Las “cosas de Dios” nos parece que deben ser tan elevadas que cuando alguien las explica de manera asequible apenas nos las creemos y solemos “pedir una explicación”. Esto también les sucedió a los discípulos incluso con el Señor; por eso, cuando Jesús les hablaba en parábolas, le pedían que les aclarara lo que les había contado. La simplicidad cuesta mucho. Demasiado. Asociamos la complejidad a Dios, cuando es todo lo contrario. Por eso a los seguidores del Maestro les resultaba asombroso que no necesitaran ser doctos y “entendidos” en la materia para comprender un mínimo del estilo con el que el Señor había planteado su forma de implementar el Reino.
Que el mismo Jesús utilizara imágenes de la cotidianeidad para hacernos ver cómo es el reino de los cielos es maravilloso. Con ello quiere decir que la Creación es tan rica y significativa que tiene capacidad para remitir a lo divino; transmite así, que lo natural, lo común, encierra verdades hondas. Además, de este modo el mensaje resulta accesible a la mayoría; y entre todos, no solo podemos hacernos una idea, de verdad, de cómo está funcionando ya el Reino, sino saber dónde buscarlo y dónde mirar para encontrarlo. Tres comparaciones propone el Señor en el evangelio de hoy: En la primera identifica el Reino con su persona –se parece a un hombre que sembró buena semilla–. Y explica que la semilla son ya los ciudadanos de ese reino, es decir, los que viven con Él y en Él. Pero junto al trigo crece la cizaña. Una compañía nada agradable que a veces ahoga al mejor de los frutos. Una imagen de las mezclas tan potentes que se dan en la vida. Sin embargo, solo a Dios le corresponde recoger la cosecha y separarlos. Porque Él siempre estará atento para que no se pierda ningún tallo, ramita, u hojarasca, por pequeña que sea, que contenga algo aprovechable y salvable. Recolectar así es laborioso, pero se gana mucho (y sobre todo, ganamos todos). En la segunda, el Reino es como un minúsculo grano de mostaza, de un tamaño parecido a la punta de un alfiler, que la persona siembra en su huerto. El Señor se hace semilla; y no entra en nuestra vida como un huracán, sino como una brisa suave; tampoco como una tormenta, sino como una suave lluvia. Apenas se percibe su presencia, pero va penetrando y haciendo su obra. En la tercera, compara el Reino de los cielos con la levadura. Un ingrediente muy apreciado por los cocineros pues hace crecer de forma asombrosa la harina que utilizamos para elaborar, por ejemplo, lo bizcochos y el pan. Lo curioso es que con una medida casi ridícula es suficiente para que salgan unas raciones generosas. No hay proporción entre cada uno de los ingredientes. Con un poco de levadura bien repartida la masa “se crece”. Tres parábolas que nos ayudan a grabarnos a fuego algunas ideas importantes: que el Reino no es otro que Jesús, su persona, pero que en esta vida está amenazado; que no nos corresponde a nosotros cosechar (siempre nos llevaríamos a alguien por delante); y que su apariencia es pequeña y penetra en la realidad de una forma apenas perceptible, en lo oculto, entremezclado con la realidad, y allí, dentro, queda activo y activado, creciendo a su ritmo de una manera misteriosa.
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Cada segundo una persona más *desplazada climática*
Agricultura y ganadería, 80% de los “daños” climáticos Fluctuaciones de temperaturas más impactantes que huracanes La realidad preocupante de un planeta cada día más marcado por el calentamiento global y los cataclismos derivados. Cada segundo, una persona debe desplazarse de su lugar de vida debido a los cataclismos climáticos. Ante esta situación preocupante la agricultura sostenible puede convertirse de más en más en la clave para contrarrestar el drama. Así lo enfatiza como tesis principal, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Durante su 40ma Conferencia Anual que se realiza entre el 3 y el 8 de julio en Roma, Italia, la FAO reveló que, en promedio, 26 millones de personas son directamente afectadas anualmente por los cambios en el clima, tales como temperaturas superiores a las normales y sequías. Los sectores agrícolas y ganaderos padecen más del 80% de los daños y pérdidas por sequía y lluvias crónicas. Como alternativa a estos problemas, el organismo de la ONU puntualiza la importancia de las actividades económicas de las poblaciones rurales. El desarrollo agrícola y rural debe ser una parte integral de las soluciones a los cataclismos climáticos, que están a la base de un aumento de la migración, afirmó en la Conferencia anual el académico brasilero Jose Graziano da Silva, actual Director General de la FAO. “Es necesario invertir en los medios de vida rurales, en oportunidades de empleo digno para los jóvenes y en planes de protección social para confrontar los riesgos de desastres naturales”, aseguró el también escritor sudamericano. Por su parte, el director de la Organización Internacional para los Migraciones (OIM), William Lacy Swing, aseguró en el mismo cónclave, que aunque los cambios en las temperaturas son menos visibles que los fenómenos extremos como los huracanes, con el tiempo tienen un impacto mucho mayor. “Necesitamos integrar sistemáticamente la migración y el cambio climático en los programas nacionales de desarrollo y reducción de la pobreza, la reducción del riesgo de desastres y la planificación de crisis, y desarrollar políticas y prácticas agrícolas que aumenten la resiliencia frente a la migración forzada inducida por el clima”, afirmó. Si no se invierte en las áreas rurales de los países *en desarrollo*, se prevé que éstas áreas serán las que pagarán el precio más alto por los cambios en las temperaturas. Debido, principalmente, a su capacidad limitada para hacer frente a este flagelo, concluyó. La FAO y la OIM fueron elegidas para co-presidir en el 2018 el Grupo Mundial sobre Migración, entidad interinstitucional integrada por 22 organizaciones del sistema de Naciones Unidas. Uno de los objetivos comunes de amabas es confrontar las causas profundas de este fenómeno en explosión, de repercusiones cada vez más significativas para la comunidad internacional. Todos buscamos poseer cosas, a ser posible que sean gratis al calor del conocido dicho de que, sin esfuerzo o sin un precio a pagar, todo sabe mejor; de ahí que la manzana robada siempre resulte tan apetitosa ¿Qué son las rebajas más que un negocio en el que nos ofertan llevarnos parte de lo que compramos sin pagar?
Conseguir un buen precio puede ser mayor victoria que el propio artículo comprado. Pero la cosa se complica cuando asociamos lo barato con lo mediocre, y lo caro como sinónimo de valioso. Y de esto se alimenta la poderosa industria del lujo a base de insuflarnos este tipo de esquemas hacia el poder aparente del consumismo. Esto me trae a la memoria uno de los estupendos cuentos que escribió Antonio Pereira, cuyo protagonista era un fabulador muy considerado que se ganaba la vida en el pueblo contando historias y sucedidos “con mucho relieve”. Un día le dio un derrame cerebral. Hasta entonces, jamás había contado nada que no fuese fantasía suya. Cuando se recuperó, empezó a contar historias verdaderas, y “eso en nuestro pueblo no le interesa a nadie.” Lo paradójico es que todos los días tenemos al alcance de la mano un gran número de experiencias estupendas que no nos han costado ningún esfuerzo: nadie se gana la visión de la luna llena o se merece una puesta de sol maravillosa en verano; gozar de buena salud, de las personas que nos quieren por lo que somos y no por lo que tenemos, disfrutar de un sueño reparador… Hemos perdido la capacidad de admirarnos con las maravillas cotidianas y de valorar en su justa medida a las buenas personas que jalonan nuestra vida. No hay como caer enfermo o sufrir el azote del paro o la soledad para ordenar el chip de las prioridades… Ansiamos muchas cosas pero, curiosamente, las esenciales no se logran con dinero, tal como lo resume este proverbio oriental: “El dinero puede comprar una casa, pero no un hogar. El dinero puede comprar un reloj, pero no el tiempo. El dinero puede comprar una cama, pero no el sueño. El dinero puede comprar un médico, pero no la salud. El dinero puede comprar una posición, pero no el respeto y la aceptación. El dinero puede comprar sangre, pero no la vida”. Sabemos estas cosa de sobra, pero la presión del día a día no deja el espacio necesario para reflexionar y dejarnos trabajar sin la presión del frenesí de las prisas, espoleados como estamos por una publicidad agresiva y omnipresente que empuja en dirección contraria. Al final descubrimos que lo fiamos casi todo a la seguridad del dinero y del poder, incluso cuando se trata de realidades tan poco ligadas al vil metal pero radicalmente esenciales, como la paz, la alegría, el amor. Las olas nos van llevando hasta confundir lo apetecible con lo verdaderamente necesario. En pleno verano ya, a ver si somos capaces de cumplir los buenos propósitos de cargar las pilas que nos humanizan pero sabiendo que muchas personas no van a poder descansar aunque sea un derecho elemental. Dios es el primero que desea unas felices vacaciones porque necesitamos descansar física y anímicamente; algunos no aprenden a desconectar por un sentido consumista del tiempo, como si descansar fuese algo malo, engullidos por el trabajo muy mal entendido. Otros no pueden porque sus dolores no se lo permiten. Y un tercer grupo de personas, lo fían todo también al consumismo, como si gastar más dinero en vacaciones garantizase el descanso vacacional que tanto necesitamos. Y esto no es verdad, ni remotamente. Como buen maestro, Cristo nos muestra que descansar es un derecho y un deber. Dios fue el primero en hablarnos del descanso, en Gen 2, 1-3. El descanso dominical a los judíos tuvo también esa finalidad. En Juan 4, 6 se dice que Jesús, cansado del camino, se sentó así junto al pozo. Incluso evangelizar pide descanso, como nos cuenta Marcos (6, 30-31): “Entonces los apóstoles le contaron a Jesús todo lo que habían hecho, y lo que habían enseñado. El les dijo: Venid vosotros aparte a un lugar desierto, y descansad un poco. Porque eran muchos los que iban y venían, de manera que ni aun tenían tiempo para comer”. Feliz descanso veraniego, que no es el menor regalo de nuestro Dios Padre. Con la llegada del verano, volvemos a asistir a los repetidos y a veces trágicos asaltos contra las murallas alambradas de Melilla, llevados a cabo –con sofisticadas técnicas y artimañas de asedio medieval– por disciplinadas columnas de jóvenes subsaharianos. En otras zonas (Canarias, la isla italiana de Lampedusa, las costas de Sicilia, de Grecia, de Chipre, de Malta y la isla francesa de Mayotte, cerca de Madagascar), los “invasores” llegan casi siempre a las playas de noche –cuando no zozobran–, en silenciosas embarcaciones, como antaño lo hacían sin duda vikingos, normandos o sarracenos.
En Europa y en otras partes del mundo rico, muchos (entre ellos el presidente estadounidense Donald Trump) tienden a considerar a esos “asaltantes” como agresores, delincuentes y hasta criminales. La extrema derecha europea reclama más mano dura para repeler a los intrusos, menos miramientos, y la adopción urgente de medidas más radicales. Más vigilancia, más policía, más ejército, más expulsiones… Y no siempre se pregunta: ¿por qué causas están dispuestas esas personas a correr tantos riesgos para, en definitiva, poner, por precio vil, al servicio de nuestro confort y nuestro alto nivel de vida, su fuerza de trabajo? El África Subsahariana es una de las regiones más empobrecidas del planeta. Con una pobreza extrema que se explica por diversos factores. En primer lugar: la trata de esclavos, crimen y genocidio que vació durante siglos el subcontinente de millones de sus hombres y mujeres más jóvenes, sanos y fornidos, obligando a comunidades enteras a vivir escondidas y aisladas en las profundidades de la jungla, sin contacto alguno con los progresos de la técnica y de la ciencia. Rememorarse también que África ha sido, hasta hace apenas unos decenios, tierra de colonización. De una colonización impuesta por las potencias europeas a sangre y fuego, a base de guerras, exterminios y deportaciones. Todos los poderes locales que osaron oponerse y resistir a los conquistadores –portugueses, holandeses, británicos, franceses, alemanes, italianos o españoles– fueron aplastados. En el aspecto económico, las potencias coloniales establecieron, de modo autoritario, una economía fundada en la exportación de materias primas hacia la “metrópoli” y en el consumo obligatorio de productos manufacturados producidos en Europa. De esa manera, África perdió en los dos tableros. Y esa doble explotación, por lo esencial, no se ha modificado. Por ejemplo, Costa de Marfil, primer productor mundial de cacao (el 40% del volumen mundial) nunca ha podido desarrollar una industria chocolatera exportadora. Lo mismo se puede afirmar de Malí o Níger, dos de los principales productores de algodón, quienes se han hallado en la imposibilidad de montar una verdadera industria textil. Y eso porque, en general, las excesivas tarifas aduaneras impuestas por los países importadores ricos a los eventuales productos elaborados en el Sur arruinan toda posible competencia con los productos fabricados en el Norte. Los países desarrollados quieren conservar la exclusividad de la transformación de las materias primas, o, en el marco de la globalización liberal, aceptan deslocalizar sus fábricas hacia China o Bangladesh, donde la mano de obra es hábil, dócil y sobre todo barata, pero no están en absoluto dispuestas a invertir en África, ni en desarrollar en este continente un sector industrial importante. La división internacional del trabajo, efectuada en favor de los intereses de los países del Norte, atribuye a África un papel subalterno, marginal, lo cual impide a este continente entrar en la espiral virtuosa del desarrollo. Las fabulosas riquezas mineras y forestales del continente africano son vendidas a precios de saldo, para el mayor enriquecimiento de las empresas importadoras y transformadoras del Norte. De ese modo, no se crean empleos ni siquiera en las industrias agroalimentarias, que es el sector básico a partir del cual se puede edificar un verdadero desarrollo agrícola, y más tarde industrial. Por eso también, África es el último continente que aún conoce con regularidad crisis alimentarias y hasta hambrunas. Esta región del mundo, tan a menudo calificada por los medios dominantes del Norte de “subdesarrollada”, “violenta”, “caótica” e “infernal”, no habría conocido tal inestabilidad política – golpes de Estado militares, insurrecciones, masacres, genocidios, guerras civiles, terrorismo yihadista–, si los países ricos del Norte (empezando por las antiguas potencias coloniales) le hubiesen ofrecido posibilidades de desarrollo reales en lugar de seguir explotándola. La pobreza creciente se ha convertido en causa de desorden político, de corrupción, de nepotismo y de inestabilidad crónica. Y esta misma inestabilidad desalienta a los inversores, tanto locales como internacionales. Con lo cual se cierra el círculo vicioso del laberinto de la pobreza. Todo esto explica por qué hoy un (o una) joven del sur del Sahara, en plena salud y a menudo con buena formación educativa, no desea seguir viviendo en lo que es el calabozo del mundo. Decenas de miles, en este momento, están marchando hacia los vados que conducen a Europa, con la esperanza de poder vivir, por fin, una vida normal. Y quizá también con la reivindicación inconsciente de que algo les debemos de nuestra riqueza actual. Esto es solo el comienzo, y no se sabe qué tipo de muros habrá que construir para desalentar el flujo. Porque el Banco Mundial acaba de advertir de que la bomba demográfica ya ha estallado, y que ya hay en los países pobres unos 2.500 millones de jóvenes menores de 22 años que no encuentran trabajo en sus países. Y cuya única perspectiva es correr al asalto de las murallas de Europa… Para algunos países africanos del Sahel, que están entre los Estados más pobres del mundo, como Malí, Burkina Faso, Níger y Chad, el algodón, “oro blanco”, representa entre un 30% y un 40% del valor de sus exportaciones. Es, por consiguiente, un producto vital del que, en estos Estados, viven directamente tres millones de agricultores e indirectamente más de quince millones de personas… “El algodón está ligado a la historia de África y a la penosa historia de la esclavitud –dice Aminata Traoré, exministra de Cultura de Malí–, pero hoy queremos que nos ayude a liberarnos y no que nos esclavice de nuevo”. Estos países pobres, en los últimos decenios, han sacrificado otras infraestructuras y han hecho esfuerzos considerables (construcción de embalses, canales de riego) para aumentar las superficies dedicadas al cultivo del algodón. Y hoy se encuentran en una situación dramática porque, a pesar del bajísimo coste de una producción realizada por campesinos pobres, el algodón africano se vende mal a la exportación y resulta más caro que el que producen algunos países ricos como Estados Unidos, que controla el 30% de las exportaciones mundiales de la fibra blanca. ¿Cómo es posible que el algodón producido a precio de oro en Norteamérica resulte más barato que el que se cultiva a coste infrahumano en África? Sencillamente porque Washington vierte a sus productores de algodón unas subvenciones anuales de unos 3.000 millones de dólares… Por eso el algodón estadounidense puede venderse en el mercado internacional a un precio inferior al de su coste y hasta más bajo que el precio del “oro blanco” africano. Consecuencia: si esas subvenciones se mantienen, se producirá una catástrofe económica de gran envergadura en esos países africanos del Sahel que ya se encuentran entre los menos avanzados del planeta. Millones de agricultores seguirán abandonando el campo para ir a enrolarse en los ejércitos yihadistas que controlan gran parte del Sahel; o irán a hacinarse en los barrios de chabolas de las periferias urbanas desde donde la miseria y el hambre empujarán a los más atrevidos a tratar de emigrar a Europa. A bordo de cayucos hasta Canarias, o atravesando el desierto del Sahara hasta Libia intentando después cruzar a Italia. Del algodón a la patera solo hay un paso. Y aunque parezca que una cosa no tiene que ver con la otra, los países de la Unión Europea, y entre estos los más expuestos a la entrada de los inmigrantes clandestinos subsaharianos, deberían insistir para que se supriman las subvenciones a las exportaciones agrícolas, y en particular a las del algodón, que solo benefician a unos miles de agricultores norteamericanos mientras arruinan a millones de africanos. Recordemos que la actividad principal, a escala planetaria, sigue siendo la agricultura. De todos los campesinos del mundo, apenas unos 30 millones disponen de un tractor, 250 millones trabajan con instrumentos de tracción animal y 1.300 millones usan herramientas manuales… Esa es la dramática realidad de la agricultura de hoy. En junio de 2005, para tratar la situación de África y como coartada en dirección a la opinión pública mundial, los jefes de Estado del G-8 invitaron a los presidentes de Sudáfrica, Argelia, Etiopía, Ghana, Senegal y Tanzania, además de a Kofi Annan, entonces secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). La idea de Tony Blair, primer ministro británico en aquel momento y que presidía ese G-8, era reducir la deuda externa de los países intermediarios, después de haber reducido la de trece países pobres de África. También proponía aumentar la ayuda pública al desarrollo (APD) unos 25.000 millones de dólares al año durante un lustro hasta alcanzar el 0,75% del producto nacional bruto (PNB). El presidente estadounidense George W. Bush se opuso a ello bajo el pretexto de que África no sería capaz de absorber tal cantidad de capitales… Sin embargo, la ayuda propuesta por Tony Blair era inferior a lo que estaba costando entonces la guerra de Irak. Otros observadores recordaron que Estados Unidos consintió consagrar, después de la Segunda Guerra Mundial, no el 0,75% de su PNB, sino el 1% durante cuatro años para ayudar a reconstruir Europa con el Plan Marshall… Si de verdad quisieran ayudar a África, los países ricos tendrían que tomar, con urgencia, cinco sencillas medidas: — Primera, suprimir definitivamente la deuda externa africana (por cada dólar prestado, África ya ha devuelto 1,3 dólares solo en intereses). — Segunda, suprimir las subvenciones a las exportaciones agrícolas que inundan, a precios de saldo, los mercados de los países en desarrollo y destruyen la agricultura local. — Tercera, abrir los mercados agrícolas de Norteamérica, de la Unión Europea y de Japón a los productos africanos. — Cuarta, aceptar que los países africanos establezcan una política proteccionista en favor de sus producciones locales tanto agrícolas como industriales, sin que el Fondo Monetario Internacional (FMI) o el Banco Mundial los sancione. — Y quinta, reorientar la investigación farmacéutica para curar las epidemias endémicas de África (cuando hoy, el 90% de la investigación farmacéutica está orientada a mejorar la vida del 10% de la población rica mundial). Los recursos abundan y existen soluciones para erradicar la pobreza en África y en el resto del planeta; falta voluntad política. ¿Cuándo se acabará de admitir que suprimiendo la pobreza y las injusticias, se suprimen las principales causas del terrorismo en el mundo? Para destacar la importancia de los cambios que estamos experimentando, ya es un tópico decir que “no se trata de una época de cambio sino de un cambio de época”. El cambio es imparable, pero puede ser encauzable. A encauzarlo nos incentiva este Cuadernillo de Cristianisme i Justícia (www.cristianismeijusticia.net); puede ser útil a las organizaciones que sienten la urgencia de cambiar esta sociedad hacia un sistema más justo. Este resumen desea difundir esta inquietud y animar a la lectura del texto.
El Prólogo y el primer capítulo muestran la realidad y profundidad del cambio, y sus rasgos más destacados: el fin del llamado “contrato social”; el divorcio entre poder y política; la globalización financiera; y el triunfo neoliberal, que se presenta como “sin alternativa posible”. El segundo capítulo muestra una alternativa a ese cambio y las vías para conseguirlo. Las características de esa alternativa serían: la apuesta por una sociedad que avance hacia la equidad y la justicia; ahondar en la democracia y en la participación ciudadana; dar respuesta a la crisis ecológica y civilizatoria; y orientar la economía al servicio de la persona con un modo de producción más justo. Para ello propone los siguientes caminos con sus respectivas ventajas e inconvenientes. La vía de los contrapoderes sociales que pueden “cambiar el mundo sin tomar el poder” mediante “el método grieta” que se va ensanchando. La vía de las instituciones, a las que se accede generalmente por medio de los partidos políticos. La vía de la participación popular sostenida y no violenta, que suele suscitarse por la situación que padece un grupo (como los desahucios) y el apoyo que esa injusticia suscita en el resto de la sociedad. La vía de la planificación y de la coordinación de estas acciones institucionales y populares. El tercer capítulo trata de concretar el “¿qué hacer?” en tres dimensiones. En la dimensión personal propone una mirada crítica hacia la realidad, en forma globalizadora y no fragmentada, que no se quede en la descripción de un conflicto (como el de Oriente Medio) sin mencionar los intereses económicos que lo provocaron; un consumo más responsable; el cumplimiento ético y social de los deberes fiscales; y una mirada empática al sufrimiento que la injusticia social causa a los más débiles. En la dimensión comunitaria destaca la importancia de la colaboración, de las respuestas colectivas (como la de los afectados por las hipotecas), de “la economía colaborativa”, de todas aquellas organizaciones que fortalecen el tejido social y comunitario y, de un modo muy especial, una renovación de la enseñanza que revise qué se aprende y “al servicio de quiénes”. La dimensión sociopolítica es necesaria para lograr los cambios estructurales imprescindibles y se realiza mediante los movimientos sociales, los partidos políticos, los sindicatos, y las Organizaciones no gubernamentales. En conclusión, el cambio tiene que realizarse mediante la coordinación de diversos factores. Para emprenderlo, hay que superar el fatalismo y la resignación manteniendo la firme esperanza de que “otro mundo es posible”, de que la Historia no es un mecanismo predeterminado sino un proceso abierto. El esfuerzo humano, con “propuestas lo suficientemente utópicas para representar un desafío al statu quo, y suficientemente reales para no ser descartadas por inviables”, ha ido superando situaciones que parecían inamovibles (como la esclavitud). Termina con unas palabras poéticas y realistas de Pedro Casaldáliga: Es tarde pero es nuestra hora. Es tarde pero es todo el tiempo que tenemos a mano para hacer el futuro. Es tarde pero somos nosotros esta hora tardía. Es tarde pero es madrugada si insistimos un poco. Mt agrupa siete parábolas en un solo capítulo, el 13, que hoy comenzamos a leer. No es probable que Jesús haya dicho todas estas parábolas de una sentada. Mc y Lc las colocan en distintas circunstancias. La parábola es un género literario muy apropiado para hablar de realidades trascendentes. Al partir del conceptos simples, tomados de la vida cotidiana y que todo el mundo conoce, trata de proyectar nuestra conciencia hacia una realidad que va más allá de lo material. La parábola por estar pegada a la vida misma, mantiene el frescor de lo genuino y auténtico a través del tiempo y las culturas.
El relato en sí no es significativo. A mí poco me importa cómo nace y da fruto la semilla. Pero ese relato, en sí anodino, da que pensar, cuestiona mi manera de ser, me dice que otro mundo es posible y espera de mí una respuesta vital. Esta propuesta solo se puede hacer con metáforas. En toda parábola existe un punto de inflexión que rompe la lógica del relato. En esa quiebra se encuentra el verdadero mensaje. En esta parábola, la ruptura se produce al final. En la Palestina de entonces, el diez por uno, se consideraba una excelente cosecha. Tu tierra puede llegar a producir el ciento por uno. ¡Una locura! El objetivo de las parábolas es sustituir una manera de ver el mundo miope por otra abierta a una nueva realidad llena da sentido. Obliga a mirar a lo más profundo de sí mismo y a descubrir posibilidades insospechadas. La parábola es un método de enseñanza que permite no decir nada al que no está dispuesto a cambiar, y a decir más de lo que se puede decir con palabras, al que está dispuesto a escuchar. Quien la oye, debe hacer realidad la utopía del relato y empezar a vivir de acuerdo con lo sugerido. La explicación, que los tres evangelistas ponen a continuación, no aporta nada al relato. Las parábolas no admiten explicación. Jesús no pudo caer en la trampa de intentar explicarlas. La alegorización de la parábola es fruto de la primera comunidad, que intenta extraer consecuencias morales. Para descubrir el sentido hay que dejarse empapar por las imágenes. La parábola exige una respuesta personal no retórica, sino vital; obliga a tomar postura ante la alternativa de vida que propone. Si no se toma una decisión, es que ya se ha definido la postura: continuar con la propia manera de ver y vivir la realidad. Los exégetas apuntan a que, en un principio, los protagonistas de la parábola fueron el sembrador y la semilla. El objetivo habría sido animar a predicar sin calcular la respuesta de antemano. Hay que sembrar a voleo, sin preocuparse de donde cae. La semilla debe llegar a todos. En línea con la primera lectura, pretende que se descubra la fuerza de la semilla en sí, aunque necesite unas mínimas condiciones para desarrollarse. No debemos dar importancia a la cantidad de respuestas. La intensidad de una sola respuesta puede dar sentido a toda la siembra. La sinuosa y larga trayectoria de la existencia humana queda justificada con la aparición de un solo Francisco de Asís o de una Teresa de Calcuta. Por eso Jesús pudo decir: El Reino ya está aquí, yo lo hago presente. Debemos comprender que el Reino puede estar creciendo cuando el número de los cristianos está disminuyendo. Su plena manifestación depende solo de uno. Más tarde se dio a la parábola un cariz distinto, insistiendo en la disposición de los receptores, y dando toda la importancia a las condiciones de la tierra. Esta alegorización no sería original de Jesús sino un intento de acomodarla a la nueva situación de los cristianos, cambiando el sentido original y haciéndola más moralizante. Aún en un sentido alegórico, no debemos pensar en unas personas como tierra buena y otras, mala. Más bien debemos descubrir en cada uno de nosotros la tierra dura, las zarzas, las piedras que impiden a la semilla fructificar. En la misma parcela hay tierra buena, piedras y zarzas. No debemos identificar la “semilla” con la Escritura. Lo que llamamos “Palabra de Dios”, es ya un fruto de la semilla. Es la manifestación de una presencia que ha fructificado en experiencia personal. La verdadera “semilla”, es lo que hay de Dios en nosotros. Lo importante no es la palabra, sino lo que la palabra expresa. Esa semilla lleva millones de años dando fruto, y seguirá cumpliendo su encargo. El Reino de Dios está ya aquí, pero su manera de actuar es paciente. La evolución ha sido posible gracias a infinitos fracasos. Podemos recordar el prólogo de Jn. “En el principio ya existía La Palabra”; “y la palabra era Dios”; “En la Palabra había Vida”. La semilla es el mismo Dios-Vida germinando en cada uno de nosotros. Dios está en sus criaturas y se manifiesta en todas ellas como algo tan íntimo que constituye la semilla de todo lo que es. No debemos dar a entender que nosotros los cristianos somos los privilegiados que hemos recibido la semilla (Escritura). Dios se derrama en todos y por todos de la misma manera (a voleo). Dios no se nos da como producto elaborado, sino como semilla, que cada uno tiene que dejar fructificar. Generalmente caemos en la trampa de creer que dar fruto es hacer obras grandes. La tarea fundamental del ser humano no es hacer cosas, sino hacerse. “Dar fruto” sería dar sentido a mi existencia de modo que al final de ella, la creación entera estuviera un poco más cerca de la meta. La meta de la creación es la UNIDAD. Yo no tengo que dar sentido a la creación sino impedir que por mi culpa pierda el sentido que ya tiene. Mi tarea sería no entorpecer la marcha de la creación entera hacia la consecución de su objetivo final. Porque se trata de alcanzar la unidad en el Espíritu, esa plenitud de ser no la puedo encontrar encerrándome en mí mismo sino descubriendo al otro y potenciando esa relación con el otro como persona. Y digo como persona, porque generalmente nos relacionamos con los demás como cosas, de las que nos podemos aprovechar. Cuando hago esto, me hago menos humano. Descubriendo al otro y volcándome en él, despliego mis mejores posibilidades de ser. Hemos llegado a lo que es la esencia de lo humano. “El que tenga oídos que oiga”. Esa advertencia vale para nosotros hoy igual que para los que la oyeron de labios de Jesús. En aquel tiempo, era la doctrina oficial la que impedía comprender el mensaje de Jesús. Hoy siguen siendo los prejuicios religiosos, los que nos mantienen atados a falsas seguridades, que nos sigue ofreciendo una religión muy alejada de los orígenes. El aferrarnos a esas seguridades es lo que sigue impidiendo una respuesta al mensaje, adecuada a nuestra situación actual. El evangelio es fácil de oír, más difícil de escuchar y cada vez más complicado de vivir. Descubrir cuál sería el fruto al que se refiere la parábola sería la clave de su comprensión. El fruto no es el éxito externo, sino el cambio de mentalidad del que escucha. Se trata de situarse en la vida con un sentido nuevo de pertenencia, una vez superada la tentación del individualismo egocéntrico. El fruto sería una nueva manera de relacionarse con Dios, consigo mismo, con los demás y con las cosas. Meditación “Dios no da el Espíritu con medida” (Jn 3, 34) Dios se da totalmente, absolutamente, siempre y a todos. Experimenta esta verdad y cambiará tu vida. Descubrir a Dios como amor dinámico, es la base de toda experiencia religiosa. Todo lo que Dios es, lo tienes a tu alcance. Todo lo que tú eres y puedes ser, depende de ese don. Una crisis con cinco interrogantes y siete parábolas
Al llegar a este momento del evangelio de Mateo (capítulo 13), el horizonte ha comenzado a oscurecerse. Lo que comenzó tan bien, con el seguimiento de cuatro discípulos, el entusiasmo de la gente ante el Sermón del Monte, los diez milagros posteriores, ha cambiado poco a poco de signo. Es cierto que en torno a Jesús se ha formado un pequeño grupo de gente sencilla, agobiada por el peso de la ley, que busca descanso en la persona y el mensaje de Jesús y se convierten en “mis hermanos, mis hermanas y mi madre”. Pero esto no impide que surjan dudas sobre él, incluso por parte de Juan Bautista; que gran parte de la gente no muestre el menor interés, como los habitantes de Corozaín y Betsaida; y, sobre todo, que el grupo religioso de más prestigio, los fariseos, se oponga radicalmente a él y a su doctrina, hasta el punto de pensar en matarlo. Mateo está reflejando en su evangelio las circunstancias de su época, hacia el año 80, cuando los seguidores de Jesús viven en un ambiente hostil. Los rechazan, parece que no tienen futuro, se sienten desconcertados ante sus oponentes, no comprenden por qué muchos judíos no aceptan el mensaje de Jesús, al que ellos reconocen como Mesías. Las cosas no son tan maravillosas como pensaban al principio. ¿Cómo actuar ante todo esto? ¿Qué pensar? Mateo, basándose en el discurso en parábolas de Marcos, pone en boca de Jesús, a través de siete parábolas, las respuestas a cinco preguntas que siguen siendo válidas para nosotros: ¿Por qué no aceptan todos el mensaje de Jesús? ― Parábola del sembrador. ¿Qué actitud debemos adoptar con los que rechazan ese mensaje? ― El trigo y la cizaña. ¿Tiene algún futuro este mensaje aceptado por tan pocas personas? ― El grano de mostaza y la levadura. ¿Vale la pena comprometerse con él? ― El tesoro y la piedra preciosa. ¿Qué ocurrirá a los que aceptan el mensaje, pero no viven de acuerdo con los ideales del Reino? ― La pesca. Este domingo se lee la primera; el 16, las tres siguientes; el 17, las otras tres. ¿Por qué no aceptan todos el mensaje de Jesús? La primera parábola, la del sembrador, responde al problema de por qué la palabra de Jesús no produce fruto en algunas personas. Parte de una experiencia conocida por un público campesino. Para nosotros, basta recordar dos detalles elementales: Galilea es una región muy montañosa, y en tiempos de Jesús no había tractores. El sembrador se veía enfrentado a una difícil tarea, y sabía de antemano que toda la simiente no daría fruto. El ideal sería contar o leer esta parábola a personas que no la hayan escuchado nunca. Al final se mirarían extrañados y dirían: ¿y qué? A lo sumo, las últimas palabras de Jesús "¡Quien tenga oídos, que oiga!", les indicarían que la historieta tiene un sentido más profundo, pero no saben cuál. Estamos ante un caso de parábola enigmática, que pretende provocar la curiosidad del lector. Por eso, inmediatamente después, surge la pregunta de los discípulos: ¿Por qué les hablas en parábolas? Y esto sirve para introducir el pasaje más difícil de todo el capítulo. La liturgia permite suprimir la lectura de esta parte y aconsejo seguir su sugerencia, pasando directamente a la explicación de la parábola. ¿Por qué la palabra de Jesús no da fruto en todos sus oyentes? Se distinguen cuatro casos. 1) En unos, porque esa palabra no les dice nada, no va de acuerdo con sus necesidades o sus deseos. Para ellos no significa nada la formación de una comunidad de hombres libres, iguales, hermanos. 2) Otros lo aceptan con alegría, pero les falta coraje y capacidad de aguante para soportar las persecuciones. 3) Otros dan más importancia a las necesidades primarias que a los objetivos a largo plazo. Dos situaciones extremas y opuestas, el agobio de la vida y la seducción de la riqueza, producen el mismo efecto, ahogar la palabra de Dios. 4) Finalmente, en otros la semilla da fruto. La parábola es optimista y realista. Optimista, porque gran parte de la semilla se supone que cae en campo bueno. Realista, porque admite diversos grados de producción y de respuesta en la tierra buena: 100, 60, 30. En esto, como en tantas cosas, Jesús es mucho más comprensivo que nosotros, que sólo admitimos como válida la tierra que da el ciento por uno. Incluso el que da treinta es tierra buena (idea que podría aplicarse a todos los niveles: morales, dogmáticos, de compromiso cristiano...). La parábola podría leerse también como una llamada a la responsabilidad y a estar vigilantes: incluso la tierra buena que está dando fruto debe recordar qué cosas dejan estéril la palabra de Dios: el pasotismo, la inconstancia cuando vienen las dificultades, el agobio de la vida, la seducción de la riqueza. Pero este sentido no es el fundamental de la parábola. La llamada a la responsabilidad y la vigilancia la trata Jesús con otras parábolas y en otros casos. Llamada a la fe y al optimismo La crisis ante la situación actual puede venir en muchos casos de que centramos todo en la acción humana. Cuando nosotros fallamos y, sobre todo, cuando fallan los demás, creemos que todo va mal. Sólo advertimos aspectos negativos. En cambio, la primera lectura de hoy, que usa también la metáfora de la semilla y el sembrador, nos anima a tener fe en la acción misteriosa de la palabra de Dios, fecunda con la lluvia, que no dejará de producir fruto. Imagino que Jesús disfrutaría admirando la naturaleza y encontrando en ella una sabiduría especial. Y así propone esta parábola: no prestando atención al buen hacer de un sembrador sino usando el modelo de la naturaleza. De hecho, el protagonista de esta parábola, un sembrador que echa semillas por todos los sitios, debería estar más atento y ver dónde lanza la semilla, para no perder tiempo ni semillas; para no despilfarrar. De hecho, ningún sembrador sensato haría lo que narra esta parábola. Las personas cuidamos lo poco, lo nuestro, lo mío, y no queremos que nada se despilfarre.
Sin embargo, la lógica de la creación, y la naturaleza nos lo deja ver en sus modos de reproducción y evolución, funcionan desde la abundancia y el derroche sin medidas y sin escatimar. Las teorías evolutivas muestran cómo la naturaleza es dadivosa en su búsqueda de expansión y la aleatoriedad y la adaptación deciden la suerte de las algunas especies. Ello incluye la muerte y desaparición de muchas variedades y el surgimiento de algunas mejoradas. Las plantas, por ejemplo, desparraman sus semillas por todos los terrenos para que alguna eventualmente pueda germinar (al igual que el sembrador de la parábola). Este texto parece invitarnos a salir de la lógica del individuo, de lo que necesito y de lo que hago para conseguir la máxima eficacia, y entrar en la lógica de la abundancia. Dios nos da sin medida. A todos. Nos dice muchas cosas. Mucho de ello morirá porque no echará raíces o porque las preocupaciones de la vida no lo dejan crecer. Jesús lo dice todo, pero hace falta comprender, ver más que mirar, oír y entender. La lógica de la abundancia se descubre en la profundidad de sentido, en ahondar en los misterios. No lo entenderá quien se quede en la superficie sino quien entre en contacto con la hondura de la tierra. Hay un dicho que dice que, en la vida espiritual, lo que no crece, muere. No hay estatismo ni interés posible. Lo que no evoluciona, lo que no hunde sus raíces en la tierra labrada, lo que sigue a los pensamientos alocados y lo que preocupa, debilita la vida espiritual. La lógica de la abundancia requiere el correlato de la profundidad, de dejar que aparezca el sentido de las cosas. Es lo contrario de la lógica de lo mío, de lo poco, de la pobreza espiritual. Es en la profundidad donde aparece la plenitud, los frutos del Reino en abundancia. La lógica de la abundancia se adquiere paradójicamente con el desapego. No es consecuencia de cuidar lo poco que tenemos ni del esfuerzo. “Es Dios quien concede conocer los misterios”. Jesús habla en parábolas para que los oyentes dejen a Dios actuar, dejen que sea él quien les revele los misterios. Sino, oyen pero no entienden, miran pero no ven. Jesús ofrece abundancia de vida. Abundancia de sentido. Abundancia de lo esencial. “Y les sobrará”. Sin embargo, “al que tiene se le dará. Al no tiene se le quitará hasta lo que cree que tiene.” Bastante radicales resultan estas palabras de Jesús. Y bastante inentendibles. Solo se comprenden desde un Jesús que anuncia la profusión de vida a raudales. Baste con contemplar a las plantas: las innumerables semillas caen por doquier, pero solo germinará alguna, aunque todas llevan en sí la promesa de fecundidad. Hasta en las plantas se muestra efusivamente la Sabiduría de Dios. Solo es preciso mirar y oír. El dogmatismo hace referencia a aquella actitud que asume determinadas opiniones como “verdades absolutas” y, por tanto, indiscutibles. De ese modo, se produce un sometimiento acrítico a ciertas creencias, formuladas frecuentemente de una manera simplista, que se suscriben de modo incuestionado.
En este sentido, el dogmatismo es lo opuesto al librepensamiento y, en último término, a la búsqueda honesta de la verdad. Suele hacer pie en necesidades (inconscientes) de la persona, como son la seguridad y la autoafirmación. Habitualmente se ha relacionado el dogmatismo con la religión. La realidad, sin embargo, es que se presenta en cualquier ámbito de la existencia. Resulta cómodo “descansar” en la ilusión de que las propias creencias –sean las que sean– son verdaderas y, desde ellas, descalificar a quienes las cuestionan. La ciencia, entendida adecuadamente, es antidogmática. Movida por la búsqueda de la verdad, se define precisamente por su capacidad de apertura a lo real y, en consecuencia, por el cuestionamiento permanente de cualquier afirmación o postulado que se presente como “definitivo”. Cuando es tal, la ciencia se halla en una discusión constante de sus propios resultados. Abierta a la verdad, está dotada de sabiduría y de humildad. Sin embargo, no ocurre siempre lo mismo con los científicos que, a menudo, suelen identificarse con los descubrimientos adquiridos y aferrarse a ellos de una manera dogmática, a la vez que, paradójicamente, protestan contra el “dogmatismo” de quienes los cuestionan. Al analizar esa postura más de cerca, se advierte que el error se produce cuando los científicos se han identificado con un paradigma determinado, con un “marco de creencias” acerca de la realidad, al que sin darse cuenta han absolutizado. Esto es lo que sucedió en la cultura occidental, a partir del positivismo que desembocó en el cientificismo, según el cual solo es “verdad” aquello que puede ser demostrado en un laboratorio. Parece evidente que tanto el positivismo como el cientificismo son, simple y llanamente, posturas dogmáticas. Otorgan a sus adictos lo mismo que han prometido siempre los dogmas: seguridad en la propia postura, descalificación de lo diferente, sensación de “superioridad” (intelectual o moral), cesación de la búsqueda de una verdad mayor… El cientificismo aparece enarbolando el estandarte de la verdad, con el que dice encabezar la cruzada contra la irracionalidad, a partir de un postulado (dogmático) de base: todo lo que no es “científico” es irracional. Sin advertir que tal formulación es en sí misma acientífica –nunca podría ser demostrada–, sus seguidores aparecen como adalides de la ciencia y de la verdad, adoptando con frecuencia el tono y las maneras de auténticos “predicadores”. Parecen desconocer que, en el campo de las ideas, la intolerancia es indicio de dogmatismo. II El dogmatismo –como la intolerancia– es una actitud que acecha constantemente a los humanos, hambrientos de seguridad. A falta de aquella seguridad que nace de la comprensión de lo que somos, es prácticamente inevitable que se proyecte a las propias “creencias” o ideas, a las que se identifica con “la verdad”. Tal fenómeno ha sido una constante en las religiones instituidas que, creyéndose en posesión de la verdad, descalificaban a todo disidente. Así nacieron, por ejemplo, en la Iglesia, el “Índice de libros prohibidos” o las listas de herejes cuyas opiniones eran condenadas en su integridad. Sin embargo, ese “tic” no es exclusivo de las religiones. Aparece en científicos fundamentalistas que hacen de la ciencia una pseudo-religión para, desde ahí, dedicarse a condenar, sin matices, todo aquello que no se corresponde con sus propios presupuestos. Es lo que puede apreciarse en la lista elaborada por la “Asociación para Proteger al Enfermo de Terapias Pseudocientíficas” (APETP), en la que se enumeran más de setenta y cinco –así etiquetadas– “terapias pseudocientíficas”, y que según ellos van de la acupuntura a la sonoterapia, incluyendo igualmente al ayurveda o el psicoanálisis, la osteopatía y la psicología transpersonal [i]. Me parece que la salida de la trampa únicamente podrá venir de la mano de una formulación más completa y adecuada, que podría expresarse de este modo: “Todo lo demostrable científicamente es verdadero, pero no todo lo que es verdadero es demostrable científicamente”. O por decirlo de otro modo: aparte de lo “irracional” y lo “racional” –disyuntiva en la que estos científicos se mueven sin cuestionarla–, existe otra dimensión “trans-racional”. La misma formulación nos hace ver su frágil equilibrio: ¿cómo distinguir lo uno de lo otro? ¿Cómo saber si nos encontramos ante algo verdadero cuando no es científicamente demostrable? ¿Cómo evitar confundir lo que es “irracional” –erróneo y peligroso– con lo que es genuinamente “trans-racional” y, por ello, verdadero? Aceptar ese interrogante abierto requiere humildad, amor a la verdad y búsqueda honesta de la sabiduría. Es más cómodo desechar cualquier cosa que cuestione los supuestos previos…, pero más dogmático y, a la postre, caduco. Es lo que ocurre con algunos científicos que, aun sin reconocerlo, se ven desbordados por los nuevos avances científicos, que están dejando obsoletas afirmaciones anteriormente consideradas inmutables. Una vez más, es la misma ciencia la que nos vuelve a la humildad, cuando nos hace ver que apenas si conocemos un 4% de la realidad que sabemos que existe, o cuando nos muestra que las leyes por las que se regía la física clásica saltan por los aires desde la perspectiva de la mecánica cuántica. Si sabemos que, en última instancia, la realidad es energía e información –que el origen de la materia es inmaterial–, ¿cómo se puede seguir manteniendo sin rubor que solo es verdadero lo que hoy es científicamente demostrable? Como conclusión o síntesis de sus Ejercicios Espirituales (EE), San Ignacio presenta la “contemplación para alcanzar amor” (EE 230-237), en donde se manifiesta toda una sensibilidad ecológica, espiritual y mística. Tal como ha desarrollado el Papa Francisco en su encíclica Laudato Si’ (LS), por ejemplo en su último capítulo, con una espiritualidad ecológica integral. “Dios habita en las criaturas, en los elementos dando ser, en las plantas vejetando, en los animales sensando, en los hombres dando entender; y así en mí dándome ser, animando, sensando, y haciéndome entender; asimismo haciendo templo de mí seyendo criado a la similitud y imagen de su divina majestad; otro tanto reflitiendo en mí mismo, por el modo que está dicho en el primer puncto o por otro que sintiere mejor. De la misma manera se hará sobre cada puncto que se sigue. [236] El tercero considerar cómo Dios trabaja y labora por mí en todas cosas criadas sobre la haz de la tierra, id est, habet se ad modum laborantis. Así como en los cielos, elementos, plantas, fructos, ganados, etc., dando ser, conservando, vejetando y sensando, etc. Después reflectir en mí mismo. [237] El quarto: mirar cómo todos los bienes y dones descienden de arriba, así como la mi medida potencia de la summa y infinita de arriba, y así justicia, bondad, piedad, misericordia, etc., así como del sol descienden los rayos, de la fuente las aguas” (EE 235-237).
Se nos presenta pues una espiritualidad estética en la búsqueda de Dios en todas las cosas, una mística de la vida, naturaleza e historia. Con la oración-contemplación de la belleza en la acción de Dios que se manifiesta y actúa en toda la creación, en esa casa común que nos ha regalado como es el planeta. Es el Dios que ha destinado la tierra con sus frutos y bienes para cuidarlos, fecundarlos y que se compartan entre toda la humanidad de forma justa, con equidad y al servicio del bien común más universal. Tal como se significa en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía. “Para la experiencia cristiana, todas las criaturas del universo material encuentran su verdadero sentido en el Verbo encarnado, porque el Hijo de Dios ha incorporado en su persona parte del universo material, donde ha introducido un germen de transformación definitiva: «el Cristianismo no rechaza la materia, la corporeidad; al contrario, la valoriza plenamente en el acto litúrgico, en el que el cuerpo humano muestra su naturaleza íntima de templo del Espíritu y llega a unirse al Señor Jesús, hecho también él cuerpo para la salvación del mundo»” . En la Eucaristía lo creado encuentra su mayor elevación. La gracia, que tiende a manifestarse de modo sensible, logra una expresión asombrosa cuando Dios mismo, hecho hombre, llega a hacerse comer por su criatura. El Señor, en el colmo del misterio de la Encarnación, quiso llegar a nuestra intimidad a través de un pedazo de materia. No desde arriba, sino desde adentro, para que en nuestro propio mundo pudiéramos encontrarlo a él. En la Eucaristía ya está realizada la plenitud, y es el centro vital del universo, el foco desbordante de amor y de vida inagotable. Unido al Hijo encarnado, presente en la Eucaristía, todo el cosmos da gracias a Dios. En efecto, la Eucaristía es de por sí un acto de amor cósmico: «¡Sí, cósmico! Porque también cuando se celebra sobre el pequeño altar de una iglesia en el campo, la Eucaristía se celebra, en cierto sentido, sobre el altar del mundo». La Eucaristía une el cielo y la tierra, abraza y penetra todo lo creado. El mundo que salió de las manos de Dios vuelve a él en feliz y plena adoración. En el Pan eucarístico, «la creación está orientada hacia la divinización, hacia las santas bodas, hacia la unificación con el Creador mismo». Por eso, la Eucaristía es también fuente de luz y de motivación para nuestras preocupaciones por el ambiente, y nos orienta a ser custodios de todo lo creado” (LS 235-236) Como se observa, en la línea de la teología y la filosofía o de las ciencias, como nos transmitió de forma muy significativa el jesuita T. de Chardin, se visibilizan las claves para una espiritualidad en una antropología y ecología integral. Con la ética, principios y valores morales tal como nos enseña el pensamiento social de la iglesia, expresado por la LS. Tal como fue anticipado de forma pionera por los santos como San Francisco o San Ignacio, auténticos maestros y testigos de esta sabiduría espiritual, mística y ecológica global. Una antropología y ecología con la ética del cuidado de la vida y de la justiciaen todas sus dimensiones: personal, psicológica, ética, social, ambiental y espiritual. Una conversión ecológica con el servicio y compromiso por unas relaciones fraternas, solidarias y justas con los otros, con los pobres, con esa casa común que es el planeta y con el Dios de la vida revelado en Jesucristo. Es el Dios Trinitario, entraña y modelo de estas relaciones fraternas y de comunión solidaria. “Las Personas divinas son relaciones subsistentes, y el mundo, creado según el modelo divino, es una trama de relaciones. Las criaturas tienden hacia Dios, y a su vez es propio de todo ser viviente tender hacia otra cosa, de tal modo que en el seno del universo podemos encontrar un sinnúmero de constantes relaciones que se entrelazan secretamente. Esto no sólo nos invita a admirar las múltiples conexiones que existen entre las criaturas, sino que nos lleva a descubrir una clave de nuestra propia realización. Porque la persona humana más crece, más madura y más se santifica a medida que entra en relación, cuando sale de sí misma para vivir en comunión con Dios, con los demás y con todas las criaturas. Así asume en su propia existencia ese dinamismo trinitario que Dios ha impreso en ella desde su creación. Todo está conectado, y eso nos invita a madurar una espiritualidad de la solidaridad global que brota del misterio de la Trinidad” (LS 240). Toda esta espiritualidad y teología es la base del humanismo ético y cristiano que promueve el conocimiento de lo real, el desarrollo solidario e integral. Como nos muestra el jesuita mártir I. Ellacuría y el pensamiento latinoamericano, se trata de ser honrado con lo real. Haciéndonos cargo de la realidad, del clamor de los pobres y de la tierra que impulsa esta ecología integral con el amor civil, caridad política y justicia socio-ambiental para transformar la realidad con su cultura, relaciones humanas y estructuras sociales. “El amor, lleno de pequeños gestos de cuidado mutuo, es también civil y político, y se manifiesta en todas las acciones que procuran construir un mundo mejor. El amor a la sociedad y el compromiso por el bien común son una forma excelente de la caridad, que no sólo afecta a las relaciones entre los individuos, sino a «las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas». Por eso, la Iglesia propuso al mundo el ideal de una «civilización del amor». El amor social es la clave de un auténtico desarrollo: «Para plasmar una sociedad más humana, más digna de la persona, es necesario revalorizar el amor en la vida social –a nivel político, económico, cultural–, haciéndolo la norma constante y suprema de la acción». En este marco, junto con la importancia de los pequeños gestos cotidianos, el amor social nos mueve a pensar en grandes estrategias que detengan eficazmente la degradación ambiental y alienten una cultura del cuidado que impregne toda la sociedad. Cuando alguien reconoce el llamado de Dios a intervenir junto con los demás en estas dinámicas sociales, debe recordar que eso es parte de su espiritualidad, que es ejercicio de la caridad y que de ese modo madura y se santifica” (LS 231) Todo este pensamiento social y ética con la ecología integral nos transmite los valores y principios del bien común, del destino universal de los bienes y la dignidad del trabajo. Con un estilo de vida sobrio, solidario y sostenible con la pobreza evangélica como iglesia pobre con los pobres; frente al egoísmo e individualismo insolidario y posesivo con sus ídolos de la riqueza-ser rico, del poder y del tener, del consumismo y hedonismo. En contra de la tecnocracia (LS 106-114) que convierte al mercado, la propiedad y el capital, como es la banca-finanzas, en falsos dioses que de forma relativista e idolátrica, con su utilitarismos y competitividad, se imponen sobres estos valores y principios que, con toda esta ética y ecología integral, es lo más importante. Una espiritualidad y mística de la ecología integral que se fecunda en la alegría y en la acción de gracias, en la misericordia y compasión al servicio de la fe, cultura y justicia con los otros, con los pobres de la tierra y con el planeta. |
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