Hoy leemos el c. 15 de Lc, que empieza exponiendo el contexto en que se desarrollan las tres parábolas: la oveja, la moneda y el hijo perdidos. Todos los publicanos y pecadores se acercaban a él. Los fariseos y letrados critican a Jesús por esto. Las parábolas son una respuesta de Jesús a esas murmuraciones. Los fariseos tenían una idea equivocada de Dios. Pensaban acercarse a Él a través del cumplimiento de la Ley. Tantas veces se nos ha inculcado la obligación de buscar a Dios por ese camino, que nos quedamos con el culo al aire cuando el evangelio nos dice que es Él el que nos está buscando siempre. No se trata aquí de la conversión del pecador, sino de la bondad absoluta de Dios para con todos.
A pesar de la radicalidad del domingo pasado (odia a tu familia, ama la cruz, renuncia a todo), hoy nos dice el evangelio que los “pecadores” se acercaban a Jesús para escucharle. Es la mejor demostración de que no lo entendieron como rigorismo, sino como acogida entrañable. Los fariseos y letrados (los buenos) se acercaban también, pero para espiarle y condenarle. No podían concebir que un representante de Dios pudiera mezclarse con los “malditos”. El Dios de Jesús está radicalmente en contra del sentir de los fariseos. Toda la religiosidad que nace de esta concepción equivocada de Dios es también equivocada. Las parábolas no necesitan explicación alguna, pero exigen implicación, es decir,que nos dejemos empapar por su mensaje. El dios que nos hemos fabricado a nuestra imagen y semejanza tiene que saltar por los aires. Atreverse a romper una y otra vez el ídolo es la tarea más complicada de toda religión, porque ese ídolo es fruto de nuestros intereses egoístas que pretenden manipular a la divinidad. El Dios de Jesús se identifica con cada una de sus criaturas haciéndolas participes de todo lo que él es. No somos nosotros los que tenemos que “convertirnos” a Dios, porque Él está siempre vuelto hacia cada uno de nosotros. No puede esperar nada de nosotros, pero nosotros, todo lo recibimos de Él. Las tres parábolas que hemos leído, van en la misma dirección. No solo nos invitan a la confianza en un Dios que nos busca con amor sino que trastocan radicalmente la idea de Dios, la idea de pecador y la idea de justo. Si comparamos la primera lectura con el evangelio, descubriremos el abismo que existe entre una concepción y otra. Pero se trata de sustituir conceptos religiosos, que son los más difíciles de desarraigar del corazón humano. Después de veinte siglos, seguimos teniendo la misma dificultad a la hora de cambiar nuestro concepto de Dios. Seguimos pensándolo como el que premia y castiga. En los conceptos religiosos de la época, Jesús no pudo expresar toda su experiencia de Dios. Pero, si estamos atentos, podemos descubrir en su mensaje, rasgos definitivos del verdadero Dios. El Dios de Jesús es, sobre todo, Abba; es decir, padre y madre que se entrega incondicionalmente a sus criaturas. Es amor, misericordia y compasión. Nada del ser poderoso que espera de nosotros vasallaje. Nada del juez que analiza con meticulosidad nuestras acciones. Nada del impasible que defiende su gloria por encima de todo. Las tres parábolas insisten en la búsqueda, por su parte, del hombre, aunque se haya extraviado. Hoy podemos apuntar a Dios con mucha más precisión que lo que fueron capaces de expresar los evangelios, porque tenemos mejor conocimiento del hombre y del mundo. Hoy sabemos que Dios no es un ser, ni siquiera el más sublime de todos los seres. Lo que Dios es, lo ha dejado plasmado en cada una de sus criaturas. Dios no puede ser aislado de la creación. No es ni cada criatura ni el conjunto de lo creado; pero tampoco es algo al margen, que se encuentra en alguna parte fuera de la creación. El concepto de creación que hemos manejado hasta la fecha debemos superarlo. Dios no “hizo” el mundo en un momento determinado. La creación es la manifestación de Dios que no exige un principio temporal. El Dios de Jesús es don absoluto y total. No un don como posibilidad, sino un don efectivo y ya realizado, porque es la base y fundamento de todo lo que somos. Al decir que es Amor (ágape) estamos diciendo que ya se ha dado totalmente, y que no le queda nada por dar. Jesús no vino a salvar, sino a decirnos que estamos salvados. Un lenguaje sobre Dios que suponga expectativas sobre lo que Dios puede darme o no darme, no tiene sentido. Si somos capaces de entrar en esta comprensión de Dios, cambiará también nuestra idea de “buenos” y “malos”. La actitud de Dios no puede ser diferente para cada uno de nosotros, porque es anterior a lo que cada uno es o pueda llegar a ser. El Dios que premia a los buenos y castiga a los malos, es una aberración incompatible que el espíritu de Jesús. Dios no nos ama porque somos buenos, al contrario, somos “buenos” porque hemos descubierto lo que hay de Dios (Amor) en nosotros. Somos “malos” porque no hemos descubierto a Dios. Alguno puede pensar que aceptar la misericordia de Dios, invita a escapar de la responsabilidad personal. Si Dios me va amar lo mismo siendo bueno que siendo malo, no merece la pena esforzarse. Esta reflexión, muy corriente entre nosotros, indica que no hemos entendido nada del evangelio. Nada más contrario a la predicación de Jesús. La misericordia de Dios es gratuita, eterna e infinita, pero no puede afectarme hasta que yo no la acepte y la haga mía. Creer que puedo acogerme a la misericordia sin responder a su búsqueda, es entender la relación con Dios de una manera mecánica, jurídica y externa. Al contrario, la actitud de Dios para conmigo tiene que ser el motor de cambio en mí. La máxima expresión de misericordia es el perdón. Entender el perdón de Dios, tiene una dificultad casi insuperable, porque nos empeñamos en proyectar sobre Dios nuestra propia manera de perdonar. Nuestro perdón es una reacción a la ofensa del otro. En cambio, el perdón de Dios es anterior al pecado. Dios es solo amor, pero nosotros lo descubrimos como perdón cuando nos sentimos perdonados, por eso para nosotros está siempre unida al pecado. Para aclararnos un poco, vamos a examinar dos conceptos: cómo podemos entender el perdón de Dios, y cómo podemos entender el pecado. Dios solo puede amar. Decimos que Dios ama porque Él es amor, no porque las cosas o las personas sean amables. Dios no ama las cosas porque son buenas, sino que las cosas son buenas porque Dios las ama. El perdón en Dios significa que su amor no acaba cuando nosotros fallamos, como pasa entre los hombres. Si nosotros amamos unas criaturas y no otras, se debe a nuestra ceguera, a nuestra ignorancia. Ahora comprenderéis lo equívoco de nuestro lenguaje sobre Dios cuando hablamos de su perdón como un acto. Tenemos que cambiar el concepto de pecado como ofensa a Dios. Es ridículo pensar que podamos ofender a Dios. La incapacidad de los cristianos para aceptar a los “malos”, se debe a nuestro concepto de pecado. Lo identificamos con la persona misma y no somos capaces de descubrir que la persona es una cosa y su postura y sus acciones otra muy distinta. El pecado es siempre fruto de la ignorancia. Para que la voluntad se incline hacia un objeto, tiene que presentarlo el entendimiento como bueno. Claro que el entendimiento puede ver una cosa como buena, siendo en realidad mala. Esta es la causa de nuestros fallos. Por eso, para superar una actitud de pecado, no debemos apelar a la voluntad, sino al entendimiento. Si las reflexiones que acabamos de hacer, son ciertas, ¿de qué sirve la confesión? Mal utilizada, para nada. Pero si la sabemos utilizar, es uno de los hallazgos más interesantes de los dos mil años de cristianismo, porque responde a una necesidad humana. Somos nosotros, no Dios, quienes necesitamos de la confesión como señal de su perdón. La confesión no es para que Dios nos perdone, sino para que nosotros descubramos el mal que hemos hecho y aceptemos el amor de Dios que llega a nosotros sin merecerlo. Meditación-contemplación Que Dios amara a los pecadores, era impensable para los fariseos. Esta actitud imposibilita toda relación con el Dios de Jesús. Si no vivo el amor de Dios como pura gratuidad, me será imposible responder a ese amor y vivirlo. ..................... El amor de Dios es anterior a mi propio ser. No puedo hacer nada para merecerlo. Todo lo que soy depende de ese don gratuito de Dios. Deja que ese Ágape se manifieste a través de su ser. ....................... Tengo que dejarme encontrar por ese Dios. Tengo que sentir su energía y dejar que me inunde. Dios en mí es fuerza trasformadora. Todo mi ser debe convertirse en esa energía que es Dios.
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Por una extraña coincidencia, las tres lecturas de este domingo hablan del perdón a los pecadores, tema muy de acuerdo con este año de la misericordia.
Moisés: intercesión Según el libro del Éxodo, Moisés pasó cuarenta días en la cumbre del monte Sinaí hablando con Dios. Demasiado tiempo para el pueblo, que termina pensando que ha muerto. En busca de algo que le ofrezca garantía y seguridad, convence al sacerdote Aarón para que fabrique un becerro de oro. En el Antiguo Oriente, el toro era un símbolo muy adecuado para representar la fuerza y vitalidad de un dios, y por eso los israelitas proclaman: «Este es tu dios, Israel, el que te sacó de Egipto». Sin embargo, construir imágenes de Dios es una forma de intentar manipularlo. A la imagen se la puede premiar o castigar; se la puede ungir con perfumes y ofrecer regalos si Dios me concede lo que quiero, o se la puede privar de todo si no me lo concede. Además, la imagen destruye el misterio de Dios reduciéndolo a un objeto visible. ¿Cómo reaccionará el Señor ante este pecado? El relato no carece de cierto humor. Dios se muestra indignado, pero no actúa. Al contrario, provoca a Moisés para que interceda por el pueblo. Como un padre que, indignado con su hijo, le dice a su esposa que piensa castigarlo para que ella interceda y le anime a perdonar. Las palabras que dirige a Moisés: «se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto» recuerdan a las que tantas veces dice un marido a su mujer: «tu hijo…», como si no fuera también suyo. Como si Israel no fuera el pueblo de Dios y no hubiera sido él quien lo sacó de Egipto. El tono humorístico, dentro de la tragedia, alcanza su punto culminante cuando Dios le pide permiso a Moisés para terminar con el pueblo: «Déjame, mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo». Pero Moisés no se deja tentar por la promesa de ese nuevo gran pueblo. “El que ahora guío ˗le responde a Dios˗ aunque sea pervertido y de dura cerviz, es tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto con gran poder y mano robusta. No me eches a mí la culpa y acuérdate de lo que prometiste a Abrahán, Isaac y Jacob”. Bastan estas pocas palabras para que el Señor se arrepienta de la amenaza. Dos grandes enseñanzas en este breve relato: 1) lo fácil que es convencer a Dios para que perdone; 2) el responsable de la comunidad nunca debe rechazarla por más pervertida que pueda parecer; su postura debe ser la de Moisés, recordando lo bueno que hay en ella y defendiéndola. Los seglares piadosos y los teólogos: rechazo y crítica La lección de Moisés, intercediendo por los pecadores, no la han aprendido los teólogos de la época (los escribas) ni los seglares piadosos (fariseos). Son partidarios de una separación radical de buenos y malos que excluya cualquier contacto entre ellos. Y, dentro de los malos, los peores son los publicanos, explotadores al servicio de Roma, y los pecadores, gente que no va a la sinagoga el sábado, no ayuna, no reza tres veces al día, no paga el tributo al templo ni los diezmos, no observa las leyes de pureza, etc. Pero lo interesante es que escribas y fariseos no se indignan con los pecadores sino con Jesús, porque los acoge y come con ellos. No debe extrañarnos demasiado. ¿Qué dirían muchos católicos, obispos incluidos, si viesen hoy día a Jesús tomándose una cerveza en la sede de LGTB? Jesús: acogida A la murmuración y la crítica de sus adversarios Jesús no responde con un ataque durísimo a su hipocresía sino contando tres parábolas (la oveja perdida, la moneda perdida y los dos hermanos), que insisten las tres en la alegría de Dios por la conversión de un solo pecador. La parábola de los dos hermanos (conocida con el título equivocado de “el hijo pródigo”) es la que más encaja con el problema inicial. El hermano menor representa a publicanos y pecadores, el mayor a escribas y fariseos. Quien lee la parábola sin prejuicios, se escandaliza de la conducta del padre, que malcría a su hijo menor mientras se muestra duro y exigente con el mayor. Este escándalo es el mismo que experimentaban los fariseos y escribas con Jesús. Y es el que él quiere que superen pensando en el amor y la alegría que siente Dios como padre que recupera un hijo perdido. El que no vea a Dios como padre, sino como legislador, obsesionado porque se cumplan sus leyes, nunca podrá comprender esta parábola ni la vida y el mensaje de Jesús. La parábola nos ayuda al mismo tiempo a autoevaluarnos. A veces nos portamos con Dios como el hijo pequeño que se marcha de la casa y sólo vuelve cuando le interesa; otras, en circunstancias familiares difíciles, actuamos como el padre, perdonando y aceptando lo inaceptable; otras, como el hermano mayor, condenamos al que no se comportan adecuadamente y evitamos el contacto con él. Conviene repasar la propia historia desde estos tres puntos de vista y ver cuál predomina. Dios: compasión Los textos anteriores enseñan a través de relatos (Éxodo) y parábolas (evangelio), la segunda lectura cuenta la experiencia personal de Pablo. Él, fariseo de pura cepa, termina descubriéndose como «un blasfemo, un perseguidor y un violento». Ha maldecido a Jesús, ha metido en la cárcel a los cristianos, ha querido exterminarlos. «Pero Dios tuvo compasión de mí… Dios derrochó su gracia en mí… Jesús se compadeció de mí». La experiencia de Pablo, en mayor o menor grado, es la de cualquiera de nosotros. Y nuestra reacción debe ser también la suya de servicio y alabanza a Dios. ¿Qué tienen que ver entre sí Gregorio el Sinaita, monje bizantino del monte Athos del s. XIV, Sri Aurobindo, sabio hindú muerto en el pasado siglo y Thich Nhat Hant, maestro zen vietnamita, autor actual de numerosos libros? Más allá de la diversidad de sus culturas y épocas, los tres coinciden en señalar la importancia de aquietar ese barullo de pensamientos, juicios, ideas y cavilaciones que nos habitan y que, como una marea incontrolable, nos arrastra como las olas a una botella vacía.
“Me avergüenzan mis pensamientos, -se queja un orante anónimo del s. X.- vagan por sendas torcidas mientras rezo los salmos; ante los ojos del Dios verdadero se agitan. Sin barcas cruzan los mares, desde la tierra hasta el cielo llegan a mí con rápidos brincos. Van en loca carrera en torno a mí o por tierras lejanas en vertiginosa huida y luego me vuelven. Aunque los quisiera atar y les pusiera grilletes no gustarían de un breve reposo. Ningún cerrojo ni cárcel del mundo, ni fortalezas, ni mares detienen su vuelo…” “Ya estamos con el rollito del mindfulness ese, que me tiene hasta la coronilla”, estará pensando más de uno. “Vaya hartura de modas orientales, y todo desde que Richard Gere se declara budista…”. “A esos, antes de ponerse a hablar de la atención plena, les ponía yo a rezar los quince misterios del rosario…” Me permito avisar a estos escépticos de que sus resistencias les vienen de su ignorancia acerca de la importancia que da el NT a esos murmullos oscuros de retorcimiento, doblez y descontento y que salen al exterior en forma de crítica, protesta o murmuración: “Del corazón salen los pensamientos malvados (dialogismoi)” (Mt 15,19) “Estaban allí sentados unos letrados que murmuraban para sus adentros…” (Mc 2,8). Discutían los discípulos sobre quién era el más importante y Jesús “conociendo los pensamientos de sus corazones, tomando un niño lo puso en medio…” (Lc 9,46). Santiago observa las actitudes discriminatorias de los que tratan bien a los ricos y desprecian a los pobres (“siéntate cómodamente aquí”, “quédate ahí de pie…”) y deduce que ese comportamiento procede de sus “pensamientos perversos” (San 2,4). Jesús dirige a los suyos este reproche en uno de los relatos de apariciones: “¿Por qué suben esos dialogismoi a vuestros corazones?” (Luc 24,38) y la imagen espacial (algo sube de lo más hondo del corazón de los discípulos…), hace pensar en una incredulidad agazapada en lo profundo que asciende y ocupa el espacio que debería abrirse a la alegría del Resucitado. Como aquel salmista que suplicaba a Dios: “¡Que te sean gratos los pensamientos de mi corazón!” (Sal 19,15), necesitamos contagiarnos de su deseo de aquietar y silenciar esos murmullos indeseables que amenazan con ocupar nuestra interioridad. Contamos para ellos con la complicidad del “Dulce Huésped del alma”, el único capaz de sosegar y acallar el barullo de nuestro corazón. 9. Para vivir lo que somos…
Ninguna creencia puede ayudarnos a vivir lo que somos, porque todas ellas nos mantienen en el nivel de lo aparente, es decir, en aquello que no somos. De ahí que sea necesario soltar todas si queremos llegar a nuestra verdad más profunda. Decía en el apartado anterior que las creencias nos alienan porque nos hacen esclavos de una “idea” determinada, que es únicamente una construcción mental. Pero además nos confunden, porque nos mantienen prisioneros de un concepto que pretende definirnos. Lo que realmente somos se halla más allá de las creencias, ya que no somos nada que pueda ser pensado o nombrado: todo ello no serían más que “objetos” dentro de la espaciosidad que somos. Somos Eso que queda cuando soltamos todos los pensamientos. Lo real es “lo que es”. Y nuestra identidad no puede ser otra que eso mismo. Pero “lo que es” tampoco puede ser pensado; únicamente puede ser vivido. Vivir lo que somos es, sencillamente, dejarnos fluir con lo que es, en la certeza de que somos uno con ello. Lo cual requiere salir de la trampa de cualquier creencia y reconocernos como Vida que se expresa constantemente en cada forma aparente. A partir de ahí, vivir lo que somos es vivir viviendo con lo que es en cada momento. Sin creencias previas ni ideas preconcebidas, sin “verdades” que defender ni a las que aferrarse, permitiendo que la Vida y la Verdad –que somos- se exprese, momento a momento, en la forma que tenemos. ¿Significa todo esto que la mente es incapaz de ayudarnos a vivir lo que somos? O más aún, ¿implica que debamos dejarla de lado? En absoluto; todo es mucho más sutil y trabado. La mente es un objeto sumamente peculiar y, en cierto sentido, presenta un funcionamiento paradójico: cuando la absolutizo, me confunde por completo y se convierte en fuente de sufrimiento; cuando, por el contrario, la utilizo como una herramienta al servicio de lo que somos, se revela y se comporta como un medio extraordinario para mostrar incluso las falsas creencias acerca de mí mismo. Dicho de modo más simple: la mente, incapaz de decirme quién soy, es buen aliado para mostrarme lo que no soy. Y eso ocurre cuando tomo distancia y dejo de identificarme con ella o absolutizarla. Ahí es también donde se verifica el lugar que tiene la razón crítica. Todavía puede decirse lo mismo de otro modo: la mente, que es radicalmente incapaz de conducirnos a la verdad, puede desvelar, no obstante, la mentira. La verdad se halla más allá del pensamiento. No puede ser pensada, porque no es un objeto delimitado. Pero eso no significa que no exista. La Verdad –con mayúscula- es una con la realidad, con “lo que es”. Y es no-dual, lo que equivale a afirmar que no tiene opuesto. Eso explica que siempre que acusamos a alguien de estar en el error, nosotros mismos nos estamos alejando de la Verdad. Esta abraza todo lo que es, sin dejar nada fuera. Esa es también la verdad de lo que somos. No podemos descubrirla a través de la mente y ninguna creencia nos acercará a ella. Y, sin embargo, ya la somos. ¿Y cómo saber que no se trata de otra creencia más, que hubiera sido más elaborada? Porque para percibirla se requiere acallar la mente y así poder ver más allá (más acá) de ella. Decía en un capítulo anterior que tenemos acceso inmediato a una doble certeza: “estoy presente” y “soy consciente”, que puede expresarse de esta forma: “soy presencia consciente”. Si bien es cierto que esta formulación puede entenderse también como una creencia –en cuyo caso adolecería de todas las trampas y consecuencias que se han mencionado-, eso no niega que existe la posibilidad de un acceso directo a esa certeza, sin que medie el pensamiento. Por eso, cuando no es una “creencia” –una mera etiqueta mental- sino una certeza experimentada, la persona que lo ha visto no presume de “tener razón” ni cree estar más en posesión de la verdad que cualquier otra persona que afirma lo contrario. El político que comenzase su campaña electoral prometiendo bajar los salarios, subir los impuestos y aumentar el paro, difícilmente despertaría mucho entusiasmo. Si encima añade: “El que me vote, irá a la cárcel”, es probable que se quede completamente solo. Jesús llevo a cabo una campaña más loca aún que ésta. Para ser discípulo suyo exige posponer los amores más grandes (a la familia y a uno mismo), jugarse la fama y la vida, renunciar a todo. Es lógico es pensar que Jesús, poniendo esas condiciones, se quedaría sin un solo discípulos. ¿Ocurrió así?
El problema El evangelio de hoy comienza hablando de la gran cantidad de gente que sigue a Jesús sin ser discípulos suyos. Es posible que por la mente de alguno de ellos pasase la idea de entrar a formar parte del grupo de los discípulos. Jesús, adelantándose a cualquier petición en este sentido, se dirige a todos e indica las condiciones. Primera condición: renuncia a lo más querido En el Antiguo Testamento, la tribu de Leví era el modelo de servicio radical a Dios. Las Bendiciones de Moisés comentan a propósito de ella: Dijo a sus padres: No os hago caso; a sus hermanos: No os reconozco; a sus hijos: No os conozco. Cumplieron tus mandatos y guardaron tu alianza (Deuteronomio 33,9) Para los levitas, el cumplimiento de la voluntad de Dios está por encima del amor a padres, hermanos e hijos. En línea parecida, pero más radical, formula Jesús su exigencia: para seguirle hay que posponer a su padre y a su madre // a su mujer y a sus hijos // a sus hermanos y a sus hermanas. La familia de la que uno procede (padre y madre), la familia que uno ha creado (mujer e hijos), el entorno familiar (hermanos y hermanas) simbolizan todo el mundo afectivo; colocarlos en segundo plano significa una gran renuncia. Pero Jesús añade un séptimo elemento, el más duro, que no se menciona a propósito de los levitas: hay que posponerse incluso a sí mismo. Segunda condición: arriesgar la fama y la vida Esta exigencia ya ha aparecido en el evangelio de Lucas, formulada de manera más radical aún, pero que aclara el sentido: Quien quiera seguirme, niéguese a sí, cargue con su cruz cada día y venga conmigo (9,23). La imagen, durísima, equivaldría a decir hoy: “El que quiera seguirme, cargue con su silla eléctrica y venga conmigo”. Con la diferencia de que la silla eléctrica no es transportable, mientras que la cruz la llevaba cada condenado hasta el lugar donde iba a morir. El hecho de que se hable de cargar con la cruz cada día demuestra que es algo distinto de estar dispuesto a morir. La muerte en cruz era considerada por los romanos la más cruel e ignominiosa, prevista para graves delitos contra el estado y la sociedad. Por consiguiente, cargar con la cruz cada día expresa la disposición de soportar la deshonra, el odio y desprecio de la sociedad, e incluso la muerte. Una pausa para reflexionar y desanimar Lo dicho basta para desanimar a gran parte del auditorio. Por si alguno no se ha enterado, Jesús propone dos comparaciones (la construcción de una torre y dar la batalla) que invitan a no tomar decisiones precipitadas con respecto a su seguimiento. «Antes de querer convertirte en discípulo mío, párate a pensarlo. No sea que después fracases y hagas el ridículo.» Evidentemente, Jesús no se parecía en nada a esos directores espirituales que animaban a los y las jóvenes a entrar en el seminario o el noviciado sin pensarlo seriamente. Tercera condición: renuncia a los bienes materiales A la renuncia a los grandes afectos, al arriesgar la fama y la vida, Jesús añade en tercer lugar la renuncia a los bienes materiales. Es lo que dice al joven rico (aunque Lucas lo presenta como un jefe): Vende cuanto tienes, repártelo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; después sígueme. Este personaje no fue capaz de hacerlo. En cambio, Pedro, Andrés, Santiago y Juan, “dejándolo todo, lo siguieron” (5,11). También Leví, “dejándolo todo, se levantó y lo siguió” (5,28). ¿Exigencias para todos los cristianos? En el libro de los Hechos, cuando se cuenta la expansión de la Iglesia, el término “discípulos” no designa ya a un grupo relativamente pequeño que acompaña a Jesús a todas partes sino a los cristianos de Damasco, Jerusalén, Jope, Antioquía, etc. ¿Se aplican a ellos las exigencias anteriores? ¿Son válidas, por tanto, para todos los cristianos actuales? El caso que conocemos mejor es el de la tercera exigencia: la renuncia a los bienes materiales. Cuando Ananías y Safira, un matrimonio de Jerusalén, vendieron un campo, se quedaron con parte del dinero y pusieron el resto al servicio de la comunidad, pero fingiendo que lo entregaban todo. San Pedro les dice que no estaban obligados a entregar nada; lo malo era que intentaran engañar. Este ejemplo deja claro que para formar parte de la comunidad cristiana, para ser discípulo, no había que renunciar a todos los bienes materiales. De hecho, en las comunidades fundadas por Pablo, lo que él aconsejaba era compartir los bienes con los necesitados. Las dos primeras exigencias, que nos resultan tan duras, posiblemente sí tuvieran que vivirlas bastante a menudo la mayoría de los cristianos. En una época de frecuentes persecuciones, y en la que los cristianos eran ridiculizados e insultados como criminales y enemigos del estado, hacerse discípulo de Jesús supuso en muchos casos la ruptura con los seres más queridos, la pérdida de la fama y la estima social, e incluso la muerte. La situación no es muy distinta en bastantes comunidades actuales de África y Asia, prescindiendo del desprestigio que supone en muchos ambientes occidentales el hecho de confesarse cristiano. El misterio Jesús no se quedó sin discípulos. Al contrario, cuanto más difíciles eran las circunstancias, más eran los que querían seguirle. Como escribió Tertuliano, que vivió entre los años 160-220: “La sangre de los mártires es semilla de cristianos”. Lo que desanima de seguir a Jesús no son sus grandes exigencias, sino la comodidad y vulgaridad de quienes lo seguimos. Es tan fuerte el tema central de este evangelio (…) que resulta casi imposible abordarlo de frente. Por eso, lo mejor es poner en práctica el consejo que recibimos en él: sentarnos a pensar. Tenemos la sensación de que el seguimiento de Jesús implica siempre el dinamismo de moverse, desplazarse y caminar pero a veces lo más aconsejable resulta ser eso de sentarse. He probado más de una vez en grupos cristianos a hacer esta pregunta: ¿cuál fue la primera acción de Jesús de la que dan cuenta los evangelios, el primer verbo del que Jesús aparece como sujeto? Las respuestas suelen ser; “curar”, “anunciar el reino”, “llamar…” y nadie se acuerda de este texto de Lucas cuando narra la escena del niño Jesús perdido en el templo: “Al cabo de tres días, lo encontraron en el templo sentado en medio de los doctores, escuchándolos y haciéndoles preguntas” (Lc 2,46). Los epígrafes de las Biblias y los títulos de los cuadros que representan la escena suelen ser engañosos: vemos a Jesús de pie con el dedito en alto en actitud de maestro y un grupo de sabios sentados escuchándole: “Jesús niño enseñando en el Templo”, o, “El Niño enseñando a los doctores”. Nada de eso: él estaba sentado, escuchando y preguntando.
En las dos parábolas de hoy se nos proponen como modelo a dos personajes que supieron sentarse y calcular. Este segundo verbo tiene también poco predicamento porque parece ser lo contrario de ser generoso y dar sin medida que parecen sintonizar mejor con el talante de Jesús. Sí, pero no siempre porque en estas parábola lo sensato no es arriesgarse a emprender algo (una construcción, una empresa militar…), sino algo muy distinto: sacarla calculadora, hacer cuentas, acudir a expertos, estudiar costos, prever resultados Seguir a Jesús es una tarea de construcción y para eso hay que estudiar qué espacios hay que cavar, a qué profundidad hay que echar los cimientos, qué materiales serán necesarios, cuántos obreros harán falta. El seguimiento tiene también mucho de combate: habrá que enfrentarse con enemigos, hará falta valentía, se correrán riesgos, habrá que afrontar fatigas, hambre, sed y cansancio. Nos viene bien sentarnos. Y levantarnos después si la reflexión nos ha hecho más conscientes de la gravedad de la decisión que hemos tomado. Y también de su dicha. Seguimos en camino hacia Jerusalén. Jesús advierte a esa multitud que le seguía alegremente, de las dificultades que entraña un auténtico seguimiento. Les hace reflexionar sobre la sinceridad de su postura. Solo en el contexto del seguimiento de Jesús podemos entender las exigencias que nos propone. Hace unos domingos, Jesús decía al joven rico: Si quieres llegar hasta el final... Hoy nos dice: si no piensas llegar hasta el final, es mejor que no emprendas el camino. Si no eres capaz de concluir la obra, no es que te hayas quedado a la mitad, es que has fracasado. Si decides caminar con él, deja de caminar en otra dirección.
Una de las interpretaciones equivocadas de este radicalismo, es entender el mensaje como dirigido a unos cuantos privilegiados, que serían cristianos de primera. Jesús no se dirige a unos pocos, sino a la multitud que le seguía. Pero lo hace personalmente. “Si uno quiere...” La respuesta tiene que ser también personal y adulta. No hay pues, cristianismo a dos velocidades; una la de los clérigos, y otra la de los laicos. Esta visión, no puede ser más contraria al mensaje de Jesús. Todos los seres humanos estamos llamados a la misma meta. No se trata de machacar o anular el instinto (es lo que hemos predicado con frecuencia). Sería una tarea inútil porque el instinto es anterior a mi voluntad y escapa a su control. Se trata de que el instinto no sea manipulado por la voluntad, torciéndolo hacia un objeto distinto del suyo propio. Debemos comprender que el fin que el instinto quiere garantizar, aunque es bueno en sí, no es suficiente. De este modo, la tendencia instintiva seguirá ahí y cumplirá su objetivo, pero la última palabra la tendrá la parte específicamente humana, que tiene que llevarnos más allá del puro instinto y de sus objetivos. Tres son las exigencias que propone Jesús: 1ª.- Posponer a toda su familia. 2ª.- Cargar con su cruz. 3ª.- Renunciar a todos sus bienes. Las tres se resumen en una sola: total disponibilidad. Sin ella no puede haber seguimiento. No es fácil entender bien lo que Jesús propone. La manera de hablar nos puede jugar una mala pasada. La radicalidad absoluta tiene una explicación. En una lengua que carece de comparativos y superlativos, tiene que valerse de exageraciones para expresar la idea. Lo notable es que se haya mantenido la literalidad en el texto griego, que dice “misei” = odia, aborrece, ten horror. También se ha mantenido en latín que dice: “odit” = odia. No podemos entenderlo al pie de la letra. Ni debemos entenderlas al pie de la letra, ni podemos ignorarlas. Son como los famosos “koan” del zen. Tienen que hacernos trascender la formulación y meternos por el camino de la intuición. Fallamos estrepitosamente cuando queremos comprenderlas racionalmente. La verdad que quieren trasmitir no es una verdad lógica, sino ontológica. Por mucho que nos exprimamos el coco, no podemos entenderla con la razón, pero podemos intuir por dónde van los tiros. Para la primera exigencia la clave está en la frase: “…incluso a sí mismo”. El amor a sí mismo puede ser nefasto si se refiere al falso yo que desemboca en el egoísmo. Ese falso yo tiene también su padre y su madre, sus hijos y hermanos. Posponer a la familia. El amor a la familia puede ser la manifestación de un egoísmo amplificado, que busca la potenciación del individualismo en la seguridad de los “yoes” de los demás. Lo que se busca en ese amor es que mi egoísmo quede garantizado, sumado al egoísmo de los demás miembros de la familia. Ese yo ampliado es mucho más fuerte y asegurar mejor el interés del pequeño yo de cada uno. El seguir a Jesús está basado en el amor. Pero el amor que nos pide no está reñido con el verdadero amor al padre o a la madre. Si el seguimiento es incompatible con el amor a la familia es que está mal planteado. El amor que nos pide el evangelio está más allá del sentimiento, pero no estará nunca en contra. Seguir a Jesús nos enseñará a amar más y mejor también a nuestros familiares. Otro problema muy distinto es que ese seguimiento provoque en los familiares la oposición y el rechazo, como le pasó al mismo Jesús. Entonces no se puede ceder a las exigencias del instinto, porque está maleado. El tema del rechazo está más ligado al aceptar la cruz que al amor a la familia. Si los familiares, muy queridos, te quieren apartar de tu verdadera meta, está claro que no puedes ceder por un amor mal entendido, aunque eso cause un verdadero dolor. El hombre alcanza su plenitud cuando despliega su capacidad de amor, que es lo específicamente humano. Este amor no puede estar limitado, tiene que llegar a todos. Por eso, el profesar un verdadero amor a una persona, no puede impedir ni condicionar la entrega a otros. Si un amor impide otro amor, es que no es verdadero amor evangélico. Cargar con la cruz hace referencia al trance más difícil y degradante del proceso de ajusticiamiento de una condenado a muerte de cruz. El reo tenía que transportar él mismo el travesaño de la cruz. Jesús va a Jerusalén precisamente a ser crucificado. No olvidemos que los evangelios están escritos mucho después de la muerte de Jesús, y la tienen siempre presente. Está haciendo referencia a lo que hizo Jesús, pero a la vez, es un símbolo de todas las dificultades que encontrará el que se decide a seguirle. Una vez emprendido el camino de Jesús todo lo que pueda impedir seguir adelante hay que superarlo cueste lo que cueste. Renunciar a todos sus bienes. No es fácil entender esto hoy. Recordemos que a los que entraban a formar parte de la primera comunidad cristiana se les exigía que pusieran, a disposición de todos, lo que tenían. No se tiraban por la borda los bienes. Solo se renunciaba a disponer de ellos al margen de la comunidad. El objetivo era que en la comunidad no hubiera pobres ni ricos. Hoy sería imposible llevar a la práctica este desprendimiento. Pero podemos entender que la acumulación de riquezas se hace siempre a costa de otros seres humanos. Hoy tendríamos que descubrir que lo que yo poseo, puede ser causa de miseria para otros. Se trata de elegir entre las seguridades o alcanzar mayor grado de humanidad. Debemos aclarar otro concepto. El seguimiento de Jesús no puede consistir en una renuncia, es decir, en algo negativo. Se trata de una oferta de plenitud. Mientras sigamos hablando de renuncia, es que no hemos entendido el mensaje. No se trata de renunciar a nada, sino de elegir lo mejor para mí. No es una exigencia de Dios, sino una exigencia de nuestro verdadero ser. Jesús vivió esa exigencia. La profunda experiencia interior le hizo comprender a donde podía llegar el ser humano si despliega todas sus posibilidades de ser. Esa plenitud fue también el objetivo de su predicación. Jesús nos indica el camino mejor. En cuanto a las dos parábolas, El cálculo que nos propone Jesús es que no se puede nadar y guardar la ropa, cosa que estamos intentando nosotros a todas horas. Queremos ser cristianos, pero a la vez, queremos disfrutar de todo lo que nos proporciona la sociedad de consumo. Queremos lo mejor para el espíritu, pero intentando a la vez satisfacer los sentidos. Eso es imposible. No tenemos más remedio que elegir. Preferir el hedonismo a la plenitud de ser, es un error de cálculo. Las parábolas quieren decirnos que se trata de la cuestión más importante que nos podemos plantear, y no debemos tratarla a la ligera. Es una opción vital que requiere toda nuestra atención. Nuestro problema hoy es que somos cristianos sin haber hecho una clara opción personal. Radicalidad no quiere decir rigorismo. El mismo Jesús dijo que su yugo era suave y su carga ligera. La aparente radicalidad debe nacer de dentro, de una auténtica libertad. Una vez conocido lo que es verdaderamente bueno para mí, la voluntad no tiene problema alguno para elegirlo. El rigorismo llega de fuera, nace del miedo y nos hace esclavos. Por abandonar la radicalidad de una libre opción, la Iglesia se ha visto obligada a reforzar el rigorismo, empleando para ello las más aberrantes amenazas. ¡Así nos luce el pelo! Meditación-contemplación “Sí alguno quiere venirse conmigo...” Jesús no impone nada, simplemente propone. Las condiciones no las impone él: son exigencia de la misma naturaleza humana. ..................... Elegir lo que es mejor para mí, por convicción personal, nunca puede ser renuncia o sacrificio. Solo si me muevo por programación externa renunciaré a aquello que sigo creyendo que es mejor. .................... Solo el verdadero conocimiento, la iluminación, la sabiduría puede llevarme a una búsqueda de los bienes definitivos. Mientras no alcance esa luz, andaré dando tumbos. Descubierto el tesoro, todo lo demás pierde valor. No había leído nunca una obra completa de Walter Benjamin. Y sin embargo de tanto en tanto me llegaban ecos de su pensamiento, fragmentos de sus obras, citas de sus escritos. Siempre me iluminan.
Hace poco he leído sobre uno de sus libros tempranos, El capitalismo como religión y algunas de las reflexiones que me han suscitado son las que siguen. Al comienzo de la obra Benjamin afirma: “En el capitalismo se puede contemplar una religión, es decir, el capitalismo se utiliza esencialmente para sosegar las mismas preocupaciones, tormentos, inquietudes, a las que anteriormente dieron respuesta las llamadas religiones. La prueba de esta estructura religiosa del capitalismo no sólo, como pensó Weber, como una entidad condicionada por lo religioso sino como un fenómeno esencialmente religioso, llevaría hoy a la divagación de una masiva polémica universal”. El filósofo alemán desarrolla tres rasgos de esa religión. Puesto que consiste en producir y consumir, es una religión estrictamente cultual. Carece de una teología o una dogmática, es esencialmente un culto y un culto permanente, en el que todos los días son festivos. Finalmente, es una religión que no reconcilia sino que culpabiliza. Puesto que en la última frase nuestro autor juega con el doble sentido de la palabra Schuld (culpa y deuda) ya no es fácil seguirle en castellano, aunque se podría recordar el uso de la palabra deudas en la antigua traducción del padrenuestro. Hasta aquí Benjamin. Al hilo de su propuesta quiero añadir ahora algunas reflexiones. Parece cierto que el papel tradicional de las religiones era dar cuenta de toda la realidad, desde la autoridad, legitimada por la gracia de Dios, hasta el hecho de engendrar hijos, todo ello enmarcado en una promesa de salvación. Pues bien, ciertamente el capitalismo ha heredado gran parte de esas funciones. No es ya la gracia de Dios quien da legitimidad a la autoridad sino la anuencia del capitalismo. Si alguna de suficiente relieve quiere oponerse a él perderá la partida y presumiblemente también la vida. Y si antes había que tener los hijos que Dios quisiera, ahora sólo los que quiera la situación económica. Pero sobre todo se trata de salvación. Quien desee salvarse debe participar en el culto capitalista porque, como antaño ocurría con la Iglesia, fuera del capitalismo no hay salvación. En él encontramos los templos de Zara o de H&M, los santos Armani o Lagerfeld, los ritos de vestir tal o tal marca o comer bajo una o varias estrellas Michelin. Por muy abierta y acogedora que sea esta religión, quien no puede, no sabe o no quiere entrar en ella será condenado a las tinieblas exterioires, donde habrá llanto y crujir de dientes. Para el capitalismo los pobres no son hermanos desgraciados sino verdaderos culpables. Si el mercado y las oportunidades están abiertas a todos, quien no las aprovecha es el único responsable de su destino. El rico, en cambio, merece todo elogio, mayor cuanto más rico sea. Lo expresaba diáfanamente Leon Bloy con su acostumbrada acidez: “Se quiere a toda costa que el evangelio hable de un mal rico, como si pudiera haberlos buenos. El texto es sin embargo es bien claro: homo dives, un rico, sin epíteto. Un mal rico, si se quiere relacionar esas dos palabras, es como un mal funcionario o un mal obrero, Un individuo que no sabe su oficio o es infiel a su función: un mal rico es el que da y, a fuerza de dar, se convierte en un pobre”. Como en las antiguas religiones, oportet haereses esse, conviene que haya herejes. Su función es poner más de manifiesto la gloria del verdadero camino. Sin duda que en el capitalismo habrá herejes pero su marginalidad o su desaparición dejará bien a las claras dónde está la verdadera senda. Si los amys o los de la Christiania danesa fabrican su mermelada y cuecen su propio pan, se trata sólo de un fenómeno pintoresco, Ellos se pierden la gloria y el fasto del reino del consumo, no pueden llegar a la creatividad, la belleza y la diversidad que se ofrecen en los grandes almacenes. Eso en el caso de que logren sobrevivir porque, como en una frase antigua, “al que tiene, se le dará más, y tendrá en abundancia; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará”. Por todo esto, el autor de quien tomo la referencia de Bernjamin sostiene que el cristianismo debe dejar de ser una religión, un tema de alcance demasiado largo. En vez de comenzar con él, se me ocurre traer una cita de Thomas Merton: “Voy a decir algo antes de que la lluvia sea un servicio público que ellos nos puedan planificar y distribuir por dinero. Con ´ellos` me refiero a los incapaces de entender que la lluvia es un festival, gente que no aprecia su gratuidad, pensando que lo que no tiene precio carece de valor y que lo que no puede venderse no es real, de tal modo que para que algo sea verdadero resulte preciso colocarlo en el mercado (Paz personal. Paz social) Son palabras de un monje contemplativo que, a mi modo de ver, aporta algunas claves desde las que empezar. Por una Iglesia desacralizada: al principio no fue así, ni Jesús fue sacerdote.
Retomo el motivo de hace tres días, mi trabajo en la revista Iglesia Viva, sobre el tema de desclericalización, clericalización y nueva desclericalización de la Iglesia. Traté el día pasado de la desclericalización de Jesús, que no era sacerdote, ni ministro ordenado de ninguna especie, sino un simple hombre, un ser humano, sin más, pero anunciando y preparando la llegada de la nueva humanidad mesiánica. Traté de la primera iglesia, como movimiento laical de fraternidad, al servicio de los pobres y excluidos, ensayo general de una humanidad igualitaria, abierta a todos los hombres y mujeres, a todos los pueblos. -- Hoy, en forma de intermedio, me ocupo brevemente de la clericalización, que no vino por obra de Cristo, ni de su Espíritu (sino de otros principios...), pero que fue providencial, pues ayudó a estabilizar e impulsar el mensaje de Jesús, dentro de unas estructuras que venían dadas por la cultura social de su tiempo. Jesús no creó una institución eclesial, organizada en forma jerárquica, pero es evidente que la jerarquía tuvo que venir pronto, no desde el evangelio, sino a pesar del evangelio, pues los movimientos de humanidad sólo funcionan de esa forma, como indicaré de un modo muy conciso. Me queda todavía la tercera parte, que publicaré, Dios mediante, dentro de dos días. Feliz fin de semana a todos. 2. INTERMEDIO, GRAN INVERSIÓN Tras dos derrotas (67-70 y 132-135 d.C.), los judíos aceptaron de un modo consciente (y consecuente) el fin de templo y de sus sacrificios llorando su orfandad ante el Muro de las Lamentaciones, para instituirse como federación de sinagogas libres, sin sacerdotes. Los cristianos, en cambio, a pesar de mantener el sacerdocio universal de todos los creyentes, tendieron más tarde a a "recuperar" unos simbolismos sacrales y jerárquicos más propios de un tipo de Antiguo Testamento y de política romana que del Cristo. El tema se planteó a partir del 150, cuando diversos grupos de tipos semi-gnóstico, entre ellos Marción, intentaron separar el cristianismo de su base israelita, convirtiéndolo en una religión de experiencia interior y organización intimista, más cerca del budismo o hinduismo que del mensaje de Jesús. Contra eso reaccionó la Gran Iglesia: a) Mantuvo su origen judío, reforzando algunos elementos sacrales de la institución sacerdotal de Jerusalén, de forma que obispos y presbíteros tendieron a presentarse como sacerdotes, un grado superior de cristianismo. b) Destacó su independencia, introduciendo en su Escritura textos propios (Nuevo Testamento) y reorganizando su vida y liturgia desde la Eucaristía o Memoria de la Cena de Jesús, entendida de forma sacrificial, en una perspectiva en la que se combinaban elementos judíos y helenistas, en un proceso que estaba ya en marcha a partir del 200 d.C. ‒ Sacralización sacerdotal, de fondo israelita: obispos, presbíteros (que antes eran ministros laicos) se tomaron como sucesores de los sacerdotes y levitas de Jerusalén, de manera que la iglesia acabó siendo más israelita que rabinismo judío, que abandonó la estructura teocrática, para instituir un gobierno colegiado de ancianos y rabinos, intérpretes de la Ley. ‒ Ordenamiento romano-helenista. Esos "sacerdotes" cristianos vinieron a ser como un "clase" superior, en la línea de los "ordo" romano, con rasgos de pensamiento helenista: los superiores (obispos, presbíteros) se toman como signo especial de Dios, a diferencia de Jesús, que daba preferencia a los últimos. Esta jerarquización, con elementos de filosofía griega y política romana, marca la gran inversión del cristianismo, que culminó con el constantinismo (siglo IV d.C.) y con la reforma gregoriana (siglo XI). Ésta inversión evitó el riesgo de disolución gnóstica del cristianismo, pero lo hizo a costa de silenciar elementos importantes del evangelio, como la sacralidad universal e igualitaria de todos los creyentes. En principio, el movimiento de Jesús era jerárquico, sino mesiánico; no promovía un orden sacerdotal, sino una experiencia de comunión de todos, empezando por los menos importantes. En raíz el cristianismo siguió siendo lo que era y así pudo expandirse entre los nuevos pueblos, tras la caída del Imperio Romano, pero aceptó y sacralizó de hecho la distinción de los creyentes en dos niveles (=órdenes) dentro de la iglesia. Esta división, por la que las mujeres quedaron excluidas de la jerarquía, se vinculó además a la forma de celebrar los dos grandes "sacramentos" cristianos: --La eucaristía (que debía estar presidida por el obispo o un delegado suyo) -- y la reconciliación o readmisión de los pecadores oficiales en la Iglesia (que quedó reservada al obispo). Fue un tema de organización eclesial, y así: ‒ Surgió el clero, formado por obispos, presbíteros y diáconos varones que, elevados sobre el resto de la Iglesia, como representantes de Jesús, con autoridad sagrada, un orden sacerdotal, como si la "gracia" de Dios pasara por ellos al resto de los fieles. La iglesia, que había nacido del Reino para los pobres, tendió a convertirse en institución de poder sagrado, al servicio de los pobres, pero por encima de ellos. ‒ Quedó el pueblo, formado por laicos, cristianos receptivos, que escuchan la palabra y reciben los sacramentos que les ofrece el clero, al que sostienen con sus aportaciones económicas. Antes no existían estos laicos, pues todos los cristianos lo eran, miembros del «laos» o pueblo de Dios. Ahora empezaron a existir, viniendo a convertirse en la gran masa de la iglesia. Esta división no es evangélica, pero prestó un servicio, pues sólo por ella se pudo estabilizar la iglesia, como organización unitaria y eficaz (subsistema sacral), en un mundo jerárquico. Esa es la paradoja: los cristianos rechazaron la jerarquía religiosa del Imperio, siendo perseguidos por ello, pero, a lo largo de un proceso fascinante (y peligroso) de refundación, acabaron asumiendo muchos de sus rasgos sagrados. En esa línea se cita el sistema del Pseudo Dionisio (siglo V-VI), que interpretó las estructuras cristianas en perspectiva jerárquica, suponiendo que la salvación viene de arriba y desciende hacia los grados inferiores. Dionisio concibe la iglesia como un orden gradual, que desciende de Dios, por planos intermedios hasta la materia, para retornar desde ella a lo divino. a) El obispo posee la ciencia de las Escrituras, en clave de perfección: por eso puede revelar su conocimiento y santidad desde lo alto, siendo tearquía o poder divino, directamente iluminado por Dios. b) Los sacerdotes (presbíteros) reciben la iluminación del obispo y la transmiten a los estamentos inferiores: ofrecen los símbolos divinos a los fieles y purifican a los profanos por los sacramentos. c) Los ministros (diáconos) dirigen a los fieles hacia la purificación de los sacerdotes, para que pueda realizarse la obra divina (Jerarquía Eclesiástica V, 1). La conceptualización teórica sobre el género no es una ideología como están afirmando algunas iglesias cristianas en Colombia y en otros países y también políticos de diversa índole. En estos días, Mara Viveros, directora del Plan de Estudios sobre Género en la Universidad Nacional de Bogotá, al referirse a esta polémica, planteaba cómo de lo que se trata es de la construcción de un enemigo.
No es posible afirmar cuál es la primera vez que esta expresión “ideología de género” se usa, pero sí se pueden rastrear algunas pistas. En la tradición católica, la XIV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, en su Relación final, toma el término gender del inglés y afirma que sexo y género se pueden distinguir pero no separar. Inmediatamente después, el Papa Francisco, recoge muchos de los planteamientos y propuestas de esta Asamblea, en su Exhortación Apostólica Postsinodal: La Alegría del Amor (*). En esta Carta, en su numeral 56, el Papa afirma: Otro desafío surge de diversas formas de una ideología, genéricamente llamada gender, que “niega la diferencia y la reciprocidad natural de hombre y de mujer. Esta presenta una sociedad sin diferencias de sexo, y vacía el fundamento antropológico de la familia. Esta ideología lleva a proyectos educativos y directrices legislativas que promueven una identidad personal y una intimidad afectiva radicalmente desvinculadas de la diversidad biológica entre hombre y mujer. Es claro que esta afirmación no refleja una comprensión acabada, de todo el desarrollo de la teoría de género. En cualquier caso, la historia del concepto género a todo lo largo de su trayectoria no podemos entenderla como una corriente, propuesta o postura ideológica. Se trata por el contrario de un desarrollo conceptual al servicio de una mejor comprensión de las dinámicas de la sexualidad y la afectividad humanas. El concepto de género nos ayuda a comprender mejor cómo las diversas culturas en distintos momentos de la Historia ha vivido, orientado y normado las diferencias biológicas en torno a la sexualidad. El concepto de género no pretende atacar nada, sólo explica. A partir de estudios realizados, que si bien están abiertos totalmente, ya han mostrado con suficiente claridad algunas de sus conclusiones, los distintos grupos humanos: de hombres, de mujeres, de gays o transexuales… los distintos grupos humanos desde sus posturas filosóficas, antropológicas o religiosas… los aceptan o discuten, los profundizan o contradicen o debaten… pero no es posible realizar condenas de hechos que las ciencias humanas han demostrado. En este sentido podríamos preguntarnos por ejemplo, por qué los cristianos a lo largo de su historia no han mantenido como obligatoria para los varones la práctica de la circuncisión, siendo esta una costumbre heredada del pueblo judío al mismo tiempo que la palabra del Primer Testamento o la primera alianza. Desde mi punto de vista, los manuales que, sobre sexualidad u otros aspectos de la convivencia elabore un Estado para los estudiantes en formación, deben ser sustentados por la ética del bien común, pero además por los conocimientos seculares en los que la dinámica social y humana avanza. A partir de ahí, las comunidades católicas o de otras corrientes religiosas, pueden -en sus espacios- debatir o proponer alternativas acorde a sus creencias. Lo que no se puede es imponer al conjunto de un país una visión propia y particular sobre la vida sexual, la organización familiar u otros temas de la convivencia. Pero sí me parece importante enfatizar que antes de tomar posturas, aunque ellas sean privadas, hay que hacer un esfuerzo de comprensión. No se puede acusar a los estudios de género de querer acabar con la familia (¡¡¡!!!). El Papa ha realizado en su Carta una aproximación primera y ligera, antes de sacar conclusiones es imprescindible profundizar en el diálogo y la comprensión. Pero el diálogo no se puede realizar solamente con quienes refuerzan mi pensamiento. Se trata por el contrario de un diálogo con especialistas en la materia que expliquen los alcances y posibilidades de esta conceptualización y herramienta del saber. En el mismo texto al que hago alusión, el Papa Francisco dice varias veces que la realidad tan compleja a la que se están enfrentando, requiere estudios, análisis y profundizaciones posteriores. |
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