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¡Dichosos los pobres! por: Ángel Rodríguez, CMF

11/13/2017

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El ideal de los seguidores de Jesús es ser como él, es decir, siervo y servidor de todos, como lo es el pequeño: uno de «los pequeños hermanos» de Jesús, declarados dichosos en el sermón de la montaña. 
No tenemos por qué ocultar nuestros bienes, ni ignorar su origen y destino. Tampoco debemos ocultar que somos pobres o que queremos ser pobres. Me preguntaba en la introducción de esta intervención: ¿Son dichosos los pobres por el hecho de ser pobres? ¿Qué pobreza es proclamada dichosa según los evangelios? He titulado mi colaboración: «amar al Señor con todas las riquezas o la dicha de ser pobres». No es una disyuntiva, sino una equivalencia. Aquel que sirve al Señor con todas las riquezas conoce la dicha de ser pobre. Vaya un breve apunte sobre la dicha evangélica.
No es uniforme el rostro de los pobres, como tampoco lo es el vocabulario de la pobreza. Pobre es el indigente de ascendencia humilde (raš) y también el subordinado e inferior condenado a trabajos forzados (misken). Es pobre el humilde y aplastado, necesitado de refugio y de amparo (dak), como lo es el débil y el flaco (dal) que ha de apoyarse en otros para mantenerse en pie. También es pobre el mendigo y el vagabundo (‘ebyôn), así como el humilde (‘anah) que, curvado sobre sí mismo (humillado), está condenado a mirar hacia la tierra (humus) agobiado bajo el peso de la miseria o de la aflicción. Son pobres, finalmente, aquellos que convierten la sumisión resignada al poder de los hombres en una sumisión libre y resignada a la voluntad de Dios (‘anawim). Este sustantivo, junto con el anterior, da a la pobreza un matiz estrictamente religioso, hasta convertirse en sinónimo de «piadoso» y de «humilde». ¿Son dichosos todos y cada uno que pueden clasificarse bajo cualquiera de los sustantivos mencionados? ¿Son dichosos los pobres por el hecho de ser pobres?
Si leemos con atención el evangelio de Lucas, la respuesta parece que debe ser ésta: «El pobre es dichoso por ser pobre». Así parece desprenderse del enunciado de la primera bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios» (Lc 6,20). A medida que avanzamos en la lectura del evangelio de Lucas se iría ratificando nuestra primera impresión. Valgan estos dos ejemplos. Allí donde Mateo escribe: «Da a quien te pide y no vuelvas la espalda a quien te pide algo prestado» (Mt 5,42), Lucas completa y corrige: «Da siempre a todo el que te pide y no reclames de quien toma lo tuyo» (Lc 6,30). Para Mateo es suficiente con dar una vez; Lucas, en cambio, pide al discípulo una actitud de constante donación. Para ser discípulo de Jesús, Mateo estima que es suficiente con dejar las redes y la barca. Lucas completa: «Así pues, cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser discípulo mío» (Lc 14,33). Aunque no todos los ricos sean mal vistos por Lucas [ahí están Zaqueo, José de Arimatea, las mujeres que siguieron a Jesús, la familia de Betania], no es desatinado afirmar que no son bien acogidos en el evangelio de Lucas. Las bienaventuranzas lucanas van dirigidas a una comunidad muy concreta: a una Iglesia en la que, como dice Pablo, «no hay sabios según la carne ni muchos poderosos ni muchos nobles. Ha escogido Dios, más bien, lo necio del mundo, para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo lo ha escogido Dios; lo que no es para reducir a la nada a lo que es» (1Cor 1,26-28). Los cristianos de las comunidades lucanas son auténticos pobres –con todos los matices de la pobreza aludidos en el vocabulario– por haber creído en Cristo. Estas iglesias oprimidas necesitaban el consuelo proclamado por las bienaventuranzas: han renunciado a toda riqueza para quedarse con la auténtica Riqueza: el Señor.
Mateo llama dichosos a los «pobres de espíritu». Según el genio de las lenguas semitas, el acento no ha de ponerse en la pobreza sino en el espíritu. No está desencaminada la interpretación de los Padres cuando insisten en que Mateo llama dichosos a los humildes y sencillos, a los que muestran desprendimiento y una absoluta disponibilidad, a los que están totalmente abiertos para recibir y para dar. Esta pobreza bienaventurada no viene de fuera, sino que radica en el espíritu. Si se ahonda y se vive esta pobreza, es más dura que la pobreza externa (económica, social o religiosa), pues la abarca y supera. Fundados en Mateo, no podemos distinguir entre una pobreza afectiva (propia de aquellos que pretenden ser salvados) y otra efectiva dejada a la libre elección de quienes quieren ser perfectos. Más bien, Mateo llama dichosos a los pobres, es decir, a «los humildes, a los que son pobres antes Dios, a los que se hallan como mendigos ante Dios, con las manos vacías, conscientes de su pobreza espiritual». De estos pobres puede decirse aquello del salmo: «El Señor está cerca de los que tienen el corazón contrito y salva a los que tienen el espíritu humilde» (Sal 34,19). Los pobres, por su parte, pueden presentarse ante Dios con estas palabras: «Yo soy pobre y miserable, pero el Señor piensa en mí» (Sal 40,18). Las bienaventuranzas de Mateo, en definitiva, no glorifican al proletariado, sino al «hombre humilde que espera con paciencia el reino de Dios». Mateo formuló su primera bienaventuranza para una iglesia que estaba en lucha con la tentación farisaica de la justicia propia.
Es posible que los dos evangelistas traduzcan una misma palabra aramea (‘anwa o ‘anya), que, como he apuntado, tiene connotaciones espirituales inconfundibles. Lucas habla de una pobreza real a unos cristianos que son sociológicamente pobres, por ser cristianos. Mateo explicita la dimensión espiritual que tenía el sustantivo en la lengua de Jesús (el arameo). No obstante, tal vez sea acertado decir que «la pobreza social pasa a segundo plano y la miseria psíquica pasa a ocupar el primero. Ésta apunta a la actitud ética de la humildad».
Si Jesús proclamó dichosos a los ‘anawim, no olvidemos que son hombres curvados por el peso de la existencia; hombres que por mirar a la tierra (humus) son humildes, pero revestidos de una dulce paciencia y de absoluta confianza en Dios, de quien se declaran –ya con su gesto corporal– vasallos obedientes. Late en este vocablo la pobreza real, con todas sus modalidades, pero también la religiosa. La riqueza asociada a las cualidades o a la práctica de la virtud no nos convierte en dichosos ni nos da ningún derecho ante Dios. La pobreza dichosa pasa por el camino de las nadas: la nada del «tener» porque todo lo hemos dado, y la nada del «ser» porque a todos nos hemos dado. Ante Dios permanecemos curvados y absolutamente confiados. ¡Qué bien lo supieron y expresaron hombres y mujeres egregios/as como Francisco de Asís o Teresa de Liseux!
Tal vez sea fácil vivir sin dinero o propiedades. Algo más difícil es entregar nuestro tiempo y nuestras cualidades, nuestro ser. Mucho más difícil es no apegarnos a nuestras buenas acciones. Lo realmente bienaventurado y dichoso es quedarnos únicamente con Dios. ¡Qué pronto aprenderá a ser pobre aquel que se sabe amado!, repetía otro gran hombre: Charles de Foucauld. La dinámica de esta bienaventuranza que nos torna dichosos procede de la contemplación de Cristo, quien «siendo rico, se hizo pobre, para enriquecernos con su pobreza» (2Cor 8,9). Nuestra experiencia nos cerciora de lo difícil que es gozar esta pobreza bienaventurada.
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