Por la cotidianeidad, el don inmenso de la luz pasa inadvertido. Que se lo digan a quien no puede ver. Que se lo digan a quien nunca ha podido estremecerse ante una puesta de sol o ante los colores vivos de un cuadro de Sorolla, o de Oteiza. Que se lo digan a quien no ha podido ver nunca el brillo de unos ojos llenos de amor. Por su cotidianeidad, el peligro de no valorar la luz es evidente; por su cotidianeidad, la hermosura de la luz que se derrama sobre nosotros que vivimos en este planeta sin luz es la prueba de la generosidad de Dios con nosotros.
Pero la luz no es solamente la de fuera. Hay también una luz de dentro, una iluminación interior que la posee quien la trabaja, porque es un constructo, un trabajo de por vida, un afán que se logra en la medida en que se persigue. Hay que hacer un trabajo consciente para ganar la luz. Por eso mismo, hay vidas luminosas y vidas oscuras. Estas son las de aquellas personas que proyectan su luz gris sobre todo y lo envuelven todo en grisura. Todo es negativo para ellas, todo está desprovisto de la alegría del color. Todo tiende a lo oscuro. Pero hay otras que van en la dirección opuesta: tienden a la luz, se admiran del brillo de la vida y quieren que todo tenga ese brillo, se ponen siempre en la perspectiva de quien disfruta del color y del amor, valoran con sensata positividad lo que pasa y lo que nos pasa. Gente de luz. Decimos casi con ligereza que la Pascua es la fiesta de la luz, que Cristo es la luz de esa Pascua. Y así lo creemos. Por eso mismo, el tiempo de Pascua podría ser un tiempo bueno para el trabajo de ganar la luz, para hacer más sitio a la luz en nuestra vida, para contagiarnos de luz y para comunicar una mística de luz en nuestro derredor. No se trata de falsas iluminaciones, sino de lograr otra perspectiva de vida, más luminosa, más positiva, más esperanzada. Hacemos nuestra aquella oración de iluminación que, con humildad, se canta en las reuniones de Taizé: “En nuestra oscuridad enciende la llama de tu amor, Señor, de tu amor, Señor”. 1. Para ganar la luz Comenzamos con un poema de Eloy Sánchez Rosillo que da título a esta reflexión y que puede situarnos espiritualmente. La poesía buena es aliada de la buena mística: Cuánta pureza en esta luz que hoy baja del cielo, y cuánta libertad para mi corazón, que con frecuencia en lo oscuro se obstina. No es fácil ver la luz, mirarla simplemente y ser dichosos. Muchas cosas impiden que ese don que nos salva a nuestros ojos llegue. Para ganar la luz es necesario que todo sea mirada en nuestro espíritu, que mientras la miramos contengamos afanes y dolores, hábitos que nos ciegan. A pesar de negarla tantas veces, hoy de verdad la veo, la respiro, la escucho. Mis ojos quieren ver. Y la luz deja Que descienda a mi vida su piedad, su alegría. · Corazón…que en lo oscuro se obstina: A pesar de que la luz nos viene a raudales, de que la alegría se vuelca con frecuencia generosa en nuestra vida, de que hay mil motivos para el gozo humilde, nos obstinamos en lo oscuro. · No es fácil ver la luz: Porque, para verla, hay que tener luz dentro, luz que conecte con la luz. Nuestra peor ceguera es el no querer ver la luz que nos rodea. La ceguera de dentro es la ceguera de verdad. · Que todo sea mirada en nuestro espíritu: Esa es la condición para ganar la luz. Ser mirada quiere decir mirar con benignidad, con fraternidad, con amor. Una mirada distinta, la mirada del corazón. Y luego, contener los afanes y dolores que están ahí, las cegueras que nos acompañan tercamente. · Hoy de verdad la veo. Que la Pascua pueda ser, por Jesús, un momento de ver la luz, de respirarla, de escucharla. Que no se nos borre el brillo de la Pascua en el corazón e incluso en la mirada. Que descienda esa luz en modos de piedad y de alegría sencilla. 2. La luz de la esplendidez: Lc 11,34-34 Cuando se habla de iluminación ronda el peligro de pensar en una mística sin conexión histórica, lejos del sencillo caminar humano. Por eso, hay que situarse en lo cotidiano donde habrá que iluminar lo que vivimos cada día. La Palabra nos ayuda: la luz de la esplendidez es la que puede iluminar la vida. “La lámpara de la persona es la esplendidez. Cuando eres generoso, toda tu persona está luminosa; en cambio, si eres tacaño, tu persona está oscura. Por eso, cuidado con que la luz que tienes no sea oscuridad. Si tu persona entera es luminosa, sin parte alguna oscura, seguirás luminoso todo entero, como cuando la lámpara te ilumina con su brillo”. El texto está lleno de semitismos que es preciso entender en sus equivalencias en nuestro idioma: ojo perverso= envidia, tacañería; ojo simple= generosidad, esplendidez. Sobre esta posición se interpreta el resto. En Mt el texto está dentro de la interpretación de “los que eligen ser pobres” (Mt 5,3). En Lc como enseñanza sobre el desapego al dinero antes de hablar de aquellos, los fariseos, que tiene mucho apego a él. En cualquier caso se trata de actitudes económicas que engendran luz o que engendran tiniebla. · La lámpara de la persona es la esplendidez: La persona está iluminada por dentro en la medida de su esplendidez. Es una realidad: las personas espléndidas (y no solo en cuestiones de dinero, sino de respeto, de cariño, de buena relación) son personas luminosas. La esplendidez es la luz que ilumina el caminar humano, más que la luz de las lámparas. · Cuando eres generoso, toda tu persona está luminosa: Ser generoso o tacaño son actitudes que marcan a la persona entera, la configuran, la troquelan. Significan la apertura o cerrazón al amor de los demás. · Si eres tacaño, tu persona está oscura: Sobre todo porque te imposibilitas para el amor. No se trata solamente de una tacañería, material, sino vital, existencial. La tacañería de quien no ha dado con el secreto de la vida, con la senda del amor. · Cuidado con que la luz que tienes no sea oscuridad: La paradoja es clara: puedes tener cosas o actitudes que crees luminosas, pero son oscuras porque tienen como base el individualismo, la indiferencia, la exclusión. · Seguirás luminoso todo entero: Seguir está indicando que la iluminación de la vida por la esplendidez es algo que se construye, que va creciendo, en el mejor de los casos, que se tiene entre ceja cada día. No es tanto una manera de ser cuanto un camino a recorrer. · Como cuando la lámpara te ilumina con su brillo: El brillo de la lámpara pasa a la persona. Se convierte ésta en una persona “brillante”, capaz de iluminar otras sendas que no son la suya. La esplendidez que se multiplica. 3. Espiritualidad de la luz * Dios de Dios, luz de luz: Así lo decimos en el Credo. Posiblemente no pase de ser un aserto más, un tanto “infumable”. De hecho, la realidad de Dios no ha sido muy generadora de luz en la vida cristiana sino más bien lo contrario: temores, estremecimientos, alejamientos para tenerlo a raya. “El Dios feroz del Sinaí”, que decía Krahe. ¿Cómo meter en el imaginario religioso a un Dios de suave luz, de luz amigable, de luz abrazante y no de luz cegadora? Luz en el sendero de quien anda en el mismo camino. Luz acogedora porque acoge nuestras sombras. “Tu sombra arrastrará mi sombra hacia la luz” (canta Lucy Bell). Un Dios que arrastra suavemente nuestras sombras hacia su acogedora luz. * “Yo soy la luz; el que me sigue no andará en tinieblas”: Así se define Jesús en Jn 8,12. Un seguimiento a Jesús para no andar en tinieblas, no tanto para ser de una religión o de una moral, sino para ir saliendo de la propia tiniebla e ir construyendo un estilo luminoso de vida. Seguir la luz de Jesús es andar su camino de luz, irse situando en sus valores elementales, volver a lo más simple del Evangelio, despojar al pensamiento elemental de Jesús de las añadiduras religiosas, tan relativas. Llegar a la evidencia de que, con el correr de los años, las tinieblas tienen cada vez más perdida la batalla, que las sombras tienen menos terreno en el fondo del corazón. * Una luz entre la niebla: Algo de eso habría de ser la comunidad cristiana en la sociedad de hoy. No tanto una instancia normativa, ni siquiera un referente moral (si es que puede plantear esto sin sonrojarse). Una sencilla luz que ilumina el caminar humano y sus avatares. Una humilde luz en la vorágine de caminos enmarañados que es la vida de las personas. Una titilante luz en las noches más hondas que no se ahorran nunca a los humanos. Nada más y todo eso. Y ello, sin pretensiones, sin superioridades, sin censuras, sin menosprecios. Como quien también está fuertemente necesitado de esa misma luz. * Espiritualidad que engendra luz: No tanto doctrina que construye argumentos o filosofía que se abre un hueco en el panorama del pensamiento. Oferta sensata y racional de luz en la medida de lo posible. Oferta que se hace no desde la ideología sino, sobre todo, desde una experiencia, humilde pero cierta, de luminosidad. Mística de corazón simple que tiende a colaborar en la luminosidad y el gozo de lo humano para entender los sinuosos caminos del espíritu que anhela iluminación. * Propuesta de luz: Más que propuesta de doctrina. Oferta de pequeñas posibilidades de vida más que de grandes documentos de alto nivel. Evangelización que pretende aportar un poco de luz en los peculiares caminos humanos, más que siembra de ideología religiosa que tiene como trasfondo ampliar el número de adeptos religiosos. Evangelización para la luz, no para la bruma de una ideología religiosa que pesa, que es tóxica. 4. Derivaciones * Palabras luminosas: Porque la palabra puede ser un chorro de luz o, por el contrario, una fuente de tinieblas. Palabras hechas de respeto, de ausencia de juicio, de amabilidad sensata. Palabras lo más ajustadas posible a la verdad, lo más cercanas a lo cierto. Palabras que hablan al corazón, dardos sin veneno que tratan de acompañar y abrir caminos. Palabras que dejan un poso de gozo y la certeza de que se han aproximado los fondos del alma. * Gestos luminosos: Porque los gestos hablan el lenguaje del futuro, aunque no cambien el sistema. Los gestos luminosos iluminan pequeños trechos del camino. Gracias a ellos, andar esos caminos es más fácil. Necesitamos más gestos de luz que ideas luminosas, ya que los gestos son las ideas con carne, la certeza de que nuestras ideas no son “fantasmales”, sin carne. * Caminos luminosos: Estilos de vida que se vea por dónde van, maneras de comportarse que no se muevan en el barro de lo que oculta y, al final, no se sabe por dónde se anda. Claridad de comportamientos, aunque desvelen la limitación en la que uno se mueve, aunque no contengan la coherencia que uno desearía. Caminos luminosos que alejen el control, la censura, el abuso. * Relaciones luminosas: Más allá del daño que nos hacemos los humanos cuando nos relacionamos. Relaciones que alejen la imposición, el dominio, la explotación. Relaciones igualitarias, colaboradoras, fraternas. Relaciones que entienden que estamos hechos para vivir el uno con y para el otro, como decía Baumann. * Belleza luminosa: Y sencilla a la vez. Porque la luminosidad no viene de lo grande, sino de lo sencillo. Belleza que proviene de la madre tierra, de la creación paciente, de las criaturas con frecuencia menospreciadas. Belleza de las creaciones humanas que quieren aportar algún destello al caminar humano. Belleza que se esconde en los lugares oscuros pero que aparece a nada que los lea uno con humanidad y respeto. Conclusión El tiempo de Pascua podría ser entendido y vivido como un tiempo bueno para crecer en luminosidad, para celebrar y contagiarse del Jesús luminoso de la Pascua. Tiempo bueno para plantearse el alejamiento de lo oscuro, de los oscuros, de aquellas instancias que ennegrecen el camino humano. Tiempo de luz, tiempo de Pascua. Y siempre con esa contención que sabe que la luz de la vida y de la fe se vierte en el molde vidas sencillas, frecuentemente tentadas de oscuridad. Volvemos a hacer nuestro en la Pascua el grito de la antífona de Taizé: “En nuestra oscuridad enciende la llama de tu amor, Señor, de tu amor, Señor”. Que esa luz dentro de la persona sea el verdadero cirio pascual este año. Itinerario pascual: Primera semana: Palabras luminosas: Trata esta semana de controlar tus palabras, de darles más carga de humanidad, de intentar que sean palabras que animen y sostengan, que aporten vida a los caminos diarios, que generen bienestar en derredor. Segunda semana: Gestos luminosos: Proponerse algún gesto luminoso cada día. Basta una sencilla cosa. No darle publicidad. Que su posible luz brille por ella sola. Sin alharacas. Que sean gestos luminosos para uno mismo y para los demás. Tercera Semana: Caminos luminosos: Únete a algún grupo que tenga algo de “luz social”, que plantee alguna posibilidad de iluminar caminos sociales que son algo oscuros. Grupos de solidaridad, de cercanía a los más débiles, a los más “oscuros”. Reza por ellos, hazte cercano, mira si puedes colaborar en algo. Cuarta Semana: Relaciones luminosas: Trata de vivir tus relaciones familiares o comunitarias con la mayor luz posible, con el mejor humor que puedas, con la mayor carga de amor de que dispongas. Agradece al final del día tener personas con las que hablar, con las que relacionarte, a quienes amar. Quinta semana: Belleza luminosa: Disfruta en esta Pascua de la belleza sencilla. Camina, contempla la creación, escucha algo de música, toca la tierra, ora con gusto, lee algo que te nutra. Comparte la belleza sencilla con otros, con tu grupo, con tus amistades, con tu comunidad. Sexta Semana: Gózate con la luz que es Jesús: Termina la Pascua dando gracias a Jesús por ser luz para nuestro sendero, por el brillo de su corazón, por el amor que sigue manando de él. Anhela vivir cada vez más a la par de esa luz de vida. Cántale como luz en medio de la niebla. Disfruta de su luz.
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La liturgia de este domingo es desconcertante. Empieza celebrando una entrada “triunfal”, y termina recordando una muerte ignominiosa. Es difícil armonizar estos dos aspectos de la vida de Jesús. Podríamos decir que ni el triunfo fue triunfo, ni la muerte fue muerte. Todos los evangelistas plantean la subida a Jerusalén como resumen de la actividad pública de Jesús. La muerte en Jerusalén se considera como la meta última de toda su vida. En la vida de Jesús se vuelve a escenificar el Éxodo paso de la esclavitud a la libertad, de la muerte a la vida (pascua, paso). Allí iba a dejar patente el amor incondicional de Dios al hombre.
¿Por qué fracasó Jesús tan estrepitosamente? Porque la salvación que él ofrece no coincide con la salvación que esperamos la mayoría de los humanos. Jesús pretendió llevarnos a la plenitud, pero en nuestro verdadero ser. Nosotros nos empeñamos en salvar nuestro ser engañoso, nuestro “ego”. Para nada nos interesa acomodarnos a la “voluntad” de Dios; preferimos que Dios se acomode a lo que nosotros queremos. Dios “quiere” para nosotros lo mejor. Ni siquiera puede querer lo menos bueno. Y nosotros estamos tan pegados a nuestra contingencia, que seguimos creyendo que en asegurar nuestra individualidad está nuestro plenitud. No hay que entender la voluntad de Dios como venida de fuera. Lo que Dios quiere de cada uno es también la exigencia más profunda de nuestro verdadero ser. El fracaso humano de Jesús en su intento de instaurar el Reino de Dios, nos invita a reflexionar sobre el verdadero sentido de las limitaciones humanas. Si nuestro primer objetivo es evitar el dolor a toda costa y buscar el máximo placer posible, nunca podremos aceptar la predicación de Jesús. Él confió completamente en Dios, pero Dios no lo libró del dolor ni de la muerte. ¿Cómo podemos interpretar este aparente abandono extremos de Jesús por parte de Dios? Sería la clave de nuestro acercamiento a su pasión y muerte. Sería la clave también para interpretar el dolor humano y tratar de darle el verdadero sentido, que escapa a la mayoría de los mortales y está más allá de toda sensiblería. Es un disparate pensar que Dios exigió, planeó, quiso o permitió la muerte de Jesús. Peor aún si la consideramos condición para perdonar nuestros pecados. La muerte de Jesús no fue voluntad de Dios, sino fruto de la imbecilidad de los hombres. Fue el deseo de poder y el afán de someter a los demás, lo que hizo inaceptable el mensaje de Jesús. El pecado del mundo es la opresión. Lo que Dios esperaba de Jesús fue su total fidelidad, es decir, que una vez que tuvo experiencia de lo que Dios era, no dejara de manifestarlo a cualquier precio. La muerte de Jesús no fue un accidente;fue la consecuencia de su vida. Una vez que vivió como vivió y predicó lo que predicó, era lógico que lo eliminaran por insoportable. Dios no está solamente en la resurrección, está siempre en el hombre mortal, también en el dolor y en la muerte. Si no sabemos encontrarlo ahí, seguiremos pensando como los hombres no como Dios. Es una lección que no acabamos de aprender. Seguimos asociando el amor de Dios con todo lo placentero, lo agradable, lo que me satisface. El dolor, el sacrificio, el esfuerzo lo seguimos asociando a castigo de Dios, es decir a ausencia de Dios. Las celebraciones de Semana Santa nos tienen que llevar a la conclusión contraria. Dios está siempre en nosotros, pero necesitamos descubrirlo, sobre todo, en el dolor y la limitación. Los textos de la Pasión no son una crónica de sucesos, sino teología extraída de unos hechos, que al relatarlos no tienen como objetivo principal informarnos sino el trasmitir la teología sobre la muerte de Jesús que fueron elaborando los primeros cristianos. Aunque hay grandes diferencias entre los cuatro evangelios, el relato de la pasión es la parte en que más coinciden los cuatro. Esto se debe a que fue el primer relato que se redactó por escrito, seguramente, como catequesis. Por eso quedó fijado muy pronto en sus rasgos generales, que reflejan después los evangelistas con su propia peculiaridad en sus respectivas redacciones. Dentro del marco recibido por la tradición, cada uno le da su propio matiz. La pasión de Lc tiene una clara tendencia catequética. Aunque utiliza la narración de Mc u otra más antigua que ya utilizó el mismo Mc, le da un toque de humanización muy significativo. Suaviza mucho la relación de los que están alrededor de Jesús con su persona. No todo es negativo. Incluso los paganos quedan de alguna manera justificados. Hay en el relato muchos personajes que están con Jesús y pretenden ayudarle. El mismo Jesús se relaciona con algunos con total comprensión y como ayudándoles a entender lo que está pasando. Lc elimina de su relato todos los extremismos y presenta una pasión más humana. Para nosotros hoy, lo verdaderamente importante no es la muerte física de Jesús, ni los sufrimientos que padeció. A través de lo que conocemos de la historia humana, miles de personas, antes y después de Jesús, han padecido sufrimientos mucho mayores y más prolongados de los que sufrió él. Lo importante de la figura de Jesús en ese trance, fue su actitud inquebrantable de vivir hasta sus últimas consecuencias, lo que predicó. Para nosotros, lo importante es descubrir por qué le mataron, por qué murió y cuales fueron las consecuencias de su muerte para él, para los discípulos y para nosotros. ¿Por qué le mataron? La muerte de Jesús es la consecuencia directa de un rechazo por parte de los jefes religiosos de su pueblo. Rechazo a sus enseñanzas y rechazo a su persona. No debemos pensar en un rechazo gratuito y malévolo. Los sacerdotes, los escribas, los fariseos, etc. no eran gente depravada que se opusieron a Jesús porque era buena persona. Eran gente religiosa que pretendía, de buena fe, ser fieles a la voluntad de Dios, que para ellos estaba definida de manera absoluta y exclusiva, en la Ley de Moisés. Para ellos defender la Ley y el templo, era defender al mismo Dios. Era Jesús el profeta, como creían los que le seguían, o era el antiprofeta que seducía al pueblo y le apartaba de la religión judía. La respuesta no era sencilla. Por una parte veían que Jesús iba contra la Ley y contra el templo, signos inequívocos del antiprofeta. Pero por otra parte, la cercanía a los que sufren y los signos que hacía eran una muestra de que Dios estaba con él. El desconcierto de los discípulos ante la muerte de Jesús, tiene mucho que ver con esa confrontación de sus representantes religiosos. ¿A quién debían hacer caso, a los representantes legítimos de Dios, o a Jesús, a quien los sacerdotes consideraban blasfemo? ¿Por qué murió? Solo indirectamente podemos aproximarnos a la actitud que Jesús adoptó ante su muerte. Ni era un inconsciente ni era un loco. Pronto se dio cuenta de que los jefes religiosos querían eliminarlo. Jesús debió tener razones muy poderosas para seguir diciendo lo que tenía que decir y haciendo lo que tenía que hacer, a pesar de que eso le acarrearía la muerte. Sabía que el pueblo que no le entendía, dejaría de seguirle. Pero también sabía que los jefes religiosos no se iban a conformar con no hacerle caso. Sabiendo todo eso, Jesús tomo la decisión de ir a Jerusalén. Que le importara más ser fiel que salvar la vida, es lo que debemos valorar. Eso es lo que Dios esperaba de él, y eso es lo que tuvo siempre claro. ¿Qué consecuencias tuvo su muerte? Para los apóstoles, fue el revulsivo que les llevó al descubrimiento del verdadero Jesús. Durante su vida lo siguieron como amigo, maestro, profeta, pero estaban muy lejos de conocer el verdadero significado de la persona de Jesús. A ese descubrimiento no podían llegar a través de lo que oían y lo que veían; se necesitaba un proceso de maduración interior. La muerte de Jesús les obligó a esa profundización en su persona y a descubrir en aquél Jesús de Nazaret, al Señor, Mesías o Cristo y al Hijo... En esto consistió la experiencia pascual. Si queremos entender la muerte y la resurrección de Jesús, todos tenemos que seguir ese mismo camino de la vivencia interior. Meditación-contemplación Jesús, con su muerte, manifestó que él era la VIDA. Si la VIDA (Dios) estaba en él. ¿Qué podía temer de la muerte física? La muerte ni añade ni quita nada a su verdadero SER. La muerte no le puede arrebatar un ápice de VIDA ................................ La verdadera Vida está ya en mí. Lo único que tengo que hacer es descubrirla. Toda “muerte” (entrega, servicio) es signo de Vida. Todo egoísmo (opresión, dominio) es signo de “muerte”. .......................... La Vida-Amor es el fundamento de mi ser. No la encontraré en lo superficial y accidental. Solo entrando dentro de mí, muy adentro, más adentro; descubriré lo esencial de mí mismo. La celebración de la Semana Santa –más allá de las formas de expresión que ha ido adoptando a lo largo de siglos– pivota en torno al misterio central de la existencia humana, tal como aparece en el mundo manifiesto: el movimiento de muerte-resurrección: todo lo que ha nacido, morirá; y solo la muerte permite un nuevo nacimiento, porque –como decía Jesús- “si el grano de trigo no muere, no puede dar fruto” (Jn 12,24).
De ese acontecimiento –como de cualquier otro–, caben varias lecturas. En un plano mítico, se hacía fundamentalmente en clave expiatoria: la muerte de Jesús en la cruz es el medio querido por Dios para expiar nuestros pecados –fundamentalmente, el “pecado original”- y, de ese modo, recuperar la amistad divina. En esta perspectiva, Jesús es el “enviado celeste” que entrega su vida para salvar a toda la humanidad. En el plano histórico, la cruz es consecuencia del poder despótico, religioso y político, capaz de eliminar a una persona inocente porque, sencillamente, les molestaba. Jesús asume la cruz como consecuencia de la fidelidad a su propio mensaje y la vive en actitud de entrega amorosa. En un plano ético, La cruz proclama el compromiso de luchar por la justicia, poniéndonos, amorosa y eficazmente, del lado de los crucificados. Es lo que vimos en la persona de Jesús, cuya existencia estuvo marcada por la compasión y la predilección por los últimos. En el plano simbólico o profundo, pueden apreciarse diversos significados. Por un lado, habla de aquel misterio central al que me refería más arriba, y que nos atraviesa constantemente: muerte y resurrección son las dos caras de la misma realidad aparente. En todo momento, de una manera consciente o no, estamos muriendo y resucitando: desde las células de nuestro organismo hasta nuestras ideas, todo se halla en proceso de constante cambio. El cambio constituye, de hecho, la ley que rige el mundo de las formas. En segundo lugar, la cruz –así leída- es una invitación a vivir la muerte –cualquier muerte- de tal manera que sea oportunidad para que germine la vida en una nueva resurrección. Y eso ocurre cuando asumimos el cambio desde la consciencia de lo que somos, en aceptación lúcida y en coherencia con el fluir de la propia Vida que en él se manifiesta. En tercer lugar, la cruz es símbolo de “muerte del yo”: cuando el yo es “crucificado”, se abre camino la “resurrección” a nuestra verdadera identidad. No se trata, ciertamente, de actuar contra el yo, sino de dejar de identificarnos con él y vivir como si él constituyera nuestra identidad. Es aquí donde se aclara la paradoja, al comprender que tanto la muerte como la resurrección son solo formas complementarias que emergen de aquella Realidad profunda que transciende y, por eso, resuelve toda paradoja: no somos ninguna de las formas que cambian, sino Aquello previo a todo cambio, en cuyo seno se produce el despliegue cambiante de la historia y de los acontecimientos. Como dijera Jesús, lo que somos es no-nacido –“antes de que Abraham naciese, Yo soy” (Jn 8,58)- y es uno con la Fuente: “El Padre y yo somos uno” (Jn 10,30). Por eso, “quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14,9). La cruz constituye, por tanto, una invitación a reconocer las dos caras de lo manifiesto –siempre en proceso de nacer y morir y volver a nacer-, abrazadas en la No-dualidad de lo que es. Y percibir esa doble realidad en nosotros mismos, que en cada momento estamos también naciendo-muriendo, pero que, al mismo tiempo, somos lo no-nacido, Aquello que, sencillamente, es. Nos percibimos como una paradoja, pero somos la totalidad. Nos experimentamos como individuos limitados y temporales, sometidos al nacimiento y a la muerte, pero nuestra verdadera naturaleza es la plenitud infinita y eterna; nos experimentamos llenos de sombras y de sufrimiento, pero nuestra identidad última es gozo luminoso. Y no se trata de una “creencia” más en la que el yo buscara consuelo, sino de la certeza que se nos regala cuando aprendemos a acallar la mente separadora y conectamos con el “conocimiento silencioso” en el que saboreamos Aquello que somos. El domingo de Ramos hacemos dos lecturas en las que se recogen los últimos días de la vida de Jesús. Siguiendo la narración, caminamos desde su entrada triunfal en Jerusalén hasta su entierro, pasando a través de diversas escenas de gran intensidad dramática y profundamente teologizadas. Es significativo que en este recorrido se deje fuera un momento que es crucial para entender las razones históricas de la condena de Jesús y el por qué resultaba tan amenazante para quien ostentaba el poder: la acción profética que él realiza en el templo (Lc 19,45-48).
La subida a Jerusalén fue sin duda para Jesús una decisión meditada, pero también profundamente radical. En ella se ponían en juego todos sus empeños y sueños. Como un profeta al estilo de la más genuina tradición de Israel, Jesús realiza una doble acción simbólica que ponen en evidencia lo lejos que parecía estar el discurso religioso de los dirigentes de Jerusalén de los deseos de Dios. La llegada de Jesús y sus discípulas y discípulos a la ciudad, formando parte de la comitiva de las y los peregrinos que llegaban de los cuatro puntos cardinales del mundo conocido para celebrar las Pascua, se convirtió en una procesión festiva. El maestro evocando la profecía de Zacarías (Za 9,9) quiso cruzar los umbrales de la ciudad santa montado en un borrico, mostrándose así como el enviado humilde de un Dios cuyo poder es el amor. Para algunos ese gesto era altamente provocador y quisieron frenar el entusiasmo que la persona de Jesús provocaba a su paso, pero el maestro no les hizo caso (Lc 19, 39-40). Lucas a continuación narra brevemente un episodio en el que Jesús realiza otra acción altamente provocativa. Al entrar en la primera explanada del templo Jesús expulsa a todos los que compraban y vendían en ese lugar. ¿Por qué lo hace? ¿Es que estaban haciendo algo indebido? La verdad es que no había nada extraño en el comportamiento de aquellas personas, al contrario, pues esa explanada no tenía un carácter sacral, sino que era como una antesala donde se adquiría lo necesario para realizar los sacrificios que se ofrecían en el interior. Esto era así, porque según la legislación judía, había que asegurar que todo lo que se introducía en el templo fuese puro, y eso solo podía certificarse si se adquiría allí. Lo que pretende Jesús entonces, no es cuestionar la ética de quienes estaban comprando o vendiendo, sino denunciar el sistema cultual judío, es decir el tipo de relación con Dios que estaba establecida en el templo. Lucas lo explica poniendo en boca de Jesús dos textos proféticos (Is 56,1-7; Jr 7, 1-11), él solo los evoca con una frase, pero lo que quiere es que se recuerde todo el pasaje, pues esa era la manera de citar cuando la Biblia no estaba todavía dividida en capítulos y versículos. Con ellos lo que quiere decir, es que para Jesús ese tipo de culto no era el que Dios quería, sino que lo habían pervertido, como decía Jeremías y que de ese modo habían excluido a muchos/as del encuentro con él. Y era el momento de que eso cambiase, como había anunciado Isaías. Y esto fue sin duda, lo que determinó definitivamente que quienes se sentían seguros con ese culto buscaran el modo de hacerlo desaparecer (Lc 119, 47). Jesús es consciente de lo arriesgado de su propuesta, pero no puede dejar de anunciar al Dios que arde en sus entrañas. La cena con su comunidad es la expresión más honda del modo en que él entiende su relación con su Padre y de cómo quiere que sus discípulos y discípulas entiendan y continúen su misión. Los signos del pan y del vino, condensan la hondura de su entrega y fidelidad al Padre que busca con pasión ofrecer su amor y perdón a todas y todos. La invitación a hacer memoria de ese momento, no es una simple propuesta ritual, sino una llamada a identificarse con su camino existencial, a descubrir la gratuidad como la única opción para dejar a Dios ser Dios en la historia, a permanecer en la bondad y en la esperanza a pesar del fracaso. Las escenas que siguen en el relato muestran el drama humano que provocan la injusticia y la opresión. El modo en que Jesús lo afronta transparenta el auténtico ser de Dios, un Dios que se deja vencer para que en su nombre no se pueda ya justificar ninguna acción que no sea liberadora y salvadora. La cruz de Jesús, no fue deseo de Dios, porque él no quiere nada que produzca sufrimiento y destrucción, pero junto a Jesús respondió a la violencia con perdón, al odio con ternura y al poder avasallador con humildad y permanencia. En la cruz de Jesús, siguió demostrando su amor desmedido por el ser humano, y negó cualquier justificación de la venganza o de la violencia en su nombre. Para la primera comunidad fue difícil ahondar en el misterio que atravesaba la opción definitiva de Jesús. Todos y todas estaban fascinados por su mensaje, pero la dureza de su final surgió como una bofetada en sus vidas. Los relatos nos hablan también de ese camino comunitario de comprensión y de conversión que los compañeros y compañeras del maestro tuvieron que hacer aquel primer viernes santo. Tuvieron que afrontar la impotencia, el miedo, el fracaso y un fuerte sentimiento de orfandad. Necesitaron tiempo hasta que fueron capaces de encontrar sentido y esperanza… La experiencia vivida por las mujeres que lo siguieron desde Galilea muestra de forma contundente el camino pascual vivido por la comunidad. Ellas son al inicio testigos mudos de los acontecimientos, acompañando en silencio los últimos momentos de vida del maestro entre el dolor y la impotencia ante algo que no pueden comprender. Al amanecer del domingo, en medio del ritual de duelo, ellas hacen memoria existencial de lo vivido junto a Jesús. En ese recuerdo, la tristeza comienza a transformarse en esperanza y comprenden que tenía sentido lo que había ocurrido. El sepulcro vacío ya no hablaba de ausencia, sino de vida, compromiso y misión (Lc 24, 1-10). Ellas también son nuestras compañeras de camino hacia la Pascua. Su elección, uno de los procesos más opacos
“Nadie pide obispos perfectos, pero tampoco que se crean que lo son por defecto” RELIGIÒN DIGITAL Demasiado despacho y poca calle alejan al Pastor de sus ovejas. Demasiado calle y poco despacho pueden convertirle en un populista sin fundamento. Demasiado despacho y poca capilla hacen de ese obispo un funcionario de lo sagrado Uno de los procesos más opacos en nuestra Iglesia Católica es la elección de obispos. La nominación episcopal significa entrar en una terna. Una vez que el nombre se encuentra en la misma, a continuación vienen los informes secretos. Aunque a veces la gente “canta” y pasa de las terribles condenas anunciadas por revelar el secreto pontificio. Las anticipaciones de los nombramientos son clamorosas. Después un dedo señala al candidato y, finalmente, previa aceptación por parte del mismo, la proclamación pública. No obstante, durante el proceso pueden tener lugar interferencias de todo tipo. Por eso nunca se sabe…Los hombres de Iglesia, a pesar de las espinilleras, no están exentos de zancadillas. La discreta llamada de Nunciatura marca el final del proceso antes de la aceptación. En cualquier caso, esta elección es para siempre. Y esto, algunas veces puede convertirse en un problema. En cada país, corresponde al Nuncio Apostólico realizar esas tareas electivas, “pastorear” y gestionar los problemas que puedan plantear los obispos. No es una tarea fácil. Acertar en la elección, a pesar de los filtros, es una lotería, y el error puede ser nefasto. ¡Demasiadas horas extras para el Espíritu Santo!. Y, en cuanto al “pastoreo” de los obispos, en la España actual estamos asistiendo a una lista, más o menos amplia, dependiendo de los observadores, de obispos problemáticos. Unos por razones ideológicas, otros por comportamientos imprudentes de todo tipo o fallidos, y algunos por ser incompatibles con las tendencias eclesiales actuales. Sin olvidar a algunos que baculizan con tanta voracidad que parecen que se han tragado alguna “paloma” con plumas incluidas. Alguno se “enroca” en su palacio. Evidentemente los hay muy buenos: pastores e inteligentes servidores de la Santa Madre Iglesia, que han estado marginados en estas últimas décadas. Conozco personalmente la calidad y la valía de alguno de ellos sin grandes títulos, pero muy ovejero; mientras que otros con “titulitis crónica” parecen grandes señores venidos a menos, con unas formas y discursos absolutamente rancios. Me precio de haber compartido, en tiempos jóvenes, campamentos de verano con un par de obispos actuales. Y alguna que otra reunión y charla con alguno más. No quiero citar nombres de problemáticos, porque no me gusta tocar de oído, pero en la mente de los lectores seguro que tienen algunos ejemplares. De todos modos, resulta cada vez más difícil aplicar el método patentado clericalmente que se define con el latinajo “promoveatur ut removeatur”, a saber: que alguien sea promovido a un puesto más elevado para ser removido de su actual puesto. En los casos episcopales es muy complicado actualmente por razones obvias: todo se sabe. De todos modos, si se acierta en la elección, el “para siempre” es saludable. Pero lo contrario puede convertirse en una eternidad para el Pueblo de Dios, que se preguntará: ¿qué hemos hecho para merecer este castigo? Por eso, hoy más que nunca, los analistas de la documentación de los candidatos aspirantes a la mitra hacen las valoraciones con temor y temblor. Muchos informes pueden estar cargados de amistad interesada o por haber cerrado los ojos ante realidades cuestionables. No dudamos de la sinceridad y buena voluntad de los informantes, que pueden estar consciente o inconscientemente condicionados. No les arriendo la ganancia ante esta responsabilidad eclesial. Tampoco estaría mal que, por medio de los Consejos Parroquiales, el pueblo de Dios llano, pudiera emitir alguna opinión para hacer creíble aquello: “consultado el pueblo de Dios”. Al menos en la Parroquia o lugares donde haya ejercido su ministerio. Ni olvidemos el “sensus fidei”. Hoy, tenemos medios para que esto pueda hacerse con garantías. En estos momentos, sin embargo, la tarea no sería tanto tapar los agujeros episcopales que existen en nuestras diócesis, sino ahondar en el “perfil” del obispo, pero sobre todo en el contenido de su ministerio. Vivimos tiempos de cambio. Demasiado despacho y poca calle alejan al Pastor de sus ovejas. Demasiado calle y poco despacho pueden convertirle en un populista sin fundamento. Demasiado despacho y poca capilla hacen de ese obispo un funcionario de lo sagrado. Demasiada capilla y poca calle le sitúan fuera de la realidad. Una buena y equilibrada dosis de estas tres dimensiones (Capilla, Despacho, Calle) pueden dar con el perfil adecuado. Añadiendo a esto, presencias y talantes fraternos y cercanos. La cruz en el pecho no debería alejar, sino acercar. Y mucho sentido común. No desearía que fuera verdad, aquello que decía un profesor mío: “Meno la testa pensa, più presto arriva l´excellenza” (cuanto menos piensa la cabeza, antes llega el Excelencia). Nadie pide obispos perfectos, pero tampoco que se crean que lo son por defecto. Ni tampoco que el pueblo de Dios les pidamos lo que son incapaces de darnos, pero sí lo que el Señor les pide para servir con su carisma propio a la Iglesia. En estos momentos se está, sin duda, preparando un cambio generacional de prelados ovejeros. De ahí la prudencia de la Roma actual en los nombramientos. Felices las mujeres que se dejan seducir por los sueños, que tienen la sensibilidad, la fortaleza y el ánimo a flor de piel, que disfrutan creando, poniéndose hermosas para salir de fiesta, divirtiéndose, aprendiendo, compartiendo, amando.
Felices las mujeres que intentan crecer en humanidad, que se esfuerzan por alcanzar nuevas metas personales, de formación, profesionales, optando por la cooperación con todos y todas y rechazando, en este empeño, el seguir las pautas competitivas que la sociedad patriarcal impone. Felices las mujeres que se sienten plenas desde su hondón personal; que necesitan vivir con la solidaridad por bandera, para poder sentirse una parte activa de la humanidad; que gritan y se enfurecen contra cualquier abuso de poder; que caminan erguidas, dichosas de ser como son. Felices las mujeres que se sienten a gusto con su propio cuerpo, que no se agobian cuando suben de talla, que se sienten orgullosas de la edad que tienen, que les gusta lo que ven cada vez que se miran al espejo. Felices las mujeres que llevan a cabo las actividades con las que más se realizan personalmente, que disfrutan del camino que recorren cada día, que se encuentran contentas cuando están en casa, en el trabajo o tomando una copa con los amigos. Felices las mujeres que tienen verdaderos amigos y amigas con las que poder compartir todo lo que les pasa en la vida, las dificultades cotidianas, las lágrimas amargas, las alegrías y las esperanzas, los momentos de satisfacción y de tristeza. Felices las mujeres que se comprometen por conseguir los derechos negados y la dignidad de todas las mujeres del mundo, en especial de las más oprimidas y excluidas; contra la violencia y los asesinatos machistas; para poner su granito de arena en la construcción de una sociedad más justa, igualitaria y fraterna. Felices las mujeres que son fértiles siempre que dan a luz una más honda amistad; cuando crean alternativas; cuando son fieles a sus principios y creencias; cuando generan vida de cualquier forma a su alrededor: con la justicia, el amor, la cercanía; cuando alumbran semillas de liberación para sí mismas, para sus compañeras de camino y luchas, para los hombres, para la sociedad. Felices las mujeres que tienen a su lado hombres que luchan con ellas contra el machismo, por la igualdad de derechos, que sienten y lloran ante sus sufrimientos y se alegran y festejan sus victorias con las sonrisas que iluminan su horizonte común, compartido. Lo llamativo es que no nos llame la atención. Es que siempre la hemos conocido así. Nos parece obvio, evidente. A veces se oyen voces que obligan a reflexionar aunque, todavía, no se pasa de las palabras a los hechos. Así, el Papa Francisco, el 26 de septiembre de 2015 en Filadelfia, afirmó que el futuro de la Iglesia pasaba por los laicos y por las mujeres. Pero, ¿qué vemos cuando nos ponemos a mirar? La voz que se oye en la Iglesia es la voz de hombres célibes, mientras que la voz de las mujeres y la de los hombres casados es apenas perceptible.
Hay que reconocer que un organismo que se dice católico, luego universal, donde algo más de la mitad de sus miembros, las mujeres, y la gran mayoría de otra mitad, hombres casados o solteros -que no célibes-, no tienen apenas voz en el capítulo, es un organismo un tanto extraño. Raro. Preocupante. No digamos si, además del ejercicio de la palabra, nos preguntamos por quién decide, quién manda en la Iglesia. Ya sabemos la respuesta: un puñado de hombres, todos célibes y que, por su forma de organizarse, la cúpula, la que realmente decide, la conforman hombres de edad avanzada. Muy avanzada. Tanto que para elegir a su responsable supremo entre un grupo muy selecto de poco más de 100 hombres, han decretado que solamente tengan derecho al voto quienes no hayan traspasado la edad de los 80 años. Así mismo los delegados y responsables de la gobernanza espiritual y material de las diferentes partes del mundo en las que está asentada la Iglesia, los obispos en sus diócesis, deben renunciar a su cargo al llegar a los 75 años. Y pocos, muy pocos, no llegan a esa edad en el cargo, pues parece que les cuesta jubilarse. El número de clérigos, obispos y sacerdotes, que son quienes tienen voz y mando sobre los laicos (claro que los obispos mucho más, particularmente sobre los sacerdotes), sumaban, el 31 de diciembre de 2012, según fuentes oficiales de la Iglesia Católica, 419.446 personas. Les ahorro el porcentaje que supone sobre los mil doscientos millones de católicos. Una exigua minoría. Hay que poner muchos ceros, tras la coma del cero inicial, y nos perdemos en los números infinitesimales. Sí, nuestra Iglesia, de la que se dicen pertenecientes una sexta parte de los habitantes del planeta, es una Iglesia piramidal, con un papa de poderes prácticamente ilimitados, una iglesia gerontocrática, masculina, clerical, europeísta, Iglesia que es gobernada, en última instancia, por unas pocas personas: el papa, los obispos en ejercicio y la burocracia de la Curia romana. En un libro mío, de reciente presencia en las librerías, '¿Quién manda en la Iglesia? Notas para una sociología del poder en la Iglesia Católica del siglo XXI' (PPC, 2016), reflexiono sobre esta cuestión desde perspectivas sociológicas, históricas y eclesiales. Propongo otro modelo de Iglesia para el siglo XXI: una Iglesia en red, al modo de un gigantesco archipiélago que cubra la faz de la tierra, con diferentes nodos en diferentes partes del mundo, interrelacionados entre sí y todos ellos religados a un nodo central, que no centralizador, que, en la actualidad, está en el Vaticano. En el Vaticano (o en otras partes del planeta), todos los años se reuniría una representación universal de obispos, sacerdotes, religiosas y religiosos, laicos de ambos sexos, miembros de la curia, todos bajo la presidencia del papa, para debatir sobre la situación de la Iglesia en el mundo y adoptar las decisiones pertinentes. Parece que el papa Francisco está por algo de este tipo. No le dejemos solo. La función de la ley, de cualquier ley humana, es servir de medio para organizar una convivencia. Si nos referimos a la función de la Ley, con mayúscula, no consiste en salvar sino en convencer a los que están bajo su régimen de que ella también es un medio: la Ley no salva, lo que salva es la promesa hecha realidad en la persona de Jesucristo. También nosotros nos peguntamos muchas veces, ¿para qué tanto afán en vivir desde el miedo la Ley de Dios? Cumpliendo la Ley como un fin estamos muy cerca de aquellos escribas y fariseos. Son muchos, en cambio, los que cumplen con su actitud la ley de Dios en su sentido más cristiano desde la experiencia del Amor. Karl Rahner les llamaba “cristianos anónimos”.
Pero de tanto leer y escuchar el evangelio con la mirada contemporánea, sus historias y personajes acaban por quedarse atrapados en la sociología de aquél momento, alejados de nosotros. Corremos el riesgo de que la verdadera enseñanza cristiana se quede en una caricatura entre manifestaciones de la devoción popular. La actitud de Jesús fue ejemplar en sus conductas combinando audacia y prudencia (que no temeridad ni cobardía) sin atender a cálculos religiosos, políticos ni de seguridad personal. No nos engañemos, pues los excluidos de ahora serían también los que mejor sintonizarían con Jesús y su Buena Noticia entre incomprensiones socio-históricas y negaciones de todo tipo, empezando porque no conocen la Ley ni la cumplen. Incluso el Papa Francisco gusta a los de fuera, quizá menos a bastantes de casa. Algo parecido le ocurrió a Jesús. Es necesario volver la mirada a Jesús en nuestra Iglesia para que no sea más importante la institución que el Evangelio. El Plan de Dios y la fe cristiana son mucho más que una adhesión doctrinal, es humanizarse para amar. Esto lo expresa muy bien Adela Cortina, catedrática de Ética, con esta cita a la que me refiero siempre que puedo: “El cristianismo no es una ética de mínimos de justicia, sino una religión de máximos de felicidad. Los mínimos de justicia le parecen irrenunciables, pero tales mínimos no agotan el contenido de la religión cristiana. Sus propuestas no compiten con la ética cívica, sino que la complementan. Mientras que la universalidad de los mínimos de justicia es una universalidad exigible, la de los máximos de felicidad es una universalidad ofertable”. Lo cristiano es un plus sobre la justicia humana exigible. Sin embargo, muchos católicos, cuando nos miramos con humildad, vemos como estamos intentando todavía aprobar el mínimo ético exigible aunque defendemos la ortodoxia a capa y espada. La cosa es más seria en palabras de Martin Luther King: “No me preocupa el grito de los violentos, de los corruptos, de los deshonestos, de los sin ética; lo que más me preocupa es el silencio de los buenos”. La principal característica de las tres lecturas de hoy es que nos invitan a mirar hacia adelante. Isaías desde la opresión del destierro, promete algo nuevo para su pueblo. Pablo quiere olvidarse de lo que queda atrás y sigue corriendo hacia la meta. Jesús abre a la adúltera un horizonte de futuro que los fariseos estaban dispuestos a cercenar. El encuentro con el verdadero Dios nos empuja siempre hacia lo nuevo. En nombre de Dios nunca podemos mirar hacia atrás. A Dios no le interesa para nada nuestro pasado. A mí debía interesarme, solo en cuanto me permite descubrir mis verdaderas posibilidades de futuro.
El texto que acabamos de leer, está en un contexto artificial. No se encuentra en ningún otro evangelista y, seguramente ha sido añadido al evangelio de Jn. No aparece en los textos griegos más antiguos y ninguno de los Santos Padres lo comenta. Está más de acuerdo con la manera de redactar de Lc; incluso aparece incorporado a este evangelio en algunos códices. Está garantizado que es un relato muy antiguo y su mensaje está muy de acuerdo con todos los evangelios, incluido el de Juan. Puede ser que la supresión y los cambios se deban a su mensaje de tolerancia, que se podía interpretar como laxitud o permisividad. En el relato, se destaca de manera clara el “fariseísmo” de los letrados y fariseos, acusando a la mujer y creyéndose ellos puros. No aceptan las enseñanzas de Jesús, pero con ironía le llaman “Maestro”. El texto nos dice expresamente que le estaban tendiendo una trampa. En efecto, si Jesús consentía en apedrearla, perdería su fama de bondad e iría contra el poder civil, que desde el año treinta había retirado al Sanedrín la facultad de ejecutar a nadie. Si decía que no, se declaraba en contra de la Ley, que lo prescribía expresamente. Como tantas veces, los jefes religiosos están buscando la manera de justificar la condena de Jesús. Si los pescaron “in fraganti”, ¿dónde estaba el hombre? (La Ley mandaba apedrear a ambos). Hay que tener en cuenta que se consideraba adulterio la relación sexual de un hombre con una mujer casada, no la relación de un casado con una soltera. La mujer se consideraba propiedad del marido, con el adulterio se perjudicaba al marido, por apropiarse de algo que le pertenecía (la mujer). Cuando el marido era infiel a su mujer con una soltera, su mujer no tenía ningún derecho a sentirse ofendida. ¡Qué poco han cambiado las cosas! Hoy seguimos midiendo con distinto rasero la infidelidad del hombre y de la mujer. Por cada prostituta tiene que haber cientos de prostitutos. Qué pocas veces se tiene esto en cuenta. No se trata, pues, de un pecado sexual sino de un pecado contra la propiedad privada. Llevamos dos milenios tergiversando los textos con la mayor naturalidad. Decimos “palabra de Dios” pero no tenemos empacho alguno a la hora de distorsionarla. La Biblia apenas habla de la sexualidad, no era para ellos un problema, no estaban obsesionados con el tema. La obsesión enfermiza que nos ha inoculado la Iglesia no tiene nada que ver con el mensaje de la Biblia. Ni el AT ni el NT hacen hincapié en un tema, que nos ha traumatizado a todos. Aparentemente Jesús está dispuesto a que se cumpla la Ley, pero pone una simple condición: que tire la primera piedra el que no tenga pecado. El tirar la primera piedra era obligación o “privilegio” del testigo. De ese modo se quería implicar de una manera rotunda en la ejecución y evitar que se acusara a la ligera a personas inocentes. Tirar la primera piedra era responsabilizarse de la ejecución. Nos está diciendo que aquellos hombres, todos, acusaban, pero nadie quería hacerse responsable de la muerte de la mujer. En contra de lo que nos repetirán hasta la saciedad durante estos días, Jesús perdona a la mujer, antes de que se lo pida; no exige ninguna condición. No es el arrepentimiento ni la penitencia lo que consigue el perdón. Por el contrario, es el descubrimiento del amor incondicional, lo que debe llevar a la adúltera al cambio de vida. Tenemos aquí otro gran tema para la reflexión. El “perdón” por parte de Dios es lo primero. Cambiar de perspectiva será la consecuencia de haber tomado conciencia de que Dios es Amor y está en mí. Es incomprensible e inaceptable que después de veinte siglos, siga habiendo cristianos que se identifiquen con la postura de los fariseos. Sigue habiendo “buenos cristianos” que ponen el cumplimiento de la “Ley” por encima de las personas. La base y fundamento del mensaje de Jesús es precisamente que, para el Dios de Jesús, el valor primero es la persona de carne y hueso, no la institución ni la “Ley”. El PADRE estará siempre con los brazos abiertos para el hermano menor y para el mayor. El Padre no puede dejar de considerar hijo a nadie. La cercanía que manifestó Jesús hacia los pecadores, no podía ser comprendida por los jefes religiosos de su tiempo porque se habían hecho un Dios a su medida, justiciero y distante. Para ellos el cumplimiento de la Ley era el valor supremo. La persona estaba sometida al imperio de la Ley. Por eso no tienen ningún reparo en sacrificar a la mujer en nombre de ese Dios inmisericorde. Jesús nos dice que la persona es el valor supremo y no puede ser utilizada como medio para conseguir nada. Todo tiene que estar al servicio del individuo. La causa del Dios es la causa de cada ser humano. Lo más contrario a Dios es machacar a un ser humano, sea con el pretexto que sea. Nadie se acerca a Dios alejándose del hombre. Ni siquiera debemos estar mirando a lo negativo que ha habido en nosotros. El pecado es siempre cosa del pasado. No habría pecado ni arrepentimiento si no tuviéramos conciencia de que podemos hacer las cosas mejor de lo que las hemos hecho. Con demasiada frecuencia la religión nos invita a revolver en nuestra propia mierda, sin hacernos ver la posibilidad de lo nuevo, que seguimos teniendo, a pesar de nuestros fallos. Dios es plenitud y nos está siempre atrayendo hacia Él. Esa plenitud hacia la que tendemos, siempre estará más allá. Será como un anhelo de lo no conseguido que nos dejará sin aliento. En la relación con el Dios de Jesús tampoco tiene cabida el miedo. El miedo es la consecuencia de la inseguridad. Cuando buscamos seguridades, tenemos asegurado el miedo. Miedo a no conseguir lo que deseamos, o miedo a perder lo que tenemos. Una y otra vez Jesús repite en el evangelio: "no tengáis miedo". El miedo paraliza nuestra vida espiritual, metiéndonos en un callejón sin salida. El descubrimiento al verdadero Dios tiene que ser siempre liberador. La mejor prueba de que nos relacionamos con un ídolo, creado por nosotros y no con Dios, es que nuestra religiosidad produce miedos. El evangelio nos descubre la posibilidad que tiene el ser humano de enfocar su vida de una manera distinta a la habitual. La “buena noticia” consiste en que el amor de Dios al hombre es incondicional, es decir no depende de nada ni de nadie. Dios no es un ser que ama sino el amor. Su esencia es amor y no puede dejar de amar sin destruirse a sí mismo. Nosotros seguimos empeñados en mantener la línea divisoria entre el bueno y el malo. Fijaros que Jesús lo que hace es destruir esa línea divisoria. ¿Quién es el bueno y quien es el malo? ¿Puedo yo dar respuesta a esta pregunta? ¿Quién puede sentirse capacitado para acusar a otro sin contemplaciones? El fariseísmo sigue arraigado en lo más hondo de nuestro ser. Recordemos el evangelio del domingo pasado. La adúltera ha desplegado el hermano menor y se cree digna de condena. Los fariseos actúan desde el hermano mayor y se creen con derecho a condenar. Jesús está ya identificado con el Padre y unifica los tres. Tanto el menor como el mayor tienen que ser superados. Una vez más descubrimos que el menor está dispuesto a cambiar con más facilidad que el mayor. Seguimos empeñados en echar la culpa al otro, y en consecuencia, siempre será el otro el que tiene que cambiar. Meditación-contemplación Tampoco yo te condeno. Jesús nos dice, sin paliativos, que Dios no condena. Todo aquel que se atreve a condenar, no habla en nombre de Dios. Mientras esto no lo tenga claro, no daré un paso en la vida espiritual. ............................. Si uno te ayuda a descubrir tus fallos, te está ayudando a encontrar el camino de tu plenitud. Si alguien te convence de que eres una mierda, te está metiendo por un callejón sin salida. ......................... Dios no es un ser que ama. DIOS ES AMOR y solo amor. Cuando atribuimos cualidades a Dios, lo ridiculizamos. Si descubro ese AMOR en lo más hondo de mí, todo mi ser quedará empapado, trasformado en amor. La ahogamos con el adúltero (Código de Hammurabi)
Es la respuesta del famoso Código de Hammurabi, rey de Babilonia muerto hacia 1750 a.C. En el párrafo 129 dictamina: “Si la esposa de un hombre es sorprendida acostada con otro varón, que los aten y los tiren al agua [al río Éufrates]; si el marido perdona a su esposa la vida, el rey perdonará también la vida a su súbdito.” Adviértase que la ley empieza por la mujer, pero los dos merecen la condena a muerte, aunque cabe la posibilidad de que el marido perdone. La apedreamos (los escribas y fariseos) Es la propuesta de los escribas y fariseos, invocando la Ley de Moisés. Es el procedimiento más frecuente en la Biblia para ejecutar a un culpable. Cosa lógica ya que en Israel no abunda el agua, como en Babilonia, y sí las piedras. Sin embargo, estos escribas y fariseos no habrían aprobado un examen de Biblia por dos motivos. 1) La Ley de Moisés, que usa a menudo el verbo “apedrear” para hablar de un castigo a muerte, nunca lo aplica al adulterio. El texto que podrían invocar sería este del Deuteronomio: “Si uno encuentra en un pueblo a una joven prometida a otro y se acuesta con ella, los sacarán a los dos a las puertas de la ciudad y los apedrearán hasta que mueran: a la muchacha porque dentro del pueblo no pidió socorro y al hombre por haber violado a la mujer de su prójimo” (Dt 22,23-24). Pero esta ley no habla de adulterio, sino de violación (aparentemente consentida) de una muchacha. 2) Si tienen tanto interés en cumplir la Ley de Moisés, al primero que deberían haber traído ante Jesús es al varón, ya que también a él lo han sorprendido en adulterio y por él comienza la ley (“Si uno encuentra a una joven…y se acuesta con ella”). Hay un caso en el que solo se habla de apedrear a la muchacha, pero tampoco se trata de adulterio, sino de la que ha perdido la virginidad mientras vivía con sus padres. Cuando se casa, su marido lo advierte y lo denuncia, si la denuncia es verdadera “sacarán a la joven a la puerta de la casa paterna y los hombres de la ciudad la apedrearán hasta que muera, por haber cometido en Israel la infamia de prostituir la casa de su padre. (Dt 22,20-21). ¿Cómo puede un escriba, con tantos años de estudios bíblicos, cometer estos errores elementales? ¿Por ignorancia? ¿Por el deseo de interpretar la ley de la forma más rigurosa posible? ¿Para poner a Jesús en un aprieto y poder acusarlo, como dice Juan? La perdonamos y que mejore (Jesús) Jesús no precipita su respuesta. Le piden una opinión (“¿qué dices tú?”) pero se calla la boca y escribe en el suelo. Ellos insisten. Buscan lana y salen tranquilados. “Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”. El principal pecado de escribas y fariseos no es la ignorancia, ni el rigorismo, sino la hipocresía. Cuando se retiran, solo quedan Jesús y la mujer, ella de pie en el centro. Un imagen de gran impacto, digna de la mejor película. Por suerte para la mujer, Jesús no es un confesor a la vieja usanza. No le pregunta cuántas veces ha cometido adulterio, con quién, dónde, cuándo. Se limita a dos preguntas breves (“¿dónde están?, ¿nadie te ha condenado?”) y a la absolución final: “Yo tampoco te condeno. Ve y en adelante no peques más”. A veces se habla de la actitud de Jesús con los pecadores de forma muy ligera, como si los abrazase y aceptase su forma de vida. Pero a la mujer no le dice: “No te preocupes, no tiene importancia; ya sabes a quién tienes que acudir la próxima vez”. Lo que le dice es: “en adelante no peques más”. Se lo dice por su bien, no porque corra peligro de ser apedreada. A este caso, cambiando de género, se puede aplicar el proverbio bíblico: “El adúltero es hombre sin juicio, el violador se arruina a sí mismo” (Prov 6,32). Eso es lo que Jesús no quiere, que la mujer se arruine a sí misma. El buen ejemplo de los escribas y fariseos A pesar de su hipocresía y mala idea, hay que reconocerles algo bueno: se van retirando poco a poco, empezando por los más viejos. Hoy día, somos muchos los que conocemos la opinión de Jesús pero seguimos considerándonos buenos y no vacilamos en apedrear (más con palabras y juicios condenatorios que con piedras) a quien hemos elegido como víctima. Nota: Un texto escandaloso Este pasaje del evangelio es de los más desconcertantes para los especialistas. Forma parte del evangelio de Juan, pero falta en los mejores manuscritos, códices y leccionarios; otros lo trasladan al final del evangelio de Juan; y algunos lo traen en el evangelio de Lucas (después de 21,38s o de 24,53). Como si hubiese sido una hoja suelta que muchos dudaban de incluir y otros no sabían dónde meter. No es raro que este pasaje provocase dificultades. Con el criterio “quien esté libre de pecado que tire la primera piedra” podrían verse libres desde los terroristas del Isis hasta los ladrones de guante blanco. Naturalmente, no es eso lo que pretende Jesús. Sus palabras finales a la mujer, “no peques más”, dejan claro que no defiende un mundo en el que cada cual hace lo que quiere. |
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