En el mes de agosto, durante mi estancia en San Salvador como profesor invitado en las Universidades Don Bosco y Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), leí la novela Noviembre, del escritor salvadoreño Jorge Galán (Tusquets Edirtores, 2016), que se inspira en el asesinato de seis jesuitas -Ignacio Ellacuría, Segundo Montes, Ignacio Martín.Baró, Juan ramón Moreno, Amando López y Joaquín María López y López- y dos mujeres –Elba Ramos, empleada doméstica, y su hija Celina, de 15 años-, por el sanguinario batallón Atlacatl en cumplimiento de la orden del Estado Mayor del Ejército de El Salvador. Sucedió en la UCA la fatídica madrugada del 16 de noviembre de 1989.
La novela aporta luz sobre los hechos y se adentra en otros crímenes impunes contra religiosos y religiosas de El Salvador como el jesuita Rutilio Grande, monseñor Romero, arzobispo de San Salvador, y cuatro religiosas de Estados Unidos. Recoge el testimonio de Alfredo Cristiani, entonces presidente del país centroamericano, que reconoce la autoría militar de los crímenes de los jesuitas. El novelista se vio obligado a abandonar el país por las amenazas de muerte recibidas. La obra se caracteriza por un insobornable compromiso ético, una profunda sensibilidad hacia el sufrimiento de las víctimas y la valentía para denunciar a los autores materiales y a los responsables intelectuales, a quienes pone nombre. Ha sido galardonada con el Premio de la Real Academia Española 2016 por ser “una novela y una construcción literaria llena de verdad histórica y humana”. Leí el libro de Jorge Galán recorriendo algunos de los escenarios donde sucedió el óctuplo asesinato. Visité las aulas donde impartían clases los profesores. Conocí la residencia donde vivía la comunidad de jesuitas. Toqué el césped del Jardín de Rosas donde se encontraron los cadáveres, así llamado porque en él plantó Obdulio, esposo de Elba, la trabajadora doméstica asesinada, y papá de Celina, su hija, un círculo de rosas rojas y en el centro dos rosas amarillas en memoria de su hija y de su esposa. Entré en la capilla y me detuve ante sus tumbas. Visité el Memorial de los Mártires del Centro Monseñor Romero donde están expuestos algunos de los enseres personales de los muertos, entre ellos el libro empapado en sangre El Dios crucificado, del teólogo alemán Jürgen Moltmann, que se encontraba en la estantería de la habitación de Jon Sobrino y cayó al suelo al ser arrastrado el cuerpo de Juan Manuel Moreno hacia esa habitación. Es todo un símbolo en plena sintonía con Ellacuría, que considera quien la realidad histórica de los “pueblos crucificados” el lugar social y hermenéutico de su teología. Los militares entraron en la UCA con la voluntad de eliminar a su rector, Ignacio Ellacuría, una de las figuras más relevantes de la teología y de la filosofía de la liberación, y a sus compañeros jesuitas, prestigiosos intelectuales que analizaban críticamente la realidad del país centroamericano desde diferentes disciplinas: ciencias sociales, psicología social, filosofía, teología, teoría política, filosofía de los derechos humanos, etc. El múltiple asesinato, la autoría militar del mismo y la forma irracional como se produjo conmovieron a El Salvador, a América Latina y al mundo entero. Mientras leía la novela y recorría los lugares de la vida y de la muerte de los mártires me rondaba una pregunta: ¿Por qué los mataron? Y encontré varias respuestas. Para los sectores eclesiásticos salvadoreños aliados con el Ejército, la oligarquía y el poder político, el asesinato se debió a que los jesuitas se habían alejado de su misión pastoral y se habían implicado en la actividad política del lado de los guerrilleros revolucionarios. “¡Se lo tenían merecido!”, pensaban para sus adentros. Jon Sobrino, compañero de las víctimas, que se libró de la muerte por encontrarse fuera de El Salvador, piensa de manera muy distinta: los mataron “porque analizaron la realidad y sus causas con objetividad. Dijeron la verdad del país con sus publicaciones y declaraciones públicas. Desenmascararon la mentira y practicaron la denuncia profética. Por ser conciencia crítica de una sociedad de pecado y conciencia creativa de una sociedad distinta, la utopía del reino de Dios entre los pobres. ¡Y eso no se perdona!” No puedo compartir la respuesta de las sectores eclesiásticos conservadores, sí la de Sobrino, a la que añadiría: los mataron por haber vivido el cristianismo no como opio del pueblo, sino como liberación de los oprimidos, denunciar la triple alianza del poder político, económico y militar, trabajar por la paz y la justicia desde la no violencia y anticipar con su estilo de vida la utopía de otro mundo posible.
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El problema consiste en no poder saber que hay en el más allá, después de la muerte, si hay algo o no hay nada. Existen diferencias entre ética y religión. Cuando digo religión, me refiero a la moral, que propugna la jerarquía católica.; y es un verdadero problema el establecer las fronteras entre una y otra. Las hipótesis que se pueden dar son estas dos: Una, hay algo después de la muerte. Dos, no hay nada después de la muerte. Tanto en una hipótesis como en otra, ¿se modifica la conducta personal acá en la tierra, según crea que exista algo en un más allá, o no haya nada después de la muerte? ¿Acaso mi conducta depende de la creencia que tenga en el más allá, si hay algo o no hay nada después de la muerte? El proceder bien o proceder mal, aquí en la tierra, es lo propio de la ética laica. El plantear el más allá es lo propio de la religión. Por otra parte, no es lo mismo ser religioso que ser creyente. Lo propio de la Religión es esto: el ser humano /SH) se somete, más o menos críticamente, a la religión elegida, no impuesta.
La religión católica, apostólica y romana, consiste en: creer, aceptar, dogmas, moral, ritos y una organización jerárquica. Lo que propone esta moral católica, es que hay que portarse bien, hay que sufrir en esta vida, porque luego nos espera en el más allá. el cielo, el paraíso, Lo propio de la ética laica es esto: el SH puede elegir los valores que van a orientar su vida, que varían según las personas y la escala de valores preferida, sin referencia en el más allá. Lo propio del creyente, sin embargo, es tener fe en una persona, confíar en una persona, en Jesús y su mensaje, no en verdades o dogmas. La fe, lo propio del creyente, es algo más que practicar los ritos de la religión católica. Jesús no fundó ninguna religión, pero nos enseñó unos comportamientos, una manera de vivir la fe comprometida con los últimos de la sociedad que no tiene nada que ver con las enseñanzas de la moral católica institucional, Y además, nos enseñó a orar al Padre del cielo. La plegaria y la acción de gracias, son consustanciales a la fe del creyente, algo que trasciende, que va más allá de unos dogmas o de unos ritos, impuestos por la jerarquía. Lo básico de la fe cristiana es el compromiso con los pobres. Lo propio de la religión son los dogmas y ritos, como bautizos, bodas, misas, comuniones y funerales. Con esas prácticas religiosas se cumple con la religión, tenga o no tenga fe. En definitiva, es posible que se pueda vivir sin practicar los ritos de la religión, incluso prescindiendo de los dogmas, pero ¿se puede vivir honestamente sin conciencia ética, sin preocuparse por los más débiles y excluidos de l a sociedad? La historia de las civilizaciones está plagada de costumbres que nos obligan a sacrificarnos por lo que pueda haber tras la muerte. Hay creencias que incluso obligan a tareas y conductas concretas, algunas realmente exigentes. Podríamos pensar que estos comportamientos son propios de culturas pasadas. Sin embargo, la religión protestante sigue considerando que el juicio final depende en gran medida de lo que uno haya aportado a la sociedad en lo material y económico durante la vida. En la católica, por su parte, se considera que los malos o buenos comportamientos determinan en última instancia la salvación o condenación de las personas. Bajemos la cuestión a la tierra. Repito, existen al menos dos posibilidades. Que tras la muerte haya algo o que no haya nada. Veamos las conductas en cada caso. Establecer relaciones causa- efecto entre vida presente y eventual vida futura allana el camino a la manipulación. Entre aquellos que piensan que sí hay algo, lo interesante desde un punto de vista de la conducta personal es que, por lo general, establecen una correlación entre lo que encontrarán en el más allá y su comportamiento en el más acá. Sistemáticamente se considera la vida una especie de prueba para determinar si merecemos una existencia mejor, más larga o eterna. ¿Por qué? Establecer relaciones causa-efecto entre vida presente y eventual vida futura allana el camino a la manipulación del individuo. Queda una tercera hipótesis interesante. Se trata de creer ambas cosas al mismo tiempo. Que hay algo en el más allá, y que no hay nada. ¿De qué serviría esto en nuestro día a día? Probablemente, uno alcanza la máxima virtud cuando vive de la misma forma tanto si cree que hay vida en el más allá y un Dios, supremo juez de vivos y muertos, que le juzgará, como si piensa que no hay nada, que uno cierra los ojos y se acabó la película, sin salvación ni condena. Si bajo ambas premisas el comportamiento y valores con los que uno vive son los mismos, esa persona estará actuando libre de coacción, manipulación, presunciones o posibles falsas creencias. Y no está reñido con cualquier modo de vivir la fe. Vivir hoy según la propia fe por lo que al presente le reporta, no por lo que al futuro pueda suponerle. Lograrlo hace a una persona completamente dueña de su libertad y la lleva a vivir una vida plena, sin importarle lo que vendrá, o no vendrá, después. Alguno esgrimirá que en eso consiste la salvación. Puede ser. No me lo planteo. Es posible que se pueda vivir sin religión, pero ¿se pueda vivir sin ética? Con más frecuencia de la deseada tuvo que escuchar el filósofo y matemático Bertrand Russell la siguiente pregunta: “¿Qué le parece más importante, la ética o la religión?”. Con su habitual desparpajo y contundencia, dejó caer la siguiente respuesta: “He recorrido bastantes países pertenecientes a diversas culturas; en ninguno de ellos me preguntaron por mi religión, pero en ninguno de esos lugares me permitieron robar, matar, mentir o cometer actos deshonestos”. De esta forma tan gráfica defendía Russell una tesis a la que dedicó no pocas energías: sin religión se puede vivir; sin ética, no. No será difícil estar de acuerdo con él. Pero probablemente él era consciente de que los mínimos éticos que señala —no matar, no robar, no mentir, no cometer actos deshonestos— nos llegan, también, como legado de grandes espíritus religiosos como Buda, Confucio, Moisés, Jesús o Mahoma. Es decir: la ética y la religión han tendido a darse la mano, a caminar juntas, a aunar esfuerzos. De hecho, el 83% de los seres humanos vincula su quehacer ético con su pertenencia a alguna de las 10.000 religiones existentes en nuestro planeta. Las grandes conquistas éticas de la modernidad se lograron a pesar de la oposición de las iglesias. No es cierto que la ética empiece allí donde termina la religión. Tradicionalmente hemos responsabilizado a la ética del qué debemos hacer y hemos reservado a la religión la tarea de administrar el qué nos cabe esperar. Este es el planteamiento de Kant, pero es muy probable que tal división de tareas no sea pertinente. Lo que de veras intentaron siempre tanto la ética como la religión fue presentar un cuadro inteligible de la vida sobre la tierra. Las dos son las que pueden dar sentido a la vida humana. Ni la ética trata solo de la rectitud de las acciones humanas, ni la religión se refiere únicamente a la relación de los seres humanos con sus dioses. Ambas apuntan hacia una inteligibilidad más global, más abarcadora. Ambas buscan, con similar tenacidad, el sentido de la vida. Alguien ha dicho que el término esperanza las engloba a las dos. En efecto: quien se atreve a pronunciar la palabra esperanza —“el sueño de un vigilante” la llamó Aristóteles— está hablando, al menos implícitamente, de ética y religión. Estamos ante dos saberes, de tono casi melancólico, que se atreven a insinuar frágiles esperanzas que nunca podrán fundamentar plenamente. “Hay capítulos de la ética”, reconocía Aranguren, el gran maestro de la ética en España, “que no sabría cómo abordar si, de algún modo, no lo hago desde la religión”. Y ponía como ejemplo la solidaridad, a la que consideraba “heredera de la fraternidad cristiana”. Aranguren defendió siempre, como lo hacía Bloch y gran parte de la tradición filosófica occidental, la apertura de la ética a la religión. Esto no significa que ética y religión terminen por identificarse. Es cierto que, probablemente, todas las religiones predican a sus fieles: haz el bien, evita el mal. Todas se atienen a la regla de oro: “Trata a los demás como desees que te traten a ti”. El rabino Hillel condensaba el núcleo ético de todas las religiones en una fórmula tan sencilla como grandiosa: “Sé bueno, hijo mío”. Pero no todo en la religión es moralidad. La actitud religiosa tiene que ver con el misterio, con el sobrecogimiento, con la adoración, con la alabanza, y sobre todo con la entrega a los demás, a los más necesitados, a los últimos. El mensaje subversivo de Jesús no es un mensaje religioso, ni un pensamiento dogmático, ni una moral, ni unos ritos, ni una organización jerárquica, es un proyecto de vida, lo propio de una ética de fraternidad universal: “Tuve hambre…”. Unamuno ha tenido muchos seguidores en su deseo de que “nuestro trabajado linaje humano sea algo más que una fatídica procesión de fantasmas que van de la nada a la nada”. Es, tal vez, el momento de recordar a otro grande de la filosofía, Jürgen Habermas, en un discurso en el impresionante marco de la iglesia de San Pablo en Fráncfort, dijo. “Lo más inquietante es lo irreversible de los sufrimientos del pasado —la injusticia infligida contra personas inocentes, que fueron maltratadas, degradadas y asesinadas— sin que el poder humano pueda repararlo”. Y añadió: “La esperanza perdida de resurrección” se siente a menudo como “un gran vacío”.La religión espera contra toda esperanza escenarios finales benévolos, salvados; la ética interroga pertinazmente a la religión sobre el fundamento de esa esperanza. La religión, a su vez, remite al misterio, al silencio; y, como la ética también conoce la palabra misterio y sabe de silencios, ambas terminan llevándose bien. Como resumen, podemos afirmar que es preferible plantearse vivir una vida laica, empapada en la ética, es decir, por un lado, plantearse el sentido de la existencia humana en el más acá, en un mundo lleno de in justicias y sufrimientos, sin mirar la posibilidad de un juez supremo que premia a unos y castiga a otros. Y por otro lado, aceptar que la religión es un constructo humano, no divino, y que las soluciones que aporta al problema del más allá.(la resurrección) es una creencia que cae fuera del ámbito de lo racional. El Papa Francisco se expresa muchas veces con términos muy alejados del lenguaje clerical anterior a él, de una manera llana, comprensible, diferente, a veces incluso sorprendente. Como lo hizo Jesús durante su vida, por eso le entendían tanto sus adversarios como, sobre todo, los empobrecidos, excluidos y marginados.
Así se expresaba el 17 de junio de 2013: “Son muchos los revolucionarios en la historia, han sido muchos. Pero ninguno ha tenido la fuerza de esta revolución que nos trajo Jesús: una revolución para transformar la historia, una revolución que cambia en profundidad el corazón del hombre. Las revoluciones de la historia han cambiado los sistemas políticos, económicos, pero ninguna de ellas ha modificado verdaderamente el corazón del hombre. La verdadera revolución, la que transforma radicalmente la vida, la realizó Jesucristo a través de su Resurrección: la Cruz y la Resurrección... Es una verdadera revolución y nosotros somos revolucionarias y revolucionarios de esta revolución, porque nosotros vamos por este camino de la mayor mutación de la historia de la humanidad. Un cristiano, si no es revolucionario, en este tiempo, ¡no es cristiano! ¡Debe ser revolucionario por la gracia!”. En este tiempo en el que han muerto grandes revolucionarios que, como dice Federico Mayor Zaragoza, dejan “una estela duradera”, debemos seguir reivindicando esta palabra tan odiada por los poderosos y potentados de este mundo injusto, y tan anhelada por la inmensa mayoría de los hombres y mujeres, niños y ancianos discriminados, oprimidos, despreciados… Hacemos pues una nueva proclama al mundo pidiendo, exigiendo, invitando a cada persona a hacer: - Una revolución contra la injusticia, contra los derechos pisoteados, contra la dignidad violada, contra el hambre y las enfermedades evitables. - Una revolución de la inclusión, la acogida, la interreligiosidad, la multiculturalidad, la aceptación del otro como algo positivo y enriquecedor en el encuentro entre personas de distintas opciones políticas, razas, tendencias sexuales, culturas y religiones. - Una revolución pacífica, que luche contra el tráfico de armas, por el fin de las guerras, que trabaje por el entendimiento, el diálogo, la armonía entre los pueblos y las gentes. - Una revolución por el trabajo digno y el buen vivir de la población, con nuevos índices de la felicidad de las personas, desde parámetros humanistas, benéficos, altruistas. - Una revolución de la solidaridad y la ternura, la compasión y la equidad, la honradez personal y la rectitud ética. De la libertad y la participación ciudadana. - Una revolución cuyo corazón no tenga fronteras, ni vallas, ni muros, ni CIES, ni obstáculos para libre circulación de personas de unos países a otros, porque todos somos hermanos y nadie se debe sentir extranjero en ningún lugar. - Una revolución de la sobriedad compartida, de la sencillez en todos los niveles de la vida, del buen vivir como alternativa al vivir bien, sin consumir más que lo necesario, sin derrochar, porque no nos lo permiten ni nuestra Tierra ni los hombres y mujeres más desfavorecidos y empobrecidos que viven en ella. - Una revolución en la que no tenga cabida ni el egoísmo, ni la corrupción, ni la libertad del dinero por encima del bienestar de la gente, ni los beneficios conseguidos mediante el abuso sobre los trabajadores; ni el neoliberalismo, el capital y el mercado como el ídolo supremo al que adorar. - Una revolución contra la mentira en los medios de comunicación, en la política, en la calle. Contra la difamación, las amenazas, la condena sin juicio. Una revolución de la sinceridad, la cordialidad, la confianza, la tolerancia y el respeto. - Una revolución contra la indiferencia, la apatía, el individualismo, la despreocupación hacia los demás. Porque solamente en el espejo del otro nos identificamos y realizamos como personas en plenitud. - Una revolución de la conciencia de pertenecer a una misma familia, una sola humanidad, que posee prácticamente el mismo código genético que los demás animales, y los mismos elementos químicos que el resto de la naturaleza de nuestro mundo y del universo del que formamos parte. - Una revolución de la esperanza activa y creativa, a pesar de todos los pesares, de la búsqueda del anhelo común, de la ilusión compartida. - Una revolución del gozo, del buen humor, del ingenio y la gracia que alegre y celebre cada día la vida con los demás. De la música y la poesía. De la pintura y la fotografía. De la escultura y la escritura. De la belleza en cualquier expresión artística y de la que nos regala la naturaleza. - Una revolución que aliente la fe y la confianza en uno mismo, en los demás, en el sentido profundo de la vida, que nos invita cada día a ser y compartir antes que a tener y acaparar. - Una revolución de la interioridad, de la serenidad, del silencio y la reflexión, de la duda que nos ayuda a crecer en comunión con los demás. Para “alimentar la llama interior” que existe en el hondón de cada ser humano. Y a descubrir en lo pequeño el Misterio de la Vida y de Amor que nos había. - Una revolución que cree que en lo aparentemente insignificante, en las acciones pequeñas y concretas, desde la cotidianidad, del trabajo bien hecho, del encuentro y la cercanía hacia quienes nos necesitan, a quienes necesitamos, de la proximidad y no del aislamiento, con abrazos y luchas conjuntas, podrá ir transformando en redes de solidaridad, como pequeñas semillas, poco a poco, las conciencias, lo cercano y las estructuras sociales, hacia ese otro mundo más justo y fraterno que tanto anhelamos. El año pasado viajamos con mi familia a Europa a visitar a mi hermana, quien se encontraba viviendo allá con su marido. Recuerdo que llegamos a Madrid el domingo de Pascua y fuimos a misa juntos, a una iglesia cerca del Templo de Debod, en donde habíamos estado horas antes viendo el atardecer. Me acuerdo con sorprendente nitidez la sensación que tuve en esa misa. La homilía triste, seca y vacía que pronunció un cura entrado en años, contrastaba con el esplendor de la Iglesia en la que estábamos. Sentí que alguien tenía que avisarle al sacerdote y a las imágenes que poblaban la iglesia que era Pascua y estábamos festejando la resurrección de Cristo. A veces, nuestra religión parece olvidarse algo que la sana espiritualidad mantiene presente: Dios está vivo, cerca y presente.
Después de algunos días en Madrid, alquilamos un auto y emprendimos un roadtrip en el que recorreríamos Galicia y Asturias. Durante los diez días que duró, visitamos no solo ciudades emblema como Santiago de Compostela o Bilbao, sino también una innumerable cantidad de pueblitos. Y uno no puede creer que sean tan increíbles y estén ahí, silenciosos, aparentemente perdidos en el camino. No podría especificar con certeza la cantidad de iglesias que visitamos durante esos días, pero vale decir que fueron realmente muchas. Quizás influenciada por el sinsabor que me había dejado la misa de Pascua, no pude dejar notar que en todas ellas había demasiadas imágenes lúgubres y Cristos crucificados. Recuerdo haber pensado dos cosas. Lo primero fue que difícilmente un niño se sienta a gusto dentro de esas iglesias, lo cual, como mínimo, me genera suspicacia. Cada vez confío más en el criterio de los niños que, en su inocente sabiduría, parecen saber más que los adultos sobre las cosas importantes. Lo segundo fue una pregunta con aire a reclamo: ¿cómo puede ser? ¿No hemos podido, en todos estos años de Iglesia, encontrar espacios, imágenes y signos que representen mejor al Dios de la Vida, de la Misericordia, del Amor y del Perdón? ¿No estamos subrayando demasiado exageradamente un renglón de la historia de Cristo y quitando luz a los demás que le dan sentido? A pesar de mi personalidad ansiosa, ya he aprendido que, si estamos atentos, más tarde o más temprano, Dios responde nuestras preguntas. Y esta no fue la excepción. Cuando llegamos a San Sebastián, uno de nuestros últimos destinos, el usual ritual de conocer las iglesias de la ciudad nos llevó a la Catedral del Buen Pastor. Entré esperando encontrarla igual a todas las que ya habíamos conocido pero, para mi sorpresa, al terminar de recorrer la nave central noté que detrás del altar, en lugar de la tradicional cruz, se encontraba una escultura de Jesús Buen Pastor. Confieso que me conmovió ver esa imagen de Jesús manso, con su cayado, mirando y acariciando a su oveja. Me pregunté qué tipo de mella habrá hecho en nuestra fe y espiritualidad tanta imagen de Dios sufriente y muerto, y tan poca de buen pastor. Me senté a rezar contemplando esa imagen y, luego de unos minutos, pude casi escuchar a Dios diciéndome: “Mirá Caro, hubo alguien que se animó a construir un templo diferente donde hoy te estás encontrando conmigo. ¿No podés vos también hacer lo mismo?”. Foto que tomé en mi visita a la Catedral del Buen Pastor. San Sebastián, España. Debo decir que este recuerdo no viene hoy casualmente hasta mí. Este ha sido un año difícil. Un año de pérdidas. El cáncer se llevó en el mismo puñado de meses a mi madrina y a la mamá de una de mis mejores amigas, a quien quería muchísimo. Uno cree que sabe algunas cosas, que es fuerte, que tiene fe, pero cuando la muerte o la pérdida toca de cerca, todo se vuelve difuso y parece quedar patas para arriba. Creemos conocer algunas respuestas por haber reflexionado sobre ellas, pero cuando toca sostener en un abrazo a una mejor amiga desarmada en lágrimas que, con la fe quebrantada pregunta sobre el cielo y dice que extraña tanto los abrazos de su mamá que daría cualquier cosa por tener uno más, todo lo que uno cree saber se vuelve silencio. Hoy, mientras escribo estas líneas, mi madrina estaría cumpliendo 62 años. Tengo una mezcla de emociones que no logro terminar de procesar. Pienso en mi abuela, que perdió a su hija. En cómo mis primos estarán extrañando a su mamá y mi tío a su mujer. Pienso en mi propia mamá, que durante los meses de enfermedad de su hermana eligió acompañarla incondicionalmente y mantuvo la esperanza hasta el último minuto. Se me escapan algunas lágrimas que no dejan lugar para elucubraciones racionales y, sin tregua, interpelan mi fe. ¿Hay consuelo? Y si lo hay, ¿dónde está? Lo que me viene una y otra vez al corazón en este momento está lejos de las lúgubres imágenes de Dios que todavía pueblan gran parte de nuestras iglesias, o de lo que algunos años de estudio me hicieron conocer sobre la religión. Hoy el alma me trae las palabras que me regaló una amiga hace algunas semanas al verme los ojos tristes y notar la fuerza que hacía para que no se notara tanto. Me dijo: “Carito, no le tengas miedo al dolor, a la tristeza… Tranquila, dejate acompañar. Ya va a pasar y, si te lo permitís, te va a convertir en una mejor persona. Te va a hacer más sensible, menos omnipotente y más sabia. Te va a transformar en alguien mejor”. Me dijo esto, se paró y así, sin que se lo pidiera, me abrazó en silencio. Es loco, pero nos alejamos de Dios al dejar de encontrarlo en las iglesias, o por dejar de identificarnos con las imágenes que tenemos de Él, sin ser conscientes de que quizás esa crisis es Dios mismo diciéndonos que ya no entra en ellas, que han quedado obsoletas y quiere darnos más. Si ante el dolor y la pérdida nuestra fe no encuentra consuelo, quizás no se trate de que hemos perdido la fe, sino de que ha llegado el momento renovarla. Si es eso lo que sentimos, quizás aún esté vigente la pregunta que, sentí, me hizo Dios en San Sebastián: ¿vas a quedarte al margen, mirando los templos vacíos, o vas a animarte a construir uno nuevo donde podamos encontrarnos? De seguro, no me siento capaz de responder a todas las preguntas a las que nos enfrenta el dolor de las pérdidas pero, aún así, tengo la irracional certeza de que mientras escribo estas palabras Dios está cerca, pidiéndome que haga lugar para él y ensanche una vez más mi tienda. Si el dolor ha enfriado nuestra fe y sentimos que Dios se ha convertido en alguien lejano y obsoleto, quizás la clave esté en recordar lo que el alma sabe desde siempre: el Dios verdadero hace nuevas todas las cosas y el templo en donde quiere encontrarse con nosotros, no es ya un lugar físico. Sospecho que tiene mucho más que ver con encuentros como el que tuve con mi amiga ese día en el café de un aeropuerto. En la escena no había ni rastros de lo que tradicionalmente llamamos “templo” pero cuánto tuvo de sagrado: con su abrazo me tocó el alma y no recuerdo la última vez que sentí a Dios tan cerca. Revista Sophia Sorprendentes declaraciones del Papa sobre el clericalismo por: Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara12/18/2016 “El clericalismo es uno de los males más serios que tiene la Iglesia, se aparta de la pobreza”, fue una de las declaraciones más explosivas de Francisco en la visita que realizó a la Congregación General de la Compañía de Jesús el pasado 24 de octubre, y que la revista la Civiltá Cattolica ha hecho púbica un mes después. A mí me gustan estos “desplantes” anticlericales” del que, para las mentes de corta visión, debería ser, y actuar, y parecer siempre, como el gran jefe de los clérigos. si leemos el Evangelio sin prejuicios comprobaremos que Jesús se comportó como un anticlerical, metiéndose siempre, y discutiendo, y polemizando, y denunciando, a los Sumos Sacerdotes, a los Escribas, a los Letrados, y a los jefes de los Fariseos, es decir, a la crema de la jerarquía religioso-social; a los que, con frecuencia, sumaba a los senadores, y a los saduceos, para abarcar a todo el ámbito dirigente de su tierra en su tiempo. Mi opinión es que el Papa tiene este tipo de salidas y comportamientos porque su sensibilidad de creyente es lo más parecida posible a la de Jesús.
Lo primero que hay que saber, y es preciso afirmar muy alto es que en el Nuevo Testamento (NT) no hay ni rastro de lo que hoy llamamos clero. Ni siquiera podríamos hablar de Jerarquía propiamente dicha, sino tan solo de una cierta organización de los carismas, es decir, de los diversos ministerios, al servicio de la comunidad, sin destacar ninguno de ellos por encima de los otros. No hay más que recordar la multitud de textos paulinos que nos dejan bien claro, hasta desechar toda duda de que, igual que en el cuerpo humano, en el que la cabeza no puede decir a los pies no os necesito, ni la mano a la nariz, así en el cuerpo eclesial ningún miembro sobra, ni, por otro lado, tampoco otro de ellos puede ser destacado. Hay varias listas de ministerios importantes en la comunidad, y en dos de las más famosas, el carisma de Gobierno aparece, en una, en el quinto lugar, y en la otra, en el séptimo. Ahora no se trata de que os agobie a textos, porque se encuentran muy fácilmente en las cartas de Pablo, sobre todo en los días actuales en que el Google nos pone delante de los ojos la respuesta a cualquier pregunta. De lo que no queda ninguna duda de que los primeros de las primeras comunidades eran los apóstoles, que habían recibido directamente de Jesús el mandato apostólico. Si bien es necesario añadir que la fórmula del mandato universal del final de Evangelio de Mateo, (Mt 28, 18b-20), aunque parezca que se refiere solo a los apóstoles, no así en el paralelo de Mc 16, 15-16, que perfectamente se puede entender dirigido a todos los que acompañaban a Jesús. Lo que es totalmente cierto y seguro es que el Maestro de Nazaret no era levita, ni de la casta sacerdotal, y que es muy arriesgado suponer que su deseo fiera el dejar organizada su comunidad, la que iba vivir y dar testimonio en el mundo del Reino de Dios, como un grupo religioso, con su casta sacerdotal, él que en el transcurso de su vida tanto había denunciado los abusos de los poderosos en todos los ordenes, también en el ámbito religioso. Su advertencia de que “entre vosotros no sea así” es, también, perfectamente aplicable, a la falta de “profesionales clérigos” en su comunidad. No cabe en este sencillo artículo un estudio largo y serio del clericalismo en la Historia de la Iglesia, yo no pretendo tanto. Solo dar una pinceladas para poder entender la declaración del Papa que comento. En la Edad Media el clero fue creciendo, hasta llegar a dividir a la comunidad eclesial en dos partes totalmente diferenciadas, desiguales, y enfrentadas, en una mentalidad feudal, en la que los clérigos eran los únicos que tenían voz, y los seglares, o laicos, cuyo principal obligación era seguir la indicaciones clericales. En el concilio de Trento, con la casi definitiva organización de la promoción, preparación y estudios profesionales de los clérigos, a partir de la instauración de los seminarios, la brecha que se abrió clero-laicado fue todavía mayor, lo que provocó, por una parte la Reforma luterana, porque resultaba irrespirable es sujeción a un cuerpo clerical poco preparado, a pesar de los seminarios, y dueños de la verdad, no solo Revelada, sino de la aplicación de los dictámenes de la conciencia; y, por otra parte, el alejamiento progresivo e imparable del Pueblo, cada vez más ignorante, más sumiso, y más alejado de los auténticos valores del Evangelio. La Revolución francesa, desde una perspectiva civil, intentó dar un vuelco a la situación, pero siguió, en los siglos de mayor decadencia eclesial, XVIII, XIX y XX, la situación monstruosa, literal, de un cuerpo con enorme cabeza, mastodóntica, y resto del cuerpo, enano. Eso lo quiso resolver el Vaticano II, y en esas estamos, porque hay una fuerte rémora por parte de los que anhelan una Iglesia de Cristiandad, en la que el Papa, como feje supremo del cuerpo más preparado, culto, y, se supone, santo, que forma la pirámide jerárquica de la Iglesia, esté por encima de cualquier autoridad mundanal, no solo en lo externo de las normas y leyes que regulen la vida de los hombres, sino, sobre todo, en el interior de las conciencias. Por eso es tan importante que el veo tenga una visibilidad clara, diáfana, porque el mundo ve todos los que somos, y la fuerza que tenemos. NO le veo otro sentido al empeño de las vestiduras clericales de sotanas y clergymans en la calle. Y todo eso significa, evidentemente, poder, y solo los mal intencionados, y los incautos, lo pueden negar. Y o no lo quieren ver, o no lo ven de hecho, en una disonancia increíble con la progresión de la Historia. Por ahí veo yo la intención de las palabras del Papa, de que “el clericalismo es uno de los mayores males de la Iglesia”, si no el mayor, porque se convierte en una garantía de poder, económico, y de dominio de la gente. Analistas y politólogos siguen tratando de explicar el inesperado triunfo de Donald Trump a la presidencia de Estado Unidos. Basados en encuestas de salida, diversos académicos han focalizado al voto religioso conservador como uno de los factores determinantes en el triunfo de Trump. En concreto, el voto de evangélicos y católicos blancos como clave en la victoria del candidato republicano. Estos datos fueron proporcionados por el estudio del Centro de Investigación Pew, que comprendió una encuesta de salida, en la cual asienta que los evangélicos blancos son 26 por ciento del electorado estadunidense y 81 por ciento de ellos votaron por Trump, a pesar de tener fuertes dudas sobre la calidad del candidato; algunos le reprochaban ser racista, misógino y no apto para la presidencia.
En contraparte, sólo 16 por ciento votaron por Hillary Clinton. Igualmente, la mayor parte de los católicos se fueron con Trump; éstos representan 23 por ciento del electorado: 52 por ciento apoyaron a Trump, mientras 45 por ciento fueron para Clinton. Los católicos blancos sufragaron por él en proporciones mucho mayores a los católicos hispanos. Aquí no hubo efecto Francisco y el voto católico fue mucho menor al registrado por Barack Obama en las contiendas anteriores. Recordemos que Francisco, en su vuelo de regreso a Roma, en febrero de 2016, después de pasar unos días en México, recriminó a Trump la propuesta de construir muros, porque no era cristiano. Otra constatación significativa fue que, entre más practicantes en su religión, los votantes se inclinaron más por el candidato republicano. La mayoría de los practicantes semanales respaldaron a Trump sobre Clinton, de 56 a 40 por ciento. No hubo sorpresas cualitativas, sino cuantitativas. La participación de comunidades religiosas rompió récords. Quienes dijeron que asisten a los servicios religiosos de forma más esporádica, es decir, entre un par de veces al mes y un par de veces al año, estaban apretadamente divididos. Y los que dijeron que no asisten a los servicios religiosos respaldaron a Clinton sobre Trump por un margen de 62 a 31 por ciento. Pese a su creciente influencia demográfica, los católicos latinos no hicieron diferencia en estas elecciones: 67 por ciento fue para Clinton y 26 para Trump. El voto judío fue mayoritariamente para Clinton, quien obtuvo 71 por ciento en comparación con 24 por ciento de Trump. Sin embargo, no representa una gravitación cuantitativa relevante. Lo mismo pasa con el voto musulmán, que apenas llega a 1 por ciento (http://www.pewresearch.org/). Dada la histórica y fundante diversidad religiosa en Estados Unidos, el peso de las comunidades religiosas es importante en ciertas identidades de la vida cultural, racial y política de aquella nación. En las últimas décadas, los conservadores religiosos se han venido convirtiendo en factor de incidencia política respetable. Tuvieron auge en las elecciones de Ronald Reagan y en las contiendas de los Bush, padre e hijo. Después de 8 años de gobiernos demócratas y de una creciente secularización, muchos aventuraron su decadencia. Sin embargo, las elecciones pasadas han mostrado lo contrario. La derecha religiosa conservadora sigue teniendo una capacidad de peso de consideración en la política estadounidense. Millones de votantes cristianos evangélicos son dirigidos por influyentes líderes, especialmente pentecostales, dinámicos y carismáticos que inciden en la llamada derecha religiosa, que han gravitado en el ánimo electoral ayudando a impulsar a los candidatos republicanos a la Casa Blanca en varias ocasiones. A pesar de que su poder ha disminuido en los últimos años, politólogos sostienen que la era de los values voters aún no ha terminado. En esta contienda muchos conservadores religiosos se preguntaron: ¿puede un cristiano conservador comprometido con valores como la familia, la honestidad y la caridad apoyar a un candidato como Donald Trump, que su Dios es el dinero, que hace trampa, miente, cambia de opinión y presume agredir sexualmente a las mujeres? ¿Un cristiano conservador puede creer a un candidato pragmático en campaña, confiar en él cuando en el pasado ha estado en favor del aborto y de los matrimonios homosexuales? Los cristianos conservadores fueron capaces de perdonar al Trump impuro y canalla, ante el temor de que la administración de Hillary Clinton regule sus libertades religiosas, utilizar dinero público para financiar abortos y ampliar los derechos de los homosexuales y transexuales, así como exhibir pasividad ante los musulmanes dentro y fuera de Estados Unidos. Trump advirtió en las reuniones con cristianos conservadores que sólo él era su última esperanza para protegerlos de una cultura cambiante, con el estribillo esta es su última oportunidad. Otra razón por la que los conservadores se inclinaron son las ofertas que hizo Trump a la derecha cristiana. En una carta, el mes pasado, a los católicos, Trump denunció lo que llamó hostilidad a la libertad religiosa, y prometió: Voy a defender sus libertades religiosas y el derecho de ejercer plena y libremente su religión, como individuos, propietarios de negocios e instituciones académicas. Durante la campaña se definió un candidato Pro vida, en contraposición a la opción Pro-choice de Clinton. Trump se comprometió a derogar la enmienda Johnson, una regla de restricción y multas a pastores que se adhieran a los candidatos desde el púlpito. El 9 de septiembre de 2016, en una cumbre de líderes evangélicos en Washington, coordinada por el poderoso Family Research Council, Trump prometió: Lo primero que tenemos que hacer es dar voz de nuevo a nuestras iglesias. También ofreció nombrar jueces conservadores en la Corte Suprema para derrotar al Isis, frenar los matrimonios igualitarios y abortos. “También voy a luchar por los valores familiares americanos. La familia americana debe estar en el centro de cualquier programa de lucha contra la pobreza”. Trump supo trabajar electoralmente los tradicionales núcleos religiosos, mientras Clinton fue pasiva y lejana. El conservadurismo religioso está lleno de hipocresías. Es igualmente pragmático y tan utilitario como Trump. El triunfo del magnate es un duro golpe para las organizaciones de derechos de homosexuales, lesbianas, bisexuales y personas transgénero, que habían encontrado cobijo en Clinton. Ahora, con Trump vencedor, los líderes evangélicos dicen estar seguros de que cumplirá las promesas políticas que hizo. Sin duda se abrirán nuevas batallas de la llamada guerra cultural en nuestro país vecino. ¿Qué repercusiones tendrá en México el ascenso de la derecha religiosa? ¿Estaremos bajo fuego cruzado? ¿El efecto Trump ultraconservador vs el efecto Francisco reformista? Esta es la pregunta que surge al leer al teólogo católico holandés-brasileño Eduardo Hoornaert. El autor parte de la situación de miseria del campesinado ruso en tiempo de los zares y de las diversas reacciones de Marx y Bakunin. Ambos se indignan ante la miseria del pueblo, pero mientras Marx propone la toma del poder y la dictadura del proletariado en orden a una sociedad sin clases, Bakunin desconfía radicalmente del Estado, pues en vez de buscar el bien del pueblo, se corrompe. Hoornaert dice que la historia da la razón a Bakunin, el poder del Estado se corrompe: Stalin, Hitler, Mussolini, Franco, Salazar… e incluso el PT del Brasil. En este contexto el autor se interroga sobre si Jesús fue anarquista como afirman algunos historiadores judíos. Hasta aquí Hoornaert.
Jesús en efecto aunque tenía autoridad, no tuvo poder económico ni político, rechazó ser elegido rey, criticó a los gobernantes que oprimen al pueblo y se hacen llamar bienhechores, privilegió a los pobres y murió en la cruz. Pero al mismo tiempo Jesús eligió a 12 apóstoles y a su cabeza Pedro, para que llevasen adelante su proyecto del Reino. Es peligroso y anacrónico proyectar sobre Jesús categorías ideológicas de otros tiempos. Jesús no fue comunista ni anarquista, no se movió por ideologías sino por el Espíritu y el evangelio del Reino de Dios. Pero lo que sí queda claro es que tanto el Estado como la Iglesia deben continuamente cuestionarse para no corromperse y han de convertirse continuamente al Reino de Dios. El evangelio de Lucas nos ofrece, tres parábolas que contienen una gran riqueza simbólica. Como en cada ocasión, la primera propuesta es que las leamos y/o escuchemos con serenidad y apertura. Que el hecho de conocerlas tan bien no nos impida abrirnos a la novedad que la Palabra de Dios siempre trae consigo.
A lo largo de la Historia estas parábolas se han interpretado de muchas maneras. Quizás, entre todas las exégesis posibles, la que más se subraya en el último período, es aquella que pone el acento en la reconciliación que Dios ofrece continuamente. Las tres parábolas nos hablan de algo que “se ha perdido” (una oveja, una moneda, un hijo…) y ese “perderse” lo interpretamos como el fruto de nuestro pecado, la experiencia de separarnos de un Dios Padre-Madre que siempre nos busca de nuevo, nos acoge sin reproches, cura nuestras heridas y hace fiesta por el reencuentro. De esta exégesis, que nos ha llevado a cambiar el nombre poco acertado de “la parábola del hijo pródigo” por el de la “parábola del Padre bueno”, se deriva la proposición de que esta experiencia de amor incondicional ahonde en nosotros el arrepentimiento por habernos alejado de nuestro Dios y acreciente en cada uno el deseo de vivir amando del mismo modo. Esta propuesta siempre es válida y sugerente. Todos sabemos que, como le sucedió a Jean Valjean, el protagonista de la famosa obra de Victor Hugo “Los miserables”, lo que nos lleva verdaderamente a cambiar de actitud y arrepentirnos del mal cometido no es la condena, el castigo o el miedo, sino la experiencia de ser acogidos tal y como somos y amados en nuestra miseria. Sin embargo, no debemos olvidar el contexto en el que estas parábolas son narradas en el evangelio de Lucas. Si nos fijamos bien, comprobamos que, en realidad, las parábolas no van dirigidas a los pecadores, sino a los fariseos y letrados que murmuraban de Jesús porque este acogía y comía con quienes en aquel momento eran considerados socialmente pecadores. En este sentido, es iluminadora la interpretación que una autora moderna, Amy-Jill Levine, hace de ellas. Levine nos insta a escucharlas con los oídos de un judío del siglo I, que era para quien estaban destinadas en su origen. Con toda certeza, para este oyente, las parábolas no hablarían de pecado o arrepentimiento. Cualquiera que escuchara alguna de las dos primeras parábolas, no pensaría en una oveja que se arrepiente o una moneda que decide perderse por sí misma. De “culpar” a alguien en las dos primeras parábolas, dice Amy-Jill, habría que culpar al pastor y a la mujer, pues ellos son los que “perdieron”, respectivamente, la oveja y la moneda. En este sentido, la tercera parábola también podría llamarse “el padre que perdió a su hijo”. Caer en la cuenta de ello puede cuestionarnos de una manera nueva porque la pregunta ya no sería sólo “¿en qué me he alejado de Dios?” sino “¿qué atención pongo a mi alrededor, hacia mis prójimos, para que nadie ‘se pierda’?”, “¿qué atención pongo en aquellos que ya se han perdido y sufren, como la oveja de la parábola, de heridas, soledad o hambre?”. Siguiendo con la contextualización del texto podemos decir que, para los judíos del siglo I, los publicanos y pecadores, de los que nos habla el inicio de este evangelio, tampoco serían “los que han abandonado la ley” y por tanto, personas que optaran por alejarse voluntariamente de Dios. La propuesta es la de no escuchar el término “pecadores” inscrito únicamente en categorías religiosas, que es lo que, quizás, hemos estado haciendo al interpretar estas parábolas. Los publicanos y pecadores de aquel tiempo serían, más bien, aquellos que se habían enriquecido a costa de los pobres; aquellos a quienes no les preocupaba el bien común y se ocupaban más de sí mismos que de la comunidad. La parábola no va dirigida a los pecadores, para que se arrepientan, sino a los fariseos para que cambien su idea de Dios. Jesús se sienta a comer también con los publicanos y pecadores y manifiesta así lo que Dios realiza con todos, seamos “buenos” o “malos”. Desde esta premisa, por tanto, estas parábolas nos pueden recordar más el relato de Zaqueo, por ejemplo, que cuando se encuentra con Jesús, no sólo vive una experiencia de conversión profunda hacia Él, sino que esta vivencia le lleva a desprenderse de sus riquezas y a compartir lo que tiene con los más necesitados. A esto mismo puede referirse Jesús cuando explica en las parábolas de hoy “Os digo que así, también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. La alegría no nace sólo de que la persona se encuentre con su Padre-Madre Dios, sino que este encuentro le lleve a vivirse realmente como hermano de todos y ponga sus bienes al servicio de una casa común que necesita la aportación de cada uno. Por eso, la propuesta de estas parábolas, no es sólo la de dejarnos acoger por el Abbá de Jesús y volver con verdadero arrepentimiento a su casa, sino que esta experiencia de amor nos lleve a compartir, llenos de alegría profunda, lo que somos y tenemos con los demás. Esto es lo que viven el pastor o la mujer, que están felices por recuperar aquello que perdieron. Y está claro que su alegría no nace de “tener más”, porque si no, no habrían preparado una fiesta en la que, seguramente, gastarían más dinero del que habían perdido con antelación. Las tres parábolas nos hablan de nuevas oportunidades y de alguien que, como nuestro Dios, no se cansa de buscar o esperar. Pero también nos hablan de fiestas y de alegría, de intentar que nadie ni nada se pierda, de compartir con otros y de experimentar cómo el gozo se acrecienta con ello. Que no nos pase como al hijo mayor, que le ha dado tanto valor a lo que tiene, que no es capaz de ver en la persona que ha regresado a su hermano, sino sólo al que ha gastado la mitad de la herencia paterna. Que no nos pase que también nosotros creamos que somos los “buenos”, los que nunca nos hemos alejado del padre y, en el fondo, no nos enteremos de que la fiesta es para todos y que la llamada que Jesús nos hace es a compartir nuestros bienes con los demás y así poder experimentar la verdadera alegría. He observado a lo largo de mi vida (que no es precisamente corta) en las personas comunes, que a su muerte física precede durante un tiempo, a veces prolongado, su muerte moral. Y ello sin signos exteriores, ni orgánicos ni psíquicos. Sencillamente han renunciado a la vida antes de que la muerte les eche de ella, suavemente… o a patadas. Y digo que eso sucede entre las personas comunes y no en las opulentas, porque en estas la mera posibilidad de acrecentar o de defender sus fortunas suele ser estímulo bastante para apegarse a la vida hasta el último suspiro; estímulo que no creo aventurado decir que a esos años a veces funciona también como castigo inherente a la codicia. Dejar mucha riqueza en la antesala de la muerte, sin duda debe ser mucho más penoso que dejar poco o nada…
La muerte moral de la que hablo se refleja en el visible desasimiento y desapego del individuo que ha alcanzado las edades del último tramo de la vida, a lo que no es su más estricta inmediatez. No hay nada que atraiga su atención: la sensación de monotonía, el dejà vu, el tedio son el motor gripado del deseo de acabar. Y no les falta razón. Por muy vivaces que seamos, por mucha energía que hayamos acumulado, por muchos afectos que disfrutemos o por mucha imaginación que conservemos, esa vida moral tiene un tiempo que ordinariamente no coincide con los designios de la vida orgánica y tarde o temprano se pne de manifiesto. La oxidación por la acumulación de las vivencias y el moho espiritual de quizá tanto desengaño, actúan como la carcoma en la madera… Ésta es la razón por la que percibo yo en el entusiasmo de la Ciencia que trata de prolongar la vida al ser humano con sus tejemanejes biológicos y celulares, una visión neutra, aséptica, de la vida humana propia de la fase infantil de la consciencia. Y en todo caso, en línea con una paradoja entre dramática y ridícula: por un lado están, la Medicina y nosotros mismos empeñados en revivificar nuestro cuerpo con recursos varios entre una incesante oferta de estímulos, actual y principalmente tecnológicos, y por otro está el aliento de un sistema que empobrece la vida afectiva real, induce al suicidio a los mayores y denigra los valores humanos de siempre. Y todo, mientras el subconsciente recibe el atronador mensaje de un inexorable deterioro del planeta, que no hace abrigar esperanzas de alcanzar una vida colectiva de superior rango, a no ser en otra dimensión. Pues en su conjunto, esta visión mía personal acerca de la vida vida individual situada en sus confines, la veo asimismo en el rebaño o en la manada humana. Me refiero a un visible languidecer del alma de la sociedad y un oscurecimiento patético de la cultura occidental plasmados en una psicología decadente y crepuscular que, pese al ruido ensordecedor del progreso tecnológico, o incluso por culpa de él, quedan sofocados precisamente los intentos de vida interior y removidas las excelencias de la vida moral que dan a su vez vida a la orgánica. Hay, en fin, tantos avisos, tantas señales, tantos motivos para pensar que la humanidad se está yendo sin remedio por los sumideros de la Historia, que no me extraña que sociobiólogos pronostiquen desde hace tiempo el suicidio de la especie humana, del mismo modo que ─realidad o mito─ periódicamente los lemmings, desde un acantilado, se arrojan al mar… El verdadero ser de Jesús y María es exactamente el mismo que el nuestros. Dios te ha dado a ti exactamente lo mismo que a ellos, porque se te ha dado Él mismo totalmente. No te servirá de nada el escucharlo. Solo cuando lo experimentes, saltará por los aires el corsé que te aprisiona y te impide crecer y ser tú mismo. Haberlo descubierto en María y Jesús, es un salto de gigante, pero no es suficiente. Tampoco los razonamientos sirven de nada, pero voy a intentar darte alguno, a lo largo de este comentario.
La doctrina de la Inmaculada es un dogma, proclamado por Pío IX en 1854. Puede ser interesante recordar el proceso histórico que llevó a esta formulación. Ni los evangelios ni los Padres de la Iglesia hablan para nada de María inmaculada. La razón es muy simple, no se había elaborado la idea que hoy tenemos del pecado original. Así de sencillo. El concepto de pecado original, tal como ha llegado hasta nosotros, se debe a S. Agustín. Solo cuanto se creyó que todos los hombres nacían con una mancha o pecado (mácula), se empezó a pensar en una María in-maculada. Este pensamiento caló muy pronto en el pueblo sencillo, siempre abierto a todo lo que estimule su sensibilidad. En el siglo VII ya se celebraba una fiesta de la Inmaculada. Hoy nos parece infantil la discusión que se mantuvo durante la Edad Media entre los “inmaculistas” y los “maculistas”. Entre los más de doscientos teólogos importantes, que no creían en la inmaculada, tal como se concebía en aquella época, encontramos a figuras tan destacadas y tan marinas como S. Bernardo, S. Alberto Magno, S. Buenaventura, Santo Tomás de Aquino. Esto nos muestra que lo que pensaban no tiene nada que ver con la mayor o menor devoción a Maria. S. Bernardo, el santo más devoto de María, dice en el año 1140: “esa invocación (Inmaculada) ignorada de la Iglesia, no aprobada por la razón y desconocida de la tradición antigua”. Hay que dejar claro que la discusión se centraba en un punto muy concreto: La santificación de María, que nadie discutía, ¿se realizó en el “primer instante de su existencia” o “un instante después”? Fue Juan Duns Escoto el que, por fin, dio con el argumento decisivo. “A Dios le convenía que su madre fuera inmaculada. Como Dios, puede hacer todo lo que quiera. Lo que Dios ve como conveniente lo hace; luego Dios lo hizo” (y se quedó tan ancho). Ni la idea de Dios ni la idea de salvación ni la idea de pecado original que se manejaba en aquellas discusiones, puede ser sostenida hoy. Aunque la realidad del pecado original es un dogma, los exégetas nos dan hoy una explicación del relato del Génesis que no es compatible con la idea de pecado original desarrollada por S. Agustín: “una taracasi física, que se trasmite por generación a todos”. Menos sostenible aún es que la culpa la tengan Adán y Eva. Hoy sabemos que no ha existido ningún Adán, creado directamente por Dios. El paso de los simios al “homo sapiens” ha sido mucho más lento de lo que habíamos creído. En ese proceso, no hay manera de colocar una línea divisoria que diferencie a un simio de un ser humano. Si un usuario quema el motor de su coche por no ponerle lubricante, es ridículo pensar que por ese hecho, saldrán desde entonces de fábrica todos los coches chamuscados. El coche sale de fábrica ¡impecable! (fijaros como nos delata el lenguaje), pero tiene que empezar a rodar y ahí quedará patente que hay desgaste. Si el fallo se debiera a un defecto de fábrica, no solo el usuario no tendría ninguna responsabilidad sino que tendría derecho a una indemnización. En nosotros hay una parte divina, pero también hay un parte humana, demasiado humana, que termina por despistarnos. El pecado, incluido el original, no es ningún virus que se pueda quitar o poner. El primer “fallo” (¿pecado?) en el hombre, es consecuencia de su capacidad de conocimiento. En cuanto tuvo capacidad de conocer y por lo tanto de elegir, falló. El fallo no se debe al conocimiento, sino a un conocimiento limitado, que le hace tomar por bueno, lo que es malo para él. La voluntad humana elige siempre el bien, pero ella no es capaz de discernir lo bueno de lo malo, tiene que aceptar lo que le propone el entendimiento. Lo que todos heredamos es esa limitación radical para conocer claramente el bien. El concepto de pecado como ofensa a Dios, necesita una revisión urgente. Creer que los errores que comete un ser humano pueden causar una reacción por parte de Dios, es ridiculizarlo. Dios es impasible, no puede cambiar nunca. Es amor y lo será siempre y para todos. Al fallar, yo me hago daño a mí mismo y a los demás, nunca a Dios. Sea yo lo que sea, la oferta de amor por parte de Dios será siempre invariable. Pero esa oferta no la puede hacer Dios desde fuera de mí. Para Él no hay afuera. Lo divino es el fundamento, la base de mi propio ser. Ahí puedo volver en todo momento para descubrirlo y vivirlo. El dogma dice: “por un singular privilegio de Dios”. En sentido estricto, Dios no puede tener privilegios con nadie. Dios no puede dar a un ser lo que niega a otro. El amor en Dios es su esencia. Dios no tiene nada que dar, o se da Él mismo o no da nada. Nada puede haber fuera de Dios. Además no tiene partes. Si se da, se da totalmente, infinitamente. Lo que nos dice Jesús es que Dios se ha dado a todos. Esto no quiere decir que María y Jesús no sean unos seres extraordinarios. Al contrario, desde aquí es desde donde podemos valorar la grandeza de su singularidad. Ella fue lo que fue porque descubrió y vivió esa realidad de Dios en ella. Todo lo que tiene de ejemplaridad para nosotros se lo debemos a ella, no a que Dios le haya colmado de privilegios. Puede ser ejemplo porque podemos seguir su trayectoria y podemos descubrir y vivir lo que ella descubrió y vivió. Si seguimos considerando a María como una privilegiada, seguiremos pensando que ella fue lo que fue gracias a algo que nosotros no tenemos, por lo tanto, todo intento de imitarla sería vano. Hablar de María como Inmaculada tiene un sentido mucho más profundo que la posibilidad de que se le haya quitado un pecado antes de tenerlo. Hablar de la Inmaculada es tomar conciencia de que en un ser humano (María) descubrimos algo, en lo hondo de su ser, que fue siempre limpio, puro, sin mancha alguna, inmaculado. Lo verdaderamente importante es que, si ese núcleo inmaculado se da en un solo ser humano, podemos tener la garantía de que se da en todos. Esa parte de nuestro ser que nada ni nadie puede manchar, es nuestro auténtico ser. Es el tesoro escondido, la perla preciosa. Para descubrir esa realidad tienes que bajar hasta lo más hondo de tu ser. Descubrirás primero los horrores de tu falso yo. Será como entrar en un desván lleno de muebles rotos, ropa vieja, telarañas, suciedad. Al encontrarte con esa realidad, la tentación es salir corriendo, porque tendemos a pensar que no somos más que eso. Pero si tienes la valentía de seguir bajando, si descubres que eso que crees ser, es falso, encontrarás tu verdadero ser luminoso y limpio, porque es lo que hay de divino en ti. La fiesta de María Inmaculada nos manifiesta la cercanía de lo divino en ella y en nosotros. En ella descubrimos las maravillas de Dios. Pero lo singular de María está en que hace presente a Dios como mujer, es decir, podemos descubrir en ella lo femenino de Dios. Para una sociedad que sigue siendo machista, debería ser un aldabonazo. María es grande porque descubrió y vivió lo divino que había en ella. No son los capisayos que nosotros le hemos puesto a través de los siglos, los que hacen grande a María sino haber descubierto su ser fundado en Dios y haber desplegado su feminidad desde esta realidad. Meditación-contemplación “Él nos eligió para que fuésemos inmaculados”, dice Pablo. Esa elección es para todos sin excepción. No es una posibilidad sino la realidad que me hace ser. Descubrirla y vivirla, sí depende de mí. ...................... No es nada fácil descubrir lo divino que hay en ti, Porque está escondida bajo la ganga que creo ser. Mi tarea, que puede durar toda una vida, es apartar la suciedad y llegar hasta el tesoro. ...................... Que nadie te convenza de que eres basura. No dejes que nadie te desanime. No basta con haber oído que el tesoro está ahí. Es necesario experimentar y vivir esa presencia. |
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