Se sabe que en el “Liber officialis” de Amalario (hacia el año 827), ya se veía la misa como un ritual ofrecido, no tanto por los fieles, sino principalmente por los sacerdotes (Y. Congar). Y es que, durante el siglo VIII, ocurrió que las lenguas vulgares se desarrollaron entre la gente, mientras que el clero mantuvo el latín como lengua propia de la religión y de la liturgia. La consecuencia fue que el pueblo entendía cada día menos lo que era la misa y lo se enseñaba en la Iglesia. Además, a partid de aquel tiempo, el Canon de la misa se empezó a rezar en voz baja, los sacerdotes comenzaron a decir la misa de espaldas al pueblo, los fieles dejaron de acercarse al altar para presentar sus ofrendas, se multiplicaron las misas privadas, es decir, misas que ofrecía el cura solo sin asistencia de fieles....
La consecuencia principal, que tuvo todo esto, fue que el contenido concreto de la palabra “ecclesia” se vio seriamente afectado. Porque, desde entonces, esa palabra empezó a designar sobre todo al clero (Gregorio IV, Juan VIII, los “Capítula” de Floro, el Seudo-Isidoro...), quedando los fieles cristianos prácticamente desplazados. Los laicos pasaron así a ser la clientela de los clérigos, al tiempo que éstos fueron quienes monopolizaron la capacidad, de hecho, para pensar y decidir en asuntos de religión cristiana y de Iglesia. Comprendo que es desagradable recordar estas cosas precisamente en estos días gozosos de la Navidad. Pero es que están sucediendo cosas que - como se repite desde antiguo -, si los humanos callamos, gritarán las piedras. Cada día hay menos sacerdotes, menos religiosas y menos frailes. Y menos gente en las iglesias. La Iglesia va perdiendo presencia y credibilidad a una velocidad alarmante. Y lo peor de todo es que, estando así las cosas, hay gente que se alegra de que aumente el número de curas y obispos que dicen la misa en latín, de espaldas al pueblo, obligando a la gente a comulgar de rodillas, sacando la lengua, recuperando devociones de antaño, con los rezos, los usos y costumbres del tiempo de nuestros abuelos. Pero, ¿es que nadie se da cuenta de que, por ese camino, estamos retrocediendo más de 1.200 años? ¿no salta a la vista de que así, lo que hacemos es alejarnos más del común de los mortales? ¿es que no vemos que todo eso es, en definitiva, una traición a Dios, que en Jesús se hizo Palabra, es decir, comunicación, lenguaje que se entiende, que nos dice y nos exige, y se comunica con nosotros? En realidad, ¿con quién queremos comunicarnos: con la gente de hoy o con la gente de hace más de mil años? Yo ya soy un anciano de 82 años. Pero eso no me impide ver que el papa está que ya apenas puede tenerse de pie. Y eso me da pena. Como me da pena oír los despropósitos que dicen algunos obispos. Y el desaliento generalizado de buena parte del clero. Y la desbandada de tantos miles y miles de creyentes que ya no esperan nada de la Iglesia. Sé muy bien lo que me van a decir de todo por escribir esto. Pero no me puedo callar. No me siento redentor de nada, ni de nadie. Pero no me quiero ir de este mundo con la boca sellada por cobardía, por miedo o por no complicarme la vida. No puedo hacer eso. No quiero, de ninguna manera, que la Iglesia camine en dirección opuesta a la dirección que lleva la gran mayoría de la población mundial. No soporto ver que mantenemos tradiciones, que no sirven ya para nada, al tiempo que hacemos el ridículo manteniendo costumbres y afirmando normas que no convencían ni a nuestros antepasados. Me dirán que estoy chocheando. No me importa en absoluto. Lo único que me importa es gritar claro, aunque sea gritar en el desierto. Y conste que los problemas de fondo de la Iglesia son problemas mucho mas serios y bastante más graves.
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Los medios de comunicación se ha hecho eco de la explicación que el cardenal Rouco le ha dado a la crisis económica que nos azota. A juicio del cardenal, la crisis se debe al olvido de Dios, que tanto se nota en la sociedad europea y más en concreto en España.
Yo me figuro que, al dar semejante explicación de la crisis, Rouco quiere decir que el olvido de Dios lleva consigo el aumento de la codicia y la ambición, con la consiguiente falta de solidaridad, que son, a juicio de los entendidos en asuntos de economía, los fundamentos de orden moral que están en la base de la crisis que padecemos. Pues bien, si es eso lo que el cardenal ha pretendido decirnos, su eminencia tiene toda la razón del mundo al señalar la codicia y la ambición como los motores que han desencadenado y mantienen viva esta crisis espantosa, que está causando tanto sufrimiento. Pero, si efectivamente es eso lo que Rouco ha querido decir, el cardenal no ha tenido en cuenta que son precisamente los más codiciosos y los más ambiciosos los que no están sufriendo las consecuencias negativas de la crisis, sino que, por el contrario, son ellos (los banqueros, los financieros, los potentados de la economía a los que llamamos “los mercados”) los que más se están enriqueciendo. Y además lo están haciendo impunemente. De forma que, en la misma medida en que nos estrangulan, en esa misma medida se están forrando, sin que nadie les pida cuentas de sus inimaginables canalladas. El problema que, según lo dicho, se puede plantear es que haya personas a quienes se les pueda ocurrir que, en realidad, lo que Rouco ha venido a decir es que, cuando en la vida ocurren desgracias y calamidades, el responsable último de los males que padecemos es Dios. Porque, hablando con claridad y sin tapujos, puede parecer que lo importante es que todo el mundo tenga muy claro que, si te olvidas de Dios, te la cargas, y lo vas a pagar muy caro. Sobre todo, si eres pobre. Porque los ricos, ya se las apañan ellos solos para salir adelante. Pero los parados, los enfermos, los ancianos, los desgraciados todos de esta maldita tierra, si se olvidan de Dios, eso es algo que Dios no perdona, El miserable que se olvida de Dios, tendrá que soportar más miserias. Sí, señor. Porque así es Dios. Y en eso está el peligro y la amenaza de no hacer caso a lo que nos viene predicando el señor cardenal. Creo que no he sacado las cosas de quicio. No me cabe en la cabeza que Rouco haya pretendido insinuar tantos disparates. Como supongo que tampoco ha pensado sugerir que son los votantes del PP los que tienen aseguradas las bendiciones de la Iglesia. Escribo esto a las 9 y 5 minutos del día 22 de diciembre, cuando está empezando el sorteo de la lotería de Navidad, el día del gran festín del dinero, precisamente el mismo día en que los nombres de los nuevos ministros, que acaba de designar Rajoy, han puesto más de actualidad, si cabe, la crisis económica y las esperanzas que nos quedan ante la crisis. Ningún día como hoy para hablar del dinero.
Dicen los estudiosos de los orígenes de la humanidad que los hombres primitivos vivieron, durante miles y miles de años, en lo que se ha llamado una “cultura de cazadores”. Ahora bien, una condición indispensable de supervivencia, para aquellos hombres, era la movilidad. Ni vivían, ni podían vivir, instalados. De ahí que una característica de aquellas gentes fue el “desprecio de las cosas”: ningún apego a los objetos, ninguna consideración por las riquezas. Como ha observado acertadamente la sabia historiadora de la antigüedad María Daraki, “todo lo que para nosotros es riqueza, para los cazadores era carga”; el desplazamiento continuo exigía el equipamiento mínimo y desalentaba “toda veleidad de posesión” (Marshall Sahlins). Por eso, en aquellos cazadores primitivos se dio el modelo perfecto de “el hombre no-económico”. Con razón, Karl Polanyi ha dicho que “ningún móvil específicamente humano es económico”, ya sea “en el estado primitivo o en todo el curso de la historia” (cf. M. Daraky). ¡Maldita sea, pues, la hora en que se inventó el dinero! Para “el hombre no-económico”, el principio determinante era el “trueque”, el “principio de reciprocidad”. Así era la “justicia” de los hombres primitivos. La justicia del “don por el don”. Y también la justicia del “ojo por ojo”. Luego, con nuestra sedicente “civilización”, hemos inventado prohibiciones que nos organizan la vida. Es el supuesto sobre el que se fundamenta toda obra legislativa. Y hasta estamos orgullosos de nuestro progreso. Y es verdad: hemos inventado barreras que nos protegen, pero al mismo tiempo nos limitan y nos complican la convivencia. Hasta desembocar en el esperpento en el que, no contentos con el invento del dinero, hemos convertido el dinero en capital. Y el capital, en ganancia, en especulación, la ciencia de los hombres que ahora se han puesto de moda, hasta hacerse los más famosos del mundo, por más que, a veces, lleguen a portarse como unos perfectos canallas. Con lo que hemos desembocado en la aterradora situación que estamos viendo y viviendo: desde el sobrio cazador primitivo, nuestro progreso ha sido tan enorme que hemos llegado a ser el “hombre civilizado”, el que brilla, no po “lo que es”, sino por “lo que tiene”. No por su “realidad”, sino por su “apariencia”. El hombre desnudo, por el contrario, sólo podía pagar con su persona. Cuando únicamente queda en pie “lo mínimamente humano”, lo que importa no es lo que tengo para situarme por encima del otro, sino lo que soy para el otro. Ya no interesa ni el tener, ni el poder, ni el subir o el trepar, sino sólo y exclusivamente la necesidad que tengo del otro. Y la necesidad que el otro tiene de mí. A eso, unos le pueden llamar “egoísmo”. Otros dirán que eso es “amor”. No me interesan las palabras. Lo único que me interesa es pasar por la vida contagiando respeto, estima, paz, convivencia y bondad. Mañana seguiré con el tema. A ver si me aclaro sobre lo que es el centro mismo de la vida humana. Y, por eso mismo, el centro de lo que los funcionarios de la religión decimos lo que es eso a lo que le hemos puesto el misterioso y arcano nombre de “la Fe”. San Pablo tenía una obsesión: vivir de tal manera que su conducta no fuera para nadie motivo de alejarse del Evangelio. Era ésta una obsesión que tenía un fundamento muy serio: Pablo sabía que todo lo que aleja del Evangelio, por eso mismo aleja también de la Iglesia. Y esto era, sin duda alguna, lo que más le dolía al apóstol Pablo.
Este razonamiento, tan sencillo y tan claro, es el argumento que Pablo utilizó siempre para justificar por qué, teniendo tanto que hacer, no renunció nunca a su trabajo, el oficio duro de fabricar tiendas de campaña, con el que se ganaba la vida. Pablo sabía que la predicación del Evangelio y la organización de las comunidades (“iglesias”) le daba derecho a vivir de esa tarea en favor de los demás. Pero Pablo repite, una y otra vez, que él renunció libremente a ese derecho “para no crear obstáculo alguno al Evangelio” (1 Cor 9, 12; 1 Tes 2, 9; 2, 6-12; 4, 10 ss; 1 Cor 4, 12; 9, 4-18; 2 Cor 11, 7-12; 12, 13-18; Hech 20, 33-35; cf. Hech 18, 1-4). Por tanto, Pablo sabía que, a veces, vivir de la religión, le crea problemas a la religión. Por eso Pablo cortó por lo sano. Y, en consecuencia, vivió de su trabajo, como todo hijo de vecino. La consecuencia, que se deduce de lo dicho, es clara: lo mejor que puede hacer la Iglesia, para tener credibilidad ante la gente, es renunciar a beneficios y privilegios económicos, a los que en otros tiempos tuvo derecho, para recuperar el crédito que ha perdido. Y, sobre todo, porque ahora mismo hay gente que pasa hambre y sufre necesidades apremiantes. Es necesario - precisamente por amor a la Iglesia - recordar estas cosas en este momento. Los medios de comunicación acaban de difundir la decisión que ha tomado el Gobierno de Mario Monti en Italia. Se trata de la decisión según la cual la Iglesia queda exenta de pagar el Impuesto de Bienes Inmuebles (ICI). Y es importante saber que ese impuesto, en Italia, supone mucho dinero, cantidades asombrosas de dinero. Porque los bienes inmuebles de la Iglesia, en Italia, son muchos miles de edificios de todo tipo. Sería estremecedor saber la cantidad total de posesiones que la Iglesia tiene en la atormentada Europa. Y sería más estremecedor aún poder precisar la cantidad de dinero que la Iglesia deja de pagar por los privilegios económicos y beneficios fiscales de los que disfruta en este continente en bancarrota. ¿Sabe mucha gente que la Iglesia española ha alcanzado con Zapatero más privilegios fiscales que tenía con Franco? Esto es tan cierto que, sobre este punto, se ha escrito - que yo sepa, por lo menos - una tesis doctoral bien documentada. Así las cosas, la pregunta que tenemos que hacernos todos los que nos interesamos por el bien y la ejemplaridad de la Iglesia, quienes afirmamos que nos interesa y deseamos que haga el mayor bien que esté a su alcance, es una pregunta tan sencilla como fuerte: lo más ejemplar que la Iglesia podría hacer en Europa, en este momento, ¿no sería dar un decreto obligando a todas las diócesis e instituciones religiosas a renunciar a todos los privilegios económicos de los que gozan y de los que se aprovechan abundantemente? Quiero decir: ¿no sería lo mejor, que la religión podría hacer en esta situación de crisis, ofrecer a los parados, a los sin techo, a los “nadies”, todo el dinero del que ella se beneficia a base de privilegios económicos que nadie más que la Iglesia tiene? Es verdad que la Iglesia, mediante CÁRITAS y tantas otras obras benéficas ayuda a miles de gentes necesitadas. Pero, ¿no es cierto que ayudaría indeciblemente más renunciando a todo el dinero que percibe por tantos otros capítulos que nada tienen que ver con la beneficencia? Desde comienzos del actual curso académico, se viene hablando de una cátedra de teología que la Universidad de Granada, en colaboración con la Facultad de Teología de nuestra ciudad, ha instituido. Las reacciones a favor y en contra de este proyecto no se han hecho esperar.
Al ser dos instituciones las que intervienen en el proyecto, éste se puede plantear y gestionar de dos formas distintas. Puede ser un proyecto, dirigido por la Universidad de Granada, en el que colaboran profesores de la Facultad de Teología. O puede ser un proyecto, dirigido por la Facultad de Teología, que se realiza en la Universidad y se ve potenciado por la autoridad y el profesorado de la Universidad. Es importante caer en la cuenta de la diferencia y de las consecuencias opuestas que se siguen según la solución que se le dé a la disyuntiva que acabo de plantear. Porque, si quien dirige el proyecto es la Universidad, no olvidemos que la Universidad es (y tiene que ser) una institución no-confesional, y será por eso un proyecto co-confesional. Mientras que si la dirección la tiene la Facultad de Teología, es evidente que la Facultad es (y tiene que ser) confesional-católica. Y por tanto la cátedra de teología tendrá que ser confesional-católica. Así las cosas, lo peor que se puede hacer en un caso como éste, es andar buscando fórmulas de compromiso o posturas ambiguas. No digo que sea esto lo que se está haciendo en este caso. Lo que digo es que echar por ese camino de imprecisiones y ambigüedades, sería poner la primera piedra a un enorme edificio de conflictos y despropósitos. Ni en esta situación serviría de mucho echar mano de acuerdos firmados hace cuarenta años, entre los rectores de la Universidad y de la Facultad de Teología que había entonces. Lo importante ahora no es desarrollar aquellos acuerdos. Lo que importante en este momento es crear una cátedra que responda a las demandas actuales. Y, sin duda, la demanda fundamental es que la Universidad ofrezca a su enorme y variado alumnado, y a la sociedad en general, un conocimiento competente de los saberes relacionados con el hecho religioso en sus múltiples manifestaciones, y en sus consecuencias para la sociedad y para los individuos. Como es lógico, si es que la Universidad quiere acometer esta tarea con las debidas garantías, debe contar con el competente profesorado que le ofrece la Facultad de Teología. Pero dejando claro, desde el primer momento, que la responsabilidad de lo que se enseña, en la cátedra de teología depende de la Universidad, no de la Facultad ni de los teólogos de ninguna confesión. Porque, si depende de la Facultad, por eso mismo dependerá también del Vaticano (Congregación para la Doctrina de la Fe). Con lo que se produciría la estrambótica situación de una Universidad española no-confesional que, en un sector de sus enseñanzas, depende de una institución confesional y, por tanto, autoritaria, o sea extra-científica, y para colmo radicada últimamente fuera de España. Termino con una indicación concreta. Por si a alguien se le ha pasado por la cabeza, quiero dejar claro que yo nunca formaré parte en la cátedra, entre otras razones, porque mi avanzada edad ya no permite este tipo de actividades y compromisos. Los tres evangelios sinópticos cuentan la curación de un paralítico al que Jesús, antes de curarlo, le dijo que sus pecados estaban perdonados (Mc 2, 1-13: Mt 9, 1-8; Lc 5, 17-26). Lo central de este relato no es la curación del enfermo, sino el perdón que Dios les concede al pecador. El relato de Mateo termina diciendo que la gente se quedó impresionada, al ver que Dios “ha dado a los hombres tal autoridad” (Mt 9, 8). Por tanto, somos los seres humanos los que tenemos el poder de perdonar los pecados. Por otra parte, cuando se escribieron los evangelios (en el s. I), en la Iglesia no había todavía “sacerdotes”. Porque de ellos no se habla en el cristianismo hasta bien entrado el s. III. Por tanto, en la Iglesia naciente, se tenía el convencimiento de que la facultad de perdonar pecados la había concedido Dios a los humanos, fueran quienes fueran.
Hasta que vino Jesús a este mundo, el poder de perdonar pecados era privilegio de los sacerdotes. Pero Jesús extendió ese privilegio de los clérigos y lo amplió a todo ser humano. Para entender este asunto, lo primero que hay que preguntarse es lo que, ya Tomás de Aquino (s. XIII) tuvo el coraje de preguntarse: “¿El hombre puede ofender a Dios?”. Y responde: el hombre ofende a Dios “en tanto en cuanto se hace daño a sí mismo o se lo hace a los demás” (“Sum. contra gent.”, III, 122). No olvidemos que, las dos veces que el N. T. recuerda los mandamientos del Decálogo (Mt 19, 18 s, par. y Rom 13, 9), suprime los tres primeros, los que se refieren al “honor de Dios” y propone sólo los siete siguiente, los que se refieren al “provecho del prójimo”. Lo cual no quiere decir que a Jesús no le importase el honor de Dios. Lo que eso significa es que, a juicio de Jesús, los mortales ofendemos a Dios cuando nos ofendemos unos a otros, cuando nos hacemos daño unos a otros: “Lo que hicisteis con uno de éstos, a Mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40). “Quien os rechaza a vosotros, me rechaza a Mí” (Lc 10, 16). Por tanto, el perdón de los pecados tiene que ser perdón de los que se han ofendido entre sí: “Si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas” (Mt 6, 15; Mc 11, 25). No tiene sentido que uno ofenda a su mujer o a su vecino y luego vaya a pedirle perdón al cura. Seguramente, el cura le da la bendición y le dice que rece tres “padrenuestros”, pero el otro sigue peleado con la mujer o tratando mal al vecino, al empleado o a quien sea. Los confesionarios sirven, con demasiada frecuencia, para tranquilizar conciencias, mantener familias divididas o enfrentadas, justificar abusos fiscales, adormecer odios o cosas peores. En consecuencia, uno peca cuando ofende o daña a otro ser humano. Y es a ese ser humano, al ofendido o dañado, al que tiene que pedirle el perdón. Y cuando esas dos personas se reconcilian entre sí, es cuando se produce la reconciliación con Dios. Tal es el significado de Mt 18, 15-20. En cuanto al texto de Jn 20, 23, de ahí no se puede deducir un precepto del Señor para tener que declarar todos los pecados, aun los ocultos, para obtener el perdón. Los textos bíblicos no dan para eso, ni justifican semejante práctica. Que es, en realidad, la práctica más poderosa que tiene el clero y a la que no quiere renunciar. Porque, con ese poder, los sacerdotes dominan lo que nadie puede dominar: las conciencias en su intimidad más honda. Por otra parte, la doctrina y los cánones de la Ses. VII del concilio de Trento, que contiene el “Decreto sobre los sacramentos”, no es doctrina de fe. No puede serlo. Porque, en la Actas del Concilio se explica que, al iniciar la Sesión, la pregunta que se les hizo a los “Padre conciliares” fue que dijeran si, lo que en aquella Sesión se iba a condenar, eran “herejías” o “errores” (CT 5, 844, 31-32). Pero no se pusieron de acuerdo y por eso en el Proemio de esta Sesión se habla de “errores” y “haereses” (DH 1600). Es decir, no se pusieron de acuerdo sobre si el contenido de los cánones acerca de los sacramentos eran o no eran doctrina de fe. Además, en el cap. 5º de la Ses. 14, al explicar la confesión de los pecados, el Concilio dice que “la Iglesia universal siempre entendió que la confesión íntegra de los pecados fue instituida por el Señor” (DH 1679). Eso es históricamente falso, como aseguran tanto los exegetas, como los historiadores mejor documentados. Por otra parte, en el cap. 6 de la misma Ses. 14, para justificar que el sacerdote tiene que conocer los pecados que perdona, se dice que la absolución es “a modo de un acto judicial” (DH 1685). En la primera redacción del texto, se había dicho que la absolución es un acto “verdaderamente judicial”. Pero fue tal la oposición que esa frase encontró entre los mismos obispos del Concilio, que, en lugar de “verdaderamente judicial”, se suavizó el texto diciendo que es “a modo de” (se sustituyó “vere” por “ad instar”). Porque realmente el sacramento no es un juicio, sino un acto de perdón y misericordia. El perdón de los pecados no es el efecto que obtiene el que se somete a la vergüenza y la humillación de un juicio, sino la paz de la reconciliación entre las personas ofendidas, separadas, enemistadas, maltratadas. Lo importante no es la “sumisión” al clero, sino la “reconciliación” entre los humanos. Sólo así encontraremos la paz interior y el abrazo del Padre del Cielo. Si se lee con atención el relato del juicio final (Mt 25, 31-46), lo que importa, lo que interesa, lo que Dios tendrá en cuenta, en el juicio último y definitivo de la humanidad, no será la fe, ni la religiosidad, ni la piedad, sino solamente una cosa: el comportamiento que cada cual tuvo con sus semejantes, especialmente con los que peor lo pasan en la vida, o sea, los que pasan hambre, los enfermos, los necesitados, los extranjeros, los que están en la cárcel. Los que se portaron así en este mundo, ésos serán los aprobados por Dios, sin aludir siquiera a si tenían o no tenían creencias religiosas, si era personas piadosas y practicantes, y otras cosas parecidas.
Según cuentan los evangelios, Jesús dio a entender, con frecuencia, que esto es lo que a él le importaba. En este sentido, es elocuente el relato de la curación del criado de un centurión romano (Mt 8, 5-13; Lc 7, 2-10; Jn 4, 43-54). Aquel militar, como todos los militares del Imperio, tenía que hace un juramento de fidelidad al Emperador, al que se consideraba como Dios (“ipse deus”). Por tanto, aquel centurión no tenía las mismas creencias que los israelitas. No tenía las verdaderas creencias, pero tenía una conducta ejemplar, al preocuparse tanto por remediar el sufrimiento de un criado. Y por eso, Jesús dijo: “Os aseguro que en ningún israelita he visto tanta fe” (Mt 8, 10; Lc 7, 9). ¿Qué fe tenía aquel militar pagano? Nosotros diríamos: “una fe equivocada”. Y sin embargo, a juicio de Jesús, por más equivocado que uno ande en la fe, si es buena persona de verdad, eso es más determinante, ante Dios, que todas las creencias, por más ortodoxas que sean. Y si no, ¿cómo se explica que, en la parábola del buen samaritano (Lc 10, 30-37), precisamente el modelo que pone Jesús es el del hereje samaritano, en contraste con el sacerdote y el levita, que eran los modelos de la ortodoxia observante? No estoy sacando las cosas de quicio. Las “creencias religiosas” dividen a la gente y enfrentan a los creyentes. Por las creencias, se ha perseguido, se ha torturado, se han organizado guerras, se ha matado a los infieles y ahora se ofende y se insulta a quienes no coinciden con las creencias que yo tengo. O sea, por las creencias se hace trizas la ética y se desprecia a los pecadores. Y es que, en definitiva, las creencias son, con frecuencia, el argumento que justifica y legitima la violencia. Por el contrario, la rectitud ética y la bondad con misericordia, eso es lo que nos une, los que rompe los fanatismos y acaba con los integrismos fundamentalistas, que tanto daño nos hacen y generan tanto sufrimiento. Termino con una pregunta importante en este momento: ¿se puede asegurar que los pueblos más creyentes y observantes son exactamente los pueblos en los que hay menos corrupción, más honradez en el trabajo, más honestidad a la hora de hacer la declaración de la renta, más generosidad en los patronos y más laboriosidad en los trabajadores? Que cada cual veamos, en nuestras conciencias, qué respuesta le damos a esta pregunta inquietante y molesta. Como ahora se habla tanto de la crisis, todo el mundo, a todas horas y por todas partes, quiere saber quiénes son los responsables de este desastre. Unos le echan la culpa a los políticos, otros dicen que los causantes de todo esto son los banqueros, los economistas, los ricos, etc, etc. Y a todo esto se ha venido a sumar, desde hace algunos meses, un nuevo responsable. Y ese responsable es nada menos que Dios. O eso es lo que se da a entender. Porque hay quienes aseguran que la causa de la crisis está en el olvido de Dios. Porque, como hemos abandonado las creencias religiosas, de forma que ya es demasiada la gente que no se acuerda de Dios y de sus mandamientos, por eso nos hemos hecho más egoístas, más codiciosos, más comodones y nos hemos puesto a vivir por encima de nuestras posibilidades. Por eso, el olvido de Dios nos ha hundido en esta miseria de crisis, de la que vamos a salir solamente el día que Dios quiera, como se dice en algunas hojas parroquiales o publicaciones parecidas.
Sin entrar en más profundidades, el lenguaje y las explicaciones que acabo de reproducir tienen un inconveniente que me preocupa: todo eso puede dar pie a que haya gente - quizá mucha gente - que, a partir de semejante discurso, en vez de acercarse a Dios, lo que haga sea alejarse más de Él. Es malo asociar a Dios con las desgracias, por ejemplo con los terremotos, las sequías, las enfermedades y todo lo malo que nos puede ocurrir en la vida. Hacer a Dios responsable del sufrimiento humano es una falta de respeto a Dios. Y además es una solemne mentira. Porque si Dios es el responsable de los males y las desgracias, ¿cómo nos atrevemos a decir que Dios es bueno y nos quiere? ¿Es que un padre, que quiere a sus hijos, les manda sufrimientos y desgracias para mostrarles así su cariño? Y que nadie me diga que Dios “no quiere” los males, sino que “los permite”, para que así nos santifiquemos mediante el aguante y la paciencia. ¡Por favor! Permitir tanto sufrimiento es la prueba más clara de que quien hace eso, tiene muy malas entrañas. La lógica más elemental nos dice que el que permite tanto mal, es que debe ser muy malo. Lo de los males y las desgracias tiene su explicación en que el mundo es como es, con sus limitaciones y contadas posibilidades. Y a eso hay que añadir la inclinación al mal que todos los humanos tenemos en nuestros sentimientos y deseos más comunes. Pero, en el caso de la crisis que estamos sufriendo, hay que decir algo más. Los que peor lo están pasando son las víctimas de los que manejan el gran capital mundial. De donde resulta que los más culpables de la crisis son los que más están ganando y mejor lo están pasando. Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Ahora va a ser verdad que los pobres, por ser pobres, son los que más merecido tienen el castigo de Dios? Esto sí que no cuadra, por muchas vueltas que le demos al asunto. La primera petición, que le hacemos a Dios en el Padrenuestro, es: “santificado sea tu nombre”. Sea cual sea el sentido más técnico y profundo que tenga esa petición, por lo menos viene a decir que el primer deseo de todo buen cristiano debe ser éste: “no utilicemos nunca el nombre de Dios para lo que no debe usarse”. El nombre de Dios se utiliza mal cuando se blasfema. Pero también cuando se invoca a Dios para explicar o justificar criterios o formas de conducta que impulsan a la gente a alejarse de Dios, a hacer daño a los demás o simplemente a causar sufrimiento a quien sea y como sea. Los medios de comunicación difunden hoy la noticia según la cual la profesión que hace más felices a los hombres es la de sacerdote. Por otra parte, se supone que los sacerdotes son auténticos discípulos de Jesús. Pues bien, esta noticia, en el marco de tal suposición, hace que el Evangelio de la misa de hoy sea parte importante de la noticia. Una parte que, según mis sospechas, mucha gente no va a tener en cuenta. Me limito a poner aquí el texto de ese Evangelio. Y a copiar el comentario que escribí, el año pasado, en mi pequeño libro de comentarios a los textos litúrgicos de cada día del año:
Lc 21, 12-19 “En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a los tribunales y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre; así tendréis ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no preparar vuestra defensa; porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrán hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa de mi nombre. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra paciencia salvaréis vuestras almas”. 1. Hablar de persecución es hablar de violencia. De ahí que la lectura de este texto plantea una pregunta lógica y necesaria: ¿por qué se va a ejercer tanta violencia contra los discípulos de Jesús? Si el Evangelio es un mensaje de rectitud ética, de generosidad, de libertad y de esperanza, ¿qué hay de malo en todo eso como para perseguir a muerte a quienes transmiten tal mensaje? Es más, ¿por qué los portadores de un mensaje anti-violento van a tener que soportar la violencia, el abandono y hasta el odio de todos, incluidos los familiares y amigos más íntimos? 2. La violencia es un fenómeno complejo y, por eso mismo, difícil de explicar. Porque son muy diversos los factores que desencadenan la violencia de unos seres humanos contra otros. En el texto de este evangelio, Jesús se refiere a la violencia que procede de dos frentes: 1) el frente político (“reyes y gobernadores”); 2) y el frente de la familia y los amigos. Esto supuesto, se puede asegurar que Jesús pensaba en la violencia que proviene de quienes amenazan o alteran el “orden establecido”. Toda sociedad organizada se mantiene como tal sobre la base del “orden”. Pero el “orden” es posible solamente en la medida en que se vence el “caos”. Lo que supone que quienes tienen el poder (político o familiar), por eso mismo se sienten con el derecho y el deber de someter y castigar a quien altera el orden. Ahora bien, tal como somos los humanos, esto significa que “el proyecto del orden ha traído a los hombres un aumento sin fin de la violencia” (Wolfgang Sofsky). 3. Así las cosas, si el mensaje del Evangelio se toma en serio, se asume responsablemente y de él se extraen las debidas consecuencias, es inevitable la persecución y la violencia. Porque la “utopía” del Evangelio no encaja en el “orden” que se sustenta sobre la base del poder que, mediante el miedo, domina, castiga o excluye a todo el que no se le somete. Los insumisos al orden son los marginales, que, por ser marginales, son estigmatizados, recluidos o excluidos. La cárcel, el desprestigio y la soledad son el precio de la libertad. Un precio que, a veces, lleva a los excluidos hasta la tumba. Jesús fue así el “jefe de fila” de los creyentes (Heb 12, 2) (H. U. Von Balthasar). Ayer, festividad de Cristo Rey, el Papa regresó de su segunda visita a África, que se ha centrado esta vez en el pequeño y pobre Estado de Benin. No pretendo informar sobre este acontecimiento del que los medios, y concretamente Religión Digital, nos han relatado lo más destacable como noticia. Lo que yo puedo aportar no es una información, sino más bien, una breve reflexión.
Para cualquier persona de bien, es un motivo de alegría que el Papa organice un largo viaje para estar con los pobres. El Papa es una de las figuras simbólicas más importantes que hay en el mundo. Por eso, lo que hace el Papa es siempre ejemplar. Y, dada la relevancia singular que sigue teniendo el papado en el mundo, la ejemplaridad del Papa se contagia. Sólo con este viaje, el Papa nos hace mejores a todos, por más que muchos ni nos demos cuenta de esa mejoría. Pero, más importante que el bien que el Papa nos hace con su ejemplo de acercamiento a los más indigentes, es el hecho de “obligar” a los medios a hablar de África. “Obligarnos” a todos a tener presente el dolor y la desesperanza de un inmensamente rico e inmensamente injuriado, humillado, saqueado, aplastado por todas las codicias del mundo mundial. Es esto, algo que mucha gente ignora. Y que casi nadie se imagina. En África ha robado medio mundo. No voy a hablar, una vez más, del humillante comercio de esclavos, con las vergonzosas “justificaciones morales” que se le dieron a tan macabro negocio. Por decir algo de más actualidad, baste recordar que la riqueza en minerales, que hay en África”, es una de las más importantes del mundo en cantidad, variedad y calidad. En ella se encuentran minerales como el famoso coltan (sin el cual serían imposibles los teléfonos móviles), oro, plata, cobre, zinc, galio, germanio, cerio, lantano, estaño, níquel, diamante, cobalto, uranio, manganeso, tungsteno, etc. Por supuesto, no todo esto se encuentra en Benin. Sus yacimientos más importantes están en la región de los Grandes Lagos. Pero, lo digo de nuevo, lo importante de la visita del Papa a Benin ha sido decirnos a todos que, por muy graves que sean nuestras crisis económicas y las privaciones que nos acarrean, muchísimo más grave es la situación de “crisis” + “despojo”, que sufren millones de criatuas que se mueren literalmente de hambre y de todo tipo de carencias. Esto ha sido lo genial que ha hecho el Papa. Cosa que me llena de sano orgullo. Y que, sobre todo, me viene a decir que no todo está perdido. |
Jose M. Castillo
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Diciembre 2018
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