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Teología samaritana por: Juan Pablo Espinosa

8/14/2017

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La figura del buen samaritano del Evangelio de Lucas (Lc 10, 25-37) representa una de las claves más interesantes para comprender cuál ha de ser la acción del cristiano en relación con los sufrientes cualesquiera sean. El texto nos evoca una gramática de la compasión, de la cercanía y de la proximidad. Son los sentimientos del que sabe que el otro que ha caído necesita su presencia. Son varios autores que reconocen la urgencia de volver sobre la figura del samaritano para pensar y construir la Iglesia, la teología, la pastoral y también el lugar del cristiano en el espacio público (Bennássar 1988; Muñoz 1990; Muñoz 1994). A partir de ello, es que queremos reflexionar en torno a qué significa hacer una teología samaritana. Dicha teología responde a una “epistemología del Buen Samaritano”[1], la cual no es ingenua con la realidad, al contrario, se aproxima críticamente a ella. En palabras de Bennássar, “la realidad debe ser conocida, escuchada y responsablemente acogida, es decir, respondida. La realidad exige encarnación, realización. De la realidad sólo se puede hablar estando en ella, siendo parte de la misma”[2]. Entonces, si estamos pensando una teología samaritana, el principio básico de la misma debe comprenderse cómo una inteligencia de la fe que ha reconocido a Dios en el locus mismo de la realidad. Es, por tanto, una teología histórica y con sentido de historia que no comprende la realidad de manera ingenua.
La teología samaritana está cruzada por una responsabilidad ética, de justicia y de esperanza en la vida. Es una reflexión creyente que apuesta por la vida del que está a la orilla del camino. El teólogo chileno Ronaldo Muñoz sostiene que la Iglesia posee cinco dimensiones prácticas, entre ellas la Iglesia samaritana. En esta interpretación eclesial, Muñoz parte del hecho concreto de que el pueblo tiene necesidades, pero que a pesar de dicha carencia, el pueblo sabe recrear e imaginar situaciones que fundan una cultura de la solidaridad. En palabras de Muñoz, “en su conciencia popular y cristiana reflexionada con el Evangelio, la comunidad sabe que debe actuar así, que debe comportarse como ‘Iglesia samaritana’, que no puede seguir de largo – como el sacerdote y el levita de la parábola – junto al malherido botado a la orilla del camino”[3]. Con ello, la teología samaritana, la teología encarnada en la realidad histórica, no abandona el testimonio evangélico, al contrario, desde él proyecta su reflexión. No hay teología sin Evangelio. Ello fue recordado con fuerza en el Vaticano II cuando en Dei Verbum 22 se dice que la Sagrada Escritura es el alma de la teología.
En esta apuesta por la vida, reconocemos que la teología conlleva una responsabilidad como base de la lógica del don. En este sentido, J. Domingo Moratalla recuerda “la condición samaritana de la vida moral”[4]. La donación que el samaritano realiza, tanto de su tiempo como de su dinero, constituye el nacimiento de un orden nuevo en clave de sobreabundancia. Con ello, creemos que la teología debe continuamente estar repensando sus dinámicas del don, de la ética y la responsabilidad. La teo-logía creyente debe ir en sintonía con la experiencia de no dominar al otro, sino de permitirle ser. Es necesario dejar que el otro también experimente un lugar de importancia en el gran relato social y cultural. Domingo Moratalla recuerda que en la parábola “el samaritano se sintió tocado, tuvo compasión, fue capaz de reconocerse en un herido que podría haber sido él mismo. En la parábola se invita al lector a encontrar la salvación dejándose amar por la figura del samaritano, es decir, viviendo de un don que se da sin tener que ser devuelto”[5]. Con esto, creemos que la teología debe ser capaz de afectarse por tantos rostros, historias, relatos y experiencias que permiten configurar una nueva forma de discurso creyente. Este discurso no sólo se entiende como teoría, sino que también como praxis. Dicho discurso debe buscar el término medio, lo que se denomina el círculo hermenéutico, es decir, lograr un diálogo efectivo entre teoría y práctica, diálogo que permita una continua retroalimentación entre ambas.
La praxis y la responsabilidad del samaritano la entendemos como una ruptura, como una infracción a una teología que no se acerca al otro, la cual se representa en los gestos y movimientos del sacerdote y del levita que dan un rodeo y pasan de largo. Con Johann Baptist Metz apostamos por una teología impura, es decir, por una inteligencia de la fe que es capaz de hacer síntesis entre la Escritura, los principios dogmáticos y la experiencia concreta de la realidad sufriente. Hacer teología samaritana, teología encarnada, teología no ingenua, va de la mano por una ampliación de la visión y de la audición, de eso que se denomina una mística de los ojos abiertos. Mantenerse vigilante, con los ojos abiertos, con los oídos atentos como el discípulo (Cf. Is 50,4), debe constituir el fundamento de una auténtica teología cristiana, de una experiencia eclesial que recupera la experiencia del pasado y la manifiesta creativamente en el presente.
La lógica samaritana es capaz de caminar con otros y otras, con sentido de comunidad, responsabilidad y de búsqueda de nuevas opciones de vida. Es una teología esperanzada y humanizadora. Por ello, como sentencia Bennássar, “una teología desligada de la vida práctica y real contradice, de hecho, el sentido realista de la encarnación de nuestro Dios, pues un Jesús sin milagros, sin obras históricas de misericordia y justicia, no sería un mesías salvador ni un mensajero de una nueva humanidad. Un cristiano despreocupado del hombre real, desencarnado, desrealizado, es inmoral”[6]. Con ello, la teología samaritana debe recuperar continuamente el principio de la Encarnación, del Dios que en Jesús tuvo sentimientos de compasión, justicia y de celebración de la vida. La teología debe estar al servicio de la historia, del mundo, de la Iglesia. Hemos de reestructurar continuamente nuestros discursos creyentes y nuestras prácticas efectivas de misericordia.
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