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Al final ¿en que creemos? por: Jesús Espeja

10/1/2019

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Como introducción se dijo que la fe no existe sino en los creyentes que viven dentro de una historia cambiante. Por eso de la fe solo se habla con propiedad como un itinerario, una biografía. En esa idea procedieron nuestras sesiones.
Hace años fue muy leído el libro de V. Frankl “El hombre en busca de sentido”. La crisis de las nuevas generaciones, que ven multiplicadas las ocasiones de placer, es la falta de sentido, ese horizonte donde proyectar los momentos gratos y los momentos ingratos de la vida con todos sus proyectos. Hubo tiempo en que la religión marcaba en la sociedad el sentido global de la vida humana; pero en una sociedad laica donde la religión es dejada de lado, a las personas toca dar un sentido a su vida.
En una primera confesión se dijo que Jesús de Nazaret en su conducta y en su Evangelio revela como es Dios y también el camino para la realización auténticamente humana. Sí, sentido a toda la existencia humana.
Después los asistentes fueron manifestando su fe como experiencia. Siendo cada vida diferente, en todos los que hablaron, la fe se manifestó como un proceso existencial donde hubo una evolución con sus dudas e interrogantes pero siempre madurando en confianza. Incluso alguno se confesó “ateo místico”. Había desmontado las falsas divinidades y había abandonado las prácticas religiosas rituales, sin embargo gustaba la presencia del misterio en su vida y en la vida de los otros.
Según alguno, la pregunta por el sentido se puede traducir en la pregunta por “el destino”. Y a la hora de dar respuesta, el sufrimiento nos deja sin palabras sobre la presencia de Dios, y el silencio es el único camino para salvaguardar el misterio de su transcendencia en su misma cercanía. El Inefable que estaba dentro de Jesús en su agonía y a cuya presencia de amor se abrió el Crucificado – “en tus manos pongo mi espíritu o vida– también está en el criminal que dice no a esa presencia y en el sufrimiento que se puede vivir como desesperación, resignación, o apertura libre a esa Presencia de amor que nos trasciende.
Otro comentó que frecuentemente absolutizamos nuestra ideología rompiendo con esa Presencia de amor que nos sostiene. Incluso divinizamos a Jesús según la imagen de la divinidad que previamente nos hemos fabricado. Pero hay que ser conscientes y relativizar nuestra ideología. No vale divinizar a Jesús desde las imágenes de la divinidad que nos fabricamos sino que debemos partir de la conducta histórica de Jesús, matando a nuestros dioses y abriéndonos confiadamente a una Presencia de amor que podemos experimentar pero no definir.
Se comentó también que hoy lo más razonable parece la desesperanza: la violencia y la injusticia desfiguran al mundo y hasta entre los cristianos hay mucha confusión. Incluso según algunos científicos estamos en una etapa final de nuestro planeta. Pero se añadió que es aquí donde tiene actualidad la esperanza “teologal” cuyo apoyo es una Presencia de amor que siempre nos permite mirar confiadamente al porvenir.
“Aunque la higuera no florezca ni en las viñas haya frutos. Aunque falte el producto del olivo, los labrados no den mantenimiento, las ovejas sean quitadas de la majada, y no haya vacas en los corrales; con todo, yo me alegraré en el Dios de mi salvación” (Profeta Habacuc). La misma fe o   experiencia vivía San Pablo: “Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Acaso las pruebas, la aflicción, la persecución, el hambre, la falta de todo, los peligros o la espada? En todo eso saldremos triunfadores gracias a Aquel que nos amó”
Finalmente salió el interrogante: ¿se puede creer hoy en la Iglesia? Creer solo se puede creer en Dios. Pero podemos creer en el Espíritu Santo que está en la Iglesia. Esa comunidad de vida integrada por mujeres y hombres que, alcanzados y transformados por el Espíritu de Jesucristo, trabajan, se alegran y sufren, aman, oran y espera. Es la Madre Iglesia, santa y pecadora, todavía en proceso de conversión al evangelio que nos engendró en el bautismo y nos acompaña a lo largo de la vida.
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