La situación de malestar y decepción provocada por el nombramiento del obispo Juan Barros en Osorno, y su confirmación explícita por parte del Papa Francisco a pesar de todas las quejas en contra, constituye la punta del iceberg de un problema mucho más profundo tanto en la Iglesia de Chile como en toda la Iglesia universal. Lo acaecido en Osorno con grupos significativos de laicas y laicos protestando contra la presencia, a la cabeza de esa diócesis, de un obispo que les ha sido impuesto y al que consideran, no sin fundamento, con antecedentes que lo inhabilitan para ocupar ese cargo, obligan a una reflexión más acuciosa respecto a los criterios y mecanismos empleados para elegir y nombrar a los obispos en la Iglesia.
En la actualidad, las normas que rigen para ese proceso de elección y nombramiento son las establecidas por el “nuevo” Derecho Canónico, promulgado en 1983, particularmente en su número 3 que, en lo medular prescribe: “Cuando se ha de nombrar un obispo diocesano o un obispo coadjutor, para proponer a la Sede apostólica una terna, corresponde al Nuncio pontificio investigar separadamente y comunicar a la misma Sede apostólica, juntamente con su opinión, lo que sugieran el arzobispo y los obispos de la provincia a la cual pertenece la diócesis que se ha de proveer, así como al presidente de la Conferencia Episcopal. Oiga además el Nuncio a algunos del colegio de consultores y del cabildo catedralicio y, si lo juzga conveniente, pida en secreto y separadamente el parecer de algunos de uno y otro clero, y también de laicos que destaquen por su sabiduría…”. En el caso del nombramiento del obispo Barros, no sabemos si esas diversas consultas fueron atendidas o al menos “consultadas”, por el Sr. Nuncio del momento. En todo caso es sabido que el entonces Cardenal y Presidente de la Conferencia Episcopal, no estaba de acuerdo con ese nombramiento para Osorno, como tampoco algunos otros obispos. Pero, dejando de lado el caso del obispo Barros es ya un contrasentido que, si bien desde el Concilio de Trento, ratificado después por el Vaticano II (Christus Dominus, n.20), para evitar la injerencia del Estado en el nombramiento de obispos, se pide a los poderes civiles que se abstengan de interferir en los nombramientos episcopales, en cambio se tenga ahora como el mediador principal para dirigir ese proceso de elección y nombramiento precisamente al representante “político” del “Estado Vaticano” como lo es el Nuncio, en lugar de ser los representantes genuinos del Pueblo de Dios que está en una diócesis particular quienes hagan esa elección. Pero tal contrasentido es aún mayor por su radical incoherencia con tres aspectos fundamentales de la misma fe católica, de cuya autenticidad deberá ser garante el obispo elegido:
Y cuando alguien quería imponerse o imponer a otro como obispo, a espaldas del pueblo y de su clero, los fieles recurrían al Papa para que él defendiera a la diócesis maltratada. Hay tres casos especialmente ilustrativos al respecto: -El Papa San Celestino I (422-432) intervino en la diócesis de Vienne para que se respetara la voluntad del pueblo sin imponerle un obispo que les fuera ajeno: “Que nadie sea dado como obispo a quienes no lo quieren. Debe respetarse el deseo y el consentimiento del clero, del pueblo y de los responsables del orden. Y sólo debe elegirse a alguien de otra iglesia cuando en la ciudad para la que se busca obispo no se encuentre a nadie digno de ser consagrado, lo que no creemos que ocurra”. -También el Papa Hilario (465) exige que abandone la sede de Barcelona el obispo Ireneo que procede de otra diócesis: “Que Ireneo salga de Barcelona y regrese a su propia iglesia. Y que, una vez calmadas las voluntades por la molestia sacerdotal, se ordene para Barcelona un obispo salido del clero de allí” -La misma línea de legislación se encuentra en diversas cartas del Papa San León: “El que ha de estar al frente de todos debe ser elegido por todos…” (carta 10). “…No es lícito en absoluto que el metropolitano ordene obispos a su gusto, sin el consentimiento del clero y del pueblo. Más bien debe ponerse al frente de la Iglesia de Dios a quien haya sido elegido por el consentimiento de todos los ciudadanos (de esa iglesia)” (carta 13). “Que nadie sea dado como obispo a quienes no lo quieran o lo rechazan, no sea que los ciudadanos acaben despreciando, o incluso odiando, a un obispo no deseado, y se vuelvan menos religiosos de lo que conviene porque no se les permitió tener al que querían (como obispo)” (carta 14). -Para terminar estos testimonios sobre un criterio fundamental en la elección del obispo, remito a la carta que el Papa Juan VIII envió al arzobispo de Verdun el año 877, en tono de queja por no haber cumplido lo que los santos Papas precedentes (como Celestino y León) habían dictaminado de acuerdo a la Tradición eclesial: “Si hubieses guardado las normas canónicas, no habría surgido esa controversia… Porque si nuestro predecesor Celestino afirma que ‘nadie sea hecho obispo de quienes no lo quieren’, es claro que debiste requerir cuál era el deseo y el consentimiento del clero, el pueblo y las autoridades. Puesto que, según la autoridad del mismo Celestino, los clérigos tienen la facultad de resistir si se ven agraviados, de modo que no teman rechazar a quien se les impone desde fuera. Y si no pueden tener el premio del mejor, que tengan al menos la libertad de decidir quién les ha de regir. Pues San León dice: no hay razón para que se consideren obispos aquellos que ni han sido deseados por el pueblo ni elegidos por el clero”.
Esa fidelidad al Espíritu de Dios revelado en la visibilidad de Jesús explica también que la misma Constitución LG defina la estructura primera de la Iglesia como Pueblo de Dios (LG cap. II). La iglesia de Jesucristo es, antes que nada, una comunidad de hermanos y hermanas iguales, mayoritariamente laicas y laicos (LG cap.IV), asumidos todos por la misma Gracia de la filiación divina, expresada sacramentalmente por el Bautismo común que nos constituye a todos como partícipes del triple ministerio de Jesucristo: sacerdotes, profetas y reyes. El Sacramento del Orden, en cambio, es un sacramento de servicio a ese Pueblo y no de poder sobre él. Y el sacerdocio ordenado está, pues, al servicio del sacerdocio bautismal y no sobre él (LG cap.III; y así lo recoge el Catecismo al situar al final el sacramento del Orden, junto con el Matrimonio, como sacramentos de servicio). Esta eclesiología magisterial de la Constitución Lumen Gentium tiene, o debiera tener, también aplicación concreta en los criterios eclesiales para la elección de un obispo. Es la eclesiología que deriva del Jesús y que explica la insistencia de la Tradición de siglos anteriores en tomar seriamente en cuenta la voz (profetismo) del Pueblo de Dios para que haya siempre su consentimiento en la elección del obispo, sin que le sea nunca impuesto. Otro aporte fundamental del Concilio es la categoría teológica de los Signos de los Tiempos, que es el más destacado de la Constitución Gaudium et Spes. La iglesia deja atrás su antigua concepción que la llevaba a pretender tener la verdad absoluta frente a un mundo que no tenía nada que aportarle y, por lo mismo, con el que no tenía que dialogar. Y Gaudium et Spes considera que “no hay forma más elocuente de exponer la solidaridad del Pueblo de Dios y su respeto y amor hacia toda la familia humana…que el de entablar con ella un diálogo sobre la variedad de problemas, aportando a ellos la luz del Evangelio” (GS 4). Para ello pesa sobre la Iglesia el deber permanente de escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de manera que acomodándose a cada generación, pueda responderá los perennes interrogantes humanos…” (GS 4; cf. 11 y 44). Y sin duda uno de los principales Signos de los tiempos modernos es la conciencia “democrática”. Conciencia que coincide con la enseñanza conciliar de la Iglesia, en primer lugar, como Pueblo de Dios constituido por hermanas y hermanos en igualdad de Derechos y Deberes.
En este texto notable se expresan con claridad los dos elementos fundamentales de la “conversión” exigida a la acción pastoral de la Iglesia, comandada por sus Pastores: la línea de la Encarnación, que es la del “autovaciamiento” del Verbo de Dios (kenosis, Fil 2, 5-7), y la coherencia con una eclesiología en que sea realmente primero el Pueblo de Dios, a cuyo servicio deben estar los Pastores. Es el llamado hecho por los obispos sobre sí mismos a “convertir” su acción pastoral de una eclesiología del poder clerical a la de un servicio fraterno de una Iglesia mayoritariamente laical. Y ese llamado a la “conversión pastoral” lo retomará el Papa Francisco, aplicándolo al ejercicio mismo del Papado: “Dado que estoy llamado a vivir lo que pido a los demás, también debo pensar en una conversión del papado. Me corresponde, como obispo de Roma, estar abierto a las sugerencias que se orienten a un ejercicio de mi ministerio que lo vuelva más fiel al sentido que Jesucristo quiso darle y a las necesidades actuales de la evangelización…Hemos avanzado poco en ese sentido. También el papado y las estructuras centrales de la Iglesia universal necesitan escuchar el llamado a una conversión pastoral” (Evangelii Gaudium, 32). Y los criterios para la elección de los Pastores es el ámbito en que se requiere hoy con mayor urgencia esa conversión pastoral.
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