parejas suelen renovar su compromiso matrimonial; y la tienda en la que venden vino del lugar. La boda y el vino son los dos grandes símbolos del evangelio de este domingo. Un comienzo sorprendente Si recordamos lo que ha contado hasta ahora el cuarto evangelio, el relato de la boda de Caná resulta sorprendente. Juan ha comenzado con un Prólogo solemne, misterioso, sobre la Palabra hecha carne. Sin decir nada sobre el nacimiento y la infancia de Jesús, lo sitúa junto a Juan Bautista, donde consigue sus primeros discípulos. ¿Qué hará entonces? No se va al desierto a ser tentado por Satanás, como dicen los otros evangelistas. Tampoco marcha a Galilea a predicar la buena noticia. Lo primero que hace Jesús en su vida pública es aceptar la invitación a una boda. ¿Qué pretende Juan con este comienzo sorprendente? Quiere que nos preguntemos desde el primer momento a qué ha venido Jesús. ¿A curar a unos cuantos enfermos? ¿A enseñar una doctrina sublime? ¿A morir por nosotros, como un héroe que se sacrifica por su pueblo? Jesús vino a todo eso y a mucho más. Con él comienza la boda definitiva entre Dios y su pueblo, que se celebra con un vino nuevo, maravilloso, superior a cualquier otro. El simbolismo de la boda: 1ª lectura (Is 62,1-5) Para los autores bíblicos, el matrimonio es la mejor imagen para simbolizar la relación de Dios con su pueblo. Precisamente porque no es perfecto, porque se pasa del entusiasmo al cansancio, porque se dan momentos buenos y malos, entrega total y mentiras, el matrimonio refleja muy bien la relación de Dios con Israel. Una relación tan plagada de traiciones por parte del pueblo que terminó con el divorcio y el repudio por parte de Dios (simbolizado por la destrucción de Jerusalén y la deportación a Babilonia). Pero el Dios del Antiguo Testamento no conocía el Código de Derecho Canónico y podía permitirse el lujo de volver a casarse con la repudiada. Es lo que promete en un texto de Isaías: “El que te hizo te tomará por esposa: su nombre es Señor de los ejércitos. Como a mujer abandonada y abatida te vuelve a llamar el Señor; como a esposa de juventud, repudiada –dice tu Dios–. La primera lectura de hoy, tomada también del libro de Isaías, recoge este tema en la segunda parte. Para el evangelista, la presencia de Jesús en una boda simboliza la boda definitiva entre Dios e Israel, la que abre una nueva etapa de amor y fidelidad inquebrantables. El simbolismo del vino En el libro de Isaías hay un texto que habría venido como anillo al dedo de primera lectura: “El Señor de los ejércitos prepara para todos los pueblos en este monte un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares enjundiosos, vinos generosos”. Este es el vino bueno que trae Jesús, mucho mejor que el antiguo. Además, este banquete no se celebra en un pueblecito de Galilea, con pocos invitados. Es un banquete para todos los pueblos. Con ello se amplía la visión. Boda y banquete simbolizan lo que Jesús viene a traer e Israel y a la humanidad: una nueva relación con Dios, marcada por la alegría y la felicidad. El primer signo de Jesús, gracias a María A Juan no le gustan los milagros. No le agrada la gente como Tomás, que exige pruebas para creer. Por eso cuenta muy pocos milagros, y los llama “signos”, para subrayar su aspecto simbólico: Jesús trae la alegría de la nueva relación con Dios (boda de Caná), es el pan de vida (multiplicación de los panes), la luz del mundo (ciego de nacimiento), la resurrección y la vida (Lázaro). Pero lo importante de este primer signo es que Jesús lo realiza a disgusto, poniendo excusas de tipo teológico (“todavía no ha llegado mi hora”). Si lo hace es porque lo fuerza su madre, a la que le traen sin cuidado los planes de Dios y la hora de Jesús cuando está en juego que unas personas lo pasen mal. Jesús dijo que “el hombre no está hecho para observar el sábado”; María parece decirle que él no ha venido para observar estrictamente su hora. En realidad no le dice nada. Está convencida de que terminará haciendo lo que ella quiere. Juan es el único evangelista que pone a María al pie de la cruz, el único que menciona las palabras de Jesús: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, “Ahí tienes a tu madre”. De ese modo, Juan abre y cierra la vida pública de Jesús con la figura de María. Cuando pensamos en lo que hace en la boda de Caná, debemos reconocer que Jesús nos dejó en buenas manos. La tercera Epifanía El final del evangelio justifica por qué se habla de una tercera manifestación de Jesús. “Así, en Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria, y creció la fe de sus discípulos en él.” Ahora no es la estrella, ni la voz del cielo, sino Jesús mismo, quien manifiesta su gloria. Debemos pedir a Dios que tenga en nosotros el mismo efecto que en los discípulos: un aumento de fe en él. Adentrémonos en la boda más famosa de la historia: “Había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda”.
La mirada de tu madre era de largo alcance y te conocía tanto como para ver que tu momento había llegado: “No tienen vino”, sinónimo de que una fiesta sin vino no es una fiesta y de la sensibilidad y empatía de María. Te vio nacer, crecer, hacerte hombre y ese día intervino discretamente pero con la elegante contundencia de una madre que ve el paso siguiente de la historia de su hijo, más allá de si él todavía no lo ve; obviando que pueda parecer inoportuna la observación. Efectivamente, respingaste: “¿Qué tengo yo contigo, mujer?, todavía no ha llegado mi hora”. Lo que equivale a decir: “¿Qué a mí y a ti?”(1), término utilizado en el AT y el NT para indicar el rechazo de algo que no se cree incumbencia del interpelado. Hoy diríamos algo parecido: “¿Y a ti y a mí que nos importa? Tu madre se saltó tu improcedente respingo y resolvió dirigiéndose a los sirvientes: “Haced lo que él os diga”. ¿Qué pasó en tu cabeza? ¿Cabeza?... No, lo que pasó venía directo desde tu corazón. Las palabras de tu madre debieron resonar como un eco interior que al instante te despertó a la comprensión de que había llegado tu hora: “Llenad las tinajas de agua”… y sucedió. María debió retirarse después de su materna intervención. El mayordomo estaría de los nervios sabiendo que se había acabado el vino y eso le traería problemas cuando acabara la boda. Los discípulos y demás invitados centrados en el banquete y ajenos a lo que estaba sucediendo entre bastidores no se enteraron de nada. Y al novio, lo podemos imaginar, extrañado y sorprendido por el comentario del atónito mayordomo: “Todos sirven primero el vino bueno, y cuando ya están bebidos, el inferior. Tú, en cambio has reservado el vino bueno hasta ahora”. ¿Quiénes fueron los únicos que vivieron como experiencia inolvidable el comienzo de los signos que realizaste en Caná de Galilea? Sólo los sirvientes que habían llenado de agua las tinajas, sabían lo que había pasado. ¿Qué contarían cuando volvieran a casa? Quizás quisieron verte de nuevo y te siguieron el tiempo que permaneciste por esas tierras, y se hicieron mensajeros de primera mano de lo vivido, como experiencia interior. Me pregunto quiénes son hoy esos sirvientes. ¿Serán quienes experimentan en primera persona tu paso por sus vidas? Creo que son quienes saben que lo que era oscuro se transforma en luz; que lo que era insípido se vuelve sabroso; que lo que era frustración desemboca en autoestima; que la desesperación se convierte en esperanza; y que sólo el Amor, como dice la canción (2), “engendra la maravilla, sólo el Amor consigue encender lo muerto”. Así con música, sin olvidar que la fiesta sigue, como en la Boda de Caná. Somos llamados a ser sirvientes activos y comunicar con sencillez y alegría que nos invitas a un banquete en donde todo puede suceder si no falta lo principal: el Amor. “Inviolabilidad y la dignidad de la persona”
Francisco acaba de dar un significativo paso más en su apertura hacia el Evangelio. Ha decidido reformar el Catecismo para declarar que la pena de muerte es “inadmisible”. Ha justificado el cambio apoyado en el principio básico de que “la pena de muerte atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona”. Esta reforma del Catecismo refleja con claridad el intento de Francisco de dar respuesta a las exigencias sociales desde posiciones coherentes con el espíritu del Evangelio y de los tiempos. Con ocasión del 25 aniversario de la Promulgación del Catecismo de la Iglesia Católica, señaló Francisco: “No basta con encontrar un lenguaje nuevo para proclamar la fe de siempre; es necesario y urgente que, ante los nuevos retos y perspectivas que se abren para la humanidad, la Iglesia pueda expresar esas novedades del Evangelio de Cristo que se encuentran contenidas en la Palabra de Dios pero aún no han visto la luz. Este es el tesoro de las `cosas nuevas y antiguas´ del que hablaba Jesús cuando invitaba a sus discípulos a que enseñaran lo nuevo que él había instaurado sin descuidar lo antiguo. Por eso, no se puede conservar la doctrina sin hacerla progresar, ni se la puede atar a una lectura rígida e inmutable sin humillar la acción del Espíritu Santo”. Sus palabras eran eco de la célebre frase de san Juan XXIII quien, en el discurso de apertura del Concilio Vaticano II el 11 de octubre de 1962, había afirmado: “Ante todo es necesario que la Iglesia no se aparte del sacro patrimonio de la verdad, recibido de los padres; pero, al mismo tiempo, debe mirar a lo presente, a las nuevas condiciones y formas de vida introducidas en el mundo actual, que han abierto nuevos caminos para el apostolado católico”. Catecismo y Derecho Canónico esperan anhelantes El Catecismo y el Derecho Canónico esperan anhelantes que muchos de sus capítulos y páginas reflejen verdaderamente principios evangélicos y se eliminen lo antes posible ciertas “verdades” cuya formulación y “dogma”, con más derecho que el Evangelio y más poder eclesial que el propio Jesús, han legitimado mayoritariamente intereses personales, de clase, de grupos o de instituciones. Una de estas disposiciones discutibles es la ley del celibato obligatorio del clero. Constantemente se ensalza la “dignidad” del celibato. Pero pocas veces o nada se habla de la estigmatizada “dignidad” de los sacerdotes que se vieron obligados a abandonar el ministerio por el hecho de optar por la vida matrimonial. Nadie dice una sola palabra sobre la prohibición de ejercer el ministerio que se ha impuesto a más de 150.000 presbíteros y obispos que, consciente, libre y responsablemente han decidido casarse. En su blog “¡Atrévete a orar!”, Rufo González viene desmontando de forma hábil y competente tantos sofismas, argucias y falsedades que la Iglesia ha urdido y sigue urdiendo entorno a este problema, negándose a aceptar la evidencia. La conciencia de los sacerdotes casados no ha sido respetada La justificación de Francisco para abolir la pena de muerte es que la pena capital “atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona”. La inviolabilidad y la dignidad de la persona es un principio firmemente arraigado en el Evangelio del que la Iglesia ha hecho gala, a veces en contradicción con la práctica. (Es precisamente el caso de la pena de muerte). A partir de esta contundente sentencia de Francisco, se me abre una serie de reflexiones e interrogantes aplicables a este colectivo que denominamos curas casados. Las leyes eclesiales han infringido a estas personas un severo, riguroso, implacable y hasta cruel “agravio comparativo” respecto al resto de los creyentes. Los han discriminado excluyéndolos, por haber actuado en conciencia, “en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgada la persona. La conciencia es el núcleo secretísimo y el sagrario del ser humano, en el que está a solas con Dios, cuya voz resuena en su íntimidad” (GS 16). Nadie puede ser privado de su dignidad. Pero: – ¿No atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona el drástico imperativo de asumir la obligación del celibato a todo candidato al ministerio? La “promesa de celibato” va implícita “obligatoriamente” en la ordenación sacerdotal y el aspirante la acepta, como se dice ahora en las instituciones, “por imperativo legal”, no por propia decisión explícita. – ¿No atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona esta imposición eclesial contradictoria con el Evangelio y la genuina tradición de las primeras comunidades? Si la vocación al ministerio se entiende como una “llamada directa de Dios”, ¿qué “alta” autoridad puede arrogarse el derecho de anular y desautorizar con arbitrarias leyes canónicas antievangélicas esta “llamada personal” del Altísimo? – ¿No atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de estos curas la forzada “pérdida de su dignidad y aptitud”? Estas personas fueron consideradas “dignas y aptas” para ser ordenadas sacerdotes. Por el hecho de optar por el matrimonio, ¿se convierten en indignos e ineptos como son considerados de facto?; ¿cómo puede convertir en “indigno” a una persona el amor y el proyecto de vida común con una mujer? ¿Puede el amor ser tan indigno que por su causa se pueda restringir, condicionar y anular la vocación de una persona? ¿Puede el matrimonio convertir a alguien en inepto para ejercer el ministerio para el que ha sido llamado? – ¿No atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona que se les niegue ejercer su ministerio para el que han sido ordenados? ¿Por qué la Iglesia sigue negándoles el acceso al desarrollo de su ministerio cuando paradójicamente se propone ordenar a otros casados, “viri probati”? El mayor agravio es negarles rotundamente su condición de sacerdotes, “viri reprobati”. En la práctica, ocupan el estamento más ínfimo en la clasista pirámide eclesiástica, puesto que ni siquiera se les reconocen los mínimos derechos adquiridos en el pasado ni se les permiten actividades que sí se consienten y autorizan a los laicos. “Les han borrado del mapa eclesial” Según crónica del último Congreso Internacional (29 octubre – 1 noviembre 2015 en Guadarrama -Madrid-), muchos congresistas tenían conciencia de que “ellos, sus esposas e hijos, han sido “fusilados” en la Iglesia. A partir de negarse a vivir en celibato, les han borrado del mapa eclesial. En el rescripto de “reducción al estado laical” (¡vaya nomenclatura más evangélica!) les prohíben hasta “leer la epístola” (permitido a todo cristiano). El ponente lamentaba que a él le negaron cualquier actividad en la diócesis y en la parroquia: catequesis, dirigir el coro, tocar el órgano en el templo… Proscritos, despreciados, mal vistos, desamparados… La Iglesia debe pedir públicamente perdón por tanta injusticia con quienes han dedicado mucha vida a su servicio. Empiecen a ejercer la misericordia, los derechos humanos, el reconocimiento digno a sus familias…” (Rufo González: Un día en el Congreso Internacional de Curas Católicos Casados. RD 06.11.2015). Da la sensación de que la doctrina y la ley están por encima de la persona, contradiciendo al Evangelio. Sienta un significativo precedente el hecho de que el papa Francisco se haya comprometido, con oportuna coherencia, en abolir la pena de muerte en todo el mundo. Pero este compromiso debería tener eficaces repercusiones visibles en otros campos, igualmente espinosos, del tan “torcido y retorcido” Derecho Canónico como es la tan esperanzada abolición del celibato obligatorio. ¿Existirá relación directa de esta irrazonable y desatinada norma con la vergonzosa pederastia sistematizada, desenmascarada en reciente informe? Voy a intentar desentrañar este pequeño misterio. Reconozco que no lo he entendido del todo todavía. Pero lo voy a intentar. La falta de curas en los barrios más populares y apartados de Madrid es ya una epidemia endémica. En la parroquia que yo dirijo desde hace quince años, Nª Sª de la Piedad, el número de feligreses oscila entre los nueve mil y los once mil. Pero la asistencia al culto dominical no llega, con una misa el sábado, y tres el Domingo, a los 15o fieles, contando con la misa de 11,30 hs. de los niños que hacen catequesis y se preparan a la 1ª Comunión, y sus padres, abuelos y parientes. El porcentaje del cumplimiento por parte de os fieles es, pues, ridículo, y profundamente desconsolador.
Y, sin embargo, la frecuencia y repetición del culto no varía en años, poco importa si la Eucaristía es celebrada por ocho, o veinte, o cuarenta personas. El desgaste del clero es abrumador. En mi caso, desde hace unos doce años, me encuentro solo, y a pesar de la prohibición de binar, -celebrar dos o más misas el mismo día, salvo caso excepcional, y, por tanto, poco frecuente-, llevo años celebrando tres misas los domingos, y dos con frecuencia en días laborables, cuando hay algún funeral u otra celebración imprevista. Y la probabilidad de cambio mejorable en las actuales circunstancias es nula. Y esta situación es bastante frecuente en las diversas parroquias de la Vicaría, en nuestro caso, la IV, de la diócesis de Madrid. Así que el diagnóstico rápido y evidente del problema, para los expertos y entendidos en la pastoral parroquial, es la falta de curas, la incorregible tendencia a la disminución del número de vocaciones para el ministerio, y, por otra parte, la evidente y creciente evidencia de realidad social de desapego de los fieles y bautizados, en general, a las convocatorias de la jerarquía eclesiástica a los diversos planes de pastoral y de dinamización del culto y de la presencia responsable de los laicos en la dinámica de la eclesial, no solo de culto, sino de evangelización, de catequización y de compromiso cristiano. A mí me parece mucho más decisivo e inquietante este progresivo e imparable desapego de los fieles, que la falta de curas. Más bien opino que ésta es consecuencia inexorable de ese creciente e imparable distanciamiento del cuerpo social, laico y seglar, de la Iglesia, de sus ministros y pastores. Y este desencuentro no ha sido consecuencia de una fatalidad, ni siquiera de una mecanización rutinaria en los parámetros de acción y actuación de los jerarcas de la Iglesia, con su conocida y ya mítica lentitud paralizante, y de la consiguiente reacción de los fieles, cada vez más reacia, más lenta, menos convencida, y, cada vez, más distanciada, no de una lógica eclesial, pero sí, y esto es lo grave, de una percepción eclesiástica. Durante siglos, lo eclesiástico se ha ido apoderando de lo eclesial, hasta fundirse y confundirse como una sola y misma realidad. Y durante esos siglos la realidad histórica y social del mundo ha ido variando tan lentamente que había que mirar grandes períodos temporales para poder establecer distinciones que tuvieran sentido. Desde la Revolución francesa, sin embargo, ese lento desarrollo se aceleró en proporción geométrica, hasta dar la impresión de que la Iglesia, con su lento proceder, era una maquinaria imponente de otros tiempos. Y cuando la comunidad eclesial quiso ponerse al día, para poder sobrevivir, aggionarse, la masa social de los fieles se quiso sumar entusiasmada a tan fausto acontecimiento. Pero, ¡ay!, los jerarcas y jefes, instalados en los más alto del poder, a tan impresionante altura separados de la realidad, que les entró el mal de vértigo, y van descubriendo con pavor y estupor que se han quedado solos, que lo eclesiástico ya no es lo eclesial sin más. Este es, para mí, el tremendo desafío, mucho más que un problema pasajero, por muy inquietante que puede parecer la falta de curas. Lo terrible, angustioso, y descorazonador, es la falta de fieles, la insalvable distancia que hay entre un clero anclado en sus tradiciones, en sus normas, y en la falsa seguridad de su Magisterio, y la gran asamblea de los bautizados sin Pastores, sí, con la imagen evangélica desgarradora “como ovejas sin Pastor”, un rebaño abandonado a su suerte, en una dejación tremenda y sacrílega de los ministros de la Comunidad cristiana, con su moral pusilánime y estrecha, con su cortedad de miras, con su práctica negación de la libertad evangélica. Con su abandono, más, con su traición, sí, y su desprecio del Evangelio. ¿Nos hemos preguntado con suficiente frecuencia e inquietud por qué, justamente, un Papa que, después de cientos de años, da signos inequívocos de fidelidad al mandato evangélico de Jesús, está siendo tan maltratado, tan vilipendiado, tan crucificado, por las altas esferas del poder en la Iglesia, tan poderosas, como para poner trabas, obstáculos y zancadillas al Pastor Supremo, sin que se levante un clamor, un rugido de rechazo y de vergüenza cristiana contra esos falsos poderosos? A la luz de la deconstrucción de la fe tradicional y de sus fundamentos teológicos, ¿es posible seguir siendo cristiano hoy? ¿Cómo superar el nihilismo ambiental y salir de un pensamiento deconstructivo? ¿Cómo se puede creer después de la muerte de Dios? ¿Es posible ser un cristiano no teísta? ¿Se puede reducir el cristianismo a una espiritualidad y un humanismo ético, sin que se pierda la continuidad con la fe tradicional? ¿Es posible afirmar al cristianismo como una oferta de sentido, sin plantearse la verdad del significado que se ofrece? ¿Se puede mantener la pretensión de universalidad y de salvación del cristianismo a pesar de que hoy tenemos un mayor conocimiento de las otras religiones? ¿Es posible una pretensión de absoluto en formulaciones y hechos que son siempre históricos y contingentes? Estas son algunas de las preguntas en el nuevo marco cultural, social y religioso que ha surgido a finales del siglo XX. Para responder a ellas hay que analizar el contexto social y cultural actual. La postmodernidad y la globalización caracterizan al tercer milenio. El simbolismo de la muerte de Dios está vinculado al creciente déficit de sentido, al nihilismo ontológico, cognitivo y moral de nuestras sociedades. La pluralidad y la carencia de fundamentos son constitutivos de la mentalidad postmoderna. La globalización genera la relativización de lo particular y arruina los sistemas con pretensiones de universalidad. Hago aquí una adaptación para FronterasCTR de algunos párrafos del capítulo V de mi obra, publicada recientemente en la Editorial Trotta, Las muertes de Dios. Ateismo y espiritualidad (Trotta, Madrid 2018). A esta obra me refiero para ampliación, clarificaciones, matices y referencia a las notas a pie de página.
La crítica de la modernidad llevó a la laicización del Estado y a la secularización de la sociedad, que generó la crisis de las religiones y la pérdida de irradiación de lo religioso en la cultura. Con la postmodernidad podemos hablar de una segunda secularización, que ha agravado la falta de correspondencia entre la sociedad y la cultura, por un lado, y las religiones por otra. El cristianismo tiene dificultades para echar raíces en la nueva sociedad democrática y pluralista de los últimos cincuenta años. La mentalidad científica ha desplazado a la religión, y con ella se ha impuesto una forma de conocimiento en que solo se puede hablar de aquello que es observable y comprobable empíricamente. Las propuestas que no pueden falsarse con hechos comprobables carecen de validez. A esto se añaden las consecuencias culturales de la “muerte de Dios” en la época de la postmodernidad. Se ha impuesto una inmanencia cerrada, que limita radicalmente las trascendencias intra mundanas de las utopías, las éticas y los proyectos de emancipación. En este marco, también lo sobrenatural y cualquier teología del más allá queda descalificada como especulación o proyección sin posibilidad de refrendo. Epistemológicamente podemos hablar de una cosmovisión cerrada, del cierre categorial para lo que trasciende lo comprobable. Hay una doble crisis de sentido y de fe, que es la otra cara del nihilismo. Cada vez es más difícil creer en algo o alguien y abrirse a que otra sociedad y forma de vida son posibles. La epistemología actual es más agnóstica que atea, aunque la primera sea frecuentemente un estadio para llegar a la segunda. Choca frontalmente con el sobrenaturalismo tradicional y con un modelo de religión y de iglesia de cristiandad. Además, las estructuras y doctrinas vigentes en las iglesias son obsoletas y no se adecuan a la situación actual. Persisten instituciones, creencias y rituales que corresponden a las antiguas sociedades de cristiandad. Al cambiar la antropología, la cultura y los proyectos de vida, ya no hay correspondencia entre las preguntas de los ciudadanos y las respuestas de las religiones. Los mismos valores humanos vinculados en sus orígenes al cristianismo, se han autonomizado y forman parte de la cultura. Ya no son específicos de las religiones y estas pierden capacidad de atracción y de ofrecer alternativas a lo establecido. Lo importante es ser buena persona y basta con el humanismo laico, ¿para qué hacen falta las religiones? Crece el número de los que “pasan” de religión, porque no ven qué puede ofrecer al progreso, incluso la ven como un obstáculo para una sociedad emancipada. No es solo el anticlericalismo del pasado ante una Iglesia aliada con los grupos dominantes, sino de ciudadanos que no ven qué pueden aportar las religiones. Hay un trasfondo de ateísmo práctico y desinteresado por lo religioso. La paradoja es que los ateos son estadísticamente minoritarios en la sociedad y sin embargo se impone el silencio sobre Dios. El silencio sobre lo religioso se impone socialmente En este marco es difícil justificar una teología postmoderna y lograr una teología pública, que pueda hablar cristianamente en términos seculares. Las preguntas propias del agnosticismo y del ateísmo, han pasado también a los que se consideran cristianos. La sensibilidad postmoderna ha sustituido las verdades objetivas por la subjetividad de las creencias. Hemos pasado del teocentrismo del pasado al antropocentrismo actual. La autonomía cognitiva personal se ha desplazado en favor del contexto sociocultural, que impregnan la subjetividad y constituyen el trasfondo de las creencias y deseos. Ya no hay experiencias fundadoras para avalar las doctrinas. Cualquier pretensión de absoluto, tanto secular como religiosa, es hoy impugnada. Hoy impera la deconstrucción y la crítica. Resulta más fácil cuestionar las propuestas, su fundamento y su verdad, que ofrecer alternativas válidas. El escepticismo y la increencia son mayoritarias, amparadas por la banalidad de ofertas de la sociedad de consumo y los medios de comunicación. Se impone el relativismo de las creencias y el pluralismo competitivo, por la imposibilidad de encontrar alguna que genere consenso. El eclecticismo postmoderno, que comenzó en el arte (en la arquitectura, literatura y pintura), se extiende también a la filosofía y a la religión. No hay hechos objetivos, sino interpretaciones que se imponen. Se rechaza todo lo que sea normativo en nombre de la tolerancia y la permisividad. Son virtudes cívicas necesarias en las sociedades plurales, pero necesitan el complemento de la crítica, porque las ideologías no son respetables, aunque lo sean las personas. Podemos hablar de una crisis de civilización en una época histórica de cambio, en la que subsiste pero decae la cultura heredada del pasado y todavía no se ha constituido la emergente. Sabemos más lo que no queremos que hacia dónde dirigir nuestras expectativas. Pero hay muchos que rechazan el horizonte del consumismo y la sociedad de mercado, y buscan un sentido humanista para sus vidas. Las muertes de Dios Una práctica del cristianismo como religión débil En este marco surgen distintas propuestas para responder a la coyuntura presente. Una de ellas es la del cristianismo como una religión débil, básicamente ética, que corresponda a la cultura postmoderna. Destaca Gianni Vattimo, muy influido por Nietzsche y Heidegger como precursores de la postmodernidad. La muerte de Dios, que ha dejado de ser la referencia última para la conducta y el modo de vida lleva consigo una ontología débil y un cambio de creencias. La hermenéutica es el lenguaje de la nueva época en que vivimos, con pluralidad de relatos, tradiciones que son piezas de museo y una minusvaloración del pasado. En este contexto, Vattimo replantea el significado de la religión, en concreto del Cristianismo, su papel actual en la sociedad y las aportaciones que puede ofrecer a la cultura y la sociedad. No se trata de superar la religión (“Überwindung”) sino de “retorcerla”, de cambiarla para adaptarla al nuevo modelo de sociedad que se ha creado en los últimos cincuenta años. Lo normativo no es el cristianismo, sino la sociedad, a la que hay que adaptarse, eliminando los dogmas de la religión. Como se no se puede vivir sin una cosmovisión, a pesar de las críticas a los grandes relatos, se asume la cristiana, a costa de transformar sus contenidos. De acuerdo con la mentalidad de la postmodernidad se rechazan los contenidos doctrinales fuertes. Como no hay verdad última no se puede afirmar que Dios exista, porque se trata de una afirmación metafísica obsoleta, sin referencias objetivas. Consecuentemente hay que superar, con Nietzsche, el Dios moral y dejar que la ciencia acabe con la divinidad platónica de lo sobrenatural. Es lo que le permite la doble afirmación de que “soy ateo por la gracia de Dios” y de presentar la religión como “creer que se cree”. La muerte de Dios arrastra cualquier pretensión de absoluto y Vattimo invalida también el ateísmo militante, ya que esa forma de ateísmo es también metafísica y con pretensiones fuertes de verdad. El ateísmo que lucha contra las religiones y sus creencias pierde fuerza, como todos los grandes relatos del pasado. El ateísmo no puede ser una anti-religión materialista, con pretensiones de verdad y de normatividad parecidas a las de la religión que combate. Según él, el agnosticismo y la relatividad de las creencias es lo más acorde con la época postmoderna, dado que el mundo no tiene estructuras permanentes y estables. La alternativa es lo divino encarnado en lo humano, que diluye la trascendencia en lo intrahistórico, y está presente en todas las religiones. Hay que interpretar las “metáforas religiosas”, manteniendo su simbolismo y su retórica espiritual, pero transformando sus contenidos doctrinales y morales. Vattimo enfatiza el carácter interpretativo y procesual de la verdad, siempre dada históricamente. La religión se acerca a la poesía e impregna la vida, dando motivaciones e inspirando formas de actuación. Se trata de un cristianismo “kenótico”,en el que se rebajan las pretensiones de la divinidad y con ellas el potencial de violencia de lo religioso. Esta debilidad confesional convierte las tradiciones en “recuerdos peligrosos”, en “chispazos del bien”, en propuestas más que verdades objetivas. La alternativa de Vattimo es la de un cristianismo “no religioso”, frente al cual se mantiene siempre la libertad, a costa de las pretensiones normativas. No se puede hablar de una religión verdadera y hay que rechazar toda pretensión de exclusividad. La verdad es siempre plural, se ubica en la diversidad de las religiones y obliga a un diálogo entre ellas. La salvación y el sentido son contingentes, rechazando cualquier pretensión de trascendencia vertical. Pero al debilitar al cristianismo hay que plantear si se pierde su pretensión fuerte de ser revelación divina, con lo que dejaría de ser el cristianismo. El principio fundamental es el de la “caridad”, al que Vattimo subordina el de “verdad”, tanto en el ámbito teórico como en el práctico. Hay que renunciar a las pretensiones de los grandes relatos, en favor del saber histórico, contingente y relativo, que da prioridad a lo que significan las cosas en cada momento, más que a lo que son en sí mismas. Por eso critica las instancias de poder y autoridad religiosa, que son las que exigen cumplir lo normativo. Para él, ser miembro de una religión es una forma de pertenecer a una cultura, porque el cristianismo es un mero subsistema cultural. Lo positivo del cristianismo está en su capacidad desacralizadora, en su capacidad para mantener la esperanza, en la productividad cultural de sus interpretaciones y en el valor que da a la propia conciencia, que hay que anteponer a cualquier mandamiento divino. También habla de una ontología de la piedad, consonante con la ontología de la decadencia de la época actual. Por eso no pretende creer, sino cree que cree. Pero su metafísica débil se convierte en fuerte, cuando pretende darle consistencia y validez universal. Se trataría de una hermenéutica “verdadera”, que recaería en los peligros de la metafísica fuerte. Esta relativización del cristianismo correspondería a la ausencia última de criterios válidos, tanto cognitivos como morales. La “humillación de Dios”(‘Kenosis’), que en la tradición cristiana implica la encarnación, se convierte en una devaluación de lo divino y renunciar a cualquier pretensión de validez ultima. Hay que asumir las consecuencias de la muerte de Dios, sin expectativas de verdad o sentido último. Vattimo se mueve en una doble dinámica, elimina cualquier referencia objetiva y normativa, subrayando la subjetividad e historicidad de nuestras comprensiones. Pero defiende una doctrina desde la que critica el antropocentrismo, las construcciones subjetivas y la inconsistencia de todas las convicciones y motivaciones. Su crítica se vuelve contra él y sus pretensiones de verdad. Cuando se le pregunta por la validez de su propia interpretación, comparándola con otras, indica que solo tiene mayor congruencia y adaptación a las necesidades actuales. No hay un plus objetivo de su propia hermenéutica, sino que coyunturalmente encaja con la sociedad en la que vivimos. Se atiene a la congruencia con la sociedad, a la que se sacrifican las pretensiones de verdad de la religión. En lugar de transformar la sociedad desde las convicciones religiosas, se alteran para que se acomoden a ella, optando por la integración más que por la transformación. El cristianismo es un mero humanismo y la crítica religiosa queda neutralizada, al reformarla para adaptarla. Privatización y socialización de un cristianismo débil Su cristianismo débil, como su concepción de la iglesia, carece de pretensiones fuertes y es susceptible de la privatización de la religión. Para abolir el potencial autoritario de la religión, hay que renunciar a cualquier pretensión de ultimidad, del mismo modo que la moral rechaza cualquier apelación a la naturaleza (cósmica y humana), al consenso social (en una época de pluralidad) y a cualquier postulado normativo (la dignidad y los derechos). Solo queda el principio de caridad, que a su vez postula la permisividad, pero a costa de las pretensiones de verdad y de normatividad. No hay tampoco referencias a la dinámica escatológica del cristianismo. Ya no se puede hablar de un proyecto de salvación que quiere cambiar al ser humano y a la sociedad, el reinado de Dios, y se tiende a una equiparación de todas las religiones, no solo en cuanto que tengan los mismos derechos en la sociedad, sino en cuanto que se relativizan los contenidos de todas. Se trata de una “rendición cognitiva” del cristianismo, de un recorte de sus pretensiones cognitivas y morales, y de una individualización de la fe cristiana. No hay teo-logía en sentido estricto, ya que la fe en Dios se reemplaza por la fe en el hombre. El principio de encarnación, lo divino presente en lo humano, se transforma ahora en renuncia y en una trascendencia intrahistórica. Hay que mundanizar la salvación, desacralizarla, disolverla. Se siguen las pautas de un cristianismo reducido a ética, en la línea de Kant, pero sin su esperanza última de sentido. El cristianismo equivale a un credo humanista y la opción de fe es una opción individual y preferencial más, entre otras muchas. El humanismo de inspiración cristiana se convierte en una alternativa a la religión cristiana. HUMANISMOS Y ESPIRITUALIDADES LAICAS Junto a los intentos de transformar el cristianismo, están las ideologías que buscan apropiarse del cristianismo y de sus contenidos, rechazando las referencias a Dios y cualquier instancia sagrada. Son corrientes que tienen como denominador común la idea de que ha comenzado la etapa del final de las religiones y que hay que buscarles sustitutos. El declive de las religiones plantea nuevas exigencias, que hay que resolver con formas de trascendencia intra mundana, porque no hay sociedad sin religión, pero sí sin Dios. Hablan de una espiritualidad atea pero religiosa; de la supervivencia de lo religioso después de las religiones; del humanismo postcristiano y de la espiritualidad laica y atea: “Yo podría llamarme ‘cristiano ateo’. (…) Me gusta más llamarme, y la expresión es de Spinoza, ‘fiel al espíritu de Cristo’, al menos intento serlo. (…) Ser un ateo fiel no es creer en Dios, ni en cualquier otra vida después de la muerte, sino permanecer fiel, en efecto, a esos grandes valores de la humanidad que una gran parte de este planeta han vivido a través de la tradición judeocristiana”. La apropiación laica de los valores emocionales del cristianismo Se impone la tendencia a apropiarse de contenidos cristianos, que sirven de inspiración, pretendiendo, al mismo tiempo, superar a la religión cristiana. La mezcla de ateísmo post cristiano y de espiritualidad laica, transforma secularmente el hecho religioso. Se busca el sentido sin Dios, transformando el concepto religioso de ‘agape’ y el de sentido, como vida cumplida y humanismo realizado. Hay que recepcionar el cristianismo desde el humanismo inmanente. El individuo se salva en la sociedad como totalidad objetiva y los deseos de trascendencia que perduran no pueden servir de fuente para una moral. La clave está en la espiritualidad, más que en la religión, porque la segunda tiene exigencias, creencias y prácticas mucho más exigentes que la primera. El rechazo postmoderno de la institucionalidad, y con ella de las iglesias, se une al de los grandes relatos, buscando una espiritualidad que se mueva en el ámbito de las experiencias más que de las doctrinas. En la “época de lo light” sobran las religiones con contenidos exigentes y son bienvenidas las corrientes con más capacidad de acomodación y de integración. A esto hay que añadir la orientación hacia el individuo y el realce de lo privado, interior y contemplativo. Se aceptan los “maestros”, que solo pretenden una autoridad moral y se rechazan las jerarquías institucionales de las religiones, por miedo a sus dinámicas autoritarias. Según Gauchet, hoy se consuma el final de la estructuración religiosa del mundo, pero no de las creencias religiosas; muere el cristianismo sociológico, no el individual, el cual mantiene su núcleo antropológico; y subsiste la pasión por lo invisible y lo religioso sin religión. Se ha pasado de una economía de participación, en la que lo sagrado lo dominaba todo, a una de separación que posibilita la autonomía del individuo. Cuanto más trascendente es la divinidad más lejana está, y mayor es el espacio del hombre en la historia. La religión deja de estructurar la sociedad y el cristianismo se convierte en la religión del final de la religión. La pregunta que surge es si las instancias trascendentales horizontales pueden prescindir de las verticales, y no acaban sustituyéndolas y sacralizándose. El mundo desencantado es propicio a las instancias sacralizadoras y a las ideologías totalitarias que generan. Y entonces la fe en Dios puede resurgir como instancia crítica y anti idolátrica. La religión, contra los que buscan privatizarla, puede ser una instancia que se oponga al autoritarismo del Estado, como lo ha sido respecto del fascismo y del comunismo y como ocurre en el tercer mundo. Gauchet propone la salida de la religión, no su evolución, en favor de una democracia atea, en la que no hay una estructuración religiosa de la sociedad. Pero se mantienen las creencias religiosas, porque siempre hay consustancialidad entre sociedad y religión. La apelación a Dios, el absoluto de las religiones, se convierte en una opción social preferencial, en una referencia relativa más. Muere el cristianismo sociológico, pero no el individual y se afianza lo religioso sin religión porque persiste la búsqueda de lo trascendente e invisible Lo religioso subjetivo permanece en el pensamiento y en la imaginación, vinculado a la búsqueda de sentido. Gauchet rehúsa las categorías tradicionales religiosas (sacrificio, salvación, deber, etc.), porque teme que haya intentos de retorno de la religión, pero busca salvar los contenidos y valores absolutos que transmiten. El carácter ecléctico y sincretista de estas tradiciones facilita que todos encuentren en ellas elementos positivos para aminorar las críticas. Se trata de una espiritualidad laicista, que busca responder a la demanda de sentido y de valores humanos que existe en nuestras sociedades desarrolladas. Nuevos horizontes laicos de esperanza: utopías humanitarias Es una corriente plural que se dirige a las personas que no encuentra respuestas suficientes en los logros de nuestra sociedad de consumo. Se busca la trascendencia en la inmanencia de lo humano, dentro de los límites de la contingencia y lo finito. Las utopías humanitarias son la nueva versión del trascendentalismo, una vez que se ha perdido el concepto de salvación de las religiones. Se trata de ofrecer proyectos de vida y valores por los que merezca la pena luchar, teniendo como horizonte el legado que hay que dejar a las generaciones posteriores. El humanitarismo, la igualdad y la revalorización de la persona son las claves de la espiritualidad secular. Al asumir la finitud y el divorcio trágico entre ser y sentido, queda una ‘mística de la inmanencia’, una trascendencia en el presente, que sustituye a la cristiana. La cercanía de este humanismo con el cristianismo facilita tender puentes y colaborar en tareas comunes, sobre todo con cristianos progresistas, abiertos y dialogantes. Pero también tiende a marginar las diferencias y facilitar la pérdida de los rasgos específicos del cristianismo. La colaboración fácilmente desemboca en absorción, a costa de la identidad cristiana. El hecho de que ateos asuman los valores cristianos, puede ayudar también a refrendar la valía de las tradiciones religiosas. Se desacraliza lo sagrado religioso, al mismo tiempo que se sacralizan las libertades individuales y la realización personal. El cuerpo y los sentimientos se revalorizan, en línea con el predominio de lo vivencial y experiencial. La ética es también el eje estructural de esta espiritualidad laica, que quiere ocupar el lugar que han dejado vacío las religiones. Se acepta la teología y las tradiciones religiosas como ideologías y testimonio del pasado, que pueden enriquecer las propuestas actuales, pero sin que tengan función alguna de fundamentación ni de legitimación. Por un lado hay una humanización de lo divino, siendo el hombre-dios el símbolo por antonomasia de esa síntesis, pero manteniendo el carácter ilusorio y proyectivo de las imágenes tradicionales de Dios. Ya no se trata de ser salvado, como en las religiones, sino de cómo salvarse cada uno. La divinización de lo humano, implica el retorno de las éticas, aunque debilitadas por su carencia de fundamento y de universalidad. Ya no son éticas del deber, como la kantiana, sino más bien utilitarias y procedimentales. Más que de verdad hay que hablar de autenticidad, que es la otra cara del derecho a la diferencia, a ser uno mismo y a aceptarse y gustarse tal y como se es. Por eso hay que luchar por una vida realizada, más individual y privada que colectiva y pública, en una época en la que hay un eclipse de los ideales del siglo pasado (Dios, la patria, el progreso, etc.). El sentido en la vida, sustituye al sentido de la vida, que las religiones ponen más allá de la muerte. Son humanismos de protesta, porque se ha consumado la laicidad social y se ha impuesto un materialismo hedonista y radical, en el que la realización de los deseos genera frustración y desencanto, más que plenitud. Después de la religión, que Ferry ve como una etapa superada, se abole la trascendencia de la moral, de la política y de las utopías. Solo queda implementar la vida buena con un nuevo humanismo secular, que nunca se especifica ni se fundamenta. Queda, como en el caso de Vattimo, una apelación genérica al amor, como horizonte de creatividad y sentido. Ante la competitividad social, sin un proyecto que la canalice, y un dominio técnico abocado al consumismo, Ferry alega en favor de la vida privada y de la familia como horizonte de humanización y de trascendencia. Desde su visión negativa de la sociedad, no encuentra en ella un consenso para asumir valores y derechos basados en la dignidad humana. Pero sin ellos no es posible el humanismo, con lo que resurge de forma secularizada la imagen de una divinidad externa que se comunica: “Hablo en cambio, del hecho que está en cuestión en las discusiones con los verdaderos materialistas, es decir, de esa trascendencia que está en el corazón de la humanidad; propiamente hablando, de ese “sobrenatural” que, en efecto, me parece ser lo propio del hombre y que lo hace capaz de una cierta ‘disposición metafísica’”. Se puede calificar este humanismo de espiritual y tradicional respecto de los proyectos emancipadores modernos, sin que quede a veces claro en qué se diferencia del tradicionalismo religioso y cómo puede ubicarse y desarrollarse en las sociedades postmodernas. La espiritualidad humanista muestra la fecundidad del cristianismo y su capacidad de inspiración, incluso cuando hay un distanciamiento de él. No se puede comprender la historia de Occidente sin las tradiciones cristianas, que han fecundado la cultura en el pasado y subsisten en el presente, incluso cuando se da una crisis del cristianismo. Que los cristianos encuentren compañeros de viaje con los que comparten valores comunes, facilita por un lado la salida del cristianismo en favor de un humanismo sin Dios. Por otro lado confirma la religión y su fecundidad, que a veces reconocen más los no cristianos que ellos mismos. Un humanismo espiritual pero no religioso puede también ayudar a una remodelación de la religión, excesivamente sofocada en su espiritualidad por las estructuras institucionales y la carga dogmática y jurídica. El resurgimiento de la carismaticidad, de la comunidad y de los laicos en las iglesias puede ser también facilitado por la espiritualidad no religiosa. CONCLUSIÓN: LA BÚSQUEDA DE SENTIDO COMO APROPIACIÓN DE LO RELIGIOSO Ante una valoración negativa del progreso y de los riesgos que ha generado la postmodernidad hay una búsqueda de sentido, que es básicamente una apropiación de lo religioso.. Solo se ofrece un horizonte posibilista de futuro, no una La pérdida de influencia del cristianismo no implicaría la ausencia de lo sagrado, que retorna desde tradiciones que habían sido desbancadas por él. Se reconoce también que las corrientes que hoy luchan contra el cristianismo han surgido de una cultura cristiana. Y se rechaza el sometimiento a Dios, aunque se reconoce que la obediencia se ha desplazado a instancias mundanas como el Estado y la sociedad de mercado. Se valora lo religioso en el hombre, incluso como constitutivo de la naturaleza humana, lo cual explicaría la pervivencia de las religiones en la historia de la humanidad. Pero ahora lo religioso se canalizaría fuera de ellas, y se vería solo como creación subjetiva y opción personal. Las cuestiones límites siguen planteándose, pero sin Dios ni los componentes institucionales que acompañan la oferta de las religiones. Lo trascendente está inscrito en las búsquedas humanas, aunque no haya claridad sobre su realidad constitutiva. Como no hay fundamentos, tampoco los hay para las versiones secularizadas que no vinculan la realización humana a la fe en Dios meta o un fin último de la historia. Y esto implica a la fe y a la libertad, se crea o no en Dios. Las religiones, en concreto el cristianismo, no han sido pasivas ante los cambios. Han asumido los presupuestos sociales, culturales e ideológicos de la muerte de Dios y han buscado adaptarse a la nueva situación. Habría que responder a los retos de la secularización, el laicismo y la postmodernidad abriéndose a nuevas influencias, que incidieran en la estructuración del cristianismo. Cuanto más racionalista y pragmática es la sociedad, más añoranza hay por ideologías y tradiciones compensatorias. Los idealismos y espiritualismos actuales son el equivalente de las corrientes románticas y vitalistas del siglo XIX. En ambos casos se reacciona contra la sociedad científico-técnica, el pragmatismo y el naturalismo, y la crisis de las metafísicas, de las éticas y de las religiones. La insistencia en los factores materiales y en los condicionamientos externos de las creencias y de los deseos, ha agudizado la necesidad de centrarse en la experiencia interior, en las vivencias y en el mundo de los deseos. Las nuevas teologías son también un exponente de la globalización, del influjo de otras tradiciones culturales que irrumpen en Occidente, con especial repercusión en el campo religioso. Al cambiar el panorama religioso con la irrupción de nuevas religiones, confesiones, sistemas de creencia y rituales, se hace necesaria una nueva teología de las religiones y se cuestiona el casi monopolio que ha tenido el cristianismo en Occidente. A esto nos referiremos en un próximo artículo, elaborado también para FronterasCTR, que será publicado próximamente. En toda vida humana hay situaciones y momentos en que experimentamos el desencanto como un cansancio espiritual, como una fatiga del alma que no quiere saber más de los problemas que ocasionaron ese desencanto. Me parece, por lo que converso y escucho a diversas personas, que algo así parece instalarse en la vida de mucha gente ante tantos problemas de nuestra sociedad que parecen no tener solución, o que no se percibe una voluntad política ni social para enfrentarlos, o que cada día llegan noticias que nos abruman haciendo exclamar “¡lo que nos faltaba!”.
También ese desencanto parece instalarse en muchos católicos ante las complejas situaciones que vive nuestra Iglesia. Es un cansancio del alma que nos duele, que a algunos los tienta de abandonar lo que han amado y por lo cual han luchado, que a otros los repliega defensivamente sobre sí mismos, y a otros los mueve a la crítica ácida, para la cual parecen abundar los motivos. Cuando nos atrapa el desencanto con su fuerza succionadora -tanto a nivel de la sociedad como a nivel eclesial- se va manifestando la decepción ante esperanzas que se tenía, el cansancio de los esfuerzos realizados, la dificultad de imaginar con creatividad otras posibilidades distintas, y -también- aparece el propio egoísmo que nos tienta a encerrarnos en nosotros mismos y en nuestras propias búsquedas del bienestar. En el desencanto nos llenamos de preguntas: ¿qué hacer, hacia dónde volver la mirada?, ¿vale la pena seguir buscando, trabajando, luchando por eso que he amado?, ¿me atreveré a volver a creer en otras personas y volver a confiar? El desencanto puede manifestarse en todas las áreas de la vida, en todo lo que puede ser amado y dejar de ser amado: relaciones de amistad, vida matrimonial, relaciones con los hijos y otros vínculos familiares, vida eclesial, relaciones en el ambiente laboral o económico, expectativas de cambios sociales, etc… Quisiera contar a los lectores que no son creyentes y recordar para los lectores que son cristianos y viven este cansancio del alma ante las situaciones de la Iglesia, que el Señor Jesús también vivió muchas situaciones “desencantantes”. Las vivió con sus familiares y amigos de Nazaret, que lo rechazaron y hasta pensaron que estaba fuera de sí; con la gente que lo busca y que luego lo abandonan y lo rechazan; con algunas personas -como el “joven rico”- que luego de manifestar su decisión de entrega entusiasta, se repliegan en intereses personales; con los habitantes de Jerusalén que lo saludaron con una entrada triunfal en la ciudad y luego pidieron que sea crucificado; con los dirigentes políticos y religiosos del pueblo judío. También el Señor Jesús vivió situaciones “desencantantes” -y probablemente fueron las más duras- con el grupo cercano de sus discípulos, que parecían no entender nada; que cuando El les hablaba de entregar la vida, ellos discutían quién de ellos era el más importante, que cuando El les hablaba del perdón, ellos querían hacer llover fuego del cielo sobre los que consideraban sus adversarios; que cuando El los llamaba “hermanos y amigos”, ellos lo abandonaron. No es difícil imaginar el desencanto de la traición de Judas y de las negaciones de Pedro Pero, es muy importante ver en los evangelios que el Señor Jesús no se dejó atrapar por la fuerza succionadora del desencanto, sino que permaneció en la misión que le daba sentido a su vida. Cuando lo rechazan en su propio pueblo, sigue su camino y se dirige a otros lugares. Cuando quieren apartarle de su misión y tenderle trampas, enfrenta con claridad a esas personas. Cuando todo se vuelve oscuro y confuso, permanece confiado en el amor de su Padre y en la misión que de El ha recibido. Cuando sus discípulos lo traicionan, lo abandonan y reniegan de El, los perdona y les renueva toda su confianza. El Señor Jesús enfrentó la fuerza succionadora del desencanto y continuó su camino de vida entregada hasta el final, lo hizo desde su experiencia de total confianza en el amor del Padre y en la convicción que nada ni nadie lo podía separar de ese amor y de la misión recibida. Esa es la misma experiencia y convicción que se renueva en la fe de los cristianos: “nada ni nadie nos podrá separar del amor de Dios…”. Cuando ronda el desencanto en la sociedad y en la vida eclesial, es el tiempo de hacer relucir las convicciones sólidas y profundas; sólo desde ellas es posible mirar con esperanza y trabajar con pasión por hacer brotar algo que sea nuevo y mejor. Comenzamos el “tiempo ordinario”. El bautismo es el primer acontecimiento que los evangelios nos narran de la vida de Jesús. Es además, el más significativo desde su nacimiento hasta su muerte. Lo importante no es el hecho en sí, sino la carga simbólica que el relato encierra. El bautismo y las tentaciones hablan de la profunda transformación que produjo en él una experiencia que se pudo prolongar durante años. Jesús descubrió lo que Dios era para él y lo que tenía que ser él para los demás. Descubrió el sentido de su vida.
Los cuatro evangelistas resaltan la importancia que tuvo para Jesús el encuentro con Juan el Bautista y el descubrimiento de su misión y; a pesar de que es un reconocimiento de cierta dependencia de Jesús con relación a Juan. Ningún relato nos ha llegado de los discípulos de Juan. Todo lo que sabemos de él lo conocemos a través de los escritos cristianos. Si lo han narrado todos los evangelistas, a pesar de que se podía interpretar como una subordinación a Juan, quiere decir que tiene unas posibilidades muy grandes de ser histórico. Celebramos hoy el verdadero nacimiento de Jesús. Él mismo nos dijo que el nacimiento del agua y del Espíritu era lo importante. Si seguimos celebrando con mayor énfasis el nacimiento carnal, es que no hemos entendido el mensaje evangélico. Nuestra religión sigue empeñada en que busquemos a Dios donde no está. Dios no está en lo que podemos percibir por los sentidos. Dios está en lo hondo del ser y allí tenemos que descubrirlo. El bautismo de Jesús tiene un hondo calado en todos los evangelios, porque el relato nos lanza más allá de lo sensible. Marcos y Juan comienzan su evangelio con el bautismo. Lc no da ninguna importancia al hecho del bautismo. Destaca los símbolos: Cielo abierto, bajada del Espíritu y voz del Padre. Imágenes que en el AT están relacionadas con el Mesías. Se trata de una teofanía. Según aquella mentalidad, Dios está en los cielos y tiene que venir de allí. Abrirse los cielos es señal de que Dios se acerca a los hombres. Esa venida tiene que ser descrita de una manera sensible, para poder ser percibida. Lo importante no es lo que sucedió fuera, sino lo que vivió Jesús dentro de sí mismo. Jn no narra el bautismo, lo da por supuesto y habla directamente de la presencia del Espíritu en Jesús. El gran protagonista de la liturgia de hoy es el Espíritu. En las tres lecturas se hace referencia directa a él. En el NT el Espíritu es entendido a través de Jesús; y a la vez, Jesús es entendido a través del Espíritu. Esto indica hasta qué punto se consideran mutuamente implicados. Comprenderemos esto mejor si damos un repaso a la relación de Jesús con el Espíritu en los evangelios, aunque no en todos los lugares “espíritu” se refiere a lo mismo. Marcos:1,10 Vio rasgarse los cielos y al Espíritu descender sobre él. 1,12 El Espíritu lo impulsó hacia el desierto. Mateo: 3,16 Se abrieron los cielos y vio el Espíritu de Dios que bajaba como paloma. Lucas: 3,22 El Espíritu Santo bajó sobre él en forma corporal como una paloma. 4,1 Jesús salió del Jordán lleno del Espíritu Santo. 4,14 Jesús, lleno de la fuerza del Espíritu, regresó a galilea. 4,18 El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Juan:1,32 Yo he visto que el Espíritu bajaba del cielo y permanecía sobre él. 1,33 Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu, es quien bautiza con E. S. y fuego. 3,5 Nadie puede entrar en el Reino, si no nace del agua y del Espíritu. 6,63 El Espíritu es el que da vida, la carne no sirve de nada. También hay que recordar que estamos hablando de la experiencia de Jesús como ser humano, no de la segunda o de la tercera persona de la Trinidad. Lo que de verdad nos debe importar a nosotros es el descubrimiento de la relación de Dios para con él, como ser humano, y la respuesta que el hombre Jesús dio a esa toma de conciencia. Lo singular de esa relación es la respuesta de Jesús a esa presencia de Dios-Espíritu en él. En contra de lo que siempre se nos ha dicho, el bautismo no es la prueba de la divinidad de Jesús, sino la prueba de una verdadera humanidad. Un ser humano que afronta sus limitaciones y ora. En el discurso de Jn en la última cena, Jesús hace referencia al Espíritu que les enviará, pero también les dice que no les dejará huérfanos. Esas dos expresiones hacen referencia a la misma realidad. También dice que el Padre y él vendrán y harán morada en aquel que le ama. Jesús se siente identificado con Dios, que es Espíritu. No tenemos datos para poder adentrarnos en la psicología de Jesús, pero los evangelios no dejan ninguna duda sobre la relación de Jesús con Dios. Fue una relación personal. Se atreve a llamarle Abba, (papá) cosa inusitada en su época y aún en la nuestra. Hace su voluntad; Le escucha siempre; etc. Todo el mensaje de Jesús se reduce a manifestar su experiencia de Dios. El único objetivo de su predicación fue que también nosotros lleguemos a esa misma experiencia. La comunicación de Jesús con su "Abba" no fue a través de los sentidos ni a través de un órgano portentoso. Se comunicaba con Dios como nos podemos comunicar cualquiera de nosotros. Ningún hilo telefónico especial. Tenemos que descartar cualquier privilegio en este sentido. A través de la oración, de la contemplación el Hombre Jesús descubrió quién era Dios para él. Lc dice que esa manifestación de Dios en Jesús se produjo “mientras oraba”. El descubrimiento de esa presencia nace sencillamente de su conciencia de criatura. Dios como creador está en la base de todo ser creado, constituyéndolo en ser. Yo soy yo porque soy de Dios. Todo lo que tengo de positivo me lo está comunicando Dios; es el mismo ser de Dios en mí. Solo una cosa me diferencia de Dios; mis limitaciones. Esas sí son mías y hacen que yo no sea Dios, ni criatura alguna que pueda identificarse absolutamente con Dios. Lo importante para nosotros es intentar descubrir lo que pasó en el interior de Jesús y ver hasta qué punto podemos nosotros aproximarnos a esa misma experiencia. La experiencia de Dios que tuvo Jesús no fue un chispazo que sucedió en un instante. Más bien tenemos que pensar en una toma de conciencia progresiva que le fue acercando a lo que después intentó transmitir a los discípulos. Los evangelios no dejan lugar a duda sobre la dificultad que tuvieron los primeros seguidores de Jesús para entender esto. Eran todos judíos y la religiosidad judía estaba basada en la Ley y el templo, es decir, en una relación puramente externa con Dios. Para nosotros esto es muy importante. Una toma de conciencia de nuestro verdadero ser no puede producirse de la noche a la mañana. ¿Cómo interpretaron los primeros cristianos, todos judíos, este relato? Dios, desde el cielo, manda su Espíritu sobre Jesús. Para ellos Hijo de Dios y ungido era lo mismo. Hijo de Dios era el rey una vez ungido; el sumo sacerdote, también ungido; el pueblo elegido por Dios. Lo más contrario a la religión judía era la idea de otro Dios o un Hijo de Dios. ¿Cómo debemos interpretar nosotros esa interpretación? Hoy tenemos conocimientos suficientes para recuperar el sentido de los textos y salir de una mitología que nos ha despistado durante siglos. Jesús es hijo de Dios porque salió al Padre, imitó en todo al Padre, le hizo presente en todo lo que hacía. Pero entonces también yo puedo ser hijo como lo fue Jesús. Meditación Jesús nació del Agua y del Espíritu. Este segundo nacimiento dará a luz mi verdadero ser. Ya está en mí, pero tengo que descubrirlo. No te identifiques con tus limitaciones. Tus fallos son carencias, pero tú eres lo positivo que hay en ti. Un ejercicio sencillo y una sorpresa
Imagina todo lo que has hecho o te ha ocurrido desde que tenías doce años hasta los treinta (suponiendo que hayas llegado a esa edad). Si escribes la lista necesitarás más de una página. Si la desarrollas con detalle, saldrá un libro. La sorpresa consiste es que de Jesús no sabemos nada durante casi veinte años. Según Lucas, cuando subió al templo con sus padres tenía doce años de edad; cuando se bautiza, “unos treinta”. ¿Qué ha ocurrido mientras tanto? No sabemos nada. Cualquier teoría que se proponga es pura imaginación. Este silencio de los evangelistas resulta muy llamativo. Podían haber contado cosas interesantes de aquellos años: de Nazaret, con sus peculiares casas excavadas en la tierra; de la capital de la región, Séforis, a sólo 5 km de distancia, atacada por los romanos cuando Jesús era niño, y cuya población terminó vendida como esclavos; de la construcción de la nueva capital de la región, Tiberias, en la orilla del lago de Galilea, empresa que se terminó cuando Jesús tenía poco más de veinte años. Nada de esto se cuenta; a los evangelistas no les interesa escribir la biografía de su protagonista. Pero más llamativo que el silencio de los evangelistas es el silencio de Dios. Al profeta Samuel lo llamó cuando era un niño (según Flavio Josefo tenía doce años); a Jeremías, cuando era un muchacho y se sentía incapaz de llevar a cabo su misión; a Isaías, con unos veinte años. ¿Por qué espera hasta que Jesús tiene “unos treinta años”, edad muy avanzada para aquella época? No lo sabemos. “Los caminos de Dios no son nuestros caminos”. Buscando explicaciones humanas, podríamos decir que Isaías y Jeremías tenían como misión transmitir lo que Dios les dijese; Jesús, en cambio, además de esto formará un grupo de seguidores, será para ellos un maestro, “un rabí”, algo que no puede ser con veinte años. Pero esto no soluciona el problema. Seguimos sin saber qué hizo Jesús durante tan largo tiempo. Para los evangelistas, lo importante comienza con el bautismo. El bautismo de Jesús Es uno de los momentos en que más duro se hace el silencio. ¿Por qué Jesús decide ir al Jordán? ¿Cómo se enteró de lo que hacía y decía Juan Bautista? ¿Por qué le interesa tanto? Ningún evangelista lo dice. Lucas sigue muy de cerca al relato de Marcos, pero añade dos detalles de interés: 1) Jesús se bautiza, “en un bautismo general”; con ello sugiere la estrecha relación de Jesús con las demás personas; 2) la venida del Espíritu tiene lugar “mientras oraba”, porque Lucas tiene especial interés en presentar a Jesús rezando en los momentos fundamentales de su vida, para que nos sirva de ejemplo a los cristianos. Por lo demás, Lucas se atiene a los dos elementos esenciales: el Espíritu y la voz del cielo. La venida del Espíritu tiene especial importancia, porque entre algunos rabinos existía la idea de que el Espíritu había dejado de comunicarse después de Esdras (siglo V a.C.). Ahora, al venir sobre Jesús, se inaugura una etapa nueva en la historia de las relaciones de Dios con la humanidad. Porque ese Espíritu que viene sobre Jesús es el mismo con el que él nos bautizará, según las palabras de Juan Bautista. La voz del cielo. A un oyente judío, las palabras «Tú eres mi Hijo querido, mi predilecto» le recuerdan dos textos con sentido muy distinto. El Sal 2,7: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy», e Isaías 42,1: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero». El primer texto habla del rey, que en el momento de su entronización recibía el título de hijo de Dios por su especial relación con él. El segundo se refiere a un personaje que salva al pueblo a través del sufrimiento y con enorme paciencia. Lucas quiere evocarnos las dos ideas: dignidad de Jesús y salvación a través del sufrimiento. El lector del evangelio podrá sentirse en algún momento escandalizado por las cosas que hace y dice Jesús, que terminarán costándole la muerte, pero debe recordar que no es un blasfemo ni un hereje, sino el hijo de Dios guiado por el Espíritu. El programa futuro de Jesús Pero las palabras del cielo no sólo hablan de la dignidad de Jesús, le trazan también un programa. Es lo que indica la primera lectura de este domingo, tomada del libro de Isaías (42,1-4.6-7). El programa indica, ante todo, lo que no hará: gritar, clamar, vocear, que equivale a amenazar y condenar; quebrar la caña cascada y apagar el pabilo vacilante, símbolos de seres peligrosos o débiles, que es preferible eliminar (basta pensar en Leví, el recaudador de impuestos, la mujer sorprendida en adulterio, la prostituta…). Dice luego lo que hará: promover e implantar el derecho, o, dicho de otra forma, abrir los ojos de los ciegos, sacar a los cautivos de la prisión; estas imágenes se refieren probablemente a la actividad del rey persa Ciro, del que espera el profeta la liberación de los pueblos sometidos por Babilonia; aplicadas a Jesús tienen un sentido distinto, más global y profundo, que incluye la liberación espiritual y personal. El programa incluye también cómo se comportará: «no vacilará ni se quebrará». Su misión no será sencilla ni bien acogida por todos. Abundarán las críticas y las condenas, sobre todo por parte de las autoridades religiosas judías (escribas, fariseos, sumos sacerdotes). Pero en todo momento se mantendrá firme, hasta la muerte. Misión cumplida: pasó haciendo el bien La segunda lectura, de los Hechos de los Apóstoles, Pedro, dirigiéndose al centurión Cornelio y a su familia, resumen en pocas palabras la actividad de Jesús: «Pasó haciendo el bien». Un buen ejemplo para vivir nuestro bautismo. |
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