Nuestro Dios es siempre el que sale al encuentro, el que abraza, acoge, carga sobre sí y siente su corazón tan feliz y lleno de alegría al recuperar a uno solo de sus hijos e hijas, que no puede guardarla solo para sí y organiza una fiesta. ¿Vivimos la alegría de experimentarnos hijos e hijas?
Nos encontramos en este evangelio con dos tipos o grupos de personas muy definidos en el evangelio y en la sociedad de Jesús. Grupos muy distintos entre sí. Los publicanos y pecadores, a ambos se los considera perdidos, alejados de Dios y no cumplidores de la Ley. Y los escribas y fariseos, conocedores y cumplidores de la Ley, oficialmente buenos religiosos, convencidos ellos mismos de ser “puros” e intachables. Estos dos grupos se acercan a Jesús de manera muy distinta. Los primeros van a escucharle, admirados y esperanzados ante sus palabras. Los segundos le critican y murmuran. Se acercan para echarle algo en cara o plantearle cuestiones que le pongan en una situación difícil. En esta ocasión, nos dice el evangelio, le acusan de ser amigo de los pecadores, de acogerlos y comer con ellos. Comer con alguien, entre los judíos era signo de compartir la vida, de amistad. No se invitaba a comer a cualquiera, en cualquier sitio, como podemos hacer hoy. Se invitaba a casa, de alguna forma se le daba entrada a la vida de la familia. Y esto, para extrañeza de los que se creían cumplidores de la Ley lo hacía Jesús con los pecadores. Jesús, el maestro, en quien algunos ponían las esperanzas reservadas al Mesías, al enviado de Dios. Este es el escenario que enmarca las palabras de Jesús, ese mensaje largo de este domingo que va dirigido, tanto a los que se le acercan a escucharle con el corazón abierto como a los que se han acercado a criticarle. A todos responde con estas tres parábolas: En ninguna parábola se nos narra un reproche, un “ya te lo dije”, “te avisé que…” Ni siquiera expresa su perdón, ni pide cambio de conducta… es sin duda chocante. ¿Cuántos de nosotros tratamos así a nuestros hijos, alumnos, amigos…? Es más, ¿nos tratamos así a nosotros mismos? O aún más importante, ¿nos creemos de verdad que nuestro Dios, nuestro Abbá nos trata así? ¿Esperamos que vaya a buscarnos porque estamos perdidos, que nos abrace cuando nos dejamos encontrar, que nos restituya y nos siga tratando como a hijos, sin ni siquiera pedirnos cuentas? Al escuchar estas parábolas, es fácil comprender la alegría que invadiría a los que se sentían pecadores y el malestar y enfado en el que caerían los que se creían mejores. El mismo Lucas, quizá para prevenir también a los primeros cristianos, nos lo dibuja en la persona del “hijo mayor” el bueno, el que nunca se ha ido de la casa del padre, el que no ha dejado el rebaño, el que nunca se ha perdido… Este, posiblemente esperaba que el padre castigara al “mal hijo”, que le llamara al orden, quizá que lo perdonara y lo acogiera de vuelta también, pero que haga una fiesta… ¡hasta ahí podíamos llegar! Y aquí sale esa amargura y dolor: “Yo siempre, yo he hecho, yo… Y a mí nunca me has dado…” No, no es malo el hermano mayor. El Padre con infinito amor y ternura tampoco le recrimina a él, solo le hace ver “Hijo mío, todo lo mío es tuyo, tu siempre estás conmigo…”. No es malo, lo que le pasa es que no se siente hijo. Calcula, obedece, pero no ha descubierto el amor inmenso de su padre hacia él mismo, no porque sea bueno, solo porque es hijo. Esta es la Buena Noticia de Jesús, su evangelio, somos hijos de un Dios que es nuestro Padre y Madre. Imagen que choca con la imagen de Dios que muchos tenían en su tiempo. Y ahora es bueno que nos preguntemos, ¿cómo me siento yo al leer esto? ¿Me entusiasma saber que soy amado, que soy amada así? ¿Qué el amor que Dios me tiene no me lo estoy ganando, y por tanto no lo voy a perder, aunque me “pierda” o me “vaya”? Lo importante es que nos dejemos grabar a fuego en nuestros corazones esta realidad del amor que Dios nos tiene. Lo importante es vivir la experiencia de ser hijos e hijas. Porque perdernos, nos hemos perdido y nos vamos a perder muchas veces. Irnos, también nos hemos ido y nos vamos a ir, pero si en el fondo de nosotros mismos está esta experiencia, de ser hijos e hijas amadas, volveremos, nos pondremos en camino para volver al corazón de Aquel que ya está en camino para encontrarnos y nos espera con los brazos abiertos.
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