En el libro del Génesis (4,24), se dice que si “Caín fue vengado siete veces, Lamec lo será setenta veces siete”, introduciendo así una espiral de venganza sin límite. “Sin límite”: ésa podría ser la traducción del bíblico “setenta veces siete”. Pues bien, frente a la “espiral de la venganza”, Jesús promueve la “espiral del perdón”.
El perdón radical nace de la comprensión y se vive como compasión, dos rasgos básicos de la personalidad de Jesús y dos pilares fundamentales del mensaje del evangelio. Podemos entender la comprensión como la capacidad de saber o de ver la verdadera naturaleza de lo real, más allá de tópicos, ideas hechas, creencias… y (también) engaños mentales. Los místicos nos advierten de que la identificación con la mente constituye un velo que desfigura la realidad, haciéndonos tomar como real lo que únicamente es una ilusión. Por eso, sólo cuando aprendemos a tomar distancia de la mente, al acallarla, podemos “ver”. ¿Cuál es la causa de que la mente nos confunda? La inevitableseparatividad que establece en todo lo real, al objetivar todo lo existente y contraponerlo al “sujeto” que ella cree ser. Esa distinción primera sujeto/objeto será el germen de separaciones interminables, así como de un dualismo omnipresente. Cuando la mente se absolutiza –como ha ocurrido, particularmente, en la tradición occidental-, el conocimiento se reduce a la razón o al pensamiento, y se olvida (se niega) cualquier otra forma de conocer que no sea la mental. Sin embargo, pensar no es lo mismo que conocer. Una cosa es pensar y otra muy distinta saber que se está pensando. En este segundo caso, ya no hay identificación con la mente. Se trata de un “saber silencioso”, preconceptual, anterior a la razón. Un saber al que los propios místicos han denominado “No-saber”, dada la identificación que la cultura occidental había establecido entre “pensar” y “saber”. Frente a la absolutización de la razón, los místicos han invitado siempre a descansar en el “no-saber”: así lo proponía el anónimo autor de La Nube del no saber, en el siglo XIV; y así lo proclamaba san Juan de la Cruz, en su sabio verso: “entréme donde no supe / y quedéme no sabiendo, / toda ciencia trascendiendo”. Este no-saber del que hablan no es otra cosa que tener la mente abierta para percibir lo que no puede ser percibido por el pensamiento. En ese no-saber, cuando el pensamiento se aquieta, lo que queda es conciencia. Y al atenderla, lo que se produce es que la conciencia se hace consciente de sí misma. Y, cuando eso acontece, se deshace la ilusión de la separación entre el perceptor y lo percibido. Conocedor y conocido se descubren fundidos en la Unidad, o mejor, abrazados en la No-dualidad: ha emergido la comprensión. En síntesis, la comprensión nos hace ver toda la realidad inextricablemente interconectada, en una totalidad en la que todo se halla en todo. Interconexión y holismo son dos características fundamentales de lo real, que la mente nos oculta (y que, sin embargo, hoy reconoce ya incluso la física cuántica, a partir de sus experimentos con partículas subatómicas): no hay nada que pueda existir desconectado. No existe un mundo “ahí fuera”, separado de nosotros; eso es sólo una construcción mental. Y, como escribe Marià Corbí, “el mundo de nuestras construcciones no está ahí fuera, está en nuestra mente individual y colectiva… Todo viviente se interpreta en esta dualidad fundamental [como un “yo” separado frente al mundo como campo donde sobrevivir]. Nosotros estamos sometidos a esta ley. Pero esa dualidad no es lo que realmente hay, es sólo lo que los vivientes necesitamos ver, es sólo lo que los vivientes nos vemos precisados a construir. Lo que realmente hay es «no dos», «eso no-dual»”. (M. CORBÍ, Silencio desde la mente. Prácticas de meditación, Bubok, Barcelona 2011, p.12). Pues bien, la comprensión que nace de la conciencia nos aporta unadoble luz, de donde brotan la compasión y el perdón. Por un lado, la certeza de que los otros son no-separados de mí; por otro, la certeza de que el mal que hacemos –como el mal que me hacen- es fruto de la ignorancia. Si el otro “forma parte” de “mí”, y si ha obrado por ignorancia, ¿qué me impide perdonar? Sólo una cosa: mi identificación con el ego que se ha podido sentir agraviado y la creencia ilusoria de la separación en la que me mantiene la identificación con la mente. Todo ello puede apreciarse en lo que llamamos “runruneo mental”. Cuando el ego se ha sentido agraviado, es probable que empiece a construir historias mentales en torno a lo sucedido, adoptando el papel de víctima que reclama venganza. Sin embargo, ese runruneo mental no es otra cosa que remover cadáveres: estamos dando vueltas a lo que ya ha pasado, agravando innecesariamente el sufrimiento y alimentando mecanismos tan nefastos como el victimismo, la queja y el resentimiento. Todo esto no significa que no aprendamos de lo ocurrido, o incluso que no tomemos decisiones que, teniendo en cuenta la situación en su conjunto, sean las más adecuadas –o menos inadecuadas-, como puede ser el hecho de “poner distancia” o favorecer una separación… Estas decisiones dependerán de diversos factores. Pero de lo que aquí estamos hablando es de favorecer la actitud de perdón, fruto de la comprensión. Gracias a ella, como decía más arriba, dejamos de “remover cadáveres”, nos ejercitamos en el aprendizaje de venir al presente y nos abrimos a reconocer la Unidad que somos, más allá de los comportamientos de cada cual. Al mismo tiempo, dejamos de alimentar el ego –y de mantener actitudes egocentradas-, para reconocernos en nuestra identidad más profunda, estable y compartida. Todo resulta admirablemente coherente: acallar la cháchara mental, venir al presente, salir del ego, reconocer nuestra identidad más profunda… son movimientos que se dan a la vez y, como resultado, producen la vivencia de la compasión: la capacidad de sentir como propio lo que le ocurre al otro –la capacidad de “vibrar” o de “estremecernos en las entrañas” ante su sufrimiento-, para poner más amor donde vemos más dolor. Todo esto puede ayudarnos a ver hasta qué punto Jesús fue el hombre de la comprensión y de la compasión. Bien consciente de su Identidad más profunda, se supo y se vivió como no-separado de nadie ni de nada, hasta el punto de poder afirmar: “El Padre y yo somos uno” y “Lo que hicisteis a cada uno de estos más pequeños, me lo hicisteis a mí”.
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