Hay una preocupación por la situación de crisis en que se encuentra la iglesia.
Estudian los sociólogos. Los teólogos desconfían, a veces, de los sociólogos. Desconfían más cuanto peores teólogos son. Los obispos, con cierta frecuencia, desconfían de los sociólogos y también de los teólogos. Voy a tratar de hacer una aportación sin pretensiones. Una teoría humorista de la crisis de la iglesia. Si se la toma como lo que es, una modesta aportación, a lo mejor sirve para algo. Por lo menos para los sociólogos, para los teólogos que no desconfían de los sociólogos y para los obispos que no son incapaces de humor. (Últimamente hubo uno admirable que se llamó Angel Roncalli y, como papa de Roma, Juan XXIII). Lo que pasa, quizá, es que Jesús, para que la iglesia fuera adelante, confió la cosa al Espíritu Santo. Pero además hizo Cosas (como elegir a los doce y distinguir a Pedro), y dijo cosas, que dieron lugar ineluctablemente a que en la iglesia se constituyeran «ministerios» y a que ciertos ministerios tuvieran una autoridad pastoral. Así las cosas, para que la iglesia marche sin demasiados atascos, es necesario que los «ministros autorizados» y el Espíritu Santo vayan bastante al unísono. Si no van, serán los «ministros autorizados» quienes salgan perdiendo. Porque el Espíritu Santo no pierde nunca, aunque juega de una manera tan extraña y para nosotros tan incógnita, que parece que pierde siempre. Yo creo humorosamente que los «ministros autorizados» no se entienden ni pío con el Espíritu Santo, y que ésta es la raíz del lío en que se mueve la iglesia. Y la cuestión es una cuestión de «humor». Así como suena. Porque, creo yo, que los «ministros autorizados», con excepciones admirables, pero muy contadas, son personas sin «humor». Es más, y aquí está el quid de la cuestión, son gente que se creen de buena fe que ser «ministro autorizado» es una cosa muy «seria» e incompatible con el «humor». Ahora bien, si en la misteriosa esfera de lo divino hay algo antitético de la «seriedad», es precisamente el Espíritu Santo. El Espíritu es como el poeta de la trinidad divina. Ya Jesús bendito, en su vida mortal, fue muy poco «serio». Y según los Evangelios, sobre todo el de Lucas, la culpa la tenía el Espíritu Santo, que le estaba siempre llevando por donde quería. La teología más tradicional distinguía entre las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo. Ambas cosas eran sobrenaturales y gratuitas. Pero las virtudes se suponía que procedían con cierta lógica. Mientras que los dones eran lo absolutamente imprevisible, la corazonada poética, el salto de la vida. La obra del Espíritu Santo puede ser trágica o humoroso, pero nunca «seria». Pero entonces empieza a verse más clara la raíz de la crisis en que la iglesia se debate. Porque la condición de buena salud en el caminar eclesial sería un cierto paso unísono entre el Espíritu y los «ministros autorizados». Pero si los «ministros autorizados» son incapaces de «humor» y el Espíritu Santo es incapaz de «seriedad», la marcha concorde es imposible. Y esto es lo que pasa. Pero todavía hay más. Porque los «ministros autorizados» están de acuerdo en que ellos y el Espíritu Santo han de caminar al unísono. Pero están empeñados en que son ellos les que tienen que marcar el paso. Y éste es el error fundamental. Según muchos de ellos, aunque quizá ni ellos mismos se atreverían a decirlo (ni siquiera a pensarlo) tan crudamente, el Espíritu Santo los ha puesto a regir las iglesias y, una vez hecho esto, ya el Espíritu Santo tiene que acomodarse a lo que ellos piensen y decidan, porque la autoridad (la «jurisdicción») la tienen ellos, no el Espíritu Santo. Y, como su jurisdicción viene de Dios, es sobrenatural. Y, como es sobrenatural, el Espíritu Santo tiene que estar siempre detrás de ella. Por eso los «ministros autorizados» tienden a opinar que ellos tienen el monopolio del Espíritu Santo, y que nosotros, las simples ovejas, podemos sí tener al Espíritu Santo, pero sólo con la condición de que sirva para hacernos decir amén a todo lo que quieran los «ministros». Porque nuestro Espíritu Santo lo administran ellos. Esta situación se podría expresar en una parábola humorística. Los «ministros autorizados» se creen que ellos llevan la paloma del Espíritu encerrada en una jaula de oro, que es la «sacra potestad», a la que tiene que someterse Dios mismo, porque, al instituir esos «poderes», se ha cogido los dedos. Entonces los «ministros», quizá muchas veces de buena fe, van por esos mundos con su jaulita de oro en la mano, un poco como el zahorí va con la varita, para decirnos dónde está el agua. Pero resulta que la jaulita tiene la puertecilla abierta, y la paloma no está allí. Ha volado. Porque el Espíritu Santo sirve para cualquier cosa, menos para encerrarlo en una jaula. Aunque la jaula sea de oro. El Espíritu (el «soplo de Dios»), como el viento, sopla donde quiere. Esto dice Jesús en el Evangelio de Juan. Y así nuestros zahoríes eclesiásticos, buscando con su jaulita vacía dónde está el agua, no dan en el clavo ni por casualidad. Con esto en la iglesia se organiza un lío y hay unos conflictos de miedo. Pero ¿habrá que desesperar? ¿Nos ha abandonado del todo el Espíritu? ¿Se marchó para siempre la paloma? Una respuesta de esperanza la encuentro en la primera página del Génesis. Es el comienzo de la Biblia. Allí se dice que, en el principio, «la tierra era algo caótico y vacío, y tinieblas se espesaban sobre aquel abismo, pero el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas». Esta es quizá la situación actual de los cristianos. Todos deberíamos levantar los ojos por encima de la confusión, en acecho del batir del Espíritu. También los «ministros autorizados». Nada de hacer el zahorí con una jaula de oro vacía. Atalayar con los demás, para oír, si es posible, por dónde sopla el Espíritu. Porque, en la iglesia, con perdón de don José María Escrivá de Balaguer, todos somos clase de tropa.
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Estamos reproduciendo varios fragmentos tomados de “Teología en serio y en broma”, en homenaje a José María Díez Alegría.
Está escrito hace treinta y cinco años, lo que nos permite asombrarnos de la lucidez y el sentido profético de este hombre. LOS PAPAS, SUCESORES DE PEDRO Los papas son sucesores de un primer papa que no existió. Esta afirmación, extraordinariamente paradójica, no es un juego de ingenio humorístico, sino muy probablemente una realidad histórica. Esto la carga mucho más de «humor». Es el humor de la realidad y, en último término, el humor de Yahve Dios. Porque para mí (que creo en Jesús y permanezco consciente y voluntariamente en la iglesia católica romana, sostenido por mi fe en Jesús), no se trata de negar que el papa tenga un ministerio cualificado específico, referido a la universalidad de la iglesia. Ni de negar que les fieles debamos estar abiertos con gran amor y sincero respeto al servicio que ese ministerio pueda aportar a nuestra fe. Ni de negar que el papa, en razón de su ministerio cualificado, tenga una autoridad pastoral que no se confunde con la de los otros obispos. De esa autoridad debemos hacer caso con aprecio, evitando caer en un talante de insubordinación. Pero sí se trata de no convertir esas cosas, que sinceramente admitimos los católicos, en mitologías que apoyen un autoritarismo del que Pedro no tuvo el menor vislumbre, y que vengan a quitar a los fieles la libertad para la que Cristo los liberó, como les dice Pablo enérgicamente a los cristianos de Galacia (Gálatas, 5, 1). Parece históricamente cierto que la dirección pastoral de las iglesias (el «ministerio») fue siempre colegial durante el siglo I. La primera manifestación de episcopado «monárquico» se encuentra en Ignacio de Antioquía, a fines del siglo. Pero en Roma hasta el siglo II no hubo episcopado «monárquico». Clemente romano, que escribe a los fieles de Corinto, para ayudarles a superar sus disensiones, es con toda probabilidad el secretario de un presbiterado colegial de la iglesia romana, encargado de las relaciones con las demás iglesias. La carta de Clemente nos revela que, ya entonces, la iglesia de Roma sentía una cierta responsabilidad respecto a las otras iglesias, y que éstas reconocían una relación peculiar con Roma, que había sustituido a la que en tiempo de Pablo mediaba entre las iglesias fundadas por éste y la iglesia madre de Jerusalén. Pero en Roma, por entonces, no había aún episcopado monárquico. No había por tanto «papa». De aquí que la humorada de que los papas son sucesores de un primer papa que no existió, sea una humorada de la historia y, consiguientemente de Jesús, a quien los creyentes consideramos Señor de la historia. Que el ministerio de los papas les venga de algún modo de Jesús, y sea una cierta perpetuación de lo que Pedro significó en la primera comunidad, es una cosa. Que Jesús se haya sentado alguna vez en una asamblea constituyente, para declarar que Pedro ha de tener sucesores monárquicos con derecho de horca y cuchillo celestial, sería otra. La primera es, para el creyente católico, una verdad teológica importante, de contornos algo imprecisos, y que pertenece al ámbito del misterio de salvación. La segunda sería mitología barata. Esta mitología Yahve Dios la ha excluido, al dejar que no haya habido primeros papas, y que los papas sucesivos sean los sucesores de un primer papa que no existió. Los papas están llamados, a través de la historia, a cumplir un ministerio que tenga analogía con el de Pedro. Y esto es muy bueno para la iglesia. Pero un ministerio «análogo al de Pedro» es inconcebible como ejercicio de un «poder monárquico absoluto». Porque es enteramente cierto que el pescador de Galilea jamás tuvo conciencia de ser «monarca» absoluto de la iglesia. Dios sea bendito por ello. Las iglesias evangélicas, con un fuerte papel social, se multiplican en Brasil y Centroamérica y amenazan la tradicional hegemonía católica
El protestantismo avanza en América Latina. No hay estadísticas unificadas pero en El Salvador, según una reciente encuesta del IUDOP -instituto dependiente de la jesuita Universidad Centroamericana-, los que se declaran protestantes -en 1988, apenas un 16%- hoy suponen más del 38% de la población. Y en el resto del continente, con la excepción de México, al menos una de cada 10 personas es protestante. En algunos casos, como en Guatemala, hasta se anuncia que el país será pronto mayoritariamente evangélico. La mayoría de la población de Guatemala será pronto evangélica Los académicos creen que el viaje del Papa a Brasil no sirvió de nada Pero, aunque en Centroamérica la tendencia es pronunciada, los datos también hablan por sí mismos al sur de Panamá. Hasta 1960, en Brasil los protestantes siempre se habían mantenido por debajo del 5%. Pero durante los noventa, la proporción pasó del 9% al 15,4%. Y ahora, con unos 30 millones de evangélicos, los brasileños le disputan a Alemania, Sudáfrica y Nigeria la tercera plaza en el ranking de los países con más protestantes del mundo, liderada por EE UU y Reino Unido. El protestantismo histórico, el de Lutero, el de Calvino o el anglicano, fue siempre muy minoritario en la América colonial, y hasta principios del siglo XX, con el revival norteamericano y la expansión de las iglesias pentecostales, no empezó a echar raíces. Pero, ¿a qué se debe un cambio tan considerable en un continente que durante siglos ha sido aplastantemente católico? Samuel Rodríguez, director de la mayor organización hispanoevangélica de EE UU, la NHCLC, arguye tres motivos: que para convertirte “no tienes que cambiar tu cultura porque el Evangelio puede entrar con salsa o con mariachis”; que la Iglesia evangélica propone “una relación personal con Dios, sin burocracia religiosa”, y que, frente a las dictaduras, “la religión ofreció libertad”. El antropólogo salvadoreño Carlos Lara afirma que, en su país, el auge del protestantismo “tiene que ver con la guerra” y, aunque solo en parte, también con una cierta “reacción apolítica a la Teología de la Liberación”. Pero, para Lara, lo fundamental es el cambio sociocultural. Otro de los baluartes evangélicos es su rol social: centros de rehabilitación para drogadictos, apoyo en las cárceles, colegios… Pero no solo actúan a gran escala. Las iglesias evangélicas “funcionan como microsociedades en las que los niveles de ayuda mutua son muy fuertes”, explica Lara. Hay quien hasta atribuye al protestantismo un cierto efecto ascensor. Pero el antropólogo estadounidense David Stoll, autor en 1990 del premonitorio ensayo Is Latin America turning protestant?, se muestra escéptico: “Pasar cuatro noches en la iglesia, en vez de borracho en la calle, mejora la alimentación de los niños y promueve roles familiares más adecuados. Pero no se puede demostrar que hacerse evangélico mejore tu posición social”. Ante la pérdida de fieles, Crisóforo Domínguez, de la Conferencia Episcopal latinoaméricana, opina que, más que un error, la Iglesia católica ha cometido un “pecado de omisión”. Al preguntarles por la visita de Benedicto XVI a Brasil en 2007 -interpretada entonces como una forma de frenar las conversiones evangélicas-, el dictamen de los académicos consultados por EL PAÍS es unánime: no sirvió de nada. Samuel Rodríguez no duda de que, para finales de siglo, el continente será “mayoritariamente evangélico”. Pero no todos lo tienen tan claro. El teólogo español y profesor en Georgetown (Washington) José Casanova señala que “las proyecciones no se están cumpliendo”. Y el sociólogo brasileño Antonio Pierucci apunta que “había muchos católicos dispuestos a abrazar una religión más exigente en términos de comportamiento y dedicación. Incluso en lo monetario. Pero no todos”, dice, “y eso marcará el techo”. Proyecciones estadísticas al margen, nadie concede demasiada importancia a las consecuencias. Samuel Rodríguez cree que “los valores [evangélicos y católicos] son los mismos”. Tanto que los compara con “una pepsi y una coca-cola”. Antonio Pierucci, por su parte, descarta un cambio cultural: “El gran problema es que los evangélicos prohíben el alcohol, así que después de una boda beben agua o zumo de fruta. ¿Sabe cuánto dura una fiesta de esas?”, pregunta con ironía. Lo que sí parece evidente es que la óptica evangélica reserva a la mujer un papel socialmente más protagónico. “Ese es un aspecto muy importante”, dice José Casanova. “Y no tanto por los pastores -en las iglesias protestantes pueden ser mujeres- como por la clientela femenina, que contrarresta el machismo”. También hay quien dibuja cierta norteamericanización en la cultura, pero José Casanova apunta que, en todo caso, la influencia será bidireccional. “En EE UU, a largo plazo, habrá un desplazamiento prodemócrata del voto evangélico hispano”. Samuel Rodríguez confirma que, hasta que llegó la ley “racista” de Arizona, “el pueblo latino estaba destinado a votar republicano”. Otro de los efectos del auge del protestantismo, según José Casanova, es la “renovación” católica: “En Brasil los carismáticos [con prácticas ceremoniales similares a las de algunos evangélicos] representan más de un 20%”. Samuel Rodríguez apunta incluso hacia la política: “Muchos líderes exitosos hablan de redención y de Jesús”. Hasta “la fraseología de Hugo Chávez es evángelica”, dice. Y Twitter parece darle la razón. Después de abrir la tumba de Bolívar, el presidente venezolano twitteó: “Dios mío, Dios mío. Cristo mío, Cristo Nuestro. Mientras oraba en silencio viendo aquellos huesos, pensé en ti”. Un problema fundamental para la evaluación de la situación económica y fiscal que vivimos – y de la situación general que sufrimos- es la bancarrota de la credibilidad de las instituciones y de las personas en nuestro país. Esto incluye mi institución – la iglesia - y mi vocación- el ministerio ordenado. El caldo donde se cuece nuestra situación es uno ácido que ha corroído los fundamentos de la sociedad. Nuestros espejuelos intepretativos son simplisticamente ideólogicos y acríticos. Ideología, aquí, se reduce a discurso fanático, a falsa conciencia, a bloqueo que se interpone entre nosotros y la realidad. Todo esto ha reducido la convivencia social al cacareo, a la cacofonía y a la lucha visceral por ganar a cualquier costo. Pienso que para poder comenzar a conversar acerca de un proyecto de futuro debemos atender esta atmósfera tóxica donde apenas sobrevivimos.
Un feligrés a quién aprecio y admiro mucho me dijo hace unos años el domingo antes de unas elecciones: ¨Pastor, es que a nadie le gusta perder¨. En la realidad que vivimos hoy todos necesitamos perder para que gane Puerto Rico. Si nos esforzamos por ver al otro como amigo, al trabajo y pensamiento crítico como aliados; si nos distanciamos un poco de la inmediatez de nuestros ombligos y le damos valor a la integridad, al servicio público, al bien común y a la diversidad que contiene nuestra identidad, perderemos todo lo accesorio y secundario que hoy nos esclaviza para ganar lo genuino y sustantivo que libera. Puerto Rico puede ser de otra manera. Necesitamos urgentemente un esfuerzo de las instituciones que tejen el discurso social y afectan la manera en que interpretamos la realidad que empuje lo visceral, lo ideológico y lo inmediato a un lado de modo que se coagulen experiencias de conversación y diálogo. Estas experiencias fomentarán el que vayamos recobrando el espacio público de credibilidad y confianza necesario para que los proyectos de futuro que se presenten puedan siquiera socializarse y digerirse saludablemente. Esto incluye mi institución – la iglesia - y mi vocación – el ministerio ordenado. Recobrar este espacio público es indispensable para el funcionamiento de toda sociedad y es impostergable en medio de la situación que vivimos. Enfocados en el bienestar de los menos afortunados podemos iniciar la travesía hacia un Puerto Rico que puede ser de otra manera. Porque, como bien dice el apostol Pablo, luchamos siempre en esperanza contra toda esperanza. Si partimos de que no existe una teología, ni muchísimo menos “la” teología, sino que existen muchas teologías, también podríamos desarrollar una teología desde la inmigración. Podríamos poner el caudal simbólico de la teología cristiana a mirar cara a cara el gravísimo conflicto mundial de las (in)migraciones. Y entonces, como ocurre siempre que queremos implicar la realidad de Dios con la suerte de las víctimas, los conceptos teológicos adquirirían otros lenguajes, otros ropajes, otras maneras…
En esta teología desde la inmigración, por ejemplo, si tú eres inmigrante, entenderías a Dios como lugar de acogida, al que perteneces porque has llegado, como casa-hogar, como abrazo que te reconoce desde lejos y, sin resistir esperar más, sale corriendo hacia ti (Lc 15.20). Jesús sería, fundamentalmente, el ser humano consecuente con su teología de la projimidad, que se resumiría en: amar a Dios consiste en hacerse prójimo de quienes están a tu lado, o al revés (Lc 10, 25-33). La realidad de la salvación sería todo aquello que va realizando un mundo sin fronteras infranqueables, sin visados restringidos, sin “intereses” nacionales ni nacionalistas por encima de los intereses comunes en un mundo de todos. El pecado podría identificarse fácilmente (contratos indignos y sin seguridad social; colegios concertados que tienen ridículos porcentajes de niños y niñas inmigrantes; alquileres de pisos en mal estado a precios altísimos para que vivan hacinadas quién sabe cuántas personas inmigrantes; cambiarse de barrio porque en éste hay muchos inmigrantes; planes integrales autonómicos que no tienen en cuenta a los mismos inmigrantes; políticas sindicales que no tienen en cuenta su situación precaria laboral; regulaciones interesadas y engañosas de los gobiernos; por supuesto, las mafias de explotación sexual y de adopción ilegal…). Los relatos de milagros serían los de los bebés que sobreviven al viaje en patera o las historias de las personas que logran hacerse un hueco en un país que no les quiere recibir y acaban siendo ciudadanos y ciudadanas felices… La eclesiología tendría que volverse a fundamentar en una comunidad de comunidades descentralizadas, desuniformizadas, partidarias del mestizaje y la multiculturalidad, más allá del falso ecumenismo, capaz de aprender de la experiencia de lo sagrado en todas las culturas y de la Buena Noticia en todas las religiones. En fin, podríamos, así, desarrollar todo un complejo teológico que nos llevaría a consecuencias bien interesantes, creo yo. Pero ahora con la excusa del espacio reducido y, por considerar que es un buen punto de partida, solamente quiero entrar a analizar brevemente con esta perspectiva un relato evangélico, el de Jesús y la mujer sirofenicia. Desde los derechos humanos, es decir, sólo por razones de moral elemental estamos obligados a afrontar y buscar soluciones para el drama de la inmigración, junto a esto, ¿encontramos alguna clave en este fragmento de evangelio? Esta cuestión delimita desde el principio mi aproximación al texto del evangelio de Marcos. Marcos 7,24-31 no es exactamente el relato de un encuentro con una inmigrante, es Jesús el que se desplaza a Tiro, donde, curiosamente, quiere pasar desapercibido (7.24). Ella tiene, sí, una identidad étnica diferente a Él, no es judía, es griega y es extranjera, sirofenicia y, según exégesis recientes, con un nivel económico superior a la mayor parte de la población rural judía. Es decir, el contexto evangélico no se parece a la situación de una persona inmigrante que, junto a su extranjería, tiene una situación de absoluta precariedad económica e indefensión social, sin embargo, el relato puede ser relevante si atendemos a la situación en que la mujer se presenta a Jesús, por la enfermedad crítica de su hija, y lo que sucede entre ellos. Si visualizáramos la situación corporal de Jesús y la mujer en tres viñetas, representaríamos en la primera a un varón, Jesús, de pie, mirando a una mujer agachada delante de Él; en la segunda, aunque el texto no da referencias, lo que más encaja con el desarrollo del relato es que la mujer esté levantada, de pie a la altura del varón y ambos conversando; y en la tercera, la mujer se marcha, por el contexto sabemos que precipitada y contenta, y el varón probablemente se queda mirándola marchar, visualmente es ahora la figura de la mujer la que cobra protagonismo y aparece más realzada. En la primera viñeta ella se echa a los pies de Jesús y se pone a suplicarle (7.25-26), y el inicio de la conversación por parte de Jesús es enigmáticamente un rechazo, no encontramos algo así en ningún otro relato evangélico. Ella, además de no judía y extranjera, se presenta como una mujer sola, sin marido, que tiene una hija con un espíritu impuro, el narrador justifica la actitud corporal de la mujer en la primera viñeta por esta cuádruple presunta situación de inferioridad. La primera reacción de Jesús está empañada por su mentalidad de judío xenófobo y sexista, como era de esperar en aquel contexto. Ella se ha humillado delante de Él, Él encuentra esto normal, los roles de género dictaban que ninguna mujer podía acercarse a un hombre que no perteneciera a su grupo étnico. Por otra parte, Jesús utiliza el término despectivo que empleaban los judíos al referirse a los paganos, dice que primero se tienen que saciar los hijos, pues no está bien echar el pan de los hijos a los “perros” (7.27). Ella le responde con su mismo lenguaje, entra en su mentalidad para, desde ella, hacerle ver el hecho incontestable de que quienes tienen igual dignidad (comer el mismo pan) se encuentran sometidos a condiciones de subordinación (migajas, debajo de la mesa) (7.28). Es como si a Jesús, de repente, aquellas palabras le hubieran hecho cambiar absolutamente de chip, entonces Él se da cuenta de la inferioridad que se les supone a los no judíos. La curación se produce por el diálogo de igual a igual, que ella hábilmente consigue y, sin duda, Jesús posibilita. Se trata de una curación doble, Jesús es el primer curado, aunque el texto no lo menciona, y la hija, ésta sí es curación expresa, de quien ha salido el espíritu impuro, el de la humillación y el miedo, tal vez. La niña está libre del espíritu impuro y Jesús ha superado sus prejuicios xenófobos y ha entendido que no tiene por qué esconderse en territorios extranjeros (esta narración se inscribe en el proyecto literario y teológico de Marcos respecto al ministerio de Jesús entre los no judíos). Como en otros relatos de curaciones, Jesús no se atribuye a sí mismo la curación, sino a la fe, o, en este caso muy claramente, a la voluntad de quienes buscan la curación (7.29). Ella vuelve a casa y encuentra a su hija curada, Él nos sabemos cómo se queda, pero esta perspectiva hace pensar que algo ha cambiado en Él. Ella ha vencido, le ha convencido. Hace poco, en una manifestación convocada por los mismos inmigrantes, muchos de ellos africanos, que daban un toque rítmico y festivo estupendo del que los europeos carecemos, estuvimos coreando y medio bailando con ellos y entre varias pancartas en árabe, inglés, francés y castellano, uno de ellos llevaba una que decía: “Soy un ser humano, ¿y tú?”, supongo que esto es tan incontestable como lo que la mujer del relato le dijo a Jesús. No tenemos razones extras, como cristianos, para luchar efectivamente por las condiciones justas y dignas de los inmigrantes en nuestro país o en otros, son razones tan básicas, tan incontestables que casi da vergüenza tener que ponerse a reflexionar sobre ellas. Pero el sistema se encarga de ocultar interesadamente y de construir ideologías xenófobas (como los falsos mitos sobre la inmigración) que acaban empañando nuestra mirada, por eso lo que hay que hacer es entrar en el tú a tú con ellos y dejarse vencer, convencer por lo que es, por otra parte, una evidencia. El protagonista de la pequeña parábola del “rico insensato” es un terrateniente como aquellos que conoció Jesús en Galilea. Hombres poderosos que explotaban sin piedad a los campesinos, pensando sólo en aumentar su bienestar. La gente los temía y envidiaba: sin duda eran los más afortunados. Para Jesús, son los más insensatos.
Sorprendido por una cosecha que desborda sus expectativas, el rico propietario se ve obligado a reflexionar: «¿Qué haré?». Habla consigo mismo. En su horizonte no aparece nadie más. No parece tener esposa, hijos, amigos ni vecinos. No piensa en los campesinos que trabajan sus tierras. Sólo le preocupa su bienestar y su riqueza: mi cosecha, mis graneros, mis bienes, mi vida… El rico no se da cuenta de que vive encerrado en sí mismo, prisionero de una lógica que lo deshumaniza vaciándolo de toda dignidad. Sólo vive para acumular, almacenar y aumentar su bienestar material: «Construiré graneros más grandes, y almacenaré allí todo el grano y el resto de mi cosecha. Y entonces me diré a mí mismo: Hombre, tienes bienes acumulados para muchos años; túmbate, come y date buena vida». De pronto, de manera inesperada, Jesús le hace intervenir al mismo Dios. Su grito interrumpe los sueños e ilusiones del rico: «Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?». Ésta es la sentencia de Dios: la vida de este rico es un fracaso y una insensatez. Agranda sus graneros, pero no sabe ensanchar el horizonte de su vida. Acrecienta su riqueza, pero empequeñece y empobrece su vida. Acumula bienes, pero no conoce la amistad, el amor generoso, la alegría ni la solidaridad. No sabe dar ni compartir, sólo acaparar. ¿Qué hay de humano en esta vida? La crisis económica que estamos sufriendo es una “crisis de ambición”: los países ricos, los grandes bancos, los poderosos de la tierra… hemos querido vivir por encima de nuestras posibilidades, soñando con acumular bienestar sin límite alguno y olvidando cada vez más a los que se hunden en la pobreza y el hambre. Pero, de pronto nuestra seguridad se ha venido abajo. Esta crisis no es una más. Es un “signo de los tiempos” que hemos de leer a la luz del evangelio. No es difícil escuchar la voz de Dios en el fondo de nuestras conciencias: “Basta ya de tanta insensatez y tanta insolidaridad cruel”. Nunca superaremos nuestras crisis económicas sin luchar por un cambio profundo de nuestro estilo de vida: hemos de vivir de manera más austera; hemos de compartir más nuestro bienestar. |
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