He oído a un colega pastor, después del resultado de la primera vuelta para presidente, decir que "la voz del pueblo es la voz de Dios". Esta expresión sonó mal a mis oídos, principalmente porque vino de un religioso. ¡Causó incomodidad! No sé dónde nació este dicho, pero algunos lo sitúan en la antigua Grecia, cuna de la democracia y de los foros populares. Esta expresión ganó fuerza en la Edad Moderna con la Ilustración francesa. Al oponerse al poder monárquico y totalitario, este movimiento concibió la idea de que la voz del pueblo es soberana y, por eso, respetada por Dios. Los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, hasta entonces interpretados por las autoridades monárquica y eclesial, fueron humanizados. El filósofo Voltaire llegó a decir que respeta a Dios, pero ama al humano. En otras palabras: entre los valores el amor tiene prioridad al respecto.
A partir de esta incomodidad, empecé a pensar acerca de este asunto y preguntar: "la voz del pueblo es la voz de Dios"? En este momento de decisiones políticas, donde está en juego el destino de la nación, ¿Dios acepta justificar cualquier decisión popular depositada en las urnas? ¿Qué Dios es éste que se alía y concuerda con un pueblo dividido por el odio, la calumnia, la falta de respeto, la intolerancia? ¡Platón era sabio! Dijo que al filosofar aprendemos a morir; aprendemos a lidiar con lo que nos angustia. Como teólogo, quiero reflexionar acerca de esta "verdad", adoptada muchas veces como absoluta, y que merece una reflexión más profunda. Es voz de Dios el grito de una multitud que no se entiende, no habla la misma lengua, cuya Gestalt presenta más desesperación, debido al miedo y la inseguridad, ¿que la fe y la esperanza? Esta expresión es un plato lleno para unir el poder político-religioso. Entre pastores, sacerdotes y políticos, pocos son aquellos que logran identificar y separar poder y servicio. La teología nos ayuda a pensar esta realidad. Hay varias formas de hacer teología y una de ellas, tal vez sea la más coherente, es a partir de la tradición bíblico-cristiana. La voz de Dios se hizo escuchar y testimoniar en la humanidad en favor de su Reino de justicia y amor, pero no afirmamos que todo el pueblo oyó esta voz. La historia de la salvación muestra, en el Antiguo Testamento, un pueblo ignorante, desobediente e infiel, constantemente advertido de Dios: “Los líderes sobornan, los oficiales del culto se corrompen y los profetas adivinan por dinero. Como si no bastase, buscan justificación en el Señor diciendo: 'Dios está con nosotros y ningún mal nos sucederá' (Mq 3,11). Este versículo habla por sí mismo y no es necesario mucho esfuerzo para interpretarlo. El Nuevo Testamento, no muy diferente, presenta un pueblo ingrato y lleno de odio, manipulado por los principales líderes de la época. La enseñanza, los milagros y las acciones de Jesús desagradaban a aquellos que dominaban el poder y la población. El evangelio de Jesús presenta esta situación y nos ayuda a pensar que, no necesariamente, la voz del pueblo es la voz de Dios. Conducidos por el liderazgo religioso y político de la época, la masa fue llevada a condenar al Maestro. Jesús había dicho: "ciegos guiando a ciegos". Lucas trae la narración (Lc 23,8-12): el rey Herodes, al ver a Jesús, se alegró, pues oyó hablar muchas cosas sobre él y esperaba de él algún signo que se refería a su poder. Pero los sacerdotes y escribas que allí estaban, no dejaron. Acusaron a Jesús con calumnias y difamaciones. Herodes, al oírlo, pidió a los soldados que llevasen al acusado a Pilato, su enemigo político. En aquel día, cuenta el evangelista, Pilato y Herodes se convirtieron en amigos y extendieron su amistad a los jefes religiosos. Enemigos se unen con facilidad cuando el asunto es juicio y condenación. Dios permanece un misterio y tal vez, por cuenta de esto, el pueblo procura interpretarlo según sus propios sentimientos. Nietzsche decía: "amamos nuestro propio deseo, en lugar del objeto deseado". En el fondo, lo que queremos de Dios es su aval para lo que deseamos realizar. Pero el problema se establece cuando el deseo de unos se impone al deseo de muchos, instaurando injusticia, prejuicio y desigualdad. Es un problema y sabemos a partir de nuestra propia condición humana: lo que deseamos realizar en los demás es, muchas veces, lo que hay de peor en nosotros y no nos damos cuenta de ello. He visto manifestaciones políticas que, tomadas por ciertos líderes, son elevadas a la condición de verdad absoluta. Ay de aquellos que desatan estas ideologías, pues serán etiquetados como ignorantes y, muchas veces, serán víctimas de prejuicios y discriminados en el medio donde viven. Al analizar la máxima: "la voz del pueblo es la voz de Dios" llegué a la conclusión que mejor sería invertir: "la voz de Dios debería ser la voz del pueblo".
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