De nuestro corresponsal en Jerusalén
«A mi hijo lo citaron como testigo, lo estuvieron interrogando más de dos horas y, al final, lo condenaron como culpable. ¿Usted ha oído hablar de algo parecido?» Me lo dice el padre de un ciego de nacimiento, en voz baja, por miedo a las autoridades. Un caso que tiene conmocionada a Jerusalén en estos días de la gran fiesta. Todo comenzó el sábado pasado, cuando un muchacho ciego de nacimiento fue curado de su ceguera por un galileo llamado Jesús. Al parecer, entre sus discípulos se planteó la discusión de si era ciego por culpa propia o de sus padres. Jesús dijo que nadie tenía la culpa, se agachó a recoger un poco de polvo, escupió sobre él y untó el barro en los ojos del ciego. Luego le mandó lavarse en la piscina de Siloé. Lo hizo y comenzó a ver. Este corresponsal ha intentado ponerse en contacto con el ciego pero le ha resultado imposible. Tampoco hay noticias de Jesús, que parece haber abandonado la ciudad. Según algunos, este galileo se considera superior a Abrahán y Moisés y no se siente obligado a observar el sábado. Las autoridades, preocupadas por el escándalo que está provocando en la población, convocaron al ciego como testigo de cargo contra Jesús. Según su padre, se comportó de manera imprudente y de testigo terminó en acusado y condenado. No se extrañen. Jerusalén no es Alejandría. En Jerusalén todo es posible. Un relato en seis escenas La curación del ciego de nacimiento en una joya literaria, por su dinamismo, diálogo, ironía. Podemos distinguir siete escenas: 1) Jesús, los discípulos y el ciego. 2) El ciego y sus vecinos. 3) El ciego y los fariseos. 4) Los judíos y los padres del ciego. 5) Los judíos y el ciego. 6) Jesús y el ciego. 7) Los fariseos y Jesús 1ª escena: Jesús, los discípulos y el ciego La relación entre pecado y castigo estaba muy difundida en el antiguo Israel (y también entre bastantes de nosotros). Jesús mismo ha dicho poco antes al paralítico: «no peques para que no te ocurra algo peor». Sin embargo, en este caso, niega cualquier relación de la enfermedad con un hipotético pecado del ciego o de sus padres. Nació ciego «para que se manifiesten en él las obras de Dios». Una respuesta que puede escandalizar a más de uno. ¿Es preciso que una persona sufra para que Dios manifieste su poder? Dejemos de momento este tema. En la respuesta de Jesús a los discípulos hay unas palabras esenciales, claves para entender todo el relato: «Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo». ¿Cómo ilumina Jesús? ¿En qué consiste esa luz? Lo descubriremos al final. La forma de realizar el milagro es desconcertante a primera vista. En el evangelio de Juan, igual que en los Sinópticos, la palabra de Jesús es poderosa. Lo demostrará sobre todo poco más tarde resucitando a Lázaro con la simple orden: «Lázaro, sal fuera». Sin embargo, para curar al ciego adopta un método muy distinto y complicado. Forma barro con la saliva, le unta los ojos y lo envía a la piscina del Enviado (Siloé). El barro en los ojos recuerda a la curación del ciego de Betsaida que cuenta Marcos, donde Jesús le aplica saliva en los ojos y luego le aplica las manos (Mc 8,22-25). La idea de lavarse en la piscina recuerda la orden de Eliseo a Naamán de bañarse siete veces en el Jordán. ¿Se trata de la reminiscencia de un gesto mágico? La clave está en la cuádruple referencia al barro, unida a la indicación: «era sábado el día que Jesús hizo barro». Una contravención expresa del descanso sabático, igual que ocurrió en la curación del paralítico de la piscina. Una de las acusaciones más fuertes que se hacen a Jesús en el cuarto evangelio. En esta primera escena el ciego no dice nada. Se limita a obedecer. 2ª escena: el ciego y los vecinos Diálogo cargado de ironía. En el conjunto, es importante advertir que el ciego sabe que el hombre que lo ha curado se llama Jesús, pero no sabe dónde está. 3ª escena: los fariseos y el ciego Plantea el problema del sábado. Comienza advirtiendo el evangelista que «era sábado el día que Jesús hizo barro», y algunos fariseos concluyen: «Este hombre no viene de Dios porque no guarda el sábado». Sin embargo, otros se sienten desconcertados, como le ocurrió a Nicodemo: «¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?». El ciego habla poco. Repite la curación, pero con menos palabras que cuando la contó a sus vecinos. En cambio, su visión de Jesús ha mejorado notablemente. Ya no lo considera «un hombre» sino «un profeta». Lo mismo que dijo la samaritana, aunque por motivos distintos: ella, porque Jesús conocía toda su vida; el ciego, porque Jesús ha realizado un prodigio sorprendente. 4ª escena: los judíos y los padres del ciego Esta escena, que la liturgia permite suprimir, es esencial para comprender el mensaje del episodio a finales del siglo I. En la época de Jesús los fariseos no tenían poder para expulsar de la sinagoga; ese poder lo consiguieron después de la caída de Jerusalén en manos de los romanos (año 70), cuando el sacerdocio perdió fuerza y ellos se hicieron con la autoridad religiosa. A finales del siglo I, bastante después de la muerte de Jesús, es cuando comenzaron a enfrentarse decididamente a los cristianos, acusándolos de herejes y expulsándolos de la sinagoga. El relato de Juan refleja muy bien, a través de los padres del ciego, el miedo de muchos judíos piadosos a sufrir ese castigo si reconocían a Jesús como Mesías. Y las tensiones dentro de la familia cuando uno de sus miembros se hacía cristiano. 5ª escena: los fariseos y el ciego El ciego terminó su declaración anterior diciendo que Jesús es «un profeta». Los fariseos le exigen ahora que reconozca que «ese hombre es un pecador». Ante esa acusación, el ciego no lo defiende con argumentos teológicos sino de orden práctico: «Si es un pecador, no lo sé; sólo sé que yo era ciego y ahora veo.» Luego no teme recurrir a la ironía, cuando pregunta a los fariseos si también ellos quieren hacerse discípulos de Jesús. Y termina haciendo una apasionada defensa de Jesús: «si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder.» La tensión entre cristianos y judíos a finales del siglo I queda clara en las palabras de los fariseos: ellos se consideran «discípulos de Moisés», al que Dios habló, no de Jesús, del que «no sabemos de dónde viene». Resuena aquí un tema típico del cuarto evangelio: ¿de dónde viene Jesús? Es una pregunta ambigua, porque no se refiere a un lugar físico (Nazaret, de donde no puede salir nada bueno, según Natanael; Belén, de donde algunos esperan al Mesías) sino a Dios. Jesús es el enviado de Dios, el que ha salido de Dios. Y esto los fariseos no pueden aceptarlo. Por eso, Jesús es para ellos un pecador, aunque realice un signo sorprendente. Dios no puede salirse de los estrictos cánones que ellos le imponen. Por eso, terminan expulsado al ciego de la sinagoga. 6ª escena: Jesús y el ciego Hasta ahora, el ciego sólo sabe que la persona que lo ha curado se llama Jesús. Él lo considera un profeta, está convencido de que no es un pecador y de que debe venir de Dios. El ciego ha empezado a ver. Pero la visión completa la recupera en la última escena, cuando se encuentra de nuevo con Jesús, cree en él y se postra a sus pies. Lo importante no es ver personas, árboles, nubes, muros, casas, el sol y la luna… La verdadera visión consiste en descubrir a Jesús, creer en él y adorarlo. 7ª escena: Jesús y los fariseos La reacción del ciego da paso a la enseñanza final de Jesús. Al principio dijo que él era la luz del mundo. Ahora aclara en qué consiste su misión: «que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos». Volviendo a la situación de finales del siglo I, «los que ve» son los fariseos, las autoridades religiosas de Israel, que no dudan de nada y niegan que Jesús sea el Mesías; «los que no ven» son los judíos y paganos de buena voluntad que pueden descubrir poco a poco la persona de Jesús y creer en él. Si tenemos en cuenta el valor simbólico de la figura del ciego, resulta más fácil entender las palabras iniciales de Jesús de que nació ciego «para que se manifiesten en él las obras de Dios». No se trata de ceguera física, sino de la ceguera espiritual de no conocer a Jesús. La samaritana y el ciego Hay un gran parecido entre estas dos historias tan distintas del evangelio de Juan. En ambas, el protagonista va descubriendo cada vez más la persona de Jesús. Y en ambos casos el descubrimiento los lleva a la acción. La samaritana difunde la noticia en su pueblo. El ciego, entre sus conocidos y, sobre todo, ante los fariseos. En este caso, no se trata de una propagación serena y alegre de la fe sino de una defensa apasionada frente a quienes acusan a Jesús de pecador por no observar el sábado. Relación con la primera lectura Sin la ayuda de Dios, Samuel es incapaz de ver cuál es la persona elegida como rey de Israel. Sin la ayuda de Jesús, el hombre es incapaz de reconocerlo como su salvador. Relación con la segunda lectura La luz que recibimos de Jesús debe manifestarse en nuestra forma de vivir, «como hijos de la luz»: con bondad, justicia, verdad.
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La ceguera es uno de los temas más repetidos en los Evangelios, pero en el Evangelio de Juan aparece siempre planteada como causa de la tiniebla o de la “ideología de la ley”. Así sucede en este texto. El ciego al que libera Jesús representa a un grupo dentro de Israel que ha vivido una opresión ancestral y no conoce más realidad que la oscuridad en la que transcurre su vida. Su sufrimiento y aislamiento es externo. Su desesperación le lleva a dejar que Jesús le unte los ojos con barro y saliva, como expresión de una nueva creación y recuperación para la vida y a bañarse en la piscina de Siloé. La alegría de su liberación contrasta con la sospecha de los fariseos y su acusación a Jesús por transgredir el sábado. La observancia les hace esclavos de la ley. Su ceguera es mucho mayor que la del ciego de nacimiento porque sus sospechas y la defensa de sus intereses les incapacitan para reconocer la misericordia actuante de Dios. Frente a los hombres de la ley, el ciego de nacimiento es capaz de reconocer la Buena Noticia de Dios que los fariseos niegan.
También nosotros y nosotras necesitamos liberar la mirada de múltiples cegueras que terminamos por naturalizar. Por eso eso necesitamos convertirla e invertirla y exponerla a las periferias sociales y existenciales, que son lugar preferente de la revelación de Dios. Recorrer quizás el mismo itinerario que hizo el ciego del texto de hoy, conscientes que para ir viendo con los ojos del Evangelio no bastan sólo las buenas intenciones, ni los buenos análisis, ni la mera voluntad, sino que hemos de dejar que sea Jesús quien nos tome de la mano, y como a otro ciego, el de Betsaida, nos saque de la ciudad (Mc 8, 23). Porque la mirada del Evangelio se aprende de forma privilegiada e inaudita en las afueras y en los abajo de la historia. En ellos podemos experimentar que la pedagogía desconcertante de Jesús con nosotras y nosotros, su modo de untarnos los ojos con saliva es la de aproximarnos a todos los orillados y expulsados, de manera que sean ellos, sus relatos, sus significaciones, los que vayan dándonos las instrucciones, las pistas, para aprender a mirar de manera nueva. Es este un aprendizaje lento que requiere paciencia, fidelidad y una gran confianza en Aquel que nos guía. Requiere también tocar fondo, perder miedo al vacío y desde esa desnudez, una vuelta a lo esencial que nos permita distinguir las sombras de la luz. Quizás la crisis del corona-virus, sin quitarle un ápice a su dureza y la gran de tragedia que va a ser- que está siendo ya- para los y las más pobres, pueda ser un buen colirio para liberarnos de la ceguera de unas vidas centradas en la globalización de la indiferencia y el “sálvese quien pueda” y nos abra los ojos a la interdependencia, la solidaridad y el cuidado de la vida más vulnerable. Quizás en esto de buscar la igualdad para las mujeres en la Iglesia, nos podríamos remontar al Gn 3 y reivindicar a Eva. Pero no reivindicarla para sacarle el título de pecadora, de tentadora, que ha cargado a lo largo de la historia, sino para reconocerla como quien, dentro del plan del Creador, nos conquistó la libertad.
Siempre había leído ese texto en clave de “pecado original”, de “caída”. Y veo con tristeza que aún se sigue leyendo de la misma manera. Tuve la suerte y el privilegio de participar hace más de 10 años en un curso de Exégesis y Hermenéutica Feminista de la Biblia, dictado por Mercedes Navarro Puerto, en la ciudad de Córdoba, Argentina. Allí descubrí un relato totalmente novedoso y fascinante. Voy a tratar de contar con mis palabras lo que me quedó de aquella experiencia con respecto a Eva. Soy consciente de mis limitaciones, y espero ser todo lo fiel posible a la exégesis de Navarro Puerto. Siempre me enseñaron que Eva es la que lo arruinó todo. Culpa de su pecado fuimos expulsados del paraíso y perdimos esa situación original de vida sin conflicto y sin sufrimiento. Sin embargo, también podríamos decir que gracias a la transgresión de Eva el ser humano adquiere el conocimiento diferenciado, que es justamente lo que nos hace capaces de elegir entre el bien y el mal, o sea, libres. En el diálogo con la serpiente surge el deseo de Eva de realizar su semejanza a Dios: “Dios sabe muy bien que cuando ustedes coman de ese árbol se les abrirán los ojos y serán como dioses, conocedores del bien y del mal” (Gen 3,5) remitiendo a Gen 1, 26. Y también el hecho de que Eva ve la dimensión buena/bella (Tôb) del árbol, para unirlo analépticamente al capítulo 1 del Génesis. De esta forma el narrador da una pista para que el lector una la dimensión tôb de la creación con el deseo humano de conocer, de adquirir sabiduría. Desde Génesis 1, el lector va viendo que Dios busca la autonomía de lo que va creando, siendo la libertad, necesaria para lograr dicha autonomía. Como diríamos en mi país, Dios con su prohibición “le dejó a Eva la pelota picando en el área chica”. Esta prohibición tiene una función positiva frente a la libertad, pero necesita de la desobediencia de Eva para que aparezca la capacidad de la libre opción de los humanos. Sabemos que la libertad implica una tensión permanente entre la elección entre el bien y el mal, y que para reconocer la autoridad divina necesitamos ser libres. Esto es una simplificación y mi propia interpretación de lo que aprendí en el curso acerca de la “caída”. Sé que es una temeridad de mi parte, no siendo ni biblista, abordar este tema. Lo hago reconociendo la capacidad humana de hacer teología, entendiendo por esto, la capacidad de tener nuestra propia “palabra sobre Dios”. Ver en el despliegue del relato una intencionalidad de Dios de darle al ser humano la capacidad de elegir llevando a su Creación a un nivel superior es mucho más interesante. La teología clásica del “pecado original” empobrece la imagen de Dios y culpabiliza a la mujer, con todas las consecuencias que ya conocemos. Salir de los relatos sexistas del origen es indispensable para este tiempo de búsqueda de igualdad entre el varón y la mujer. Dentro y fuera de la Iglesia. Y ya es tiempo agradecerle a Eva por habernos abierto los ojos. Iniciar este tiempo litúrgico potente y hermoso que llamamos tiempo de desierto, de espacios largos de reflexión y silencio, de la mano del Amor Incondicional, es un lujo.
El número cuarenta, en el Antiguo y Nuevo Testamento, aparece en innumerables ocasiones, cuyas citas y significado puedes consultar en Google, por facilidad y por no extenderme. El denominador común es que siempre indica un tiempo especial, de crisis-crecimiento, hoy diríamos de discernimiento. Y ¿qué se discierne? ¿Qué crecimiento-maduración interior se nos propone? En el texto bíblico de Mc 1, 9-13, se nos dice: “Juan lo bautizó en el Jordán. Inmediatamente, mientras salía del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar como paloma hasta él. Hubo una voz del cielo: Tú eres mi Hijo, el amado, en ti he puesto mi favor. Inmediatamente el Espíritu lo empujó al desierto. Estuvo en el desierto cuarenta días, tentado por Satanás; estaba entre las fieras y los ángeles le prestaban servicio”. Nos dicen los y las exégetas que el Bautismo de Jesús no significa una muerte al pasado, en línea de la conversión que predicaba el Bautista, ya que no hay confesión de pecados, sino un compromiso de entrega, hasta dar la vida: un compromiso de amor incondicional. El cielo responde con esa potente imagen de desgarro: ya no secerrará más el cielo, habrá plena y permanente comunicación de Dios a Jesús; Dios le comunica la plenitud de su vida y fuerza: el Espíritu. La paloma remite a la primera creación (Gn1, 2). El Espíritu termina la creación llevando a Jesús a la plenitud humana. La voz del cielo declara a Jesús, amado, objeto del favor divino. Y ese Espíritu, fuerza de vida y amor, lo empuja al desierto, que representa la sociedad con sus diferentes ansias de poder, con los enemigos mortales porque lentamente envenenan la Vida, nuestra vida, con envidias, sumisiones, controles, compromisos gratificantes, poderíos enfermizos que adormilan la conciencia libre, guiada por el Espíritu. Para ello, para desintoxicarnos de un cristianismo mezclado con otros vinos, no nuevos, sino rancios por haber sido objeto de intereses personales, eclesiales…tenemos que ir al desierto, al lugar de encuentro con la Voz y la Fuerza. Este es el discernimiento que se nos propone. Alto y claro. Para ello se nos dice: desintoxica tus fuentes, aquello de lo que te nutres, especialmente lo que sale de dentro, por heridas mal curadas, por experiencias de oprobio: familiares, personales, eclesiales… dejemos de lamentarnos por lo que no funciona y pongámonos a la Escucha. Ella, la Escucha al Espíritu, te llevará a tomar decisiones con sabor a Reino. A dar pasos de amor incondicional. Observaremos a lo largo de este tiempo importante, los diferentes procesos de personas, de ambos testamentos, que nos llevarán a ir comprendiendo la seriedad del tema. Y la otra mano materna que nos guía, la Tierra, nuestro planeta, con la sabiduría del Amor Creador en continua evolución. También ella, la tierra, nos habla de su discernimiento. Hoy herida de muerte por esos dioses no sacados de muchas conciencias laxas y egoístas que sólo buscan el poder…son las fieras del texto del desierto. Ellas están ahí, pero Jesús aguanta, no se intimida. Procesa el silencio y la ausencia de apoyos rápidos, fáciles…Jesús ora, dialoga con el Abba, cuya voz alguna vez experimentó. El resto de días, también para él, fueron una lucha y una fidelidad tantas veces a ciegas. Esa desintoxicación de estilos de vida que hieren a la tierra y a los hermanos y hermanas, va desde la cesta de compra, a las opciones más comprometidas. Estas no sirven de mucho, si, como dice Pablo “aunque entregue mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no soy nada”. Si no tengo amor. ¿De qué amor estamos hablando? ¿Cuál es el núcleo de este modo de amor? ¿Dónde radica su fuente/eje? Interesante observar en la Escritura y también en la naturaleza, que todo busca la luz y el agua, símbolos por excelencia de la Pascua. Las plantas, los animales por diminutos que sean se dirigen a la luz y en función de esta luz sus cuerpos se van formando. El agua determina casi todos los movimientos de los seres vivos. Donde hay agua hay vida. En función de encontrar el agua los animales pueden recorrer miles de kms, también las personas lo hacemos si hace falta, para encontrar el agua de la vida. Piensa cuantos kms recorridos y textos leídos y reuniones y… para saciar tu sed. Para esto es la Cuaresma; es como un atajo que nos conduce al amor y éste incondicional, porque sólo éste está libre de pesticidas y conservantes. El amor, tipo el de Jesús, es incondicional. No hablamos aquí de celibato o castidad, la eterna pugna… el término amor incondicional es tal vez sinónimo de “respeto incondicional”. Nos sumergimos todos en este tiempo de Dios, en una actitud de apertura al Espíritu. Es el que empuja inmediatamente a Jesús, y a quien se lo toma en serio, al desierto. Lugar de encuentro. Deseamos dedicar esta Cuaresma y Pascua a ahondar en esta realidad de Amor Incondicional. Os invitamos a reflexionar, despacio, a orar con corazón humilde para comprender nuestra grandeza y no menospreciarla. Para ello necesitamos la cuaresma. Jesús no sale debilitado de su desierto. Sale tan empoderado que sus actos consecuentes, fruto de su relación directa con el Abba, transforman la historia en un antes y un después. A nosotr@s también se nos empuja inmediatamente al desierto. ¿No lo notas? Karl Jaspers habló con hondura de las "situaciones límite". Definen lo más específico del ser humano y no podemos cambiarlas, sino solo esforzarnos por gestionarlas de la mejor manera posible. Nacer, ser nacidos, es una. La muerte es otra, la última; en algunos aspectos la más delicada. Desde que hay humanidad ha estado rodeada de un profundo respeto, por veneración, miedo o esperanza. Hoy, el miedo la convierte en tabú para muchos. La eutanasia la trae, por vía indirecta, a la publicidad, exponiéndola a ser utilizada con fines espurios, pervirtiendo su significado.
Usarla para cualquier otro propósito que no sea aquel al que apunta su etimología (ayudar a "morir bien"), sería una indignidad humana, hágase por ortodoxia religiosa o por programa de partido. Como sería miseria intelectual resolverla a base de tópicos: izquierda contra derecha o laicismo contra iglesia. Hace mucho tiempo que estas tentaciones contaminan el medio ambiente. Digno e inteligente solo puede ser buscar entre todos lo que podamos considerar mejor para ayudar a las personas en esa difícil situación. De ahí, una primera necesidad: dignificar la discusión pública con diálogos honestos e información fidedigna; mostrar la seriedad suprema del asunto, evitando que sea entregado a los tópicos fáciles o, peor aún, creando un ambiente "tanatófilo", trivializando la muerte y acaso promoviendo de manera irresponsable esa letal tendencia al suicidio que está siendo una plaga tan terrible como soterrada. Se trata, insisto, de una pregunta radicalmente humana, anterior a toda división de partido, credo o ideología. No soy moralista especializado en la casuística específica, ni médico que pueda calibrar el modo o la efectividad de las distintas medicaciones. Desde la teología, me interesa insistir en que la eutanasia no es inmediatamente un problema religioso, sino un problema moral: buscar qué recursos médicos, qué leyes civiles, qué ayudas personales son las más adecuadas para ayudar a que la persona pueda enfrentar dignamente su muerte. La respuesta no está escrita en la Biblia, sino en realidad, examinando entre todos los procesos psíquicos, las relaciones familiares, las consecuencias sociales de la decisión que se tome. Pero tampoco, en esos eslóganes, que con apriorismo dogmático repiten como evidente la identificación de "muerte digna" con eutanasia activa o suicidio asistido. Es preciso presuponer la honestidad de los demás, respetando el principio dialógico de que todas las posturas serias buscan la muerte digna y desean encontrar la mejor manera de lograrlo. Concretando más, pienso que hay dos extremos a evitar. Por su parte, hoy la religión debe reconocer que, en el nivel moral, no tiene ni más ni menos derecho que los demás para participar en el diálogo y que, como dijo Habermas, debe traducir y presentar en ese sentido moral las razones que puedan venirle de su rica herencia tradicional. Los demás deben, por lo tanto, respetar esas razones; no las que, con una audacia extrañamente ignorante, se le atribuyen demasiadas veces (en este sentido, deberían leer, por ejemplo, el documento de la Conferencia Episcopal Española, “Sembradores de esperanza”, 2019). ¿Cuál es, entonces, el papel de la religión en este problema? Creo que nada más, pero también nada menos, que centrarse en su rol específico. Aclararé esto con un ejemplo. Cuando, al hablar del tema en el número 106 de la revista Encrucillada afirmé: "lo que es bueno para Ramón Sampedro, es bueno para Dios", dije algo que es evangélicamente axiomático, pero que escandalizó a muchos. A un amigo que me lo reprochaba, reflejando un parecer oficial, le respondí: ¿Acaso lo que es bueno para ti no es bueno para tu madre? Si algo nos enseñó Jesús de Nazaret, consiste justamente en que lo único que Dios busca es el bien de sus criaturas, nuestro bien. El problema está en que, por respeto y para no anular nuestra autonomía, tiene que dejarnos a nosotros la tarea de encontrar el camino y la decisión de seguirlo. En un pasado premoderno era comprensible que la Iglesia pensara que todo estaba ya dictado en la Biblia y que por tanto disponía a priori de respuestas para cualquier caso nuevo. Hoy comprendemos que, con el Evangelio en la mano, su papel auténtico consiste, por un lado, en llamar y urgir al cumplimiento de las normas que todos descubramos como las mejores; por otro, y sobre todo, en infundir confianza, anunciando la seguridad de un Dios Abbá, "padre-madre", que envuelve nuestra vida con un amor más poderoso que la muerte, capaz de salvarnos y plenificarnos con una esperanza contra toda esperanza. El domingo pasado tuvimos ocasión de ir a misa a la residencia de mayores. No es algo habitual así que antes de comenzar la Eucaristía ya teníamos mucha expectación.
Lo que nos encontramos no fue nada extraordinario: una Eucaristía celebrada en el salón comunitario convertido en capilla de una residencia a la que acuden los residentes y algunos familiares que los acompañan. Ese día se celebraba, además, la vida, la Pascua de Pilar, la última residente que había dejado este mundo días atrás. En esta sencilla comunidad, en familia, un jubilado sacerdote que ha pasado gran parte de su vida como misionero en distintos países de Hispanoamérica habló con pasión, con brío, con alegría y con entusiasmo de la Vida y de la vida. En sus palabras había actualidad política, social, económica, había esperanza, se dirigió a la comunidad allí formada, tuvo presente la vida de Pilar y a quienes allí se habían acercado a participar en esa celebración, entonó cantos, se movió entre los asistentes, hizo preguntas y obtuvo respuestas, habló para quienes allí estábamos de una manera comprensible, cercana y revolucionaria como hubiera hablado Jesús… Sus palabras, su manera de celebrar y animar la celebración, su actitud tan de Iglesia cercana y atenta a los signos de los tiempos (en las palabras, en los gestos) me movió por dentro, me conmovió. Fue inevitable para mí pensar en cómo la persona que me llevó a misa por primera vez y acompañó mis primeros pasos como creyente, mi madre, estaba a mi lado, ajena a todo a causa de su enfermedad mientras yo recibía todo un aluvión de esperanza y de Eucaristía celebrada y sentida gracias a ella. Terminó la celebración, quedó mucha emoción en el ambiente, mucha conmoción en mi interior… Muchas ganas de más. En una celebración ordinaria hubo algo extraordinario. El domingo vivimos una acción de gracias familiar con todas las letras. Gracias a Dios. Hoy y los dos próximos domingos vamos a leer evangelios de Juan: La Samaritana, el ciego de nacimiento y Lázaro. El “yo soy” característico de Jn, se repite en los tres: yo soy agua viva, yo soy luz, yo soy vida. Todo son símbolos que quiere trasmitirnos la teología más avanzada de todo el NT. El relato de hoy es una catequesis, que invita al seguimiento de Jesús como dador de Vida. Ni en este templo, ni en Jerusalén, ni en ningún otro templo se puede dar el verdadero culto a Dios. Nuestro culto no es más que idolatría.
Jesús se encuentra de paso por Samaría. Samaría y Galilea eran una misma nación antes de la división entre Judea y Palestina. Aunque tenía los mismos antecedentes religiosos, su trayectoria había sido muy distinta. Por eso, los samaritanos eran despreciados por los judíos como herejes. El peor insulto para un judío era llamarle samaritano. Jesús va ocupar el lugar del pozo. Él es el agua viva, que va a sustituir la Ley y el Templo. La sustitución, de Templo y Ley por Jesús, es la clave de todo el relato. La mujer no tiene nombre, representa la región de Samaría que va a apagar su sed en la tradición (el pozo). Jesús está solo. Se trata del encuentro del Mesías con Samaría, la prostituta, la infiel. El profeta Oseas de Samaría había denunciado la prostitución de esta tierra. Jesús toma la iniciativa y pide de beber a la Samaritana. Se acerca a la mujer implorando ayuda. Ella tiene lo que a él le falta y necesita, el agua. Es lógica la extrañeza de la mujer. Jesús acaba de derribar una doble barrera: la que separaba a judíos y samaritanos y la que separaba a hombres de mujeres. Se presenta como un ser humano sin pretensiones por el hecho de ser judío. Reconoce que una mujer puede aportarle algo valioso. Jesús le ha pedido un favor, pero está dispuesto a corresponder con otro mucho mayor. Jesús se muestra por encima de las circunstancias que separan a judíos y samaritanos; se niega a reconocer la división, causada por las ideologías religiosas. La mujer no conoce más agua que la del pozo (figura de la ley) que solo se puede conseguir con el esfuerzo humano. No ha descubierto que existe un don de Dios gratuito. El agua-Espíritu que da Jesús, se convierte en manantial que continuamente da Vida. Esa Vida contiene la energía suficiente para desarrollar a cada ser humano desde su dimensión personal más profunda. No se trata de añadidos externos (Ley). El Hombre recibe Vida en su raíz, en lo profundo de su ser. Como el agua hay que extraerla del pozo, el agua del Espíritu hay que sacarla de lo hondo de uno mismo. La dificultad para comprender el mensaje está muy bien expresada con el equívoco que se mantiene durante la conversación. Jn es un experto en la utilización de la falsa comprensión de un aserto para insistir en la explicación. Jesús habla de la Vida y la Samaritana habla del agua para beber. La mejor demostración de que mantenemos la ambivalencia es que nos han puesto como primera lectura el pasaje de Éxodo donde la prueba de que Dios está o no está con el pueblo es que les dé o no el agua para beber. El sentido de los versículos, que se refieren a los maridos, hay que buscarlo en el trasfondo profético, que nos lleva a la infiel relación de Samaría con Dios. En Os 1,2 la prostituta y en Os 3,1 la adúltera, son la imagen del reino de Israel que tenía a Samaría como capital. Su prostitución consistía en haber abandonado al verdadero Dios, con el que había hecho una ‘alianza’ y haberse ido detrás de los cinco ídolos. Los samaritanos eran descendientes de dos grupos: a) resto de los israelitas que no fueron deportados cuando cayó el reino del norte en el 722 a, C.: b) Colonos extranjeros traídos de Babilonia y Media por los conquistadores. Estos trajeron también sus dioses que con el tiempo, fueron aceptados por el resto de los habitantes. El número 5 es simbólico: Los samaritanos admitían solo los 5 libros del Pentateuco. Los colonos traídos por los asirios eran de 5 ciudades y de cada una habían traído su propio dios. En 2 Re 17,24 se mencionan 5 ermitas en Samaría. Se usaba el termino "Ba´al" para designar al esposo, pero era también el nombre de una divinidad. Samaría ha tenido cinco dioses, y el que tiene ahora (Yahvé) al compartirlo, tampoco es su (Ba´al). Samaría se ha entregado a otros maridos-señores-dioses. Está pues alejada de Yahvé. Debe recuperar su verdadero esposo (Dios). Os 2,18: “Aquel día... me llamarás esposo mío, ya no me llamarás baal mío. Le apartaré de la boca los nombres de los baales”. Jesús le dice que su culto está prostituido, por eso ella pasa luego al tema del templo. Los samaritanos del momento pretendían dar culto a Yahvé, pero al admitir otros dioses en realidad habían roto con él. En Jesús se personifica la actitud de Dios que no ha roto con Samaria sino que la busca. El agua tradicional (Ley) no había conseguido apagar la sed del pueblo que seguía buscando. La búsqueda les había llevado a la multiplicidad de maridos-señores-dioses. El agua que da Jesús es el encuentro definitivo con Yahvé. La Samaritana descubre que Jesús es un profeta por la profundidad del planteamiento religioso. La imagen de profeta que tiene la mujer es la de (Dt 18,15) profeta semejante a Moisés (Taheb) que restauraría el verdadero culto. La mujer sigue aferrada a la tradición: "nuestros padres". Piensa que hay que encontrar la solución sin salir de lo antiguo, que es la única realidad que conoce. No ha descubierto aún la novedad de la oferta de Jesús. Jesús no parte de la perspectiva de la mujer, sino de otra muy distinta. También el templo de Jerusalén está prostituido. Las dos alternativas son equivocadas. Su oferta es algo nuevo. Se trata de un cambio radical. Jesús mismo será el lugar de encuentro con Dios. Dios adquiere un nombre nuevo: "Padre". Esta paternidad excluye privilegios y exclusiones. Esta relación con Dios directa, sin intermediarios, hará posible la unidad. "Dios es Espíritu". Debemos tener en cuenta que ‘Espíritu’, desde la mentalidad griega, significa simplemente un ser no material. Desde la mentalidad judía, tiene una gama de significados mucho más rica. Significa que Dios es fuerza, dinamismo de amor, Vida para todos los hombres. El agua viva es la experiencia constante de la presencia y el amor del Padre. Padre, porque comunica su propia Vida, trasformando al hombre en Espíritu. El culto antiguo exigía del hombre una renuncia de sí. Era una humillación ante un Dios soberano. El nuevo culto no humilla, sino que eleva al hombre, haciéndole cada vez más semejante al Padre. El culto antiguo subrayaba la distancia; el nuevo la suprime. Dios no necesita ni espera dones. Los samaritanos aceptan a Jesús y le piden que se quede un tiempo con ellos. Los herejes están más cerca de Dios que los ortodoxos judíos. Meditación Dios es todo Espíritu y solo Espíritu. Como Espíritu (Neuma, Ruaj) está difundido por toda la realidad. Adorarle en espíritu, es tomar conciencia de lo que es en nosotros. Es experimentarlo como el aspecto fundamental de nuestro ser. Como verdadero centro del ser, irradia el resto de nuestro ser. Como Absoluto, nos invade, identificarnos con él. Para profundizar 1) Ni en Garicín ni en Jerusalén ni en Roma ni en la Meca ni en Prado Nuevo, nuestro culto sigue siendo idolátrico. Seguimos cosificando y localizando a Dios. 2) Dios es Espíritu. No es un espíritu más. Es el Único Espíritu que lo llena todo. Es la Única Realidad. Lo que no es Realidad es apariencia. Yo mismo soy esa Realidad y nunca dejaré de serlo. Lo que creo ser, es una ilusión que me he creado. 3) No tiene sentido buscar lo que siempre he sido. Si creo que lo he encontrado, me he fabricado el ídolo. 4) Soy el pez que busca desesperadamente el océano. Soy la ola que nunca deja de ser mar. Si me considero ola, pensaré que nada sería sin el mar. 5) Nunca podrás conseguir lo que ya eres. Esta es la mayor trampa de la espiritualidad. Nunca vas a ser más de lo que en este instante eres. 6) Abandona toda búsqueda y queda donde estás. Toma conciencia de que eres el Absoluto sin limitaciones. Vive la Realidad que eres sin complejos ni miedos. 7) Abandona todos tus proyectos y programaciones. En este instante eres lo que siempre has sido y lo que siempre serás. No existe ningún dios-ídolo que te pueda dar nada. 8) No esperes nada porque tu vaso está colmado. Derrámate en los demás sin miedo, nunca podrás ser menos. Nunca más sientas sed porque el Agua Viva te llena. 9) Confía en lo que eres y no en lo que puedes llegar a ser. Vive en la paz absoluta porque nada ni nadie te puede aniquilar. Los evangelios de los domingos 3º, 4º y 5º de Cuaresma del ciclo A, tomados de san Juan, presentan a Jesús como fuente de agua viva (Samaritana), luz del mundo (ciego de nacimiento) y vida (resurrección de Lázaro). Tres símbolos de nuestras necesidades más fuertes (agua, luz, vida) y de cómo Jesús puede llenarlas.
Tres aguadores, tres tipos de agua, y un borracho Las lecturas del próximo domingo hablan de tres personajes famosos (Jacob, Moisés, Jesús) relacionándolos con el don del agua. En gran parte del mundo, beber un vaso de agua no plantea problemas: basta abrir el grifo o servirse de una jarra. Pero quedan todavía millones de personas que viven la tragedia de la sed y saben el don maravilloso que supone una fuente de agua. En el evangelio, la samaritana recuerda que el patriarca Jacob les regaló un pozo espléndido, del que se puede seguir sacando agua después de tantos siglos. En la primera lectura, Moisés sacia la sed del pueblo golpeando la roca. De vuelta al evangelio, Jesús promete un manantial que dura eternamente. Aparentemente, el mismo problema y la misma solución. Pero son tres aguas muy distintas: la de Jacob dura siglos, pero no calma la sed; la de Moisés sacia la sed por poco tiempo, en un momento concreto; la de Jesús sacia una sed muy distinta, brota de él y se transforma en fuente dentro de la samaritana. Este milagro es infinitamente superior al de Moisés: por eso la samaritana, cuando termina de hablar con Jesús, deja el cántaro en el pozo y marcha al pueblo. Ya no necesita esa agua que es preciso recoger cada día, Jesús le ha regalado un manantial interior. ¿Y el borracho? No lo menciona ningún texto. Pero podemos intuirlo en la lectura de Pablo a los romanos. Interpretación histórica y comunitaria Quizá la intención primaria del relato era explicar cómo se formó la primera comunidad cristiana en Samaria. Aquella región era despreciada por los judíos, que la consideraban corrompida por multitud de cultos paganos. De hecho, en el siglo VIII a.C. los asirios deportaron a numerosos samaritanos y los sustituyeron por cinco pueblos que introdujeron allí a sus dioses (2 Reyes 17,30-31); serían los cinco maridos que tuvo anteriormente la samaritana, y el sexto («el que tienes ahora no es tu marido») sería Zeus, introducido más tarde por los griegos. Sin embargo, mientras los judíos odian y desprecian a los samaritanos, Jesús se presenta en su región y él mismo funda allí la primera comunidad. Los samaritanos terminan aceptándolo y le dan un título típico de ellos, que sólo se usa aquí en el Nuevo Testamento: «el Salvador del mundo». En esa primera comunidad samaritana se cumple lo que dice Jesús a los discípulos: «uno es el que siembra, otro el que siega». Él mismo fue el sembrador, y los misioneros posteriores recogieron el fruto de su actividad. Pero el relato destaca el importante papel desempeñado por una mujer que puso en contacto a sus paisanos con la persona de Jesús. Interpretación individual Hay dos detalles que obligan a completar la lectura comunitaria con una lectura más personal. El primero es la curiosa referencia al cántaro de la samaritana. Lo ha traído para buscar agua; al final, después de hablar con Jesús, lo deja en el pozo. No necesita esa agua, Jesús le ha dado una distinta, que se ha convertido dentro de ella en un manantial. El segundo detalle es la relación estrecha entre la promesa de Jesús de dar agua, su invitación posterior, durante la fiesta en Jerusalén: «el que tenga sed, que venga a mí y beba» (Juan 7,37-38), y lo que ocurre en el calvario, cuando lo atraviesan con la lanza, y de su costado brota sangre y agua (Juan 19,34). El tema central no es ahora la fundación de una comunidad, sino la relación estrecha de cualquier creyente con él, de esa persona que tiene su sed material cubierta, aunque sea con el esfuerzo diario de buscarse el agua, pero que siente una sed distinta, una insatisfacción que sólo se llena mediante el contacto directo con Jesús y la fe en él. Otra agua y otro pan Un último detalle sobre la enorme riqueza simbólica de este episodio. La samaritana se olvida de beber. Jesús se olvida de comer. Aunque los discípulos le animen a hacerlo, él tiene otro alimento, igual que la mujer tiene otra agua. ¿Cuál es esa agua que Jesús ha dado a la samaritana? Releyendo el relato, se advierte que la mujer va cambiando su imagen de Jesús. Al principio lo considera un simple judío, que no le merece gran respeto. Luego lo descubre como profeta, conocedor de cosas ocultas. Más tarde se pregunta si no será el Mesías, alguien que merece toda su consideración, aunque destruya sus convicciones religiosas precedentes; alguien que le revela la recta relación con Dios. En el Antiguo Testamento se usa a veces la metáfora de la sed y del agua para expresar el deseo de Dios: «Como suspira la cierva por las corrientes de agua, así suspira mi alma por ti, Dios mío» (Sal 42). Ese nuevo conocimiento de Dios y de Jesús es el agua que se ha llevado la samaritana, la que no necesita el viejo cántaro, que puede quedar olvidado junto al pozo de Jacob. Tres policías mueren por salvar a un borracho (Romanos 5,1-2.5-8) Ocurrió en La Coruña en la madrugada del 27 de enero de 2012, cuando un universitario eslovaco, con más cubatas de la cuenta, se empeñó en bañarse por la noche en la playa a pesar de que las condiciones del mar lo desaconsejaban. Cuando se estaba ahogando, tres policías se lanzaron al agua para salvarlo. Los tres murieron ahogados, igual que el muchacho. Me indignan estas personas irresponsables que ocasionan la muerte de gente inocente, mejores que ellos. Pero este hecho me trae a la memoria las palabras de Pablo: «Por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros». Nosotros nos parecemos al universitario borracho; si arriesgamos estúpidamente nuestra vida, nadie debe perder la suya por salvarnos. Sin embargo, eso es precisamente lo que hizo Jesús y lo que celebraremos en la próxima fiesta de Pascua. Algo que nunca podremos agradecer debidamente. De pozos en el desierto a manantiales de agua viva por: Mª Guadalupe Labrador Encinas, fmmdp.3/13/2020 El encuentro con Jesús invita a la samaritana y, nos invita a nosotros, a descubrir el manantial de agua viva que fluye en nuestras entrañas en lugar de seguir siendo buscadores de “pozos en el desierto”
El evangelio de este domingo nos presenta una catequesis larga y preciosa del evangelio de Juan, en la que todos los detalles son significativos. Nos acercamos a la experiencia que nos narra, dejando que “resuene” en nosotros y reavive nuestras propias experiencias.
¿No es esta de alguna forma nuestra experiencia? ¿Cuántos de nosotros no hemos experimentado y sentido alguna vez en nuestra vida que son esas tareas rutinarias, esos trabajos que no podemos dejar, los que nos impiden vivir plenamente, incluso nuestra fe? Lo que menos puede esperar ella y nosotros, es que en medio de esa rutina, nuestra vida pueda dar un giro y ser otra, por encima de las tareas y circunstancias. Además, podemos descubrir en el texto que, su situación es para ella una experiencia de insatisfacción y búsqueda. Insatisfacción de esa agua que ella cada día acude a sacar y que no sacia su sed más que unas horas. Insatisfacción más honda, que reconoce guiada por las palabras de Jesús: “no tengo marido”. No tengo un proyecto de vida compartido con un hombre, con otra u otras personas, en el matrimonio y en otros ámbitos de relación y convivencia, aunque reconoce, por las palabras de Jesús, que “ha tenido cinco baales”, cinco “señores” o realidades que han acaparado su vida y no le han llevado a la salvación ni a la felicidad… Sin casi darse cuenta, a ella como a nosotros, Jesús le empieza a hablar de “otra agua” y a mostrarle el camino hacia esa fuente que está en su corazón y ella empieza a dar el paso. Pero, como muchas veces nos pasa a nosotros, rápido retrocede y le devuelve una pregunta menos personal, desvía el dialogo intimo al dilema de su pueblo… se parapeta y defiende en el grupo, tras las etiquetas, “vosotros los judíos”, “nosotros los samaritanos”… No sea que lo descubierto la desestabilice demasiado… ¡Qué bien representa la samaritana a las mujeres y los hombres de hoy! También en nosotros aflora esta insatisfacción profunda, en nuestra oración, en esos momentos de compartir hondo… Cuando nos preguntamos, y yo ¿para quién trabajo? ¿Quiénes son o han sido mis baales? ¿Quién es el dueño de mi corazón? Buscamos, sí, como ella, pero con horizontes muy estrechos y definidos. Porque nos da miedo y pensamos ¿no será mejor este presente que controlo que ese “agua viva” y ese “espíritu” desconocido de los que me hablas?
Allí nos pide, como a la samaritana, que entremos dentro de nosotros mismos, que bajemos a nuestro propio centro, a nuestra realidad honda, que estemos atentos a nuestra propia verdad y a la realidad de los demás… No se realiza el encuentro con Jesús en la superficie de nuestra vida, en lo banal o impersonal, en las apariencias o falsas imágenes que tantas veces alimentamos. Es estando a solas con nosotros mismos, bajando a nuestro centro… allí donde la propia vida adquiere consistencia, donde abrimos la puerta a las preguntas últimas, con ellas se “cuela” Jesús. Jesús le dice a la samaritana y a nosotros: “Si me conocieras…” Si supieras desear lo que de verdad importa, si abrieras tu mirada y tu corazón a mí… Centra en su persona las expectativas de la mujer y de su pueblo, también las nuestras: “Si fueras capaz de salir de tus enredos y descubrir en el fondo de tu vida que yo te espero ahí… en lo cotidiano, en lo doloroso y pesado… si no intentases escaparte…”. “Tú me pedirías…” No que te ayude a llenar tu pequeño cántaro, no librarte de tus pesadas tareas… me pedirías algo mucho mayor, que está en otra clave: “El agua viva”, la que trasciende esta vida y llega a la eterna… Jesús va despertando nuestra sed mayor, va dirigiendo nuestra mirada y nuestro deseo… Algo así como si nos dijera, “No mires el cubo ni el pozo, mírame a mí”. El encuentro con Jesús invita a la samaritana y, nos invita a nosotros, a descubrir el manantial de agua viva que fluye en nuestras entrañas en lugar de seguir siendo buscadores de “pozos en el desierto” Nos invita a dejar nuestros cántaros, como lo hace ella, porque ya sacar agua del pozo no es lo que nos preocupa, ya no estamos pendientes del pozo, sino del manantial. Ese manantial que nos da el “agua viva” que el Espíritu hace brotar en nuestras entrañas, que transforma nuestra realidad y hace crecer nuestra fe, nos hace libres y felices. Junto al pozo de nuestra vida hoy se nos regala el poder elegir entre seguir cargando con nuestros cántaros y repartiendo el agua sacada del pozo con esfuerzo, o entrar en la apasionante misión de repartir el agua del manantial que brota en nuestras entrañas. “Me ha dicho todo lo que he hecho” El saber que solo Dios nos conoce y nos ama así, totalmente, sin condicionar su amor a nuestra pobre realidad, nos da fuerza para anunciarle a los demás, para invitarlos a vivir la misma aventura, a recorrer el camino hacia el manantial que, en cada uno, alimenta el Espíritu. La necesidad de la meditación/contemplación se hace cada día más acuciante en una Iglesia y un mundo en descomposición, lleno de contradicciones y absurdos. En este mundo, cada uno de nosotros vive también sus contradicciones personales; escindidos y buscando la armonía, la unidad con lo que somos: uno con todo (para los cristianos uno con Dios). “Mi yo es Dios”, decía apasionadamente el Maestro Eckhart. La meditación/contemplación personal y comunitaria en silencio y quietud, es el camino privilegiado para experimentar esa identidad. En una cultura hiperacelerada como la nuestra, descubrimos cada día más la necesidad urgente de encontrar espacios de silencio que nos permitan vivir con profundidad y consciencia la existencia única e irrepetible que nos ha sido dada. En los primeros días de agosto participé en unos “Ejercicios de contemplación” en la Cova Sant Ignasi de Manresa, acompañados por Javier Melloni. Éramos más de una cuarentena de mujeres y hombres de diferentes edades y con diferentes historias, unidos por el deseo de Ser, de vivir lo Esencial.
Tal como fuimos manifestando la mayoría al final de los ocho días juntos, fue una experiencia privilegiada en el marco propicio de la Cova de Manresa, donde Ignacio de Loyola vivió hace siglos ese encuentro con el Misterio. El jesuita y amigo Javier Melloni, experto en los Ejercicios ignacianos, viene ofreciendo desde hace años un espacio en quietud, con muchas horas de silencio y pocas de palabra; solamente algunas palabras suyas, un breve compartir de nuestra experiencia de esos días y algunos textos de grandes maestros de Occidente y Oriente: desde los Evangelios a místicos cristianos como Dionisio Areopagita, el Maestro Eckhart, Hadewich de Amberes o Teilhard de Chardin, y sufíes como Ibn Arabi y Rumi. El esquema de cada día era sencillo. Comienzo con una hora de chi-kung (chi “energía vital” y kung “trabajo”) al aire libre, para despertar nuestra energía al comienzo del día. Desayuno y meditación en el jardín; contemplando muy lentamente la naturaleza, sintiendo que somos uno con la naturaleza y con todo lo que es, percibiendo los pequeños detalles que ésta nos ofrece. La contemplación de/en/con la naturaleza, tuvo un efecto extraordinario en todos los participantes, a juzgar por las experiencias que fueron compartiendo en días sucesivos. Luego venían las dos horas y media de meditación matinal en la sala; en silencio, en quietud absoluta, con un kinhin (meditación caminando) cada media hora y un pequeño descanso cada hora. Comida, descanso y otras dos horas y media de meditación en la tarde; que concluían con otra media hora de meditación con música interreligiosa; luego un compartir la experiencia de estos días, y la eucaristía después de la cena. Un total de seis horas diarias de meditación en silencio y quietud absoluta. La meditación que nos ocupaba la mayor parte del día la hacíamos en un espacio privilegiado (“Sala Arrupe”); una gran sala cuadrada en la parte superior del edificio con tragaluces laterales, que un practicante de zen identificaría como un magnífico zendo odojo (“lugar del despertar”); aunque la meditación no era de cara a la pared como en el zen, sino de cara al centro. Un espacio que no tenía símbolo alguno de una religión particular; solamente un gran cuenco vacío que recibía luz desde la parte más alta. Era el símbolo de la Trinidad: el Padre (la luz), fuente y origen de todo lo que es, el Hijo (el cuenco) que recibe el agua de la fuente, y el Espíritu Santo (la corriente que se comunica entre el Padre y el Hijo). El gassho (reverencia con las manos juntas, signo de respeto y gratitud, de unidad y no-dualidad, expresión de una sola mente) nos situaba en actitud de comunión con lo que Es, desde la misma entrada en la sala de meditación. El primer día, Melloni hizo una sencilla introducción a los elementos fundamentales de la meditación. La recojo aquí con la ayuda del también jesuita Franz Jalics (Ejercicios de contemplación): a) Postura corporal. Bien sentados, en la postura del loto, en el zafu o en el banquito, e incluso en silla para los que tenían problemas físicos. Siempre con la espalda bien derecha. Haciéndose conscientes de todo el cuerpo, pues meditamos con nuestro cuerpo, en indisoluble unión con nuestro espíritu. Nuestro cuerpo es la expresión del alma y viceversa, puede influirse en el alma a través de una postura corporal; por eso, una buena postura es fundamental en la meditación. b) Respiración. Un elemento absolutamente fundamental en la meditación en silencio y quietud. Percibir mi respiración; la entrada y salida del aire siguiendo las vías respiratorias; sentir como fluye. Hacerse conscientes de la inspiración, como entra el prana, el espíritu, la vida, en todo nuestro cuerpo; y de la expiración, para vaciarse de todo lo malo que hay en nosotros. Lo fundamental es mantenerse en la percepción de forma ininterrumpida; y si se pierde, volver a esa percepción c) Posición de las manos. Una posición diferente de otros mudras del yoga o del zen; las manos abiertas, derechas y levantadas a la altura de los hombros y del corazón, enfrentadas simétricamente; con el centro en estrecho contacto, aunque separadas. Es la postura que introdujo Franz Jalics en su propuesta de meditación contemplativa; propuesta que sigue Javier Melloni. “La fuerza de las manos fluye de manera muy intensa a través del centro de las palmas de las manos –escribe Jalics en el libro citado más arriba-. Estas son una especie de centro energético. A través del cual la energía vital fluye hacia fuera… Sentí que a través de las palmas de las manos se cerraba un circuito energético que producía en mí un recogimiento atento y vivo”. Es una propuesta que no se hace en otras formas de meditación, pero que produce magníficos resultados, como pude comprobar esos días en Manresa. d) El mantra. Una expresión que se repite al compás del ritmo de la respiración, pero que no se racionaliza como un mensaje doctrinal. Franz Jalics propone “Cristo-Jesús”: “Si uno avanza por este camino, es llevado a la unión mística con Cristo… Jesucristo toma posesión de nosotros y penetra toda nuestra vida… Nos transforma más y más en él. Nos transformamos en Cristo en la tierra”. Pero Javier Melloni no propuso ningún mantra específico: “El mantra llegará y se hará tuyo”. El mío ha sido siempre durante años y años de meditación simplemente “Se-ñor”, el Kirios de los primeros cristianos. Ya empezábamos cada hora de meditación con el canto pausado de un magnífico mantra: “Me abandono a ti (ter). Haznos uno en ti”. Respiración-mantra-manos deben ir indisoluble y armónicamente unidos en esta propuesta de meditación. Este trio resulta magnífico para entrar de nuevo en la percepción y la consciencia cuando vienen las distracciones; distracciones que la mayor parte de las veces son pequeñas nubes que vienen y van, pero otra son más pertinaces. Hay que volver una y otra vez a la concentración-contemplación-presencia, con todo la experiencia de lo que somos, más que con la mente/la razón. Cuando las distracciones y las molestias físicas se multiplican, son habitualmente la expresión de la sombra, la oscuridad que hay en nosotros y fuera de nosotros. No somos conscientes de la causa de esos dolores y frustraciones; son problemas ignorados de nuestra parte oscura que vienen una y otra vez de modo pertinaz. La respuesta que propone Jalics para superarlas y continuar en la Presencia, es un rotundo “Si” al compás de la respiración. He experimentado que funciona, y así lo propongo. En todo momento se trata de vivir el instante, el ahora; no el pasado ni el futuro, sabiendo ver la importancia de las pequeñas cosas, la unidad y, a la vez, la belleza de la diversidad. En fin, redescubrimos la importancia de morir y sufrir para renacer, como ocurre con el cuento de Rumi “La cocción del garbanzo”. Fue una experiencia personal y comunitaria que nos llevó a centrarnos más en lo esencial, para saber conocer quien somos realmente y saber responder comprometidamente a la realidad cotidiana de un mundo convulso, injusto y violento, donde los más pobres no tienen derecho a nada, ni siquiera a vivir. |
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