Nos va a costar Dios y ayuda (nunca mejor dicho) superar la visión física, corpórea y chata de la Ascensión, que venimos aceptando durante demasiados siglos. Sin embargo, hoy tenemos conocimientos suficientes para intentar una interpretación más acorde con el mensaje del NT. No podemos seguir pensando en un Jesús subiendo físicamente más allá de las nubes.
Esto no quiere decir que hoy lo podemos entender y explicar totalmente, pero por lo menos, debemos intentar acercarnos un poco al sentido que tuvieron para los primeros cristianos estos relatos. Ya dice un proverbio oriental: No hace falta que alcances la verdad, basta con que salgas de tus errores. De los evangelistas, solo Lucas nos dice que “se separó de ellos y fue elevado al cielo”. También al comienzo de los Hechos nos cuenta, incluso con más detalles, la ascensión. Los demás evangelistas no dicen nada. El final canónico de Marcos, que hemos leído este domingo, ya sabéis que fue añadido a mediados del s. II. Un acontecimiento tan admirable, de haber sido histórico, lo hubieran narrado todos. Lo que hace Lucas es emplear los medios literarios que tenía a su alcance para trasmitirnos una verdad de fe. La falta de originalidad de los relatos indica la nula credibilidad histórica de lo narrado. En efecto, los raptos eran clásicos en la literatura antigua. Tito Livio, en su obra ‘histórica sobre Rómulo’, dice: “Cierto día Rómulo organizó una asamblea popular junto a los muros de la ciudad para arengar al ejército. De repente irrumpe una fuerte tempestad. El rey se ve envuelto en una densa nube. Cuando la nube se disipa, Rómulo ya no se encontraba sobre la tierra; había sido arrebatado al cielo. El pueblo al principio quedó perplejo; después comenzó a venerar a Rómulo como nuevo dios y como padre de la ciudad de Roma”. También se narran otras ascensiones, por ejemplo, las de Heracles, Empédocles, Alejandro Magno y Apolonio de Tiana. Todas siguen el mismo esquema. El AT cuenta el rapto de Elías descrito por su discípulo Eliseo. También se habla de la ascensión de Henoc en Gen 5, 24. El libro eslavo de Henoc, escrito judío del siglo primero después de Cristo, describe la «ascensión Henoc»: “Después de haber hablado Henoc al pueblo, envió Dios una fuerte oscuridad sobre la tierra que envolvió a todos los hombres que estaban con Henoc. Y vinieron los ángeles y cogieron a Henoc y lo llevaron hasta lo más alto de los cielos. Dios lo recibió y lo colocó ante su rostro para siempre. Desapareció la oscuridad de la tierra y se hizo la luz. El pueblo asistió a todo pero no entendió cómo había sido arrebatado Henoc al cielo. Alabaron a Dios y volvieron a casa los que tales cosas habían presenciado”. La palabra “cielo” es una de las más utilizadas en la Biblia. Todavía hoy la repetimos dos veces en el Padrenuestro, dos en el Gloria y tres en el credo. Su amplia gama de significados se arrastra desde la cultura griega y de todo el Oriente Medio. Simplificando mucho hay que tener en cuenta dos vertientes: aspecto físico astronómico y el aspecto teológico. La complejidad de las concepciones del mundo físico en aquella época, está a la altura de los innumerables matices que podemos encontrar en el “cielo” teológico. No siempre es fácil dilucidar qué sentido se quiere dar a la palabra en cada caso. En el bautismo de Jesús, el cielo se rasgó y quedó abierto para siempre. Desde entonces, donde está Jesús está el cielo. Cuando termina su ciclo humano, Jesús vuelve a traspasar el límite de lo humano, para entrar definitivamente en el ámbito de lo divino. Para poder entender la fiesta de la Ascensión, debemos volver al tema central de Pascua. Solo desde esa perspectiva general podremos comprender adecuadamente lo que estamos celebrando este domingo. La Ascensión no es más que un aspecto de la cristología pascual. Hasta el s. IV no se celebra una fiesta de la Ascensión. Resurrección, Ascensión, glorificación, Pentecostés, constituyen una sola realidad, que está fuera del alcance de los sentidos. Esto no quiere decir que sea una realidad inventada. Esa realidad no temporal, no localizable, es la más importante para la primera comunidad cristiana, y es la que hay que tratar de descubrir. Para ello tenemos que superar una cosmovisión caduca, y una concepción del triunfo y de la gloria, que no está de acuerdo con el mensaje evangélico. Por no ser realidades sujetas al tiempo, pertenecen al hoy como al ayer, son tan nuestras como de Pedro o Juan. Están sucediendo en este instante. Son realidades que están afectando hoy a nuestra propia vida. Puedo vivirlas como las vivieron los primeros cristianos. El hombre Jesús se transforma definitivamente, alcanzando la meta suprema. Se hace una sola realidad con Dios. Nosotros necesitamos desglosar esa realidad única para intentar penetrar en su misterio, analizando los distintos aspectos que la integran. Un dato muy interesante que nos proporciona la exégesis, es que las más antiguas expresiones de la experiencia pascual que han llegado hasta nosotros, sobre todo en escritos de Pablo, están formuladas en términos de exaltación y glorificación, no con la idea de resurrección. En el AT encontramos abundantes textos que hablan del siervo doliente, machacado por los hombres, pero reivindicado por Dios. Esta podría ser la base de la idea de glorificación con la que se quiso expresar la experiencia pascual. La Ascensión quiere manifestar que el triunfo de Jesús fue total, que llegó a lo más alto. Nos está diciendo, que el hombre Jesús se integró de tal modo en Dios, que formará siempre parte de la misma divinidad. Cuando lo entendemos como una ascensión física, estamos tergiversando el sentido original de los términos y entramos en un callejón sin salida. La verdadera ascensión de Jesús empezó en el pesebre y terminó en la cruz cuando exclamó: "consumatum est" (todo está cumplido). Ahí terminó la trayectoria humana de Jesús y sus posibilidades de crecer, de elevarse sobre sí mismo. Después de ese paso, todo es como un chispazo instantáneo que dura toda la eternidad. Pero había llegado a la meta, a la plenitud total en Dios, precisamente por haberse despegado (muerto) de todo lo que en él era caduco, transitorio, terreno. Solo permaneció de él lo que había de Dios y por tanto se identificó con Dios totalmente, divinamente. Esa es también nuestra meta. El camino también es el mismo que recorrió Jesús: despegarnos de nuestro ego. La experiencia pascual, consistió en ver a Jesús de una manera nueva. El haber vivido con él, el haber escuchado lo que decía y visto lo que hacía, no les llevó a la comprensión de su verdadero ser. Estaban demasiado pegados a lo externo, y lo que hay de Divino en Jesús no puede entrar por los sentidos, ni ser fruto de la razón. Su desaparición física les obligó a mirar dentro de sí, y descubrir allí lo mismo que había vivido Jesús. Entonces ven al verdadero Jesús, el que vive y les sigue dando vida. Nosotros hoy estamos apegados a una imagen terrena de Jesús que también nos impide descubrir su verdadero ser. Debemos ir más allá de todo lo que sabemos sobre Jesús y tratar de descubrirlo dentro de nosotros. Esa vivencia no puede venir de fuera, sino de lo más íntimo de nosotros mismos. Por eso decía Pablo en la segunda lectura: "Que el Dios de Nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerle; ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la riqueza..." No se pide ciencia, sino Sabiduría. No pide que nos ilumine los ojos del cuerpo ni de la mente, sino los del corazón... Todo lo que podamos aprender sobre Dios y Jesús, nunca podrá suplir la experiencia interior. Debemos tener en cuenta que todos estos relatos teológicos tienen una finalidad catequética. Están elaborados para que nosotros entremos en la dinámica de Cristo. No se nos proponen para que admiremos su figura, ni siquiera para que nos sintamos atraídos por ella, sino para que repitamos su misma vivencia. "El padre que vive..." En él debemos descubrir las posibilidades que todo ser humano tiene de llegar a lo más alto del “cielo”. La verdadera salvación del hombre no está en que los libren del pecado, sino en alcanzar la plenitud a la que estamos llamados todos. Esta verdad, es la base de toda salvación. En ninguno de los relatos, se ha podido desligar la ascensión de la misión. Esto es muy significativo, porque nos lleva a un planteamiento realista y con los pies en la tierra. El fin del periplo humano de Jesús da paso al comienzo de la nueva comunidad. Solo quien se pone a trabajar para dar a conocer a Jesús ha entendido correctamente su mensaje. Podemos considerar la Ascensión como el final de una etapa en la que los discípulos tuvieron una experiencia singular y única de la resurrección. Sería el momento en que los primeros cristianos dejan de mirar al cielo y empiezan la tarea de llevar esa experiencia a todos los hombres. Dejan de mirar hacia el cielo y comienzan a mirar a la tierra. Recordemos que los cuarenta días, no es una medida cronológica. Se trata de un tiempo simbólico (cairos) que da paso al desarrollo de la nueva comunidad. Meditación-contemplación Jesús nos ha marcado el camino de la verdadera plenitud humana. Durante todo el año litúrgico vamos examinando los pasos que dio. Hoy nos fijamos en la meta a la que llegó, que es, al mismo tiempo, el punto del que partió. ………….. Si creemos que nuestro objetivo es alcanzar la misma meta, está claro que tenemos que caminar en la misma dirección. Todos hemos salido del Padre y hemos llegado al mundo. Todos tenemos que dejar el mundo y volver al Padre. ……………. Ese Padre sigue en lo más hondo de nuestro ser y allí tenemos que penetrar para encontrarlo. Si me empeño en buscarlo en otra parte, me encontraré con un dios a mi medida, pero falso.
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Este texto parece que no pertenecía al evangelio original (que acabaría en 16,9), sino que se trata de un “apéndice” posterior para, a imitación de los otros dos sinópticos, y de una forma estereotipada, terminar el evangelio con el relato de la misión (como Mateo) y de la ascensión (como Lucas).
En el Marcos original no existía ningún relato de apariciones del resucitado. En el apéndice, se recogen, de manera muy sumaria, las que aparecen en los otros evangelios: a María Magdalena, a los dos de Emaús (sin nombrarlos) y a los Once (en el texto que leemos hoy). De la misión, resulta significativa la contundencia con que se defiende la universalidad, sobre todo si tenemos en cuenta la polémica de las primeras comunidades en este punto. Cuando se escribe este apéndice, tienen ya claro que los destinatarios de la predicación son “el mundo entero y toda la creación”. El texto del envío va acompañado de una exigencia y de una serie de signos sanadores. Llama la atención que algunos de los signos (exorcismos, curaciones) remiten a la misma práctica de Jesús, mientras que otros (glosolalia, milagros de autoprotección) no tienen un referente evangélico directo. Probablemente, se trate de un sumario, en el que se recogen los signos habituales entre los sanadores contemporáneos. La exigencia (“El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado”) reviste un tono exclusivista que hace difícil conectarla con lo que fue la práctica de Jesús. Por un lado, la referencia al bautismo es, evidentemente, posterior. Jesús no habría enviado a los discípulos a bautizar, sino a anunciar la “Buena Noticia” y a sanar (lo mismo que él hacia). Por otro, la vinculación de la salvación o condenación con el hecho de ser o no bautizado parece también más propia de un grupo religioso que del propio Jesús. Todo grupo necesita dotarse de una “identidad”, con la que aparecer ante la sociedad, así como establecer determinadas “reglas de funcionamiento”, que marcarán la frontera entre quienes pertenecen a él y los que no. Por otro lado, en un nivel de conciencia mítica, todo grupo adolece del prejuicio etnocéntrico, que le hace creerse en posesión de la verdad absoluta. No es extraño que cada religión –incluidas las más recientes, aparecidas en los últimos siglos- haya nacido con la pretensión de ser la “verdad definitiva y absoluta”, superando a las que le precedían. Desde ese nivel de conciencia, el anuncio de la propia verdad a “los de fuera” constituye un objetivo prioritario, nacido de la propia creencia: si nosotros tenemos la verdad, y la verdad se requiere para poder salvarse, estamos obligados a llevar esta verdad a todos, como único medio para que puedan lograr la salvación. Dentro de la teología cristiana, esta postura se mantuvo prácticamente igual hasta que empezó a abrirse a la modernidad y, más ampliamente, al nuevo nivel de conciencia –racional- que había emergido. De pronto, se empezó a afirmar que la salvación no requería un conocimiento ni adhesión “explícita” a la fe cristiana, y algunos teólogos punteros como Karl Rahner empezaron a hablar –luego se vería que la expresión era desafortunada- de “cristianos anónimos”. Con la emergencia del nivel transpersonal de conciencia, y desde la perspectiva del modelo no-dual, aquella primera creencia queda todavía más redimensionada, por varios motivos. Por un lado, cae toda la escenografía mítica relativa al dios separado, con sus premios (cielo) y castigos (infierno), y la “salvación” se plantea de un modo radicalmente nuevo. Por otro, venimos a descubrir que no podemos poseer la verdad, sino apenas “mapas” que quieren orientarnos hacia ella. Con ello, cae nuestra arrogancia (mítica) y, si evitamos la trampa del relativismo ingenuo y nihilista, aprendemos a vivir en la relatividad, humilde y respetuosa, como el único estado que es posible a nuestro modo de conocer. Más en la raíz todavía, lo que se pone en cuestión es nada menos que la cuestión del “yo”. Si no existe tal yo, nuestra identidad es otra, y la forma egoica de ver la realidad carece de sentido. La religión ha sido –sigue siendo- la religión del yo. Todas sus creencias se sustentan sobre la base de la existencia del yo individual, como identidad consistente. Si eso no es así, todas ellas se tambalean…, o al menos empiezan a verse como construcciones mentales basadas en aquel presupuesto. Siguen conteniendo intuiciones válidas, pero en un marco diferente. Al tambalearse las creencias –como consecuencia de la propia evolución de la conciencia; no es un problema religioso, sino una consecuencia del cambio en nuestro modo de conocer-, no caemos necesariamente en el nihilismo, sino en una espiritualidad más genuina, abierta e inclusiva, con sabor a unidad. El texto habla luego de la ascensión con una fórmula estereotipada: “El Señor Jesús, después de hablarles, ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios”. “Ascender al cielo”, en aquella cosmovisión tripartita (cielo / tierra / infierno), que colocaba a Dios por encima de la bóveda celeste, era su forma de expresar que había sido introducido en la vida divina. Y ello se refrendaba con la frase siguiente, que tiene prácticamente el mismo significado: “la derecha de Dios” es el lugar de la vida; “sentarse” hace referencia al trono y, por tanto, a la victoria. En resumen: el crucificado Jesús no quedó aniquilado en la muerte, sino que ha resultado victorioso y participa de la misma vida divina. Desde nuestra perspectiva, podemos “traducir” el texto de este modo: Somos Vida –y vida divina- sobre la que la muerte no tiene poder; esta es solo un “paso” o transformación, dentro de todo el proceso de la naturaleza y de la humanidad. Pero la Vida no muere. Y es esa vida la que “compartimos” con todos los seres, con Jesús y con Dios. Quizás, dentro de la pobreza de las palabras, habría que expresarlo de otro modo menos inadecuado: no es que la compartamos con Dios, sino que Dios es esa misma Vida en la que –y de la que- todos somos en permanencia. Necesitamos únicamente reconocerlo. Por eso me parece profundamente acertada la conclusión del texto que estamos comentando: “El Señor actuaba con ellos”. No puede ser de otro modo: todos estamos en todos. No por un acto de voluntad o de buenos deseos, sino porque nuestra identidad última es compartida. Cuando se nos regala conectar con ella, nos percibimos infinitamente más allá de las fronteras de nuestro cuerpo y experimentamos la no-separación. Son los últimos cinco versículos de Marcos, aunque no pertenecen al escrito original sino que fueron añadidos más tarde. Nos llama la atención sin duda que la narración difiera notablemente de la de Lucas.
Todo sucede el mismo Domingo de Resurrección, en el cenáculo. No se describe la Ascensión, como veíamos en la primera lectura. Los discípulos parecen salir inmediatamente a predicar por el mundo entero. Todas estas diferencias nos obligan a reflexionar sobre el género de estos relatos y su mensaje. El texto manifiesta un esquematismo llamativo. No describe nada: resume con imágenes la esencia del mensaje: la misión confiada a los discípulos y la fe en Jesús Señor. Este esquematismo simbólico aparece muy bien en las señales que acompañan a los discípulos: “en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien”. Evidentemente, no son promesas de realidades físicas, sino símbolos de la fuerza del Espíritu en la lucha contra el mal. Conocemos de sobra el significado de los relatos de la Ascensión. Sabemos que no describen sucesos, que Dios no está arriba y que Jesús ni bajó ni subió, porque arriba y abajo no hay más que materia. Ni la encarnación es un aterrizaje ni la ascensión es el despegue de un astronauta. ¡La vieja manía de confundir los símbolos con los sucesos y de tragarse las teologías del Viejo Testamento permitiéndoles enturbiar el mensaje de Jesús! Dios es “El Altísimo”, pero no en metros; el Viento de Dios sopla en Jesús y en la Iglesia, pero no lo mide un anemómetro; los que crean no hablarán en lenguas nuevas, ni agarrarán serpientes en sus manos; si beben veneno les hará daño como a los demás, y no serán médicos milagrosos; y los que no crean no serán condenados, aunque el redactor de ese párrafo lo creyera así. De todos estos textos me quedo con pocas cosas: PRIMERA: agradecer a Lucas su esfuerzo por comunicarnos cómo entendió a Jesús la primera comunidad, aun con todo su lenguaje simbólico trasnochado que nos confunde tanto. SEGUNDA: agradecer a Marcos su insistencia en “la misión”. Eso nos caracteriza; dedicar la vida al proyecto de Dios, el Reino, como Jesús, que no cogía serpientes ni era un políglota sorprendente. Agradecerle también eso de “proclamad la Buena Nueva a toda la creación”. El sueño de Dios no es la raquítica salvación de media docena de perfectos. Toda la creación, realizada y perfecta es el sueño de Dios, su Proyecto, el Reino. TERCERA: agradecer a Pablo varias frases preciosas: él ha constituido a unos, apóstoles, a otros, profetas, a otros, evangelizadores, a otros, pastores y maestros… que nos obliga a preguntarnos ¿qué me ha dado Dios a mí para el Reino? ¿lo estoy aprovechando? ¿qué se espera de mí? ¿por qué en nuestra iglesia parece que sólo el papa y los obispos han recibido el Espíritu Santo? “para la edificación del cuerpo de Cristo”; el Cuerpo de Cristo no está edificado, lo estamos haciendo entre todos, y no es una realidad sino un proyecto, “hasta que lleguemos todos … al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud”. Ese “todos” quizá significaba para el autor todos los cristianos”, pero nosotros somos más ambiciosos: todos, absolutamente todos, porque todos son hijos de Dios y si alguno no llega a lo que Dios ha soñado, Dios fracasa. Y nunca me creeré que el Padre Todopoderoso vaya a fracasar. La Ascensión de Jesús nos propone un acto de fe en nosotros mismos, en la humanidad, que no es un ser de tierra destinado a la tierra, es un proyecto de hijo, destinado a una plenitud como la de Jesús, que revela así la grandeza de lo humano, mucho más allá de las expectativas que el ser de tierra puede imaginar. Expresándonos en formas tan diversas, perteneciendo a tan diferentes culturas, utilizando símbolos o conceptos, estamos unidos en una sola fe en el mismo Señor, en un solo Dios, el Padre revelado por Jesús, comprometidos en la misma misión. hacer de la humanidad el Reino del Padre. Este Jesús exaltado en lo alto es, para todos nosotros, el Señor, el único Señor. Y es la pregunta que se nos propone, acuciante y definitiva, en el final del Tiempo de Pascua: ¿Quién es el señor de mi vida? ¿A quién sirvo, a quién venero, a quién adoro por encima de todas las cosas? “Jesucristo, nuestro Señor” no significa que Él sea el Amo y que es alguien muy importante, sino, sobre todo, que es nuestro Señor, miSeñor, el que define mis criterios, el que marca mis valores, el que confiere sentido a mi vida, aquél en quien he puesto mi confianza, aquél de quien me fío para poder llamar a Dios “papá” y ponerme a vivir a su estilo, buscando sin engaños lo que más deseamos: la felicidad. Estupendo mensaje el de la Ascensión, con tal que no lo estropeemos con mezquindades infantiles sino que nos lleve a gritar, de corazón “Jesús es el Señor de mi vida”. S A L M O 6 3 y 1 1 7 Es un poema en el que se reconoce nuestra necesidad de Dios y se desea ardiente-mente su presencia y su gracia, y que sea conocido por todos. Oh Dios, Tú eres mi Dios, a Ti te busco. Mi alma tiene sed de Ti, por Ti se estremece mi carne, tierra seca, agrietada, sin agua. Mejor es tu amor que la vida. Mis labios cantarán tu alabanza. Yo quiero bendecirte mientras viva y levantar mis manos a tu Nombre. Acostado en mi lecho, pienso en Ti en Ti medito cuando velo en la noche, en Ti, que fuiste mi auxilio, y me alegro a la sombra de tus alas. Mi alma se cobija junto a Ti y tu diestra me sirve de apoyo. Alabad al Señor, todos los pueblos, que le bendigan todas las naciones, porque es fuerte su amor para con todos, porque su verdad es para siempre. Cómo ser sacramento de nuestro Dios, en estos tiempos nuestros que anuncian lo nuevo sin develarlo todavía. En esta bisagra de la historia, que no define para dónde va a girar. Cuando tanto está cayendo, y estamos frente al vacío con toda la promesa de novedad que encierra.
Cómo hacernos testimonio vivo de un sueño de fraternidad y justicia, de manos construyendo juntas, en estos días de tomas y pedradas, de manipulación política que pone a pobres contra pobres, y niega el techo mientras reclama la fuerza. Cómo hacer visible en nuestra propia sangre, la sangre entregada del Dios de la vida. Cómo derramarnos, y darnos de beber unos a otros, cómo contagiarnos vitalidad, en medio del vampirismo neoliberal –quiero decir, cada uno intentando chuparse la sangre del de al lado, exprimirlo, consumirlo hasta dejarlo exánime… por si no quedaba claro. En palabras de M.E. Walsh, tiempo de aguasvivas, que “no tocan fondo, son adhesivas, quizás por eso siempre están arriba (…) prosperan succionando a los de abajo”. Cómo hacernos pan, unos para otros, para que se haga carne en la vida concreta de tantos; para que ya nadie muera de hambre “en la patria bendita del pan”. Cómo desparramar vida, cuando la muerte acecha; aunque la primavera avanza pese a todo. Cómo volver la mirada a lo que florece, a lo que nace, para hacernos “trabajadores de la cosecha”, para levantar frutos y ponerlos en la mesa compartida. Cómo ser sacramento de la confianza, en medio del clamor por el uso de la fuerza y las cámaras de seguridad que sólo aseguran que todo siga igual, que legitiman que se proteja solamente a “los de siempre”, sumiendo en el desamparo cada vez más cruelmente a “los de nunca”, a los que nunca les llega el turno. Cómo distribuir esa imprudencia del amor para que llegue a todos; ese amor y esa imprudencia que sigue poniendo a nuestra merced la creación entera –así como somos, no esperando que “nos convirtamos”-. Y las dichas y las desdichas de millones de hijos, que son también los nuestros aunque tampoco de eso nos hagamos cargo. Está loco. Lo tengo que decir así, con toda la confianza de hija y hermana –sin ningún temor de “ofender a su divina majestad”. Porque “la verdad no ofende”, y menos a Él, el Señor de la verdad. Lo suyo no tiene nada de razonable, pura apuesta a esto que sus dedos alfareros gestaron. Como si se olvidara de que somos de barro, vasija de su fuego. Creyendo en nosotros, infinitamente más que nosotros en Él. Esa locura de Dios que insiste, que porfía con nuestras sombras, que se juega a que la luz renazca en nuestros cerebros y corazones. “En esto reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tienen unos a otros”. Este Padre-Madre desquiciado en el que creemos, que se derrocha cada día en nuestras manos, nos convoca a ser su transparencia. Amarnos como Él nos ama, para ser imagen y semejanza, “para que el mundo crea”. Y renueva su cachetazo provocador. Se hace un nadie, para que nos hagamos cobijo para todos los nadies. Y espera, sí que espera, una respuesta. Me lo cuenta Migueli a propósito de su nuevo CD para niños “El amor lo arregla todo”. Se puso a cantar con un grupo esta canción:
“Gabriel el ángel me saludó: -Hola María ¿qué tal estás? - Yo aquí jugando… ¿y tú? -Yo aquí volando…” Y un obispo presente corrigió con bondad: “María no estaría jugando, sino rezando”. Vaya por Dios. Otro permiso menos para María y de paso para nosotros, con lo que escasean los permisos en esta Iglesia nuestra, tanto que a veces no queda otro remedio que tomárselos sin pedirlos. Permiso para jugar, para dudar, para disentir, para saltarse una norma que asfixia, para celebrar con más espontaneidad, para proponer otros lenguajes de fe que ensanchen el del catecismo, para preguntar a algunos si de verdad creen que el color negro complace más a la divinidad, o si los ropajes con puntillas no resultan rarísimos hoy. Por lo que cuenta el Evangelio, María debió sentir que Dios le daba permiso para hacerse un lío y no entender a la primera, para preguntar cómo iba a ser aquello del niño siendo soltera; para decir después a Jesús que cómo se le había ocurrido quedarse en Jerusalén sin avisar; para animar a los de Caná a llenar las tinajas hasta arriba, porque de convencer a su hijo de que había llegado su hora ya se encargaba ella… Y tampoco pidió permiso para ir a buscarle y tratar de que comiera algo, que con tanto ajetreo de gente, le veía un poco desmejorado. Cobijados bajo el manto de Nuestra Señora de la Santa Permisión, vamos a concedernos algún permiso, que estamos en Mayo. Y a regalar el CD a cuantas criaturas comulgantes se nos pongan a tiro. Y no llevo comisión. Me parece profundamente sabia y significativa la frase de este texto evangélico que coloca la alegría como “objetivo” del mensaje de Jesús: “Os he hablado para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a la plenitud”.
Probablemente, todo sería muy diferente si fuera esa la motivación de los padres, educadores y líderes religiosos: “que vuestra alegría llegue a la plenitud”. Querer la alegría de alguien es desear profundamente su bien y poner la vida y el bien de la persona por encima de cualquier otro valor. Cuando, sin embargo, instalamos la “norma” como criterio supremo, no deseamos la vida ni la alegría de las personas, sino que sean “cumplidoras”, observantes dóciles de los principios que les mostramos. Al hilo de las palabras de Jesús –como criterio de verificación-, podríamos preguntarnos si las religiones buscan realmente la alegría de las personas u otros intereses, por más “religiosos” que sean. La autoridad religiosa de la Palestina del siglo I no parecía buscar la alegría de las personas, sino el cumplimiento estricto de la ortodoxia. Por eso condenó a tantas personas a la marginalidad religiosa (declarándolos “pecadores”) y por eso también terminó eliminando al propio Jesús. La alegría es un signo palpable de salud mental y emocional, tanto en las personas como en los colectivos. La ausencia de alegría, a la vez que denota algún malestar no resuelto, suele traducirse en rigidez y dureza hacia los otros. Como si, al no poder estar yo alegre, no puedo permitir que nadie lo esté. Es así: la alegría únicamente puede favorecerla la persona que vive en ella. Porque no es algo que pueda transmitirse teóricamente; sólo es creíble cuando la vemos fluir. Ese debía ser el caso de Jesús, al que una cierta tradición, para la que la risa era signo de imperfección, ha presentado como el hombre que “nunca se rió” (Bossuet). No; la alegría se da en la misma medida que la vitalidad. De hecho, es su primer signo. Cuando no hay nada que “aplasta” la vida del niño, automáticamente experimenta alegría de vivir. Solo cuando la vida se ve bloqueada –generalmente, por falta de amor-, la alegría se apaga, hasta el punto de creerla desaparecida. Jesús es un hombre vital y alegre. Y por eso no tiene otros “intereses” que imponer a las personas. No es un moralista que buscara algún tipo de comportamiento específico. Solo le interesa que la persona pueda experimentar la Alegría de fondo. Esta Alegría no está reñida con la presencia de dificultades, problemas, malestares… Todo esto forma parte de nuestra condición y del lote de la existencia. Pero la Alegría de que habla Jesús es aquella que abraza los “buenos” y “malos” momentos, del mismo modo que la calma profunda del océano permanece estable, haya calma u oleaje en su superficie. Se trata de una Alegría no-dual, que experimentamos cuando estamos en contacto con nuestra verdadera identidad. Somos Alegría, aunque nos “toque” pasar momentos de oscuridad, dolor, aflicción… Nuestra sensibilidad puede sentirse alborotada; podemos reconocer el malestar como un objeto que ha aparecido en nuestro campo de conciencia. Pero eso no impide que sigamos reconociéndonos como Alegría, que no está a merced de los vaivenes de las circunstancias siempre cambiantes, ni de nuestra mente etiquetadora. Nuestra mayor dificultad no es otra que la identificación con la mente, que nos saca del “aquí y ahora”. Y la reducción al yo (o ego), que piensa la alegría como sinónimo de que todo le vaya bien (cosa imposible para el pobre ego eternamente insatisfecho porque es vacío). Si acallas la mente, aunque sea solo por un instante, ¿no percibes la Alegría de fondo? ¿Qué te impide, por tanto, estar conectado a ella, sino el continuar recluido en tus propios pensamientos? Es profundamente significativo que Jesús pronuncie esas palabras en el marco de su “único mandamiento”. Alegría y Amor son dos nombres de la Realidad que somos. Y no pueden ir separados. No se trata de ninguna creencia, ni tampoco de una exigencia moral. Todos podemos hacer la experiencia –o ya la tenemos- de que, cuando nuestra capacidad de amar se halla liberada, la alegría fluye espontáneamente. Y que cuando nos sentimos conectados a la alegría, el amor fluye en la misma medida. La Vida, a pesar de los disfraces que pueda adoptar en la realidad manifiesta, es Alegría y Amor. Por eso, vamos en la dirección adecuada en la medida en que permanecemos conscientemente conectados a ambas realidades. Y no –es necesario repetirlo- por una exigencia moral, sino porque hemos descubierto que se trata de nuestra verdadera identidad. El Amor, la Alegría, la Vida…, otros tantos nombres de lo Innombrable, donde nos encontramos con el propio Jesús como “amigo”, en el magnífico Territorio de la No-dualidad. Os dejo un poema del Lama Guendum Rimpoché (1918-1997), con el deseo de que podamos vivir en la Alegría, que no está en el futuro, sino que ya somos. La felicidad no se consigue con grandes sacrificios y fuerza de voluntad; ya está presente en la relajación abierta y en el dejar ir. No te esfuerces, no hay nada que hacer o deshacer. Todo lo que aparece momentáneamente en el cuerpo-mente no tiene ninguna importancia; sea lo que sea, tiene poca realidad. ¿Por qué identificarnos y después aferrarse a ello? ¿Por qué emitir juicios al respecto y después sobre nosotros mismos? Es mucho mejor dejar simplemente que todo el juego suceda por sí mismo, surgiendo y replegándose como las olas -sin alterar ni manipular nada- y observar cómo todo se desvanece y reaparece mágicamente, una y otra vez, eternamente. Es nuestra búsqueda de felicidad lo único que nos impide verlo. Es como perseguir un arco iris de colores vivos que no conseguirás nunca, o como un perro que intenta atrapar su propia cola. Aunque la paz y la felicidad no existen como una cosa o un lugar reales, están siempre disponibles y te acompañan en cada instante. No creas en la realidad de las experiencias buenas y malas, pues son tan efímeras como el buen tiempo y el mal tiempo, como los arcoiris en el cielo. Deseando aferrarse a lo inasible, te agostas en vano. En el instante en que abres y relajas el puño cerrado del apego, allí está el espacio infinito, abierto, seductor y confortable. Haz uso de esta espaciosidad, de esta libertad y tranquilidad naturales. No busques más. No t'endinsis en la inextricable selvaNo te adentres en la inextricable selva siguiendo el rastro del gran elefante despierto, pues ya se encuentra en casa descansando plácidamente ante tu propio hogar. Nada que hacer o deshacer, nada que forzar, nada que desear, no falta nada. ¡Míralo! ¡Maravilloso! Todo sucede por sí mismo. La Comunidad Cristiana Popular (CCP) de Balsas de Zaragoza ha elaborado un documento sobre un nuevo lenguaje para una nueva teología, siguiendo el con el trabajo del taller “Hacia una teología de la espiritualidad de las comunidades cristianas del siglo XXI” realizado en la III Asamblea de Redes Cristianas en Jerez de la Frontera.
Leyendo el libro de R. Lenaers (Otro cristianismo es posible) nos hemos fijado en la siguiente reflexión: “No hemos recibido nuestra fe para guardarla para nosotros mismos, cuidadosamente envuelta y enterrada con seguridad en el campo del pasado, sino para poderla esparcir y sembrar. Hoy, nuestra fe quiere decir esto, para que la cultura de la modernidad se compenetre de ella de tal manera que pueda ser una imagen promisoria del reino de Dios. Para ello, la buena nueva debe ser traducida al lenguaje de la modernidad. De lo contrario habría que temer que no vaya a poder seguir siendo buena nueva” (p. 243). Por otra parte, en el evangelio de Marcos nos encontramos con el texto que dice: “En aquel tiempo, los discípulos de Juan y los fariseos estaban de ayuno. Vinieron unos y le preguntaron a Jesús: Los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos ayunan. ¿Por qué los tuyos no? Jesús les contestó: ¿Es que pueden ayunar los amigos del novio mientras el novio está con ellos? Mientras tienen al novio con ellos no pueden ayunar. Llegará un día en que se lleven al novio; aquel día sí que ayunarán. Nadie le echa un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado; porque la pieza tira del manto – lo nuevo de lo viejo- y le deja un roto peor. Nadie echa vino nuevo en odres viejos; porque revientan los odres y se pierden el vino y los odres; a vino nuevo, odres nuevos” (Mc 2,18-22). A partir de estas afirmaciones creemos que es necesario revisar el contenido de nuestra teología y espiritualidad, a fin de que el mensaje de Jesús de Nazaret, siempre nuevo, se viva y transmita en un lenguaje nuevo, correspondiente al momento histórico de modernidad en que nos encontramos. A tiempos nuevos (la modernidad), un mensaje nuevo (la Buena Nueva de Jesús de Nazaret), en un lenguaje nuevo (la nueva teología). Estas reflexiones son fruto de una experiencia de fe, amasada en nuestra Comunidad Cristiana Popular de Balsas-Zaragoza, a lo largo de nuestra trayectoria, en la cual nos hemos ido despojando de un modelo teísta y heterónomo propio de otra época, y hemos ido reformulando nuestra fe en Jesús de Nazaret con un nuevo lenguaje teológico, más acorde con los signos de los tiempos actuales y con una espiritualidad laica. Esta es también la sugerencia de la III Asamblea de REDES CRISTIANAS, celebrada en 2011 en Jerez de la Frontera, en el taller “Hacia una teología de la espiritualidad de las comunidades cristianas del siglo XXI”, preparado por las Comunidades de Murcia. En él se decía: “Proponemos la plasmación de una nueva teología que enfrente los retos que la sociedad actual nos demanda que ha de ser: “más laical, menos masculina, menos occidental y más dialogante con las ciencias”. En esta línea creemos tener una oportunidad de reformular, de reinterpretar, de recrear incluso toda la religiosidad en diálogo con la situación del hombre moderno. Muchos conceptos fundamentales han de ser reelaborados, y mucho lenguaje ha de abrirse a un planteamiento más universal…. Por eso se hace necesario reescribir la teología, hay que recrear la espiritualidad, hay que reinventar la liturgia, hay que reencontrar la misión… porque las actuales formulaciones dependen de aquel viejo paradigma que ya no funciona. Hay pues una inmensa tarea por hacer. Se trataría de vivir en esperanza, confiando en el Espíritu que siempre empuja y todo lo renueva y nos anima a intensificar la vida”. Es como la consecuencia lógica de lo que hemos leído en la carta de Juan. El amor de Dios se muestra en Jesús, el Hijo. El amor del Hijo se muestra en nosotros, los hijos. Llamados por él, superada la condición de siervos, de esclavos y de simples asalariados, hemos recibido la Buena Noticia: sois hijos, seguros del amor del Padre, empeñados en la tarea del Padre, solidarios como hermanos. Estamos, sin duda, en el corazón de la Buena Noticia. Repasemos las frases fundamentales.
· Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros. · Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado. · Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. · Vosotros sois mis amigos…. No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. · No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros. La próxima festividad que celebraremos (el jueves o el domingo) será la Ascensión del Señor. Y parece como si la iglesia quisiera, en este último domingo de Pascua, presentar "el testamento de Jesús". Para ello se propone una lectura del evangelio de Juan tomada de la despedida de Jesús, el largo discurso que Juan pone en labios de Jesús al final de la última cena, poco antes de partir para el huerto de los olivos. El mismo tema, meditado y repensado por el mismo Juan, se ofrece en la segunda lectura. La primera lectura presenta un momento clave en la historia de la primera comunidad: aquél en que Pedro cae en la cuenta de la absoluta novedad del mensaje de Jesús. En nuestra meditación de estos texto vamos a reflexionar en esta Estupenda Novedad, Buenísima Noticia, a partir del el mensaje de Juan. El resumen final de Juan: el amor. Ninguno de los escritos del NT ofrece esa síntesis tan definidamente expresada. El discípulo amado, "el amigo de Jesús" es el que ha captado más profundamente la esencia del mensaje. Y éste es su último resumen. Pero es un resumen rico, matizado, profundo. La esencia de la revelación es: "Dios es amor". Todo lo demás es consecuencia de esta primera verdad. Esto es objeto de fe, no simplemente de conocimiento. Y exige nuestro asentimiento, porque no se ve, porque supera nuestra razón, y constituye un desafío para la misma. Nuestra razón llega quizá hasta Dios Señor, Creador, Todopoderoso, Juez. Pero no llega al Dios de Lucas 15 (la viejecita, el pastor, el padre del hijo pródigo...) ni a Dios médico (Mateo 9,12) ni al Dios que arriesga su vida por una prostituta (Juan 8). Y la visión de la vida del hombre con todas sus penalidades, y, sobre todo, la visión de las innumerables desgracias del mundo, hace surgir en nosotros el inmenso enigma del Dios bueno frente al sufrimiento del hombre. Ante esto se alza Jesús crucificado: "Dios amó tanto al mundo que le entregó su Hijo". "Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos". Jesús es por lo tanto, antes que nada, la revelación, la visibilidad del amor de Dios, y éste es un punto clave de nuestra fe. Conocemos a Dios porque hemos visto cómo es, porque hemos visto cómo es Jesús: el que cura todo lo que encuentra, el que se compadece siempre incluso quebrantando la ley, el que busca ante todo a los pecadores porque son los que más le necesitan, el que lleva su entrega hasta la muerte y muerte de cruz. Mejor aún que las palabras de Jesús, es Jesús mismo, su manera de ser y de portarse lo que nos revela a Dios. No es sólo un mensaje sobre Dios, es que “Dios estaba con Él” y por eso vemos en Él cómo es Dios. Esto es lo que constituye un desafío para nuestra fe: no sabemos conciliar esto con el mal del mundo. Se nos pide que demos a Jesús un voto de confianza. Un día entenderemos. Por ahora, le creemos a Jesús. El amor es la verdad, porque la esencia de Dios es el amor. No se ha dicho que Dios ama sino que es amor. Por ello, el que ama es como Dios y el que no ama es diferente de Dios y por tanto, equivocado. Se ha revelado la esencia de las cosas, la esencia de lo humano, porque Dios es la última esencia de todo y por ello, la fuerza que mueve el universo ("el amor que mueve el sol y la estrellas", que decía Dante), la fuerza que construye la humanidad, la manera de no equivocarse. Por esta razón, frente a todos los mandamientos de la ley, que son con seguridad todos buenísimos y necesarios, Jesús proclama que "el suyo" es que nos amemos como Dios ama. Ni más ni menos. Es semejante a aquello de "sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" o "así seréis hijos de vuestro Padre... ". Es decir, nuestra norma fundamental es "Soy Hijo de mi Padre: todo lo que sea indigno de mi Padre no es propio de mí". Es la moral más exigente que se puede pensar. Y la más limpia, porque, además, no se basa en premios ni castigos. Ya sé que el Juez es mi Padre - Abbá - y que se alegra siempre de recibirme, por más que me haya alejado. Por eso, estoy tranquilo. Pero la conciencia de ser hijo crea en mí la mayor tensión espiritual, la mayor exigencia. Vivir en el amor es lo más exigente. Al amor tiene dos vertientes. Sentirse amado por Dios y amar como respuesta. La primera es objeto de nuestra fe, confianza en Jesús, experiencia íntima de la vida cristiana, motivo de paz. La segunda es la misión. La presencia del amor de Dios en el mundo somos nosotros que amamos a los hombres y damos la vida por ellos. Porque nos sentimos queridos por Dios. La palabra amor debe ser analizada hasta lo más profundo. No pocas veces nuestro proceso es el siguiente: primero conocemos a una persona, luego vamos descubriendo sus cualidades, nos cae bien, le cogemos cariño, le queremos. El amor es diferente. No se ama por sus cualidades, se ama antes. Cuando tenemos un buen amigo de toda la vida, un verdadero amigo, no le queremos por sus cualidades. Puede ser borracho o pendenciero o insolente o... lo que sea. Pero es mi amigo, le quiero. El amor dentro de la familia es también así. El amor es así: no se aman las cualidades, se ama a la persona, y se sufre por sus defectos, y se sigue amando... Así nos quiere Dios: no porque nos portamos bien, sino porque nos quiere: a eso llama el Evangelio "Padre"-"Hijo", a esa relación de mutuo amor. El amor de Dios es como el amor de la madre; quiere a su hijo antes ya de darlo a luz. No necesita conocerlo para quererle. Vivir en este estado, sentirse querido, sentirse hijo, más en el fondo que todas las cualidades y que todos los pecados, es la Buena Noticia. Y conlleva un modo de vivir con los demás hombres: primero querer, luego conocer. No querer por cómo son sino por lo que son. Y no tanto a nivel de conceptos, de reflexión, sino a nivel de sentimiento, de que me sale de dentro, si mi corazón se ha convertido a la Buena Noticia, si me he sentido, en lo más íntimo, hijo querido. ¿Nos hemos fiado de Jesús? Demasiadas veces permanece en nuestra religiosidad el concepto de pecador como “culpable” o “miserable”. Hasta en la más hermosa de las oraciones que hemos inventado, el Ave María, se ha filtrado un residuo de desconfianza: “ruega por nosotros pecadores” puede entenderse como necesidad de un intermediario bondadoso, la madre, ante un Juez lejano y sólo justo; o como el lamento de un ser abandonado y triste. Ya es hora de que nos fiemos de Jesús, ya es hora de que la muerte en cruz de Jesús sea tomada en serio: Jesús ama hasta el punto de dar la vida: Jesús crucificado muestra el increíble interés del Padre por nosotros: hasta esa barbaridad es capaz de asumir el Padre por nosotros. El Padre nos aprecia, nos quiere, nos busca, se esfuerza hasta el límite por nosotros. Y nosotros, sin enterarnos, seguimos despreciándonos como gusanos, impetrando penosamente un perdón ya regalado, interponiendo intermediarios como nos diera miedo acercarnos al que da la vida por nosotros. Seguimos sin fiarnos de Jesús, sin aceptar a Abbá. Y en consecuencia, no disfrutamos del Reino, de la vida, de ser hijos queridos, de que todo tiene sentido. Ni nos sentimos estimulados a construir el sueño de Jesús, que es el sueño del Padre. Ni acabamos de asumir que religión es responder al constante interés de mi padre por mí, por todos; interesarme por todos como mi padre. Así fue Jesús, el Hijo Predilecto: a eso estamos invitados. Estamos invitados a una fiesta, a cambiar el agua de la vulgaridad y el cumplimiento por el vino de la fiesta. ¿Cuándo acabaremos de fiarnos de Jesús? ¿Cuándo acabaremos de poner el corazón en fiesta por la Buena Noticia? El evangelio de hoy es continuación del que leímos el domingo pasado. Sigue explicando, en qué consiste esa pertenencia del cristiano a la vid. Poniendo como modelo su unión con el Padre, va a concretar Jesús lo que constituye la esencia de su mensaje. Ya sin metáforas ni comparaciones, nos coloca ante la realidad más profunda del mensaje del evangelio: El AMOR, que es a la vez la realidad que nos hace más humamos
Jesús les da las señas de identidad que tienen que distinguirlos como cristianos. Es el mandamiento nuevo, por oposición al mandamiento antiguo, la Ley. Queda establecida la diferencia entre las dos alianzas. Jesús no manda amar a Dios ni amarle a él, sino amar como él ama. En realidad no se trata de una ley, sino de una respuesta a lo que Dios es en cada uno de nosotros, y que en Jesús se ha manifestado de manera contundente. Nuestro amor será “un amor que responde a su amor” (Jn 1,16). El amor que pide Jesús tiene que surgir desde dentro, no imponerse desde fuera. Se trata de manifestar lo que es Dios en lo hondo de mi ser, a través de las obras. EXPLICACIÓN Juan emplea en este relato la palabra agape. Los primeros cristianos emplearon no menos de ocho palabras, para designar el amor: agape, caritas, philia, dilectio, eros, libido, stergo, nomos. Ninguna de ellas excluye a las otras, pero solo el “agape” expresa el amor sin mezcla alguna de interés personal. Sería el puro don de sí mismo, solo posible en Dios. Al emplear agapate (que os améis), está haciendo referencia al amor que es Dios, es decir, al grado más elevado de don de sí mismo. No está hablando de un amor de amistad o de una “caridad”. No es desarrollando sus cualidades humanas como puede el cristiano cumplir el encargo de Jesús. Se trata de desplegar una cualidad exclusiva de Dios. Se nos está pidiendo que amemos con el mismo amor de Dios. Dios demostró su amor a Jesús con el don de sí mismo. Jesús está en la misma dinámica con los suyos, es decir, les manifiesta su amor hasta el extremo. El amor de Dios es la realidad primera y fundante. Juan lo ha dejado bien claro en la segunda lectura: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó”. Descubrir esa realidad y vivirla, es la principal tarea del que sigue a Jesús. Es ridículo seguir enseñando que Dios está condicionado por nuestras obras; es decir, nos ama si somos buenos y nos rechaza si somos malos. Pero hay una diferencia que tenemos que aclarar. Dios no es un ser que ama, es el amor. En Él, el amor es su esencia, no una cualidad como en nosotros. Yo puedo amar o dejar de amar, y sigo siendo yo. Si Dios dejara de amar un solo instante, dejaría de existir. Dios manifiesta su amor a Jesús, como se lo manifiesta a todas sus criaturas; como me lo manifiesta a mí. Pero no lo hace como nosotros. No podemos esperar de Dios “muestras puntuales de amor”, porque no puede dejar de demostrarlo un instante. El amor que es Dios, tenemos que descubrirlo dentro de nosotros, como una realidad que está inextricablemente unida al ser. Jesús, que es hombre, sí puede manifestar el amor de Dios, amando como Él ama y obrando como Él obraría si fuera un ser humano. Otra consecuencia decisiva de la idea de Dios, que Juan intenta trasmitirnos, es que, hablando con propiedad, Dios no puede ser amado. Él es el amor con el que yo amo, no el objeto de mi amor. Aquí está la razón por la que Jesús se olvida del primer mandamiento de la Ley: “amar a Dios sobre todas las cosas”. Juan comprendió perfectamente el problema, y deja muy claro que solo hay un mandamiento: amar a los demás, no de cualquier manera, sino como Jesús nos ha amado. Es decir, manifestar plenamente ese amor que es Dios, en nuestras relaciones con los demás. Naturalmente, no se puede imponer el amor por decreto. Todos los esfuerzos que hagamos por cumplir un "mandamiento" de amor, están abocados al fracaso. El esfuerzo tiene que estar encaminado adescubrir a Dios que es amor dentro de nosotros. Todas las energías que empleamos en ajustarnos a una programación, tienen que estar dirigidas a tomar conciencia de nuestro verdadero ser. En el fondo, se nos está diciendo que lo primero para un cristiano es la experiencia de Dios. Solo después de un conocimiento intuitivo de lo que Dios es en mí, podré descubrir los motivos del verdadero amor. El amor del que nos habla el evangelio es mucho más que instinto o sentimiento. A veces tiene que superar sentimientos e ir mucho más allá del instinto. Esto nos despista y nos lleva a sentirnos incapaces de amar. Los sentimientos de rechazo a un terrorista o a un violador, pueden hacernos creer que nunca llegaré a amarle. El sentimiento es instintivo, involuntario y anterior a la intervención de nuestra voluntad. Pero el amor va más allá del sentimiento. Y la verdadera prueba de fuego del amor es el amor al enemigo. Si no llego hasta ese nivel, todos los demás amores que pueda desplegar, son engañosos. El amor no es sacrificio ni renuncia, sino elección gozosa. Esto que acaba de decirnos el evangelio, no es fácil de comprender. Tampoco esa alegría de la que nos habla Jesús es un simple sentimiento pasajero; se trata más bien, de un estado permanente de plenitud y bienestar, por haber encontrado tu verdadero ser y descubrir que ese ser es inmutable y eternamente estable. Una vez que has descubierto tu ser luminoso indestructible, desaparece todo miedo, incluido el miedo a la muerte. Sin miedo, como decía Buda, no puede haber sufrimiento. Surgirá espontáneamente la alegría que es nuestro estado natural cuando nada impide que el ser se despliegue totalmente. Solo cuando has descubierto que lo que realmente eres, no puedes perderlo, estás en condiciones de vivir para los demás sin límites. El verdadero amor es don total. Si hay un límite en mi entrega, aún no he alcanzado el amor evangélico. Dar la vida, por los amigos y por los enemigos, es la consecuencia lógica del verdadero amor. No se trata de dar la vida biológica muriendo, sino de poner todo lo que somos al servicio de los demás. Desde esta dinámica, no tiene ningún sentido hablar de siervo y de señor. Más que amigos, más que hermanos, identificados en el mismo ser de Dios, ya no hay lugar ni para el “yo” ni para lo “mío”. Comunicación total en el orden de ser, en el orden del obrar y en el orden del conocer. Jesús se lo acaba de demostrar poniéndose un delantal (vestido de siervo) y lavándoles los pies. La eucaristía nos dice exactamente lo mismo: Yo soy pan que me parto y me reparto para que todos me coman. Yo soy sangre (vida) que se derrama por todos para comunicarles esa misma Vida. ¿Dónde pueden albergarse ahora los secretos, si ha desaparecido la individualidad diferenciadora? Jesús lo compartió todo. Que vuestra alegría llegue a plenitud. Es una idea que hay que resaltar, porque en nuestro cristianismo no siempre lo hemos tenido claro. Jesús afirma que Dios quiere que seamos felices, eso sí, con una felicidad plena y definitiva, no con la felicidad que puede dar la satisfacción de nuestros sentidos. La causa de esa alegría es saber que Dios nos ama incondicionalmente; que esa actitud nos transforma en amigos; que nada podrá apartarnos de Él. Nos decía un maestro de novicios: “Un santo triste es un triste santo”. “No me elegisteis vosotros a mí, os elegí yo a vosotros”.Expresa la experiencia de los primeros cristianos. Son conscientes de su libertad a la hora de seguir a Jesús, pero saben que el acercamiento empieza siempre por el amor de Jesús a cada uno. Debemos recuperar esta vivencia. El amor de Dios es lo primero. Dios no nos ama coma respuesta a lo que somos o hacemos, sino por lo que es Él. No tiene ningún sentido seguir hablando del Dios que premia a los buenos y castiga a los malos. Dios ama a todos de la misma manera, porque no puede amar más a uno que a otro. De ahí el sentimiento de acción de gracias en las primeras comunidades cristianas. De ahí el nombre que dieron los primeros cristianos al sacramento del amor. “Eucaristía” significa acción de gracias. APLICACIÓN Para saber si estamos con Jesús no hay más criterio que las obras de amor. Cualquier relación con Dios sin un amor manifestado en obras, será pura idolatría. Pero esa manera de actuar tiene que surgir de lo hondo del ser, y no de una obligación externa. La nueva comunidad no se caracterizará por doctrinas, ritos o normas morales. El único distintivo debe ser el amor manifestado. La base y fundamento de la nueva comunidad será la vivencia, no la programación. Jesús no funda un club cuyos miembros tengan que ajustarse a unos estatutos (este sigue siendo hoy nuestro error fundamental) sino una comunidad que experimenta a Dios como amor y cada miembro lo imita, amando como Él ama. Esta oferta supera todas las ofertas que las instituciones pueden hacer, por eso se muestra Jesús a distancia e independiente de todas ellas. Ninguna otra realidad puede sustituir lo esencial. Si esto falta no puede haber comunidad cristiana. Meditación-contemplación Sin la experiencia de unidad con Dios no podemos desplegar el verdadero amor (agape). Sin la savia divina que nos atraviesa nunca podremos dar el verdadero fruto. ………………… Desde lo puramente humano ese amor es imposible. No somos nosotros los que tenemos que amar. Es el mismo Dios el que se da a través nuestro. Desde nuestra verdadera humanidad podemos manifestar lo divino. …………………. El verdadero amor no es fruto del voluntarismo. Tampoco surge del deseo de alcanzar una plenitud. Amar es deshacerme de todo lo que creo ser, para que solo quede en mí lo que es Dios. ¡He pasado tantos años de mi vida buscando a Dios! Me he dedicado al estudio, a leer libros y textos con el afán de aprender su manera de hablar y actuar en el mundo.
He querido conocer su manera de revelarse a los hombres para saber qué esperar de él, para verle llegar en la lejanía y prepararme a acogerle como al hijo que regresa a casa. He querido anticiparme para que me encontrase como yo consideraba que debía encontrarme; adivinar sus intenciones para asumir la actitud que convenía a lo que yo imaginaba que iba a esperar de mí. Lo que yo creía que él querría. Lo que a mí me hubiese gustado ser para él (acaso ante mí misma): revestida de esplendentes valores y virtudes, ocultando con pudor mi verdad desnuda, afanada en ser diferente de quien sencillamente era. ¡Pasé tantos años buscando a Dios! Leí y leí sin llegar a comprender quién era él (acaso porque tampoco hubiera sabido decir quién era yo misma); sin descubrir en qué momento exacto aparecería impetuoso como la tormenta, atronador como el rayo, a revelarme “su” voluntad definitiva sobre mi vida. Y yo, temerosa de emplear mal los talentos que me había dado, de malgastarlos en algo que no fuese “la gran misión para la que me llamaba”, decidí esconderlos bajo la piel y la tierra. Y sucedió que ese Dios que yo esperaba nunca vino. Jamás descendió sobre mí una lengua de fuego, ni escuché un sonido de trompetas rasgando el cielo; jamás un milagro que perturbase la rutina de amaneceres radiantes, el sosegado brillo del cielo estrellado, el cromatismo infinito de la tierra. Jamás el milagro de una zarza ardiendo, de un fuego invasivo… tan solo el soplo delicado de los años, pasando como una brisa en mitad del desierto. Decidí entonces emprender la marcha para preguntar a los hombres dónde se hallaba ese Dios escondido. Quise hallarle en el camino, pero solo encontré personas: personas que salieron a mi encuentro sin que yo lo hubiese previsto; personas a las que amé, y que en ocasiones además también me amaron; personas que me amaron sin yo corresponderles o enterarme siquiera; personas que me descubrieron la fuente de amor oculto en mi pecho; que acariciaron mi corazón con ternura infinita hasta hacerlo de carne; que lo desnudaron de máscaras y pudores para contemplarlo de frente. Vulnerable y expuesta, quedé en ocasiones doliente y temblando en mitad del camino. Algunos pasaron a mi lado con presteza sin alterar el ritmo de su marcha; otros vinieron de improviso y se detuvieron a curarme las heridas con el bálsamo de su presencia; unos pocos cargaron con mi corazón y lo llevaron consigo hasta verlo repuesto; y me dieron un nombre nuevo al pronunciar mi nombre como nunca nadie antes había hecho. Una y otra vez seguí buscando al Dios de mi vida, y me propuse querer a todas esas personas para demostrarle a Dios cuánto le amaba. Sucedió más bien que me fui enamorando de esas personas, y que fue su amor el que me hizo experimentar la presencia de un Amor más grande, siempre desbordado. Cada uno me fue seduciendo con un lenguaje propio, y vi que aquello era bueno porque podría aprender la mejor manera de amar al Esposo cuando viniese. Y abandoné el miedo a acoger lo inesperado y ofrendarme sin saber muy bien para qué ni cómo: abrí mi corazón a cuanto viniese sin reprimir ni rechazar nada, ya que acaso todo podía derivar en sorpresa y enseñanza. Y empecé a mirar a las personas tal y como eran: comencé por sus sonrisas y sus miradas, por sus pies y sus manos, por su pecho desnudo y su espalda cansada. Su piel tan fina me habló de su tristeza y sus miedos, de sus anhelos y del frío, de llanto y soledad, de lucha y aliento. Y como Dios no aparecía seguí compartiendo el día a día con ellos: mi pan y mi cuerpo, mi amor redescubierto, el suyo siempre sorpresivo, la senda y el tiempo. Nunca vi al Dios que esperaba y me dije a mí misma que era por falta de fe. La vida mientras, con fe o sin ella, me fue colmando el vacío de amaneceres y de ocasos, de amistad y soledad sonora, de montañas colosales y finos granos de arena, de ascensos y desalientos, de solidaridad, dolor y sueños; de niños aprendiendo a dar sus primeros pasos, y ancianos saboreando la fruta madura del tiempo. Nunca llegó ese Dios para agarrarme de la muñeca y sacarme de mis infiernos, pero aparecieron personas que apretaron mi mano y me infundieron de nuevo el aliento de vida. Nunca pude mostrarme ante Dios como había querido hacerlo, pero ¡cuántas veces me sorprendió el Amor, encontrándome desprevenida! Me sedujo cada vez como la primera, sin llegar yo nunca a reconocerlo. Me fue enseñando tantas cosas, el Amor, con acentos y caricias siempre nuevos. Lo negué tantas veces, al Amor, por miedo a quemarme y derrochar las fuerzas que reservaba a un querer más sublime. Y permaneció conmigo, el Amor, tantas noches sin luna mientras yo solo atendía la llegada del alba. Y vino tantas veces a mi encuentro, el Amor, mientras yo proseguía en la espera… Y al atardecer de la vida, nublada la vista por el velo de los años, sin poder contemplar el horizonte donde tanto había ansiado vislumbrar esa presencia divina, volví mis ojos a los recuerdos que guardaba como un tesoro. Y acariciando la huella que cada rostro había impreso en mi corazón como en un paño, pude al fin reconocerle: “¿acaso no ardía mi corazón en cada etapa del camino?”. Entonces supe, y gusté y saboreé que todo cuanto había pasado era Dios mismo; que todo ese amor partido y compartido, tantas veces muerto y resucitado, era eso que otros llamaban Dios y yo entendía como vida, armonía y energía. Entonces supe del Dios al que no había podido mirar de frente en una imagen unívoca, porque se expresaba en todos los ojos, todas las manos, todas las personas que habían llegado hasta mí como olas de un mismo mar cadencioso. Y en ese vaivén de olas me pareció escuchar al fin un susurro quedo, acompasado a la música que desde siempre había resonado en mi interior con cada latido: “¿me amas?”. Y yo, desnuda de fe, expectativas y proyectos; yo, que nada esperaba ya de la vida, esbocé al fin una sonrisa serena –la más espontánea, acaso la más sincera– y respondí en mi interior: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero”. |
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