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Cuaresma: El desierto, lugar de aprendizaje por: Enrique Martínez Lozano

2/10/2016

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El número “cuarenta” –cuarenta años era la edad de toda una generación- hace alusión, en la Biblia, a un “periodo largo de prueba”. Cuarenta son los años que el pueblo hebreo, liderado por Moisés, pasa en el desierto, camino hacia la “Tierra prometida”; cuarenta días son los que, como “nuevo Moisés”, aparece Jesús en el desierto, sometido a tentaciones, de las que sale airoso, con fidelidad renovada.
El desierto, en la tradición bíblica, es un lugar ambivalente: por un lado, es el escenario de las mayores dificultades, donde el ser humano, sin seguridades a las que aferrarse, se siente sometido a las pruebas más duras; por otro, sin embargo, aparece como el espacio en el que se goza de una especial intimidad con Dios: “La llevaré al desierto y le hablaré al corazón”, le hace decir Oseas a JHWH (Os 2,14).
Sin duda, no es casual que ambos significados aparezcan unidos. Con frecuencia, los humanos necesitamos pasar por experiencias de despojo, fragilidad, vulnerabilidad, crisis…, para poder “ablandar” nuestro corazón y, de ese modo, hacernos más receptivos.
Porque el “desierto” no es solo un lugar geográfico; ni siquiera solo aquellos espacios que, en nuestra sociedad, se caracterizan por la soledad o el silencio, como suelen ser los monasterios o, más ampliamente, los parajes rurales. Son lugares que buscamos para silenciarnos y ofrecernos la oportunidad de reconectar conscientemente con nuestro centro.
Pero existe otro “desierto” no buscado y, por eso, con frecuencia, más desconcertante y más difícil de asimilar. Entran ahí todas aquellas situaciones y circunstancias que nos presenta la vida, generalmente en forma de crisis, en las que somos invitados a vivir un despojo de aquello con lo que nos habíamos identificado. Se trata de una experiencia de “desierto” porque se produce también una caída de (supuestas) seguridades en las que creíamos hacer pie y nos vemos enfrentados a lo más vulnerable y oscuro de nuestra existencia.
Se trata de un momento tan difícil como privilegiado. Difícil e incluso doloroso porque nos sentimos zarandeados. (En la Biblia se dice que la experiencia del desierto resultaba tan dura para los hebreos, que hubieran ansiado volver a la esclavitud: no solo echaban de menos las “cebollas de Egipto” [Num 11,5], sino que deseaban “haber muerto” [Num 14,2]).   
El desierto inesperado se caracteriza por la aridez, la sequedad, el sinsentido e incluso la desesperanza. La oscuridad parece invadir el espacio que antes nos parecía luminoso y el desconcierto amenaza con introducirnos en una espiral de vacío.
Y, sin embargo, es entonces cuando puede producirse el milagro. Acertaba Leonard Cohen cuando decía: “Hay una grieta, una grieta en todo. Por ahí es por donde entra la luz“. Y Carl Jung: “No es posible despertar a la conciencia sin dolor. Uno no alcanza la iluminación fantaseando sobre la luz sino haciendo consciente la oscuridad”.
Existe un riesgo grave: ante experiencias dolorosas –que tocan nuestra zona más frágil o vulnerable, porque guarda memoria de heridas antiguas-, se activan emociones invasivas que nublan nuestra mente hasta el punto de bloquearnos. Lo cual, a su vez, se traduce en una intensificación de aquellos primeros sentimientos que nos habían descolocado. Emociones y pensamientos se retroalimentan mutuamente, introduciéndonos en un circuito peligroso y nocivo en sus consecuencias. 
Con cuidado amoroso, habremos de acoger nuestro dolor y aquietar nuestra mente, dándonos tiempo para que, al calmarse el “oleaje” mental-emocional, pueda regresar la luz y, con ella, la lucidez y la serenidad.
El “desierto” –la crisis– nos zarandea y nos desnuda porque desenmascara nuestras falsas seguridades. ¡Habíamos puesto nuestra seguridad en algo incapaz de otorgarla! Por eso, en un primero momento, somos llevados a buscar nuestras raíces más profundas. Cuando ese recorrido se vive adecuadamente, es probable que al final podamos constatar, con Kierkegaard, que “me habría ido al fondo si no hubiera ido al Fondo”. En efecto, antes o después, el desierto nos conduce hacia el Fondo estable y quieto, aquello que queda cuando hemos soltado –voluntaria o involuntariamente– todo lo demás.
Pero el viaje no acaba ahí. El desierto seguirá apareciendo ante nosotros de forma más o menos intermitente, más o menos acuciante, hasta que hagamos la experiencia de que somos aquel mismo Fondo que nos sostiene.
En un lenguaje teísta, Oseas decía que en el desierto se hacía presente Dios para hablar al corazón del pueblo. En un lenguaje no religioso (o trans-religioso), eso significa que, cuando el desierto nos ha “obligado” a soltar nuestras falsas identificaciones, se nos hace presente Aquello inefable, lo único permanente que, no solo nos sostiene en todo momento, sino que nos constituye.
Descubrimos entonces que lo que somos no puede ser dañado jamás. Y nos percatamos de la clave que explica todo el proceso vivido: en medio del desierto (o crisis), nos creíamos zarandeados porque estábamos identificados con lo que no somos (el yo) y éramos presa de la confusión, porque intentábamos leer lo que sucedía desde ese mismo “personaje” que se veía afectado. ¿Acaso puede un personaje del sueño nocturno entender la trama de lo que sucede en el mismo? De manera similar, tampoco el yo puede entender nada de aquello que lo sacude.
El desierto nos va llevando a reconocer la inconsistencia del yo hasta poder percibir que somos Aquello que no puede ser amenazado. Ese fue el modo como Jesús superó las tentaciones de su desierto particular, centradas –como las nuestras- en el tener, el poder y el aparentar (Mt 4,1-11).
Se abre entonces, ante nosotros, un trabajo paradójico: por un lado, dejamos de identificarnos con el yo –que se debatía, tan ansiosa como inútilmente, buscando seguridad en aquello a lo que se aferraba–; por otro, sin embargo, lo acogemos desde el Amor que somos y en el que permanecemos anclados. Paradójicamente también, el desierto nos conduce a “casa”, a nuestra verdadera identidad, a la “Tierra prometida”.
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